El hombre al que tomábamos por William Gladden llamó a Data Imaging Answers el miércoles por la mañana a las once y cinco, se identificó como Wilton Childs y preguntó por la digiShot que había encargado. Thorson respondió a la llamada y, siguiendo el plan, le pidió a Childs que llamara al cabo de cinco o diez minutos. Le explicó que acababa de llegar un cargamento de mercancía y que aún no había tenido tiempo de desembalarlo todo. Childs dijo que volvería a llamar.
Mientras tanto, Backus controlaba la pantalla del localizador de llamadas y le pasó el número desde el que Childs/Gladden había llamado a un operario de la AT & T que aguardaba en el centro de operaciones. Este lo introdujo en el ordenador y, antes de que Thorson hubiera colgado siquiera, informó de que correspondía a un teléfono público de Ventura Boulevard, en Studio City.
Una de las patrullas de agentes del FBI, formadas por equipos de dos vehículos, se encontraba en la autovía 101, en Sherman Oaks, a unos cinco minutos de la cabina, contando con que el tráfico fuera normal. Se dirigieron a todo gas a la salida de Vineland Boulevard sin conectar las sirenas, llegaron a Ventura Boulevard y se apostaron para vigilar la cabina, que estaba junto a una pared, en el exterior de la oficina de un motel de los de cuarenta dólares la noche, películas porno incluidas. Cuando llegaron, no había nadie en la cabina, pero se quedaron esperando. Mientras tanto, otra patrulla móvil se puso en camino desde Hollywood, como refuerzo, y un helicóptero sobrevolaba Van Nuys en estado de alerta, describiendo círculos, listo para acudir al lugar necesario en cuanto se presentaran los agentes de tierra.
Los agentes apostados seguían esperando. Y yo también, en un coche, con Backus y Carter, a una manzana de Data lmaging. Carter puso el motor en marchó, preparado para salir si recibía por radio el aviso de que habían avistado a Gladden.
Pasaron cinco minutos y después diez. Todo era tensión, incluso estando allí sentado con Backus y Carter sin ver nada. Los coches de refuerzo tuvieron tiempo suficiente para tomar posiciones a unas manzanas del primer equipo de Ventura. En ese momento había ocho agentes a una manzana de la cabina.
Pero a las once y treinta y tres minutos, cuando sonó el teléfono de la mesa de Thorson en Data lmaging, los agentes seguían vigilando una cabina vacía. Backus levantó el transmisor.
—El teléfono está sonando. ¿Hay algo?
—Nada. No hay nadie llamando desde aquí.
—Estad al tanto.
Cerró el transmisor, cogió el teléfono móvil y apretó la tecla que tenía programado el número de los de AT & T en el centro de operaciones. Yo me incorporé desde el asiento de atrás, mirándolo a él y sin perder de vista el monitor de vídeo del panel de transmisiones, que estaba debajo del salpicadero. Daba una imagen en blanco y negro, procedente de un objetivo de ojo de pez, que recogía todo el recinto comercial de Digital lmaging. Vi que Thorson descolgaba el auricular al sonar el séptimo timbrazo. Desde el coche sólo oíamos hablar a Thorson, aunque las dos líneas telefónicas de la tienda estaban intervenidas. Thorson hizo una seña hacia el vídeo, levantó la mano e hizo un movimiento circular con el dedo. Era la confirmación de que Childs/Gladden llamaba otra vez. Backus empezó a repetir el proceso de antes con el localizador de llamadas.
Thorson, para evitar que Childs/Gladden se asustara, no usó más tácticas dilatorias en la segunda llamada. Tampoco tenía forma de saber que esta vez llamaba desde otro emplazamiento. Él suponía que varios agentes se aproximaban a Gladden mientras estaba al teléfono.
Pero no era así. Mientras Thorson decía a su interlocutor que la digiShot 200 ya había llegado y podía pasar a recogerla cuando quisiera, Backus recibía la información del operador de AT & T de que la llamada se estaba efectuando desde otra cabina, sita en el cruce de Hollywood Boulevard con la calle de Las Palmas.
—Mierda —dijo Backus al colgar—. Ahora está en Hollywood y acabo de sacar a todo el mundo de allí.
