25

Dos coches oficiales y cuatro agentes de la oficina local vinieron a nuestro encuentro en cuanto el avión aterrizó en Sky Harbor, el aeropuerto internacional de Phoenix. Hacía calor, en comparación con el lugar del que veníamos, de modo que nos quitamos las chaquetas y cargamos con ellas, con los ordenadores portátiles y nuestros maletines de viaje. Thompson llevaba, además, una caja de herramientas con su equipo.

Subí a uno de los coches con Walling y dos agentes llamados Matuzak y Mize, unos tipos blancos que parecían tener menos de diez años de experiencia entre los dos. Por la deferencia con que trataban a Walling era evidente que tenían en mucha estima al BSS. O les habían advertido de que yo era periodista o, por la barba y el pelo, sabían que no era un agente, a pesar de la insignia del FBI que llevaba en el pecho. Me prestaron muy poca atención.

—¿Adónde vamos? —preguntó Walling mientras nuestro Ford gris sin identificar seguía al Ford gris sin identificar que ya sacaba a Backus y Thompson del aeropuerto.

—A la funeraria Scottsdale —dijo Mize. Iba en el asiento delantero y Matuzak conducía. Miró el reloj—. El funeral es a las dos. Probablemente su compañero va a tener menos de media hora para inspeccionar el cadáver antes de que lo vistan y lo metan en la caja para la ceremonia.

—¿Estaba en un ataúd abierto?

—Anoche sí —dijo Matuzak—. Pero ya lo han embalsamado y maquillado. No sé qué esperáis encontrar.

—No esperamos nada. Sólo queremos verlo. Supongo que al agente Backus ya le estarán informando. ¿Os importaría hacer vosotros lo mismo?

—¿Ese es Robert Backus? —dijo Mize—. Qué joven parece.

—Robert Backus hijo.

—¡Ah! —Mize puso cara de entender por qué un hombre tan joven estaba al mando de toda la operación—. Claro…

—No sabes de qué hablas —dijo Rachel—. No sólo lleva ese apellido, también es el agente más trabajador y cabal que conozco. Se ha ganado a pulso el puesto que ocupa. De hecho, probablemente le habría sido más fácil si se hubiera llamado Mize o algo así. En fin, ¿alguno de vosotros va a ponernos al día de lo que ha pasado?

Vi que Matuzak la contemplaba por el espejo. Después me miró a mí también y Rachel se dio cuenta.

—No os preocupéis por él —dijo ella—. Está aquí con permiso de los de arriba. Está al tanto de todo lo que hacemos. ¿Algo que objetar?

—No, si tú estás de acuerdo —dijo Matuzak—. John, habla tú.

Mize se aclaró la garganta.

—No hay gran cosa que contar, porque no nos invitaron al baile. Pero lo que sí sabemos es que encontraron a ese tipo, que se llamaba William Orsulak, en su casa el lunes. Poli de homicidios. Parece que llevaba muerto por lo menos tres días. Tenía el viernes libre por horas acumuladas y la última vez que lo vieron fue el jueves por la noche en un bar al que suelen ir todos.

—¿Quién lo encontró?

—Uno de la brigada, al ver que no se presentaba el lunes. Estaba divorciado, vivía solo. De todos modos, parece que se han pasado toda la semana sin decidirse. Ya sabes, ¿suicidio o asesinato? Finalmente, se quedaron con lo de asesinato. Eso fue ayer. Al parecer, el suicidio planteaba muchos problemas.

—¿Qué sabes de la escena del crimen?

—Lamento tener que decírtelo, agente Walling, pero sabrías tanto como yo si leyeras la prensa local. Como te dije, la policía de Phoenix no nos invitó al baile, de modo que no sabemos lo que tienen. Después de recibir el telegrama de Quantico, Jamie Fox, que va en el coche de delante con el agente Backus, le echó un vistazo mientras hacía el papeleo, esta mañana. Pareció que encajaba con lo que vosotros os traéis entre manos e hizo la llamada. Luego nos llamaron a Bob y a mí; pero, como te he dicho, no sabemos nada con seguridad.

