EL VIAJE
SE fijó como día de marcha un domingo, y por la mañana, antes de amanecer, estaban todos los que formaban la expedición en el muelle.
El Capitán de Llaves había mandado echar el puente levadizo, en la puerta de la Marina, más temprano que de costumbre, y acompañaba a los expedicionarios, que formaban un grupo.
Era la hora anterior al alba; la hora del despertar de los puertos y de los barrios de pescadores; la hora que los antiguos representaban como una muchacha con alas, vestida con una túnica de color violeta pálido y acompañada de una lechuza de color de crepúsculo. El cielo, estrellado, estaba aún negro; la Osa Mayor se inclinaba hacia el mar, que florecía en fosforescentes espumas, y en el pueblo comenzaban a cantar algunos gallos madrugadores, que presentían la aurora.
Había, en la popa de una barca atracada al muelle y sujeta por una maroma, un farolillo que se balanceaba.
En esta barca, la Joven Rosario, iban a partir Kitty y sus amigos para Monsant.
Dos marineros, ayudados por los soldados de la guardia de la puerta de la Marina, pasaron de una mano a otra unos cuantos fardos y varios cestos de provisiones por la escotilla al interior de la bodega del falucho. Embarcaron luego los pasajeros; se acomodaron en los bancos, a popa, sobre la cubierta, y la Joven Rosario se separó del malecón y comenzó a alejarse a fuerza de remos, haciendo un ruido de chapuzones en el agua.
—¡Adiós! ¡Divertirse! —dijo el Capitán de Llaves desde el muelle.
—¡Adiós! ¡Adiós! Hasta la vuelta —contestaron los viajeros.
El falucho era ancho y pesado; los tripulantes, cuatro: dos marineros, el patrón y un grumete.
Hacía un viento fresco; el relente de la noche dejaba la ropa humedecida. El agua parecía tan cuajada como el cielo de estrellas, que iban siguiendo a la barca, palpitando y temblando sobre las olas sombrías, que pasaban por encima del abismo negro del mar…
De pronto comenzó a rechinar una garrucha agriamente; la gran vela latina se extendió, como una claridad fantástica, en el aire de la noche, que tenía ráfagas turbias de luz; dio un latigazo, se inclinó la barca por una de sus bordas, y comenzó a marchar de prisa, abriéndose paso entre remolinos de espuma… El horizonte aclaraba por instantes; las estrellas palidecían. Unas nubecillas grises, azuladas, habían invadido el cielo por Levante, y estas nubecillas fueron enrojeciéndose hasta que el sol hizo su salida triunfal, rasando con su luz dorada las crestas espumosas de las olas.
Las nubes se fueron esparciendo por el cielo en grandes copos rojos, que se subdividieron y concluyeron por deshacerse.
El grumete, que corría a proa con los pies desnudos, se puso a cantar, con voz atiplada:
L’airet, l’airet, l’airet
de la matinada.
Del rich estiu, del rich estiu,
del rich estiu.
—¡Silencio! —le gritó el patrón severamente.
—Déjele usted cantar —exclamó Kitty—; lo hace muy bien.
El muchacho siguió con su canción, cambiando de voces con mucha gracia.
Ya la luz de la mañana alumbraba el mar, y los viajeros se veían unos a otros. Kitty iba muy sonrosada y elegante con un chal y una capucha que le cubría la cabeza; la mujer del médico comenzaba a ponerse pálida, algo mareada; Urbina estaba preocupado; el Capitán, silencioso, y el doctor y Thompson se entretenían en hacer cabriolas y gansadas, exponiéndose a caerse al agua.
Al alejarse a una distancia de un par de millas del puerto oyeron la diana que tocaban los tambores y cornetas en el castillo de Ondara.
Se volvieron todos a mirar hacia atrás. El castillo brillaba como un ascua. Parecía fundido, incendiado por el sol; el pueblo estaba todavía en la sombra, y únicamente un rayo de oro daba en la cúpula de la iglesia, que centelleaba con mil reflejos.
Poco después se oyeron varios cañonazos.
Se veía el humo blanco de la salva, que manchaba el aire azul, formando una nube redonda, y unos segundos más tarde sonaba el estampido.
—La Naturaleza tiene también cosas cómicas —dijo el Capitán—. Esa diferencia de rapidez entre la luz y el sonido hace un efecto grotesco.
—¿Tampoco quiere usted estar conforme con la Naturaleza? —preguntó Kitty, riendo.
—Tampoco.
En esto se izó la bandera en el castillo de Ondara, que comenzó a brillar al sol.
