VI

EL MIRADOR DEL CASTILLO

UN día, Eguaguirre dijo a sus nuevos amigos, el Capitán y Thompson, que la coronela quería conocerlos y que les invitaba a tomar el té en el mirador del castillo. Aceptaron los dos invitados con satisfacción.

Por la tarde, Eguaguirre, Thompson y el Capitán montaban a caballo delante de la fonda de la Marina, entraban por la puerta de Tierra y subían las cuestas de la ciudadela.

Thompson, a cada paso se paraba, admirado, entusiasmado, a contemplar el paisaje. El día era de viento sur, luminoso y sofocante; una languidez pesada parecía desprenderse del cielo, azul oscuro, y del mar, verde e inmóvil.

—¡Qué vista más espléndida! —exclamaba el inglés, sacando el pañuelo para enjugarse la cara.

El Capitán sonreía, y Eguaguirre, con cierta impaciencia, murmuraba:

—La señora de Hervés nos espera. No lleguemos tarde.

En pocos minutos subieron a la parte alta del castillo; pasaron por delante de una casamata, a cuya entrada se veían unos cuantos soldados; Eguaguirre llamó a uno, le entregó las riendas y bajó del caballo.

Thompson y el Capitán hicieron lo mismo, y se acercaron los tres al pabellón donde vivía el coronel; llamó Eguaguirre, y le pasaron por un patio hasta el jardín del mirador.

La señora de Hervés les salió al encuentro, y Eguaguirre hizo las presentaciones.

Era la coronela una mujer de mediana estatura, más bien baja que alta, los ojos negros, el pelo rubio castaño, la boca de almendra, el cuello redondo y las manos muy pequeñas.

—¿Esta señorita es la hija del coronel? —preguntó el Capitán, aunque sabía que no lo era.

—No; es la coronela auténtica —repuso Eguaguirre.

—No me llame usted coronela, ¡por Dios! —dijo ella.

—Es para convencer a este amigo de que no es usted una supuesta hija del coronel.

—Este señor es muy galante.

—No; de verdad que parece usted una muchachita soltera —replicó el Capitán—, y hace usted muy bien al protestar de que la llamen coronela, porque esta palabra parece que ha de referirse siempre a alguna señora vieja y avinagrada.

Thompson cambió unas palabras con Kitty; le pidió después permiso para contemplar las vistas desde el mirador y desde la batería del Rey. Kitty le acompañó, señalándole los pueblos y los montes que se veían a lo lejos. Thompson miraba el paisaje con exclamaciones de entusiasmo.

Eguaguirre y el Capitán hablaban. El jardín aquel era pequeño y tupido. Los rosales y los mirtos estaban cuajados de flor, y en las manchas verdes de follaje de las enredaderas brillaban las campanillas blancas, rojas y moradas. En un extremo del jardín se levantaba el castillejo o castellet, antigua torre del homenaje, desde donde se dominaban los alrededores casi a vista de pájaro, como desde un globo.

Recorrieron Thompson y Kitty los rincones de la batería, y descendieron por una escalerilla de piedra al jardín, a reunirse con el Capitán y Eguaguirre. Se sentaron en unas butacas de mimbre y charlaron los cuatro.

Kitty era hija de un militar inglés y de una señora alavesa, de Vitoria. Había quedado huérfana muy joven y se había casado con el coronel Hervés, que le llevaba más de treinta años de edad.

Después de un largo rato de conversación, Kitty les invitó a subir a una galería abierta que daba al jardín, por unas gradas. Esta galería tenía unos arcos. En ella, un criado estaba preparando un refrigerio. El Capitán y Eguaguirre tomaron café, y Kitty y Thompson, té.

Desde la galería, a través de los cristales, se veía el cuarto de trabajo de la coronela. Kitty les hizo pasar a sus invitados para verlo. Tenía una pequeña biblioteca, un piano y un arpa, y cuadernos de música clásica y de canciones populares inglesas.

Los entusiasmos literarios de Kitty eran Walter Scott, lord Byron y Shelley. Sentía un gran entusiasmo por Diana Vernan, la heroína de Rob Roy, a quien confesaba había querido imitar. También tenía en la biblioteca obras de Sterne, Fielding y Goethe.

El Capitán miró todos los libros, las estampas y un retrato de mujer pintado al óleo.

—¿Quién es? ¿Quizá su madre? —preguntó.

—Sí.

—¿Vive?

