XIV

LOS ARGONAUTAS

EL Capitán, a quien habían asegurado que no corría el menor peligro de ser detenido, decidió quedarse en Ondara hasta el final de la aventura de Urbina.

Los amores de Kitty y Eguaguirre seguían en el mismo estado de amable galanteo; la gente sospechaba; pero nadie tenía un indicio claro de la intimidad de los amantes.

A las dos semanas de cruzarse cartas entre la Clavariesa y Urbina, el oficial, por consejo de sus amigos, se puso al habla con la tía de su novia.

Esta señora recibió a Urbina muy amablemente, y le dijo que Fenoller, el tutor, no cedería de ninguna manera mientras tuviera poderes. Había decidido que Dolores se casara con su hijo, y esta solución le parecía, porque le convenía a él, tan buena, que no aceptaba otra.

El despotismo de Fenoller había producido tal protesta y oposición en la tía de Dolores, que estaba deseando encontrar cualquier medio para chasquear al despótico tutor.

Urbina, al ver lo bien dispuesta que se hallaba aquella señora, pensó que debía hacer un gran esfuerzo.

Consultó con su amigo Thompson y después con el Capitán.

—¿Usted cree que ella estará dispuesta a escaparse con usted? —le preguntó el Capitán.

—Yo creo que sí.

—Pregúnteselo usted claramente. Si acepta, organizaremos en seguida el plan de evasión.

—Creo que aceptará.

—Pues nada, ¡adelante!, como decía el general Blücher cuando se ponía la pipa en la boca y un sombrero de mujer en la cabeza. Thompson y yo prepararemos el rapto. Usted se queda en el pueblo. Fenoller parece que vigila a Eguaguirre, pero no a usted. Si supiera que faltaba usted de aquí comenzaría a sospechar. Usted obtenga la contestación categórica de la chica. Le dice usted que su tutor no cede, y que la tía está de acuerdo con usted.

—Eso haré.

—Y mientras tanto nosotros estudiaremos el terreno.

—¿Qué van ustedes a hacer?

—Como yo supongo que por tierra no se puede intentar nada, alquilaremos un falucho por un par de semanas y reconoceremos los alrededores del convento.

—Yo les cederé Roque, mi asistente. Es listo como un diablo.

—Lo conozco. Necesitaremos tres o cuatro hombres más.

—Eso se encuentra fácilmente.

—Sí; creo que sí. Pongámonos de acuerdo. Nosotros, de todas maneras, alquilamos el falucho; si no se puede emplear en la evasión, se perderá el dinero, y nos pasearemos.

—Bueno; no importa.

—En seguida que nos hagamos con el falucho inspeccionaremos la costa y veremos las posibilidades de la empresa; usted, mientras tanto, habrá escrito a su novia y recibido la contestación. ¿Que ella acepta? Pues le comunica usted en seguida el plan de fuga con todos los detalles; pide usted una licencia de un mes o de dos, rapta usted a la muchacha, se casa usted, y laus Deo.

—Haremos todo lo posible para que la cosa salga bien —dijo Urbina.

—Usted no hable ni a sus amigos íntimos del proyecto.

—No; no los tengo.

—La cuestión es llevar el asunto con el mayor sigilo, que no haya posibilidad de una sospecha, y luego realizarlo con rapidez.

Thompson fue el encargado de buscar la barca, y tras de dar muchos pasos inútiles, encontró un contrabandista de mala fama, que vivía en la punta del faro, que se avino a alquilarle su falucho con cualquier objeto.

Este contrabandista, el Farestac de apodo, era hombre fornido, de mediana estatura, silencioso, negro por el sol, la cabellera roja, que le salía por debajo del gorro colorado y le caía sobre los hombros; las barbas grandes, cobrizas y enmarañadas, el pecho de oso y las manos peludas. El Farestac vivía con su madre, una mujer también roja y también selvática, en una casucha próxima al mar, medio cueva, medio cabaña.

El Farestac era un solitario, un insociable; necesitaba espacio, soledad, olas, espumas, huracanes. Este delfín misántropo, a pesar de su violencia, tenía mucho de contemplador y de quietista. Dionysios no hubiera encontrado para sus fiestas un sátiro, un sileno, un egipán, en cuya mirada ardiera un fuego tan intenso y tan salvaje.

El único amigo y compañero del Farestac era el Rabec, viejo pescador andrajoso, de cara bronceada y llena de arrugas, la nariz de cuervo y el gorro rojo y agujereado.

El Rabec tenía varias cicatrices, una oreja cortada y en la íntegra, un anillo de plata.

El Rabec era malhumorado y sarcástico, y gozaba fama de mala sangre. Su risa, su railla, era siempre cruel y sangrienta.