—Bien —su voz sonó distraída. Yo sabía que le habría gustado ir en el coche de delante—. Estoy segura de que en la funeraria nos enteraremos. ¿Qué hay de la policía local?

—Ahora vamos a reunirnos con ellos.

Aparcamos en la parte trasera de la funeraria Scottsdale, en Camelback Road. El aparcamiento ya estaba muy concurrido, a pesar de que faltaban todavía dos horas para el funeral. Había muchos hombres charlando o recostados en los coches. «Detectives», pensé. Probablemente esperando oír lo que el FBI tenía que decirles. Vi un camión de la tele, con la antena parabólica instalada, aparcado en el extremo más lejano del aparcamiento.

Walling y yo salimos para unirnos a Backus y a Thompson y nos condujeron a una puerta trasera del tanatorio. Ya en el interior, entramos en una amplia sala embaldosada hasta el techo. En el centro había dos mesas de acero inoxidable para los cadáveres, con mangueras para el rociado, mostradores del mismo material y equipamiento adosado a las tres paredes. En la sala había un grupo de cinco hombres y cuando se acercaron para saludarnos pude ver el cuerpo sobre la mesa más alejada. Supuse que debía de ser Orsulak, aunque no había señal visible de una herida de bala en la cabeza. El cuerpo estaba desnudo y alguien había cogido un pedazo de papel como de un metro de largo del rollo que había en el mostrador y lo había colocado a modo de toalla sobre la cintura del policía muerto para cubrirle los genitales. El traje que Orsulak iba a llevarse a la tumba estaba en una percha que colgaba de un gancho en la pared del fondo.

Nos dimos la mano con todos los policías vivos de la habitación. Thompson se dirigió hacia el cuerpo, abrió su maletín y empezó el examen.

—No creo que consiga nada que nosotros no tengamos ya —dijo uno llamado Grayson, que estaba al mando de la investigación por parte de la policía local. Era un hombre rechoncho, de porte seguro y bonachón. Estaba muy moreno, como todos sus compañeros.

—Nosotros tampoco —dijo Walling saliéndole al paso con la respuesta políticamente correcta—. Ustedes se las han visto con él. Ahora ya está lavado y arreglado.

—Pero hemos de cumplir con las formalidades —dijo Backus.

—¿Por qué no nos dicen en qué están trabajando, muchachos? —preguntó Grayson—. Tal vez podamos sacar algo en claro.

—Muy bien —dijo Backus.

Mientras Backus les hacía un resumen de la investigación del Poeta, me dediqué a observar el trabajo de Thompson. Estaba en su salsa con aquel cuerpo, tocando, palpando, estrujando. Estuvo un buen rato recorriendo, con los dedos enfundados en sus guantes de reconocimiento, el cabello entrecano del muerto para después peinado cuidadosamente con su propio peine de bolsillo. Luego realizó un estudio minucioso de la boca y la garganta utilizando una lupa luminosa. En un momento dado dejó la lupa a un lado y cogió una cámara de la caja de herramientas. Sacó una fotografía de la garganta y el destello atrajo la atención de los policías reunidos en la sala.

—Sólo son fotos documentales, caballeros —dijo Thompson, sin levantar siquiera la vista de su trabajo.

A continuación empezó a estudiar las extremidades del cuerpo; primero el brazo y la mano derechos, después los izquierdos. Volvió a usar la lupa para inspeccionar la palma y los dedos de la mano izquierda. Luego sacó dos fotos de la palma y dos del dedo índice. A los policías de la habitación no parecía preocuparles mucho todo aquello; dio la impresión de que aceptaban la somera explicación de que las fotos eran cosa de rutina. Sin embargo, al darme cuenta de que no había sacado ninguna fotografía de la mano derecha adiviné que en la izquierda había encontrado algo que podía ser significativo. Thompson volvió a poner la cámara en la caja después de haber colocado sobre el mostrador las cuatro emulsiones de Polaroid que había sacado. Después continuó su inspección del cuerpo, pero ya no tomó ninguna foto más. Interrumpió a Backus para pedirle que le ayudara a darle la vuelta al cadáver y volvió a iniciar la búsqueda de la cabeza a los pies. Vi un parche de un material ceroso y oscuro en la parte posterior de la cabeza del cadáver y supuse que sería el orificio de salida. Thompson no se molestó en sacarle una Polaroid.