—¡Hurra! ¡Hurra! —gritó Thompson, agitando su sombrero en el aire.
—No me ha parecido bien ese hurra cosaco, Thompson —dijo burlonamente el doctor—. ¿Ustedes qué opinan?
—La verdad es que ese grito del Norte en pleno Mediterráneo parece intempestivo —contestó Kitty.
—Completamente intempestivo —dijo el Capitán.
—Yo creo que el eco ha protestado con indignación —añadió el doctor.
—¡Qué duda cabe! —repuso el Capitán—. Yo mismo he visto un delfín que se ruborizaba al oír esa exclamación salvaje.
—No se esfuercen ustedes más, amigos míos —exclamó Thompson—, en convencerme que he hecho mal. Tienen ustedes razón. Había perdido la noción geográfica, se me había confundido en la cabeza el paralelo. Pero ahora estoy orientado, he encontrado la aguja de marear y creo que a este grito no tendrán ustedes que poner ninguna objeción.
—Vamos a ver —dijo el doctor.
—¡Evohé! ¡Evohé! —gritó Thompson desaforadamente—. ¡Eh! ¿Qué tal? ¿Tengo aire clásico?
—Parece usted un Sileno —dijo el doctor.
—¡Evohé! ¡Evohé! —repitió Thompson.
—Va usted a hacer zozobrar la barca con sus gritos báquicos —exclamó el Capitán.
—Me callaré; pero ustedes confiesen que este ¡Evohé!, ha estado muy bien.
—Yo lo confieso —dijo el Capitán— la prueba es que el delfín, que iba antes avergonzado y triste con sus hurras, me ha hecho una seña de amistad y ha sonreído.
Hacía poco viento y tardaron dos horas en desembarcar en Alba, un pueblecito de la falda del Monsant.
Era el pueblo pequeño y blanco; se destacaba en el cielo azul intenso, colocado sobre un acantilado calcáreo de poca altura, rodeado por un arenal. Brillaba esta pared como si fuera de mármol veteado y manchado por algunas plantas trepadoras. Encima se alineaban casas blancas, cuadradas, como dados, sin alero, que refulgían al sol.
Al pie del acantilado se extendía la playa, llena de algas de aspecto haraposo.
La barca se acercó y encalló en el arenal.
Veíase este en aquel momento lleno de gente; unos arrieros de pueblos de alrededor compraban y cargaban pescado en carros pequeños, y con tal motivo había gran movimiento de ir y venir.
Los viajeros, dirigidos por Kitty, cruzaron por entre los pescadores, salieron a una calle del pueblo y entraron en la posada.
—¿Qué hora es? —preguntó Kitty.
—Las ocho.
—Entonces tenemos que esperar una hora a que vengan la tartana y los caballos. Salieron todos a una galería del mesón que daba hacia la playa.
Al lado del mar había un conjunto de chozas, unas de paja, otras de tablas, en cuyos cobertizos y tejados se amontonaban cuerdas de esparto. Entre barca y barca se secaban al sol las ropas de los marineros. Los chicos y las mujeres cavaban con la azada pequeños canales en la arena, para que las barcas que partían se deslizasen hacia el mar, y ayudaban a subir a las que llegaban, tirando de una cuerda que pasaba por dos poleas.
A las nueve en punto, la moza del mesón avisó que estaban la tartana y los caballos en la puerta, con el asistente de Urbina.
Kitty notó en aquel momento que el Capitán llevaba en la mano un bulto cuadrado cubierto de tela.
—¿Qué lleva usted ahí? —le dijo.
—Es un secreto.
—¿No lo puedo yo saber?
—Sí; es una jaula. Póngala usted en el coche, ya le diré a usted luego para qué es.
Las señoras y el médico subieron en la tartana; los demás, en los caballos, y se dirigieron todos por una rambla llena de polvo, y después por una cuesta pedregosa, a escalar la parte alta de un acantilado, por donde corría un camino de herradura. Este camino, la Volta del Rosignol, iba rodeando el monte hasta dominar la ensenada del Monsant, una ensenada casi redonda con un islote en medio, el islote del Farallón. A un extremo de la ensenada estaba el convento.
Al llegar sobre la altura y comenzar el descenso del camino, el caballo de la tartana salió con un trote descompasado, agitando la collera y un cucurucho de cascabeles que llevaba fijo en ella y que sonaba estrepitosamente en la marcha.
Los jinetes picaron la espuela a sus caballos, y en hora y media estaban todos en el convento.