El Rabec tenía un perro de aguas, el Dragó, feo, sucio e inteligente.

En la barca del Farestac, que se llamaba la Sargantana (la lagartija), servía de grumete Pascualet, un muchachillo morenito y ágil como un mono. La Sargantana del Farestac no era una barca limpia y bien cuidada, sino una barca abandonada y harapienta. En su casco se veían mapas de desconchados de su pintura verde, y sus velas estaban llenas de remiendos de varios colores.

La Sargantana no era un lacértido respetable, sino una lagartija bohemia y vagabunda, que conocía las sendas del mal mejor que las del bien.

Una tarde, al anochecer, Thompson con sus acólitos, el Farestac, el Rabec y el grumete, llegaron a Ondara; el inglés desembarcó y avisó al Capitán que para el día siguiente, por la mañana, iban a salir.

Les faltaba un botecillo, que alquilaron, y al otro día, al alba, los argonautas de Ondara salieron en la Sargantana, en dirección del Monsant. Llevaban una escalera, dos azadas, un pico, cuerdas y unas cestas con comestibles.

Hacía un viento vivo; el falucho marchaba rápidamente, con la vela grande y el foque inflados por el viento, haciendo murmurar las aguas que cortaba con la proa y dejando una estela de remolinos espumosos.

Doblaron la punta del Monsant, terminada en un amontonamiento de grandes rocas que formaban una cueva abierta por ambos lados; entraron en la ensenada y se dirigieron, en línea recta, hacia el islote del Farallón.

El islote brillaba al sol, seco, como un trozo de lava, amarillo y rojo, lleno de rajaduras y de agujeros, sin una mata de verde en los resquicios. Uno de sus lados estaba cortado a pico; el otro se alargaba en una roca horadada que formaba un arco, por debajo del cual pasaban las olas.

Dieron la vuelta al islote, que desde algunos sitios, al reflejar el sol, parecía un témpano de hielo; acercaron el falucho, a golpes de remo, hasta un canal angosto, entre grandes piedras, y lo encallaron. El Dragó, el perro de Rabec, fue el primero que saltó a tierra y subió a la parte alta del Farallón, espantando a una nube de gaviotas que tenían allí su nido.

Había arriba, una pequeña explanada en cuesta cubierta de esqueletos de aves.

Thompson y el Capitán subieron a la explanada y se tendieron a contemplar la costa.

Brillaba el mar, como una roca azul de diversos matices, bajo el esplendor del cielo inflamado. El aire estaba tibio, impregnado de esencias salobres. Un delfín jugueteaba entre las olas.

—Vamos a estar aquí hasta mañana por la mañana —dijo el Capitán— en que haremos un reconocimiento en el bote. Ahora, cada cual puede elegir el entretenimiento que quiera.

—¿Hay tantos? —preguntó Thompson.

—Se puede dormir, pescar, jugar, bañarse…

—¿Y usted qué va a hacer?

—Yo me voy a dedicar a la investigación y a la reflexión.

El Capitán sacó su anteojo y se puso a contemplar la costa y la ensenada del Monsant, que parecía estrechar entre sus brazos el islote.

El acantilada, en cuya cumbre estaba el convento, comenzaba en la playa de Alba; luego seguía como un zócalo por debajo del pueblo, e iba elevándose al alejarse de él, hasta tomar gran altura y terminar en una punta rocosa.

Al comienzo, este acantilado era liso, calcáreo, sin hendiduras; de lejos parecía de mármol; luego, al aumentar en elevación, la pared que formaba se convertía en un peñascal, con desigualdades, con senos, en donde penetraba el mar, y trozos del monte desprendidos que avanzaban en el agua, sembrándola de arrecifes. En algunos sitios, el suelo rojo mostraba sus entrañas desnudas y sangrientas.

Al lado contrario de Alba, detrás de la otra punta de la ensenada, se erguía a orilla del mar una roca ingente que parecía de piedra pómez por lo blanca y lo seca.

—¡Qué extraña mole! —exclamó Thompson—. El otro día la miraba desde lo alto del Monsant, y me figuraba una nube iluminada por el sol.

—Sí, parece un azucarillo —dijo el Capitán, poco dispuesto a maravillarse.

Desde allí, el convento se presentaba muy en alto; no se veía de él más que el cementerio con sus cipreses blanquecinos por el polvo, una torre cuadrada, con una galería con matacanes, adornada por una parra, y una muralla con aspilleras, que bajaba en zigzag hacia el mar.

El convento tenía, mirado desde el islote, un aire belicoso y altivo.

