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EXPLICACIÓN

PUESTO que nuestra encantadora amiga Kitty ha hecho a usted esa recomendación —dijo el Capitán—, trataremos de servirla. Amor, con amor se paga. ¿Usted ha comprendido la causa de ese encargo, amigo Thompson?

—No.

—Pues yo se la explicaré a usted. Kitty está enamorada locamente de Eguaguirre y quiere tenerlo seguro; teme alguna veleidad de su amante por esa muchacha encerrada en el convento de Monsant, de que usted habrá oído hablar, que llaman Dolores la Clavariesa, y va buscando que Urbina se case con la Dolores.

—¡Bah! ¿Usted cree en todo lo que se cuenta?

—Conozco la historia en sus detalles —replicó el Capitán—. Al llegar Juanito Eguaguirre al pueblo, había aquí dos mujeres que los poetastros de la localidad llamaban las dos beldades de Ondara: una era Kitty; la otra, una huérfana rica, a quien por haber tenido no sé qué cargo honorífico en el Calvario, llamaban la Clavariesa; Kitty tenía el prestigio de su elegancia, de su cultura, de su aspecto extranjero; la Clavariesa era una mujer hermosa, con la perfección de líneas de una modelo de Praxíteles. Esta Clavariesa era la pupila de un abogado llamado Vicente Fenoller. Fenoller, uno de los grandes hombres del pueblo, es un señor de gran fachenda, abogado elocuente, regionalista entusiasta y católico fanático. Fenoller ha casado a un hijo suyo con una mujer rica, y piensa casar al otro con su pupila la Clavariesa. La tía de la muchacha no es nada partidaria de tal matrimonio.

En este estado de rivalidad entre Kitty y la Clavariesa, vino Urbina, y, a pesar de su timidez y de su apocamiento, fue acogido por las dos rivales con sus más graciosas sonrisas. Urbina, si hubiera sido un hombre valiente y de poca preocupación moral, se hubiera lanzado a galantear a Kitty; pero no tuvo bastante ánimo para ello, y se dedicó a hacer el amor a la Clavariesa, que al principio le correspondió. En tal situación se presentó Eguaguirre en Ondara.

Al primer mes de estar aquí el teniente había dado un escándalo; había ganado y perdido fuertes sumas en el juego, y había tenido un desafío, en el cual hirió gravemente a su adversario.

Eguaguirre comenzó sus amores en Ondara por partida doble: galanteaba a una muchacha del barrio de pescadores y a la coronela. Kitty se divertía con este galanteo, que consideraba inocente. Eguaguirre, que es un egoísta furibundo, se encontraba mal de dinero, y al saber que Dolores la Clavariesa era rica y huérfana, no se cuidó para nada de su amigo Urbina, ni de la coronela, ni de la muchacha del barrio de pescadores, y escribió a Dolores una cara de amor. La Clavariesa le aceptó con gran entusiasmo. Estas permutaciones amorosas fueron la comidilla del pueblo. La coronela se eclipsó, y Urbina hizo lo mismo. Entonces Fenoller, el tutor de la Dolores, advirtió a esta que Eguaguirre era un perdido, jugador, mujeriego, que no quería más que su dinero.

—El que no quiere más que mi dinero es usted —le contestó ella violentamente, y aseguró que no, que no la casarían con otro.

Fenoller cogió a su pupila, y con engaños la llevó al convento de Monsant. Eguaguirre se olvidó al momento de la Clavariesa, y volvió a ser el caballero de Kitty, que le aceptó con todas las consecuencias.

—No comprendo el éxito de Eguaguirre —dijo Thompson.

—Mi querido amigo —replicó el Capitán—; el éxito de Eguaguirre es, como todos los éxitos, un poco fatal y un poco injusto. Hay hombres que tienen disposiciones para amar, para querer, y otros para ser queridos. Hablo desde un punto de vista casi físico, sexual. Eguaguirre es de estos últimos. Ha nacido con la facultad de ser apetecible para el sexo contrario. ¿Cuál es esa facultad? ¿En qué consiste? ¿Cómo la ha desarrollado? No lo sé.

