VII

Siete

—No me parece bien —gruñó Kendal—. El trato era entrar y preguntarle por Gorlian, no traerla de vuelta.

—Las cosas se han torcido un poco —se limitó a responder Ahriel.

—¡Pues quizá deberíais haberla dejado atrás! Ahriel, ¿acaso has olvidado el daño que esta bruja ha causado no sólo a su reino, sino también a los países vecinos? ¿Ya no te acuerdas de los años pasados en Gorlian? Si a ti no te importa, piensa en los sentimientos de los demás… en los de todas las personas que han sufrido por su causa. ¡En los de la reina Kiara, cuyo padre fue asesinado por esta… esta…!

—Déjalo —cortó la propia Kiara, colocando una mano tranquilizadora sobre su brazo. Observó a Marla, que se hallaba de pie entre los dos ángeles, con la cabeza gacha.

—Y tú, reina Kiara —intervino Ubanaziel, con voz tranquila y sosegada—. ¿Qué opinas al respecto?

Ella alzó la cabeza y clavó en él una mirada límpida y serena.

—No tengo nada que decir —fue su única respuesta.

Después se volvió, dándole la espalda a Marla e ignorándola por completo, y se dirigió hacia las tiendas, digna y majestuosa, como la reina que era. Tras dirigir una última mirada de odio hacia la prisionera, Kendal siguió a su señora, presuroso.

Marla entornó los ojos, comprendiendo que la indiferencia de Kiara era el mayor de los desprecios que podía recibir, peor que la furia y los insultos.

—Será una gran soberana —comentó Ubanaziel, apreciativamente.

—Aprendió bien —replicó Ahriel, con sequedad—. Y eso no es algo que pueda decirse de ti, Marla. No sólo eres una vergüenza para tu pueblo, sino también para toda tu raza.

La joven no dijo nada. Permaneció con la mirada baja y la cabeza gacha.

Ubanaziel oteó el horizonte, por donde empezaba a salir el sol.

—Deberíamos marcharnos ya —hizo notar—. El palafrenero real no tardará en venir a recoger a Kiara y a Kendal, y no es conveniente que nos vea con Marla. Despídete, Ahriel, y alcemos el vuelo.

Ella estuvo de acuerdo. Se acercó a Kiara, que estaba recogiendo sus cosas, mientras Kendal, sin siquiera volverse para mirar a los ángeles, emprendía el camino ladera abajo.

—No se lo tomes en cuenta —dijo la joven reina, con suavidad—. Sufrimos mucho tiempo bajo el yugo de Marla y no le ha gustado volver a verla.

—Yo sufrí durante mucho más tiempo —replicó el ángel con cierta brusquedad—, y créeme que no ha sido fácil para mí tampoco. Pero era la única forma.

—Lo creo —asintió Kiara—. Buen vuelo, Ahriel. Ojalá encuentres lo que estás buscando.

Las dos cruzaron una larga mirada. Después, lentamente, sonrieron.

Ubanaziel se cargó a Marla a la espalda; siempre había sido una joven pequeña y no muy alta, pero en el infierno se había quedado casi en los huesos, y al ángel lo sorprendió comprobar que apenas pesaba nada. Ahriel, sin embargo, no se dejó conmover.

—Iré detrás para asegurarme de que no intentas nada raro —le advirtió.

Marla no respondió.

Finalmente, los dos ángeles alzaron el vuelo y dejaron atrás el volcán de Vol-Garios. Con Marla como guía, sobrevolaron las tierras de Saria en dirección a los límites del reino de Karish. Para su sorpresa, Ahriel descubrió que iban derechos a la capital, Karishia.

—¿Pretendes hacernos creer que la fortaleza de los Siniestros está en la ciudad? —le espetó, alzando la voz para que el viento no se llevara sus palabras.

Marla sacudió la cabeza.

—¡Ya te dije que sólo se puede llegar si ya se sabe dónde está! Y debía ser un lugar cercano al palacio. ¿Cómo, si no, habría podido ausentarme tan a menudo sin que te dieras cuenta?

Ahriel frunció los labios, recordando, molesta, los tiempos en que había creído que Marla era una pupila obediente. Todavía le costaba trabajo asimilar que hubiese podido engañarla de aquella manera. Después de que la joven reina hubiese sido absorbida por el infierno, Ahriel había registrado el palacio de arriba abajo y había encontrado en el sótano un pequeño laboratorio privado. Comprendió entonces que, mientras estuvo bajo la tutela del ángel, Marla no había podido reunirse con los hechiceros tan a menudo como habría deseado. Sin embargo, se las había arreglado para seguir practicando la magia negra allí mismo. Su osadía no conocía límites, se dijo Ahriel, irritada, al descubrir aquel pequeño refugio.