Por supuesto, ignorábamos si Gladden había escapado por suerte o sabía lo que estaba haciendo, pero desde el coche, sentado allí con Backus y Carter, me pareció algo misterioso. El Poeta no había parado de moverse y, hasta el momento, se había escabullido de la red. Backus dio las órdenes oportunas para enviar a los equipos a aquel cruce de Hollywood, pero, a juzgar por su tono de voz, no me pareció que hubiera muchas posibilidades. El que llamaba se habría marchado. La única oportunidad que quedaba era atraparlo cuando saliera de recoger la cámara. Si es que acudía.
Al teléfono Thorson estaba tratando de concretar, con toda delicadeza, la hora en que el cliente pasaría a recoger el encargo, pero sin mostrar demasiado interés. Thorson era buen actor, o así me lo pareció. Colgó al cabo de unos instantes. Se dirigió inmediatamente al objetivo del ojo de pez y preguntó con calma:
—Decidme algo, chicos. ¿Qué está pasando?
Backus llamó a la tienda por el móvil y puso a Thorson al corriente de que se les había escapado por los pelos. En el monitor de vídeo vi cómo Thorson cerraba el puño y golpeaba el mostrador levemente. No habría sabido decir si el gesto fue de decepción porque había fallado el arresto o de congratulación porque así tendría ocasión de enfrentarse al Poeta cara a cara.
La mayor parte de las cuatro horas siguientes las pasé en el coche con Backus y Carter. Al menos estaba en el asiento de atrás y podía estirarme un poco. La única interrupción fue cuando me mandaron a una tienda de Pico, a la vuelta de la esquina, a buscar bocadillos y café. Fui deprisa y no me perdí nada.
La jornada fue larga, a pesar de que Carter nos daba paseos por delante de la tienda cada hora, y de la entrada de clientes en varias ocasiones, en las que la tensión aumentaba hasta que los identificábamos como verdaderos compradores y no como Gladden.
Hacia las cuatro Backus ya estaba planeando con Carter la estrategia del día siguiente, sin querer admitir que a lo mejor Gladden no se presentaría, que tal vez había detectado que algo iba mal y había sido más listo que el FBI. Le dijo a Carter que quería un micrófono emisor y receptor para no tener que recurrir a la línea telefónica cuando quisiera hablar con Thorson desde fuera de la tienda.
—Que esté listo mañana —recalcó.
—Eso está hecho —respondió Carter—. Cuando terminemos aquí, iré con un técnico y lo arreglaremos.
El silencio volvió a adueñarse del coche. Estaba claro que Backus y Carter, veteranos con muchas vigilancias a la espalda, estaban acostumbrados a hacerse compañía en silencio durante largas horas. Sin embargo, a mí el tiempo se me hacía eterno. De vez en cuando intentaba trabar conversación, pero nunca conseguí más que unas pocas palabras sueltas.
Poco después de las cuatro, un vehículo se detuvo junto al bordillo de la acera detrás de nosotros. Me volví a mirar y vi a Rachel. Salió de su coche y se metió en el nuestro, a mi lado.
—Vaya, vaya —dijo Backus—. Ya sabía yo que no resistirías mucho lejos de nosotros, Rachel. ¿Estás segura de que has hecho todo lo que tenías que hacer en Florida?
Le habló con normalidad, pero me dio la sensación de que le fastidiaba que Rachel hubiera regresado tan pronto. Creo que prefería que estuviera en Florida.
—Todo va perfectamente, Bob. ¿Qué ha pasado por aquí?
—Nada. Todo va muy lento.
Cuando Backus volvió la cabeza hacia delante, Rachel me tomó la mano y me miró con una expresión curiosa. Tardaría un poco en saber el motivo.
—¿Abriste el buzón del apartado de correos, Rachel?
Rachel apartó de mí la mirada y la dirigió a la nuca de Backus. Él no se volvió y ella estaba sentada justo detrás.
—Sí, Bob —dijo, con una leve exasperación en la voz—. Un callejón sin salida. No había nada. El dueño me contó que le parecía que una mujer, una mujer mayor, pasa por allí una vez al mes, más o menos, y recoge toda la correspondencia. Añadió que lo único que suele llegar allí parece ser correo del banco. Supongo que se trata de la madre de Gladden. Seguramente vive cerca, pero no encontré ningún listado ni nada.
—A lo mejor tenías que haberte quedado más tiempo e investigar más.