Acabó con el cuerpo al mismo tiempo que Backus terminaba su resumen y llegué a preguntarme si lo habrían planeado de ese modo.

—¿Había algo? —preguntó Backus.

—Nada digno de mención, me parece —dijo Thompson—. Me gustaría revisar la autopsia, si puede ser. ¿Se han llevado ya el informe?

—Como está mandado —dijo Grayson—. Pero aquí hay una copia de todo.

Le alcanzó un expediente y Thompson volvió sobre sus pasos hasta el mostrador, donde lo abrió y empezó a escudriñar las páginas.

—De modo que ya les he contado lo que sé, caballeros —dijo Backus—. Ahora me gustaría saber qué es lo que les ha disuadido de calificar este caso como suicidio.

—Bueno, no creo que estuviera totalmente convencido hasta que he escuchado su historia —dijo Grayson—. Ahora creo que ese jodido Poeta (perdóneme, agente Walling) es nuestro hombre. De todos modos, nos planteamos la cuestión y decidimos optar por la calificación de homicidio por tres razones. Primera, que cuando encontramos a Bill estaba peinado con la raya del otro lado. Durante veinte años ha venido a la oficina con la raya a la izquierda. Lo encontramos muerto y con la raya a la derecha. Era un pequeño detalle, pero hubo otros dos que añadían algo. A continuación vinieron los forenses. Pusimos a un tipo a que le limpiase la boca con un estropajo para hacer la prueba del GSR de modo que pudiéramos decidir si la pistola había estado dentro de la boca o a unos centímetros de ella o qué. Conseguimos el GSR, pero también un poco de grasa para pistola y una tercera sustancia que no hemos podido identificar del todo. Hasta que no pudiéramos explicarlo no era adecuado llamarle suicidio a esto.

—¿Qué puede decirme de esa sustancia? —preguntó Thompson.

—Era algún tipo de extracto de grasa animal. Además, tenía rastros de silicona pulverizada. También está en el informe del forense que se incluye en ese expediente.

Creí ver que Thompson y Backus intercambiaban una rápida mirada de reconocimiento tácito.

—¿Lo sabían? —preguntó Grayson, como si hubiera tenido la misma impresión.

—No es algo que me extrañe —dijo Thompson—. Tomaré los datos del informe y haré que los introduzcan en el ordenador del laboratorio de Quantico. Os tendré informados.

—¿Cuál fue la tercera razón? —preguntó Backus, cambiando rápidamente de tema.

—La tercera razón nos la dio Jim Beam, que había sido compañero de Orsulak. Está retirado.

—¿Se llama así? Jim Beam? —preguntó Walling, extrañada por la coincidencia con el nombre de un famosísimo bourbon.

—Sí, le llamábamos Beamer. Me telefoneó desde Tucson en cuanto supo lo de Bill y me preguntó si habíamos recuperado la bala. Le dije que sí, que la arrancamos de la pared que estaba detrás de su cabeza. Entonces me preguntó si era de oro.

—¿De oro? —preguntó Backus—. ¿Oro de verdad?

—Sí. Una bala de oro. Le dije que no, que era una bala de plomo como todas las que había en su cargador. Como la que sacamos del suelo. Nos figurábamos que el disparo al suelo fue el primero, un disparo para armarse de coraje. Pero Beamer me dijo que no era un suicidio, que era un asesinato.

—¿Y cómo lo sabía?

—Él y Orsulak habían andado juntos un montón de años y sabía que Orsulak, a veces, pensaba en… Demonios, probablemente no hay un solo policía al que no se le haya pasado por la cabeza alguna que otra vez.

—Matarse —dijo Walling como afirmación, no como pregunta.

