XIII

EL CONVENTO

ERA un magnífico lugar aquel en donde se asentaba el monasterio. Se hallaba en una alta explanada del Monsant, al borde mismo del acantilado de la costa; tenía delante un bosquecillo de olivos; encima de este, un pinar, y más arriba, cimas ásperas y pedregosas; abajo se extendía el mar, en cuya superficie luminosa se dibujaba la sombra del islote. Al acercarse al convento, por la Volta del Rosignol, se veía, primeramente, la torre por encima de los viejos y mugrientos tejados, entre los cipreses del camposanto; luego se abarcaba todo el conjunto del edificio, circundado por una muralla con aspilleras y rejas. Dentro de esta muralla se encerraba la iglesia, la vivienda, el jardín y el claustro.

Entre el convento y el bosquecillo de olivos había un raso ancho y empedrado, con una cruz de piedra en medio.

En aquel momento, un mendigo, envuelto en una anguarina parda, dormía al sol.

Llegaron la tartana y los caballos a la plazoleta; se detuvieron y bajaron los viajeros.

Un arco de la muralla entre dos columnas, con una puerta claveteada y pintada de azul, daba acceso al primer patio. En el fondo de este se levantaba la iglesia, una fachada barroca con guirnaldas y grandes tejas con celosías. Encima de la puerta, contorneada por una moldura retorcida de piedra, había una hornacina con una Virgen antigua esculpida por algún artista gótico, y a los lados de ella se destacaban dos grandes escudos coloreados. La fachada remataba en una torre adornada con varios jarrones y tres campanas.

En el patio, los arrayanes decrépitos y mal cortados trazaban un rectángulo, y en medio de este se levantaba una gran taza de mármol, musgosa, olvidada y triste, que en otro tiempo debió de estar embellecida y animada por el chorro vivo de un surtidor de agua clara.

Kitty y los amigos atravesaron el patio y se acercaron a la iglesia.

—Thompson y yo esperaremos aquí un momento —dijo el Capitán—, luego entraremos.

Kitty, con la mujer del doctor, el doctor y Urbina, pasaron al patio, y Thompson y el Capitán quedaron fuera con el asistente de Urbina y el tartanero.

—Oye, muchacho —le dijo a este el Capitán.

—¿Qué quiere usted?

—Pasa por ahí y llama al jardinero o al portero, y dile a cualquiera de ellos que te venda dos palomas, y pregúntale si todas las semanas podrán vender otras dos.

—Bueno.

—Toma —y el Capitán le alargó unas monedas.

—¿Ya, cuidarán ustedes de la tartana?

—Sí, estaremos aquí.

El tartanero entró en el convento y volvió al poco rato con dos palomas grises.

—¿Qué han dicho? —preguntó el Capitán.

—Que venderán todas las que se quieran. Ahí tiene usted la vuelta.

El Capitán dio una propina al muchacho y cogió las dos palomas, las examinó, las encerró en la jaula y esta la dejó dentro de la tartana.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Thompson.

—Yo voy a entrar —dijo el Capitán—; usted se queda aquí, inspecciona esto y me hace un pequeño plano del conjunto del edificio y de sus alrededores.

—¡Pero entonces no voy a ver el convento!

—Y a un luterano como usted, ¿qué demonio le importa ver un convento de papistas?

—¿Y el arte?

—¡Qué arte! No sea usted amanerado, Thompson. ¿No es una obra de arte el intentar, como intentaremos nosotros, si se puede, robar una señorita de un convento? Le creía a usted superior a esas supersticiones.

—No he dicho nada. Es usted el Capitán y le obedezco.

—Bueno. Hasta luego entonces.

Entró el Capitán en el patio, lo recorrió y pasó a la iglesia, y después al claustro. Aquí se reunió con Kitty y sus amigos, que estaban en compañía de la superiora y de una mujer de una belleza espléndida, vestida de negro. Era la Clavariesa. La Clavariesa hablaba con Kitty, al parecer, como con una amiga íntima.

Precediéndolos a todos iba un sacristán cojo, vestido con una túnica negra y armado de un llavero, abriendo puertas.

El Capitán se acercó a Urbina y le preguntó, señalando a la Clavariesa:

—¿Es la novia de usted?

—Sí.

—¿La puede usted decir unas palabras?

—Sí.

—Dígale usted que una paloma gris que llegará el domingo, por la mañana, a las doce del día, le traerá noticias de Ondara y de usted.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—Usted dígaselo en seguida. Que espere la llegada de la paloma.

Urbina, apretado de cerca, dio el encargo a la Clavariesa.