A la derecha del monasterio se veía la mancha oscura del olivar; y luego, pinares que iban reptando cada vez más espaciados, hasta desaparecer en la parte rocosa y desnuda del monte. En un extremo, en uno de los cabezos, aparecía una atalaya del tiempo de los moros con un resto de muralla agujereada y rota.

—¿Quién conoce bien estos sitios? —preguntó el Capitán a Thompson.

—El Farestac.

—¿Quién es el Farestac?

—El patrón de la Sargantana; ese de las barbas rojas.

—Es un pirata. ¡Qué tipo! Dígale usted que venga.

El Farestac, que estaba preparando el almuerzo en compañía del Rabec y del grumete en un hornillo de hierro, subió a lo alto del islote.

—¿Qué quiere usted? —preguntó en un castellano rudo al Capitán.

—Siéntate aquí —le dijo el Capitán— ¡compañero! —y le dio una palmada en el hombro.

—¿Compañero de qué? —preguntó el Farestac con tono burlón.

—De piratería. Tú eres un pirata, ¿verdad?

—¿Yo?

—Si no lo eres en grande, no es por falta de ganas, Farestac. Tu barco destila contrabando y piratería.

—¿Y el barco de usted?

—Yo no tengo barco —replicó el Capitán—; soy un pirata de monte. Siéntate; somos lobos de la misma carnada.

El Farestac se sentó, mirando al hombre con sorpresa.

—¿Conoces esta tierra que está delante de nosotros? —dijo el Capitán.

—Sí.

—¿Bien?

—Mejor que nadie.

—¿Cuántas entradas hay en esta costa?

—¿Entradas?

—Sí. ¿Cómo las llaman aquí? Calas. ¿Cuántas calas hay?

—Tres —contestó el Farestac.

—¿Cómo se llama aquella de enfrente?

—¿Aquella?

—Sí.

—Cala del Infern.

—¿Y esta que está aquí cerca de la punta?

—La dels Capellans.

—Y la tercera, ¿dónde está?

—La tercera está doblando esta punta, y se llama dels Avions.

—¿Por alguna de ellas se puede subir?

—Por todas se puede subir.

—¿Por cuál es más fácil la subida?

—Por la del Infern.

—¿Has subido tú?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Hará un año la última vez.

—¿A dónde se sale?

—Al cementerio del convento.

—¿Te daría miedo subir otra vez? —repuso el Capitán.

—Menos que a usted —contestó el salvaje marino sarcásticamente.

—A mí no me da miedo nada, hijo mío —repuso el Capitán, dando un nuevo golpecito en el hombro del patrón y sonriendo.

El Farestac miró a su interlocutor con curiosidad creciente.

—¿Qué van ustedes a hacer en la cala del Infern? —preguntó.

—Vamos a subir al convento.

—¿A qué?

—A robar una monja.

—Una moncha. ¿De verdad?

—Sí. Una moncha joven y guapa. ¿Tú te llevarías una?

—Una joven y guapa ¡ya lo creo! —exclamó el Farestac con los ojos brillantes.

—Pues nada, escoge una y te ayudaremos. Formaremos una Sociedad de Raptos y Empresas Peligrosas Reunidas. Razón social: Farestac, Thompson, Rabec, etc., etc. Capital: el que se robe.

El Farestac, que no entendía bien lo que decía el Capitán, comenzó a mirarle con mayor extrañeza. Quizá pensó que estaba loco.

Se comió en la parte baja del islote del Farallón, se pasaron las horas pescando, y al anochecer se tendieron todos a dormir.

Antes de amanecer, el Farestac despertó a la gente. Se decidió que el Rabec, a quien nada se había contado del proyecto, quedara en el islote cuidando de la Sargantana en compañía del Dragó. Los demás se metieron en la lancha y se dirigieron hacia la costa.

En el mar palpitaban tantas estrellas, que su brillo tembloroso producía el vértigo.

En media hora se acercaron a la cala del Infern. Amanecía.

No era aquella cala un pequeño golfo bien abierto e iluminado por la luz del sol, sino un agujero irregular y tenebroso que comenzaba por una hendidura estrecha.

Delante de esta hendidura había rocas basálticas blancas y grises que formaban como restos de un gran palacio, del que quedaran arcos y galerías rotos. Al borde mismo del agua salían pinos por las grietas de las piedras. El bote se deslizó por entre los peñascos sobre el agua inmóvil, que parecía de cristal, y penetró en la hendidura. Llegaron hasta el fondo y ataron la lancha, y almorzaron.

Empezaba a entrar por arriba la claridad del Sol y se iba viendo poco a poco la extraña configuración de la cala. El mar aparecía blanco, lechoso, entre dos paredes negras, húmedas, llenas de oquedades; ya fuera, era azul, con un color turbio de cristal; una red de meandros de espuma cubría su superficie con un galoneado de plata.