—Eso es. Y Jim Beam me dijo que una vez Orsulak le mostró la bala de oro que había conseguido en algún sitio, no sabía dónde, un catálogo de venta por correo o algo así. Y le dijo a Beamer: «Este es mi paracaídas dorado. Cuando ya no pueda más, esta será para mí». Por eso Beam decía que si no había bala de oro, no había suicidio.

—¿Encontraron la bala de oro? —preguntó Walling.

—Sí, la encontramos. Después de hablar con Beam la encontramos. Estaba en el cajón de su mesilla de noche. Como si la tuviera guardada muy a mano por si la necesitaba.

—Y eso les convenció.

—En conjunto, las tres pistas tendían hacia el homicidio. El asesinato. Pero, como ya he dicho, no me he convencido hasta que habéis venido aquí y nos habéis contado vuestra historia. Ahora le tengo unas ganas a ese maldito Poeta… Perdone, agente Walling.

—No se preocupe. Todos se las tenemos. ¿Dejó alguna nota?

—Sí, y eso fue lo que nos puso tan difícil calificarlo como homicidio. Había una nota, y maldita sea si no era la letra de Bill.

Walling asintió como si no le sorprendiera lo que acababan de decirle.

—¿Qué decía la nota?

—No tenía mucho sentido, así en general. Era una especie de poema. Decía… Bueno, está ahí. Agente Thomas, déjeme ese expediente un segundo.

—Thompson —le dijo Thompson al tiempo que se lo entregaba.

—Disculpe.

Grayson hojeó algunas páginas hasta que encontró lo que buscaba. Lo leyó en voz alta.

—«Montañas que caen y se hunden para siempre en lo más profundo de mares sin orillas». Esa era la nota.

Walling y Backus me miraron. Abrí el libro y empecé a pasar las páginas de los poemas.

—Recuerdo la frase, pero no estoy seguro de dónde.

Busqué los poemas que el Poeta ya había usado antes y empecé a leer rápidamente. Lo encontré en «Tierra de sueños», el poema que ya había utilizado dos veces, incluyendo la nota que dejó en el parabrisas de mi hermano.

—Ya lo tengo —dije.

Sostuve el libro de modo que Rachel pudiera leer el poema. Los demás también se apiñaron a su alrededor.

—Hijo de puta —murmuró Grayson.

—¿Puedes explicarnos cómo creéis que ocurrió? —le preguntó Rachel.

—Por supuesto. Nuestra teoría es que el autor, quienquiera que sea, entró y sorprendió a Bill durmiendo. Se hizo con la pistola de Bill. Le obligó a levantarse y vestirse. Fue entonces cuando Bill se peinó con la raya al otro lado. Quiero decir que no sabía lo que iba a pasar, o tal vez sí. En cualquier caso, nos dejó una pequeña pista. Desde ahí le hizo ir al salón, sentarse en la silla y escribir la nota en un pedazo de papel arrancado de la libreta que lleva en el bolsillo de su chaqueta. Entonces le disparó. En la boca. Puso la pistola en la mano de Bill y disparó la bala al suelo para que quedaran restos de pólvora en la mano. Se largó y no encontramos al pobre Bill hasta tres días después.

Grayson miró por encima del hombro hacia el cuerpo, notó que estaba desatendido y miró el reloj.

—Eh, ¿dónde está el muchacho? —dijo—. Que alguien vaya a buscarlo y le diga que hemos terminado. Ha terminado con el cuerpo, ¿verdad?

—Sí —dijo Thompson.

—Tenemos que dejar que lo preparen.

—Detective Grayson —dijo Walling—. ¿Había algún caso concreto que el detective Orsulak estuviera siguiendo actualmente?

—Oh, sí, había un caso. El caso del pequeño Joaquín. Un niño de ocho años que fue raptado el mes pasado. Lo único que encontramos fue la cabeza.

La mención del caso y su brutalidad inundó por un instante de silencio la sala donde el muerto estaba siendo preparado. Antes de ese momento no tenía ninguna duda de que la muerte de Orsulak estaba relacionada con las demás, pero después de escuchar lo del crimen del niño sentí una certeza inquebrantable y la ira que empezaba a serme tan familiar revolviéndome las tripas.

