LOS OFICIALES
EN los buenos tiempos en que el castillo de Ondara era una fortaleza importante, el cuadro del Estado Mayor de la plaza estaba completo y la oficialidad era numerosa. Había entonces un gobernador, el teniente del rey, el sargento mayor o mayor de plaza, el asesor, los comisarios, el comandante de Artillería, el comandante de Ingenieros, los ayudantes y el Capitán de Llaves. En el tiempo de decadencia del castillo, después de la guerra de la Independencia, ya estos cargos no tenían más valor que un valor burocrático. En esta época de la segunda reacción de Fernando VII, el cuadro de oficiales del ejército no ofrecía el carácter homogéneo de la oficialidad anterior a la guerra de la Independencia; ya no era esta exclusivamente aristocrática, sino mezclada; los jóvenes de buenas familias se encontraban revueltos con los antiguos guerrilleros, con los liberales traidores y luego purificados y con los aventureros absolutistas que habían ganado sus grados a las órdenes de Mosén Antón, el Trapense, Bessières o Quesada.
Entre los oficiales de la guarnición de Ondara había individuos de estos diversos orígenes. En un pueblo de escasa población y sin vida política no era fácil que las divergencias ideológicas de militares y paisanos se hicieran más intensas, y, efectivamente, allí se amortiguaban; en cambio, las categorías sociales se acusaban y se llegaban a aquilatar los más ligeros matices de riqueza, distinción y superioridad.
Kitty había querido influir y suavizar estas diferencias en su tertulia del jardín del Mirador.
Al principio iban muchos oficiales de la guarnición; luego comenzaron a faltar y, al último, quedaron una media docena.
De las señoras nunca fueron más que dos o tres.
Sabido es, y ya lo demostró un fraile en un librito publicado a fines del siglo XVIII, titulado Los peligros de las tertulias, que estas reuniones tienen muchos agarraderos para las uñas del Diablo.
Las señoras de Ondara, como la señora doña Proba, que aparece en el librito del fraile, creían muy peligrosas las tertulias de Kitty, y no iban.
De los hombres, uno de los más asiduos era don Jesús Martín, el médico del regimiento, hombre grueso, lento en el hablar, muy gráfico y exacto. Don Jesús era el más entusiasta de los contertulios de Kitty, un adorador incondicional de su inteligencia y de su gracia.
Otro de los contertulios, temido por su pesadez, era el Capitán Barrachina, hombre alto, de pecho saliente, que se creía conquistador. Barrachina tenía los ojos negros, el bigote retorcido, las patillas cortas y el color bilioso.
Barrachina era una buena y estúpida persona, con la mentalidad de un muchacho de dieciséis años. No había leído nada en su vida. Creía que ser un hombre —y él suponía esto una gran cosa— era ser un fantoche vestido de uniforme, con el pecho muy abombado y el ademán desafiador.
Barrachina tenía muchos hijos, y mientras su mujer bregaba con ellos, él paseaba su estupidez por el pueblo.
Barrachina hacía la gracia de desacreditar a su mujer; contaba si llevaba postizos, si se apretaba el corsé, indiscreciones que a Kitty molestaban profundamente.
Otro de los asiduos a la tertulia era el Capitán Embun, aragonés, hombre fuerte, alto, tosco, de pómulos salientes, que había campeado con los realistas de Eroles, y estaba enamorado de Kitty. A veces le decía a Eguaguirre:
—Esta mujer me vuelve loco —y añadía—: Y está por usted.
También solían frecuentar el pabellón de Kitty un teniente de artillería, de anteojos, muy tímido y distinguido, que se llama Urbina, y que vivía en la misma fonda de la Marina, y un farmacéutico muy miope y muy pedante.
Urbina, que tenía gran amistad con Kitty, no se hablaba con Eguaguirre.
El coronel Hervés andaba siempre en compañía de un comandante, don Santos, hombre de aspecto hipócrita y tan pesado como el coronel. Este don Santos hablaba en párrafos redondos y con distingos. Los sin embargo, los si bien es verdad, los si es cierto que, estaban constantemente en su boca.
A sus largas oraciones no se les veía el fin, eran capaces de quitar la paciencia a cualquiera. Para hacerlas más exasperantes, terminaba diciendo: ¿Está claro? ¿Se da usted cuenta? ¿Ha comprendido usted el sentido? ¿Me entiende usted bien?
En la tertulia de Kitty, se jugaba al tresillo, y a veces se cantaba y se tocaba el piano.
De las señoras, únicamente la mujer de un Capitán, una andaluza muy graciosa que parecía un chico, iba alguna que otra vez y hablaba como una cotorra e imitaba con mucha chispa a todo el mundo.