Comenzó a sonar la campanita del convento de una manera charlatana y alborotadora.

—Vamos a hacer nuestra inspección —dijo el Capitán.

—Vamos —repuso el Farestac.

La hendidura era más estrecha en la boca que en el fondo. La cala formaba dentro un seno irregular. Tenía allí unos sesenta pies de ancho y ciento veinte de alto. El Farestac aseguraba que había una senda que a trechos se convertía en escalera y que llegaba a lo alto.

Se encontró un resto de camino que comenzaba por el lado izquierdo mirando hacia el interior. Al principio iba en una pendiente suave; luego se hacía más escarpado, rodeaba la cala y pasaba al lado derecho. Hasta la mitad de la altura se logró subir con grandes dificultades; luego había una parte de veinte pies como un lomo de piedra resbaladizo, que se podía escalar trepando, agarrándose a las rendijas. De aquí, el camino pasaba por un resalto medio desmoronado por las filtraciones del agua. Este resalto, que corría paralelamente a una hendidura horizontal, se llamaba, según dijo el Farestac, el Pas de la Rabosa.

El marino encontraba muy cambiada la senda de la cala del Infern desde que él había estado la última vez.

Sin duda las aguas de lluvia habían ido deshaciendo y arrancando grandes trozos de la arena y de la piedra calcárea, echándola al fondo de la cala.

El Pas de la Rabosa terminaba en la pared de la derecha, en una oquedad profunda, de donde salía otra senda a trechos con escalones que subía a la parte alta del acantilado. Esta senda se hallaba interrumpida por un desmoronamiento que dejaba unos quince pies sin paso.

Al llegar a la oquedad, el Capitán se detuvo, y dirigiéndose a Thompson, exclamó:

—Amigo Thompson, ¿tiene usted buena memoria?

—No; pero tengo un lápiz y un cuaderno que la substituye mal que bien.

—Bueno. Vaya usted apuntando todo lo que necesitamos para dejar accesible la subida.

Thompson fue apuntando lo que le dijeron: garfios de hierro, varias tablas, cuerdas, etc.

Arreglaron durante la mañana la subida hasta el Pas de la Rabosa. Después comieron. Habían llevado un hornillo de hierro, donde se guisó y se hizo café. El vino lo echaban a un porrón de hoja de lata, y de allí bebieron todos a chorro.

Al comenzar la tarde hicieron una maniobra de importancia y de peligro. Ataron con la cuerda por la cintura a Pascualet; tendieron después la escalera de un lado del abismo al otro, sujetándola en una piedra lo mejor posible, e hicieron que el muchacho atado pasara y afirmara la escalera con grandes clavos por el otro lado.

Hecho este puente, cruzaron todos por él. Primero pasaron el Farestac y el Capitán; después, Roque y Thompson. Les faltaba únicamente unos cincuenta pies para llegar al borde superior de la cala del Infern; pero esta subida no era difícil, porque había una buena senda. La limpiaron quitándola hierbajos resbaladizos, y cuando comenzaba a hacerse de noche salieron a lo alto del acantilado.

Ahora también la campanita del convento derramaba sus notas de cristal en la calma del crepúsculo…

El Farestac y el Capitán se acercaron al cementerio, mientras Roque y Thompson quedaban en las esquinas de la tapia mirando a hurtadillas por si llegaba alguien.

El Capitán escaló la tapia del camposanto, y el Farestac le siguió. Se acercaron saltando tumbas a una puerta en arco que comunicaba con el jardín del convento. Esta puerta, pintada de verde, estaba cerrada con cerrojo y llave.

Por una rendija miraron y vieron a la superiora y a otra monja dando instrucciones al jardinero.

—Hay que limar la lengüeta de esta llave —dijo el Capitán—. Teniendo abierto esto, la fuga es fácil… Abriremos la otra puerta del cementerio que da hacia el mar, y en un minuto la novia de Urbina puede estar en el Pas de la Rabosa. Vámonos, Farestac. Por hoy ha concluido sus funciones la Sociedad de Raptos y Empresas Peligrosas Reunidas.

Salieron el Capitán y el Farestac del camposanto, y reunidos con los otros dos y el chico, comenzaron casi a tientas la bajada por la senda de la cala del Infern hasta llegar al mar.

—Añada usted a lo que necesitamos —dijo el Capitán a Thompson— un par de limas buenas y una tranca.

—Está bien.

Se embarcaron en la lancha. Llegaron al islote, y poco después la Sargantana, como un tritón jovial y alegre que deja por primera vez la férula de los maestros y de los padres, marchaba hacia Ondara con las velas desplegadas.