URBINA
THOMPSON hizo amistades con Miguel Urbina, el teniente de artillería tímido y distraído que vivía en la misma fonda y frecuentaba la tertulia de Kitty.
Urbina era hombre de estudio; tenía gran afición y entusiasmo por las matemáticas y se preocupaba de los problemas científicos de la guerra.
Estaba desde hacía tiempo escribiendo unas observaciones acerca de la teoría analítica de las probabilidades de Laplace, trabajo que absorbía todo su tiempo.
Urbina no podía comunicar sus dificultades y sus dudas a sus compañeros, porque entre los oficiales del castillo no había ninguno que pasara de saber las cuatro reglas.
El matemático no tenía amigos. No se entendía bien con los demás oficiales.
No cabe duda que el Ejército, noble y esforzado en tiempo de guerra, se convierte en una baja institución rutinaria en tiempo de paz. El militar formado en el campo de batalla, entre el humo de la pólvora y el vaho de la sangre, tiene siempre algo superior a su empleo, que borra el carácter de la reglamentación estrecha y de las ordenanzas de una disciplina chinesca; en cambio el que no ha tenido más campo de acción que la oficina o el rincón maloliente del cuartel, se hace el más incomprensivo de los burócratas.
Urbina, que era hombre de preocupaciones elevadas, no podía convivir a gusto con sus compañeros, que no hablaban con entusiasmo más que del sueldo y del escalafón y cuyo único entretenimiento era jugar a las cartas.
Como hombre tímido y sabio, Urbina había tenido que sufrir muchas bromas de jóvenes oficiales estúpidos y petulantes.
Kitty, que comprendía la clase de hombre que era el teniente, le acogía con su más amable sonrisa y sabía tratarle con tanta amabilidad, que el Mirador del castillo era el único sitio donde el oficial se encontraba a gusto.
Urbina tenía esa timidez que no depende de la inteligencia, ni aun de la voluntad, sino que parece que está en los músculos, que se niegan a obedecer.
El teniente era capaz de pensar con claridad, de intentar realizar lo pensado con audacia, de marchar con ímpetu; pero llegaba un momento en que sus nervios flaqueaban y se sentía paralizado. En esta situación de azoramiento, cualquier cosa, abrir una puerta, saludar, salir de una habitación, le dejaba confuso, vacilante, en una actitud de perplejidad que a él le resultaba embarazosa y triste y a los demás muy cómica. La gente se reía de él, y a consecuencia de esto, Urbina, al verse tan absurdo y tan poco consecuente consigo mismo, iba aislándose.
Urbina y Thompson se hicieron amigos y se les veía pasearse juntos con mucha frecuencia por el castillo y por el muelle. Cuando hubo confianza entre los dos, Urbina habló de Kitty y de Eguaguirre:
—¿Qué vida hace la señora de Hervés? —le preguntó Thompson.
—Una vida muy independiente. Por la mañana toma su baño, luego da un paseo a caballo, lee, escribe, hace excursiones en lancha. Al anochecer recibe a sus amigos.
—¿Y el pueblo ve bien este espíritu de independencia de nuestra amiga?
—No. ¡Ca! El pueblo entero está contra ella. Se la considera loca, rara, absurda.
—No es extraño.
—Luego se habrá usted fijado en que Kitty tiene un gran desprecio por todas las vulgaridades y lugares comunes que forman como el caparazón constante de la gente mezquina. Muchas veces es capaz de llevar la contraria a una persona que defiende una opinión cierta, no porque ella piense lo contrario, sino porque tanta seguridad en una idea vulgar, aunque sea exacta, le repugna.
—Así, tiene que tener muchas enemistades.
—Figúrese usted.
—No le perdonarán esta independencia de espíritu.
—No. ¡Ca! A un hombre no se le perdona tener ingenio y un poco de nobleza de espíritu; a una mujer, mucho menos.
—¡Lástima!
Sí. Kitty no es nada simpática en Ondara. Su originalidad ha parecido a las señoras del pueblo una muestra de extravagancia. No se puede encontrar por ahora en su conducta nada digno de tacha, pero se cree que no tardará en encontrarse. Su ingenio y su cultura son muy sospechosos para las damas ondaresas. No queremos ir a verla —dicen—. ¡Es tan sabia! Nos pregunta los libros que leemos, sabiendo que no leemos ninguno. Para estas damas cuanto hace Kitty es una ridiculez y una pedantería. Para ellas todo lo que no sea hablar con el novio en la reja, si son solteras, confesarse con el curita jacarandoso u ocuparse de trapos, es absurdo.
—Así que Kitty estará muy aislada.
—Completamente.
—¡Parece mentira! ¡Una mujer tan simpática!
—Y tan buena —repuso Urbina.
—¿Usted cree que es buena de verdad? —preguntó Thompson.
—Sí, muy buena y muy inteligente. No encontrará usted en ella envidia, ni rencor, ni ningún sentimiento bajo; únicamente, orgullo; pero un orgullo noble de verse superior a la generalidad.
—Esto habrá contribuido a la antipatía general.
—Seguramente; Kitty tiene la vaga sospecha de que todas las superioridades se pagan. La finura, la gracia, la amabilidad desarman y domestican un momento a las gentes cerriles; pero es una domesticación pasajera, porque el bruto vuelve pronto a ser agresivo.
—¿Y cree usted que hay algo entre Eguaguirre y ella?
—Usted habrá notado lo mismo que yo lo que hay.
—¿Qué le parece a usted Eguaguirre? A mí me da la impresión de un egoísta frenético.
—Sí; es un gran egoísta; pero, al mismo tiempo, hombre tímido, violeta y sensible. No tiene freno; el menor contratiempo le amilana y le sume en una desesperación sombría.
—Pues, si Kitty está enamorada de él, como parece —dijo Thompson—, Eguaguirre la hará desgraciada.
—Sí; por petulancia, por estupidez, por darse tono.
Urbina contó a Thompson la causa de haber reñido con Eguaguirre. Urbina había comenzado a galantear a una muchacha del pueblo, huérfana, de una familia rica, a quien llamaban Dolores y también la Clavariesa, y Eguaguirre se interpuso haciendo el amor a la muchacha y entrando en su casa.
El tutor había cogido a su pupila y la había llevado al convento de Monsant, en donde estaba por el momento. Desde entonces, Urbina no quería tratar con Eguaguirre, y únicamente cruzaba con él algunas fórmulas de cortesía cuando se encontraba en su presencia delante de Kitty.
—No quiero tener amistad con él —concluyó diciendo—. Me busca; ha intentado darme explicaciones, pero estoy dispuesto a no transigir.