Siguieron todos visitando el convento.

Mientras tanto, Thompson tomaba notas y apuntes desde fuera.

Comenzaba a hacer calor; la luz cegaba y el tiempo invitaba a la pereza. Las cigarras llenaban con su chirrido el silencio del campo.

Thompson no sabía el propósito definido del Capitán. Hizo primero un croquis de los alrededores del convento y de la cima del Monsant, que tenía en uno de sus cabezos una atalaya derruida, del tiempo de los moros.

Después dibujó el conjunto del monasterio desde la Volta del Rosignol, con sus grandes tapias, su arco de entrada, su torre, sus tejados musgosos y sus cipreses negros y afilados.

Luego, abandonando el camino y alejándose de la costa, subió a un bosquecillo de olivos. Estos árboles centenarios, negros y retorcidos, parecían pulpos monstruosos de muchos brazos y de muchas manos que iban ascendiendo penosamente la montaña.

Desde aquella altura se veía la huerta del convento con una gran alberca cuadrada, en la que el agua negra verdeaba. Detrás de los perales y de los melocotoneros asomaban los cipreses melancólicos del cementerio, como detrás de la vida aparece la muerte. Sobre el mar azul revoloteaban algunas gaviotas y sobre la tierra, algunas palomas.

Thompson dejó el bosquecillo de olivos y subió por un pinar hasta la parte alta de una cima, desde donde se dominaba la costa al prolongarse hacia el Norte. Al principio quedó extrañado; enfrente brillaba un peñón calcáreo erguido sobre una playa. El sol le arrancaba unos reflejos tan extraños que aquella roca gigantesca, blanca, roja y amarilla, parecía el fantasma de un monte, vigía del mar azul.

Thompson estuvo contemplando aquella roca un momento para cerciorarse de que tenía realidad; luego temió quedar retrasado, cruzó el pinar y el bosque de los olivos y bajó a la puerta del monasterio.

Serían las once cuando los visitantes de Monsant salieron al patio.

—¿Y por qué no ha entrado Thompson? —preguntó Kitty.

—Tenía que hacer un encargo mío —repuso el Capitán.

—¡Qué egoísmo! ¿Por qué no lo ha hecho usted?

—Es que él sabe más geología que yo, y necesitaba examinar unas piedras. Además de que los aires papistas no convienen a los luteranos.

—No diga usted papistas. ¡Qué horror!

—¿Es usted ferviente católica, Kitty?

—Lo más ferviente que puedo.

Entraron unos en la tartana, montaron los otros a caballo y volvieron al mesón de Alba, a comer.

—¿Qué le ha parecido a usted la Clavariesa? —preguntó Kitty al Capitán.

—Muy bien; una mujer espléndida.

—Cuando estaba en Ondara querían encontrar rivalidad entre ella y yo. ¡Qué tontería!, ¿verdad?

—¡Sí; hay demasiada diferencia entre ella y usted! —dijo el Capitán.

—¿Verdad?

—Enorme.

—¿Tanta, tanta, cree usted?

—Es como comparar una estrella, no con un gusano de luz, huyamos de las exageraciones, como comparar una estrella de luz propia con un planeta.

—¿Y ella es la estrella de luz propia?

—No; la estrella es usted.

—Gracias, Capitán, es usted muy galante.

—Es usted como esas estrellas pequeñas, brillantes, intensas, que lanzan una mirada que vibra en el aire.

Kitty tomó un aspecto mixto de coquetería y de tristeza.

—Me gustaría saber, la verdad, lo que piensa usted de mí —dijo.

—¡Lo que pienso de usted! Sencillamente, que es usted una mujer admirable.

—Se quiere usted reír de mí.

—No, no. Es usted una mujer encantadora.

—Con eso quiere usted decir que soy loca, temeraria… ¿verdad?

—¿Y quién no lo es? Solamente las gentes mezquinas saben hacerse un escudo con los lugares comunes y las preocupaciones generales para vestir su mezquindad. La poca gente noble que hay en el mundo, esa va a pecho descubierto; si le hieren de un flechazo, la flecha penetra hasta el corazón; si va por un precipicio y se desliza, la caída es hasta el fondo…

—Me da usted miedo —dijo Kitty—, debe usted odiar a la sociedad.

—La odio… y la desprecio —contestó el Capitán en tono sombrío.

—Pero sin sociedad, ¿cómo podríamos vivir?

—No sé; ni me importa pensarlo.

—Es necesario que haya leyes.

