EL PROYECTO
EL Capitán, siguiendo la indicación de Kitty, se hizo amigo de Urbina, quien le contó sus amores.
—Amigo Urbina —le dijo el Capitán—, ¿usted está enamorado de verdad de esa chica?
—Sí.
—¿De verdad, de verdad?
—Sí, hombre, sí.
—¿Sería usted capaz de raptarla del convento de Monsant si ella quisiera?
—No creo que fuera muy fácil.
—Lo facilitaremos. Todo es cuestión de tener voluntad.
—¡Ah! Si fuera posible, con mil amores.
—Tiene usted que hacer algo extraordinario para influir en la imaginación de su dama, amigo Urbina —dijo el Capitán—. Kitty nos ayudará.
—¿Querrá?
—Sí.
Fueron a visitar a la coronela, Urbina, Thompson y el Capitán. Le explicaron la idea, como si no hubiese partido de ella, y se comenzó a estudiar el proyecto.
Primeramente era necesario hacer una visita al convento de Monsant. Kitty dijo que ella era amiga de la superiora y que le escribiría pidiéndole permiso para hacerla una visita.
—Esto es lo primero que hay que resolver —dijo el Capitán—; luego, ya veremos si a Urbina, al ver a su novia, se le ocurre una inspiración genial que haga gran efecto en el corazón de su amada.
—¿A mí? ¡Ca! —exclamó Urbina—. No se me ocurrirá nada.
—Bueno, no se asuste usted tan pronto, Urbina —dijo Kitty—. Usted no llevará la dirección del asunto, y no será usted responsable del éxito o del fracaso de la empresa. El Capitán será nuestro director, el Próspero de nuestra isla.
—El Capitán no creo que haya leído La Tempestad, de Shakespeare —replicó Thompson—, ni que se haya hecho cargo de la alusión de usted; pero yo, que la he leído, afirmo que nuestro Próspero es de lo más maravilloso que puede ser un Próspero solamente humano.
—No me den ustedes fama antes de ver los resultados —replicó el Capitán—. Con el éxito aceptaré los aplausos.
Una semana después Kitty le dijo al Capitán que había recibido una carta de la superiora diciéndola que podían ir a visitar el convento cuando quisieran.
—Muy bien. Iremos unos cuantos —dijo la coronela.
—¿Quiénes vamos a ir?
—El doctor y su mujer, Urbina, Thompson, usted y yo.
—¿Y Eguaguirre? —preguntó el Capitán, indiferente.
—No —contestó ella, mirando con atención al Capitán, para ver si en la cara de este se reflejaba algún pensamiento malicioso.
El rostro del Capitán estaba impasible.
—¿Cómo haremos el viaje? —preguntó Thompson.
—Otras veces hemos salido de Ondara al amanecer. Embarcamos aquí, hasta un pueblecito que está a dos horas de distancia, donde suele esperar una tartana. Como vamos a ir más gente que de costumbre, mandaremos que saquen unos caballos. A media tarde, o al anochecer, podemos estar de vuelta.
—¿De manera que usted ha estado ya en el convento? —preguntó el Capitán.
—Sí. Dos veces.
—Dígame usted cómo es.
—¿Qué quiere usted que le diga?
—Hágame usted una descripción de él: si es grande, si es chico, si tiene un jardín, si no lo tiene, cómo está emplazado.
Kitty hizo una descripción del convento todo lo detallada que pudo. El Capitán no se fijó más que en dos detalles: en que al lado del monasterio se cortaba la tierra, hacia el mar, en un acantilado muy alto, y en que había muchas palomas.
—¿De manera que hay palomas? —preguntó varias veces.
—Sí, muchas; tanto, que las venden.
—¡Ah, las venden! Ya tenemos un pequeño dato —dijo el Capitán—. Y el acantilado, ¿cómo es? Kitty no recordaba bien cómo era, y no pudo contestar con precisión a esta pregunta.
—Otra cosa —preguntó el Capitán—. ¿No tiene usted un anteojo?
—Sí.
Kitty llamó a un criado, que vino con un anteojo, y el Capitán estuvo mirando con él, observando la costa y la ensenada en Monsant, de la cual no se veía más que la entrada.
Después llegó Eguaguirre, y Thompson y él se retiraron.