—Supongo que todos vais a ir al funeral —comentó Backus.

—Así es.

—¿Podemos concertar una cita para reunirnos otra vez? Nos gustaría ver también los informes sobre ese niño, Joaquín.

Quedaron citados para el domingo a las nueve de la mañana en el Departamento de Policía de Phoenix. Al parecer, Grayson pensaba que si estaba en su propio terreno podría sacar mejor tajada de todo aquello. Pero yo tenía la sensación de que el gran G estaba a punto de mover sus fichas y lo iba a barrer de en medio como un golpe de mar barre la caseta del salvavidas.

—Una última cosa, la prensa —dijo Walling—. He visto un camión de la tele ahí fuera.

—Sí, han estado rondando por aquí, sobre todo desde que han…

Dejó la frase sin terminar.

—¿Desde que han qué?

—Bueno, parece que alguien soltó por la frecuencia de la policía que nos íbamos a reunir aquí con el FBI.

Rachel gruñó y Grayson asintió con la cabeza como si lo hubiera estado esperando.

—Miren, es absolutamente necesario evitar que esto se sepa —dijo Rachel—. Señores, si algo de todo lo que les hemos contado sale de aquí, el Poeta se esfumará. Nunca atraparemos al hombre que hizo esto.

Señaló con la cabeza al cadáver y unos cuantos policías se volvieron como para asegurarse de que todavía estaba allí. El director de la funeraria acababa de entrar en la sala y estaba descolgando la percha que contenía el último traje de Orsulak. Se quedó mirando al grupo de investigadores, en espera de que salieran para quedarse a solas con el cuerpo.

—Ahora mismo salimos, George —dijo Grayson—. Ya puedes empezar.

Backus dijo:

—Decidles a los periodistas que el FBI está aquí por pura rutina y que sois vosotros quienes vais a continuar dirigiendo la investigación bajo la sospecha de que sea un homicidio. Actuad como si no estuvierais seguros de nada.

Mientras volvíamos hacia los coches oficiales una mujer joven, con el cabello mechado de rubio y un rostro torvo, se acercó a nosotros con un micrófono y un cámara a remolque. Acercando el micro a su boca, preguntó:

—¿Por qué está aquí hoy el FBI?

Giró el micrófono y lo apuntó directamente a mi mentón en espera de una respuesta. Abrí la boca pero no me salió nada. No tenía ni idea de por qué me había elegido a mí, hasta que recordé la camisa que llevaba puesta. La insignia sobre el bolsillo del pecho parecía garantizarle que estaba hablando con el FBI.

—Yo contestaré a eso —dijo Backus rápidamente y el micrófono se dirigió a su barbilla—. Hemos venido a requerimiento del Departamento de Policía de Phoenix para hacer un examen rutinario del cuerpo y recopilar los detalles del caso. Esperamos que nuestra relación con el mismo termine aquí, de modo que si hay nuevas preguntas diríjanlas a la policía local. Nosotros no tenemos nada más que declarar. Gracias.

—Pero ¿están convencidos de que el detective Orsulak ha sido víctima de una jugarreta? —insistió la periodista.

—Lo siento —dijo Backus—. Tendrán que formular sus preguntas a la policía de Phoenix.

—¿Y cuál es su nombre?

—Prefiero mantener mi nombre al margen de este asunto, gracias.

Pasó junto a ella y se metió en uno de los coches. Yo seguí a Walling hacia el otro. Al cabo de unos minutos habíamos salido de allí y nos dirigíamos de regreso hacia Phoenix.

—¿Estás preocupado? —me preguntó Rachel.

—¿Por qué?

—Por la exclusiva de tu reportaje.

—Estoy empezando a preocuparme. Aunque espero que esta sea como la mayoría de los reporteros de la tele.

—¿Y cómo son?

—Sin fuentes y estúpidos. Si es así, no hay de qué preocuparse.