—Sí; así al menos hay la satisfacción de violarlas —replicó el Capitán en tono sarcástico.

—Y de Eguaguirre, ¿qué piensa usted?

—¡Eguaguirre!… Tiene un perfecto egoísmo a cubierto de todo ataque. Garitas, baterías, hornabeques, galerías cubiertas: su fortaleza es inexpugnable. No se perderá por amor al prójimo.

—¿Tan malo le cree usted?

—No; malo, no. Egoísta, frío, petulante. Tiene grandes condiciones de conquistador.

Kitty escuchó nerviosa y demudada. Al tranquilizarse un poco dijo:

—¿También tiene usted mala opinión de Urbina?

—No. ¡Ca! Urbina es un santo varón. Entre hacer de víctima o de verdugo, preferirá hacer de víctima; entre ser martillo o yunque, elegirá ser yunque. Yo le respeto y le reverencio, y si llega su martirologio le dedicaré un recuerdo y una piadosa lágrima.

Comieron en el fonducho de Alba, y, después de pasar un rato de sobremesa y esperar a que transcurrieran las horas calurosas de la tarde, marcharon a la playa y entraron en la Joven Rosario.

El asistente de Urbina y el tartanero fueron a Ondara por tierra, dando una gran vuelta.

Kitty, que se había sentado a popa, se fijó en el envoltorio que llevaba el Capitán.

—No me ha dicho usted para qué es la jaula —dijo.

—¿Y quiere usted saberlo?

—Sí.

—Pues llevo aquí dentro dos palomas.

—¿En dónde las ha cogido usted?

—¿Cree usted que las he robado? No. Comprendo que hubiera estado más en carácter robándolas; pero me he contentado con comprarlas en el monasterio.

—¿Y para qué las quiere usted?

—Una de ellas servirá para llevar la carta que nuestro amigo Urbina escribirá a su amada.

—¡Qué idea! Pero tendría que estar advertida la Clavariesa.

—Lo está.

—¿Y la contestación?

—Yo supongo que se necesitarán dos cartas para que haya contestación. Si la muchacha se aviene a entrar en correspondencia con Urbina, se le enviarán palomas del castillo, de regalo, que desde el momento que las suelte volverán a su palomar.

—¡Bravo! Es usted un hombre de recursos, Capitán.

Se desembarcó en Ondara al anochecer, y el Capitán y Thompson se fueron a la fonda de la Marina.

Por la noche, los dos dijeron a Urbina que podía escribir una carta a la Clavariesa, que llegaría al convento llevada por una paloma.

Urbina, al saberlo, quedó intranquilo y nervioso, y se puso a hacer borradores, que consultó con Thompson, a quien consideraba hombre más susceptible de sentimentalismo que el Capitán.

Dos días después había que enviar la paloma mensajera. Se leyó la carta definitiva, que se sometió al juicio de Kitty. Kitty hizo algunas observaciones de psicología femenina muy agudas, que Urbina atendió, y por la mañana del domingo subieron Urbina, Thompson y el Capitán al Mirador del castillo. Kitty tomó entre las manos una de las palomas y estuvo acariciándola. Según Thompson, era un ejemplar de la Columba Tabellaria. Esta clase, de pequeño tamaño, es de gran instinto viajero. El Capitán cogió la carta de Urbina, la dobló y la ató con una cinta en el ala de la paloma. Luego Kitty dejó el ave mensajera en el pretil del Mirador. La paloma dio unos pasos a un lado y a otro, después se lanzó al aire, trazó una gran curva para orientarse, se dirigió como una flecha hacia Monsant, y desapareció.

—He escrito una tontería —dijo Urbina—. Va a creer que soy un imbécil.

—Ya no puede usted recoger la carta del correo —exclamó el Capitán burlonamente.

—Se va a reír de mí.

—¡Qué se ha de reír! —exclamó Kitty.

—¿Cree usted que no?

—No. Claro que no. Es usted el hombre más notable que he conocido en mi vida.

—¿Cómico? ¿Grotesco?

—No. Delicado. Un carácter bueno, generoso.

Urbina, en un arranque de emoción, se acercó a Kitty y le cogió la mano con intención de besársela; luego no se atrevió y quedó en una actitud de perplejidad triste.

Al día siguiente Kitty escogió una paloma con pintas del palomar del castillo, la metió en una jaula, puso en un cartón atado el nombre de la Clavariesa e hizo que se la llevara un cosario que recorría los pueblos de la costa y que pasaba por Alba y por el convento de Monsant.

A los dos días la Clavariesa contestaba, y Urbina estaba loco de contento.