Rachel guardó silencio. Aún estaba perpleja por la forma en que la trataba Backus.
—No digo que no —respondió al cabo de unos momentos—. Pero creo que de eso pueden ocuparse los agentes de Florida. Soy la encargada de este caso, ¿recuerdas, Bob?
—Lo recuerdo.
Nos quedamos todos callados otra vez y me dediqué a mirar por mi ventanilla. Cuando me pareció que la tensión había decaído un poco, miré a Rachel arqueando las cejas. Hizo el gesto de ir a acariciarme, pero lo pensó mejor y bajó la mano.
—Te has afeitado.
—Sí.
Backus miró hacia atrás, a mí, brevemente.
—Sabía que algo había cambiado —comentó.
—¿Cómo ha sido eso? —me preguntó Rachel.
Me encogí de hombros.
—No sé.
Hablaron por la radio.
—Un cliente.
Carter cogió el micro y dijo:
—Descripción.
—Hombre blanco, veintitantos, cabello rubio, lleva una caja. No se ven vehículos. Se dirige a Data o a cortarse el pelo en el establecimiento de al lado. Buena falta le hace.
Justo a la izquierda de Data lmaging Answers había una peluquería. Al lado derecho había una ferretería que estaba cerrada. Los agentes de vigilancia habían estado todo el día informando sobre posibles clientes, pero la mayoría habían entrado en la peluquería.
—Ha entrado.
Me incliné hacia delante para ver el monitor y vi al hombre de la caja entrando en la tienda. El vídeo enmarcaba una imagen en blanco y negro que abarcaba todo el establecimiento. La figura se veía demasiado confusa y pequeña como para dilucidar si se trataba de Gladden o no. Contuve el aliento, como cada vez que entraba un cliente. El hombre fue directo al mostrador donde estaba Thorson. Vi que Thorson se llevaba la mano al pecho, dispuesto a sacar el arma de la sobaquera si fuera necesario.
—¿Qué desea, señor? —preguntó.
—Verá, traigo unas agendas excelentes —dijo, mientras hurgaba en la caja. Thorson se puso de pie—. Muchos de sus vecinos ya las han comprado.
Thorson le sujetó por el brazo para que no se moviera y con la otra mano inclinó la caja para ver lo que había dentro.
—No me interesa —le dijo tras examinar el contenido.
El vendedor, un tanto sorprendido por la reacción de Thorson, se recuperó y prosiguió con su presentación.
—¿Está seguro? Son sólo diez billetes. Esto le costaría a usted treinta o treinta y cinco dólares en cualquier tienda de material de oficina. Es piel auténtica y…
—No me interesa, gracias.
El vendedor se volvió hacia Coombs, que estaba sentado tras el otro escritorio.
—¿Y usted, señor? Permítame mostrarle el modelo de lujo que…
—No nos interesa —le dijo Thorson malhumorado—. Ahora, haga el favor de salir de aquí, tenemos trabajo. No tratamos con vendedores a domicilio.
—Ya, ya veo. Pues que tengan un buen día.
El hombre salió de la tienda.
—Chicos —dijo Thorson.
Sacudió la cabeza sin moverse del sitio y no añadió nada más. Luego bostezó.
Se me contagió, y a Rachel se lo contagié yo.
—La excitación está tumbando a Gordon —comentó Backus.
A mí también. Necesitaba una dosis de cafeína. Si hubiera estado en la redacción, a esas horas ya me habría tomado al menos seis tazas. Pero como estábamos en misión de vigilancia, sólo habíamos ido a buscar bocadillos y café una vez, y hacía ya tres horas.
Abrí la portezuela.
—Voy a por café. ¿Vosotros queréis, chicos?
—Te lo vas a perder, Jack —dijo Backus en son de broma.
—Sí, ya. Ahora comprendo de qué les vienen las hemorroides a tantos polis. De tanto esperar sentados para nada.
Salí y las rodillas me crujieron al ponerme en pie, Carter y Backus dijeron que no querían café, pero Rachel dijo que se tomaría uno encantada. Esperaba que no se le ocurriera decir que venía conmigo, y no lo dijo.
—¿Cómo lo quieres? —le pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
—Solo —dijo, sonriendo ante mi forma de disimular.
—De acuerdo. Vuelvo enseguida.