—No. Murió cuando yo nací. No la he conocido.

—A juzgar por el retrato, debía ser una mujer encantadora.

—Todos los que la conocieron hablan de ella con entusiasmo.

Kitty quedó melancólica.

Eguaguirre, para borrar esta impresión, instó a Kitty a que cantara, y ella, sin hacerse rogar, cantó acompañándose con el arpa algunas canciones irlandesas, que produjeron un gran entusiasmo en Thompson.

Tras de recibir los plácemes de todos, Kitty fue a la mesita, donde guardaba sus papeles de música, y sacó el Don Juan, de Mozart.

—¡Ah! Mozart —exclamó Thompson—. Conozco algunas de sus sonatas. Dicen que Don Juan es de una música muy oscura.

—Yo no lo creo así —contestó Kitty—. El teniente Eguaguirre cantará alguna romanza de esa ópera.

—¡Oh! No, no. Por Dios. Es molestar a estos señores.

—De ninguna manera.

Eguaguirre insistió en que lo hacía mal; pero, al fin, cantó con gran maestría la serenata de Don Juan. Deh vieni alla finestra.

—¡Admirable! —exclamó Thompson—. ¡Magnífico!

Eguaguirre perdió su habitual expresión de tedio y quedó confuso y sonrojado de placer. Después Kitty entonó el aire de Doña Elvira: In quali eccessi o numi, y tras de este la coronela y el teniente cantaron el admirable dúo de Don Juan y de Zerlina, La ci darem la mano, que tuvieron que repetir una porción de veces.

Daban a la canción una gran malicia y desenvoltura que ocultaba, sobre todo en ella, su entusiasmo amoroso. No había necesidad de ser muy psicólogo oyéndolos a los dos para comprender que había entre ellos algo más que una efusión artística.

Era lástima viéndolos tan bellos el pensar que sólo saltando por encima de las leyes y afrontando el desprecio de la multitud podían llegar a unirse.

¿Habrían dado el salto? —pensó el Capitán—. Todo hacía creer que Eguaguirre no era de los hombres que sienten temor a coger las flores al borde del precipicio.

Después del concierto y del canto charlaron largamente. El Capitán había conocido a lord Byron, por quien Kitty tenía gran admiración, y contó sus entrevistas con el noble poeta. También había conocido a la amazona realista Josefina Comerford, y esta dama interesaba de tal manera a Kitty, que el Capitán tuvo que describirla con gran lujo de detalles.

Al anochecer, se presentó en la galería el coronel Hervés, el marido de Kitty.

Era un hombre viejo, opaco, frío, con una amabilidad desdeñosa y una manera de hablar balbuceante, de paralítico.

Kitty presentó al Capitán y a Thompson, y el coronel, tomándole a este por su cuenta, se puso a explicarle un sinfín de menudencias burocráticas que a él, sin duda, le parecían importantísimas.

Hablaba de una manera fatigosa y pesada:

—En estas cuestiones, ¡ejem!…, hay que atenerse a la parte ex… po… si… ti… va, ¡ejem!…, como a la dis… po… si… ti… va, ¡ejem!, ¿usted me comprende? Porque si usted no se fija más que en la parte dis… po… si… ti… va, ¡ejem!, ¡ejem!, no podrá comprender el sentido claro y preciso que el legislador, ¡ejem!, ¡ejem!, ha querido dar a la ley…, ¡ejem!, ¡ejem!

Thompson soportó lo más amablemente los ¡ejem!, ¡ejem!, y las explicaciones pesadísimas del coronel; Kitty mientras tanto sonreía con aire de excesiva amabilidad, y Eguaguirre, con su aspecto habitual de tedio y de desesperanza, miraba hacia el mar.

Era ya de noche. Los contertulios se despidieron del coronel y de su señora y montaron a caballo.

La noche estaba espléndida. Thompson fue mostrando la Osa Mayor y Arturus, la Estrella Polar, la Corona Boreal, Casiopea, en medio de la Vía Láctea, y los grandes astros, como Capella, Altair y Aldebarán…

El mar murmuraba allá abajo y se oía el rítmico batir de sus olas.

Al acercarse a la batería de San Antón sonó el grito del centinela:

—¡Centinela, alerta!

Y después los alertas se oyeron más lejanos, hasta que volvieron a acercarse.

Llegaron a la puerta de Tierra. Eguaguirre habló con el Capitán de Llaves, y los tres pasaron al pueblo.