—Encuentro muy problemático lo que usted dice.

—¿Es que usted cree que las mujeres se enamoran exclusivamente de los hombres puros, angelicales, de los sabios, de los héroes?

—No, no; ya sé que no.

—Entonces estamos en lo mismo. Las mujeres se enamoran de hombres altos y bajos, buenos y malos, raros y vulgares; pero entre estos no cabe duda que hay unos que, sin saber por qué, hacen mover con más facilidad esa maquinaria de afectos, de deseos, de vanidades, de inclinaciones que hay en una mujer. Esos son los donjuanes, los hombres interesantes, los codiciados… Y uno se pregunta el porqué. ¿Es que estos hombres tienen una perspicacia especial para ver los puntos flacos del sexo contrario? No. ¿Es que comprenden a las mujeres mejor que los otros? Tampoco. Como todos los demás, en estas cuestiones amorosas disparan su flecha con los ojos cerrados; pero, a diferencia de los demás, dan casi siempre en el blanco. Ahora usted dirá: ¿Por qué dan en el blanco? Por la razón sencilla de que la mujer que hace de juez y de árbitro en el juego está dispuesta a creer que para aquel hombre escogido por ella donde dé la flecha estará el blanco. Es la arbitrariedad de la Naturaleza.

—Es posible que sea así —dijo Thompson—; yo, la verdad, no le encuentro nada extraordinario a Eguaguirre.

—¡Usted qué le va a encontrar! Ni yo tampoco. Son las mujeres las que le encuentran algo especial. Es la mirada impertinente, es la flema, es el desdén… Quizá le agradecen vivir exclusivamente para ellas, cosa que a la larga debe ser aburrida. El caso es que Eguaguirre es un tenorio que nuestra encantadora Kitty quiere favorecer los amores de Urbina y de la muchacha encerrada en Monsant para tener la exclusiva de su tenorio.

—Sí, sí, es posible, y lo siento. La verdad, no creo que Eguaguirre valga la pena de tantos cuidados.

—Amigo Thompson. Está usted hablando como un niño. Es que va usted a pretender que las mujeres no tengan derecho a enamorarse de los imbéciles y de los egoístas? ¿Es que les va usted a privar de ese sacrosanto derecho? Pues entonces les va usted a cercenar la vida. Es la fruta que más les ilusiona.

Y el Capitán se rio, frotándose las manos alegremente.

Thompson quedó algo preocupado con las palabras del Capitán, y como no quería ser un negador sistemático, intentó estudiar a Eguaguirre.

No encontró en el joven teniente nada que le sorprendiera. Era de una inteligencia menos que mediana, de una cultura casi nula, orgulloso, sombrío, con una gran fe en sí mismo. Quizá esta era una de sus fuerzas. Otro atractivo podía tener el oficial para las mujeres, y era que su vida parecía próxima a una tragedia, a una catástrofe.

El egoísmo de Eguaguirre era monstruoso. Kant, en su antropología práctica, encuentra que hay tres clases de egoísmo: el egoísmo lógico, el estético y el práctico.

El egoísmo lógico juzga sin tener en cuenta el juicio ajeno; el estético, se contenta con su gusto, sin hacer caso de la opinión general, y el egoísmo práctico subordina todo lo del mundo a la vida de uno.

Eguaguirre tenía algo del egoísmo lógico y del estético; pero el que le poseía por completo era el egoísmo práctico. Sentía desdén por la gente, creía despreciar a todo el mundo, lo cual no era obstáculo para que fuera capaz de exponer la vida para que los demás, una turba de imbéciles, según él, no creyesen que alguna vez él, el teniente Eguaguirre, pudiera quedar mal en un asunto cualquiera.