Pero era cierto que allí no podía haber celebrado reuniones con los otros sectarios sin que ella se diera cuenta. Marla tenía razón: si bien la guarida de los Siniestros no se encontraba en el palacio, tampoco podía hallarse muy lejos de él.

Sobrevolaron la ciudad, bien alto, para que no los distinguiesen desde abajo; pasaron de largo el palacio real y continuaron hacia las montañas que se alzaban un poco más allá, al otro lado de las murallas.

Era una cordillera imponente, a la que solían llamar «Las Torres de Karish», porque, vistos desde lejos, sus picos semejaban enormes torreones que vigilaran el reino. Ahriel los conocía bien. Las cuevas que se abrían en sus paredes de piedra eran refugio habitual de bandidos y malhechores, y había liderado más de una redada por allí cuando era responsable de la seguridad del reino. Naturalmente, tras la caída de Marla, y consciente de que los nigromantes necesitaban una base de operaciones, había vuelto a registrar las cuevas palmo a palmo, sin resultado.

—¿A dónde nos llevas exactamente? —le preguntó a su prisionera, con suspicacia.

Marla señaló una montaña frente a ellos: un pico escarpado cuya ladera era una pared vertical, lisa y completamente impracticable.

—¿Hacia dónde? —repitió.

—¡Hacia la montaña! —insistió ella—. ¡Allí está la entrada!

Ahriel volvió a mirar, pero no vio otra cosa que un muro de piedra. Y ya estaban cada vez más cerca.

—¡Allí no hay nada! —replicó, molesta—. ¡Ubanaziel! ¡Nos está tomando el pelo! ¡Debemos dar media vuelta, o chocaremos contra la montaña!

Pero él no respondió. Seguía volando derecho a la montaña, siguiendo las indicaciones de Marla, sin temor a colisionar contra ella. Ahriel, por el contrario, estaba cada vez más inquieta.

—¡Por ahí! —exclamó Marla—. ¡A la izquierda y todo recto!

Y Ubanaziel hizo un elegante quiebro en el aire y voló a toda velocidad hacia una muerte segura.

—¡Ubanaziel! —llamó Ahriel, tratando de frenarse en el aire. Sin embargo, el grito murió en su garganta para ser sustituido por una exclamación de asombro: el ángel y su pasajera habían desaparecido—. ¿Qué diablos…?

Intrigada y alarmada a partes iguales, Ahriel inspiró hondo, batió con fuerza las alas y voló en dirección hacia el lugar en el que había visto desaparecer a su compañero. Cerró los ojos cuando la sombra de la montaña se abatió sobre ella, cuando el choque contra la dura pared de piedra se hizo inevitable… y se encontró, de pronto, con que seguía sin atravesar nada más sólido que el aire. Abrió los ojos para descubrir, sorprendida, que estaba volando a lo largo de una enorme caverna cuya entrada no había visto en ningún momento.

—¿Qué clase de magia es ésta? —se preguntó, maravillada y recelosa al mismo tiempo.

Divisó a Marla y Ubanaziel un poco más allá. Habían aterrizado en una amplia sala que parecía una especie de recibidor, y Ahriel se posó junto a ellos.

—¿Dónde estamos? —quiso saber.

—En el refugio de la Hermandad de la Senda Infernal —respondió Marla en voz baja—. No alces la voz, Ahriel. Puede que todavía quede alguien por aquí. Recuerdo en particular a un joven acólito, muy leal, llamado Shalorak, que…

—Entendido —cortó Ahriel con brusquedad—. Iremos con cuidado. Ve delante, Marla, pero recuerda que te vigilamos de cerca.

Marla dejó escapar un suspiro muy teatral y encabezó la marcha.

Al fondo de la sala había una enorme puerta tallada con multitud de figuras de diablillos. Algunos de ellos se parecían mucho a los que Ahriel había visto en el infierno, y se estremeció. Estaba empezando a sospechar que la invocación al Devastador no había sido la primera realizada por la secta. Si tenía razón…, bueno, aquello explicaría muchas cosas.

Tras la puerta se extendía un largo pasillo que desembocaba en unas escaleras descendentes. A ambos lados del corredor había puertas cerradas que conducían a otras estancias, pero Marla no les prestó atención. También había antorchas encendidas prendidas en las paredes, que les iluminaban el camino.

—Nunca se apagan —dijo Marla en voz baja, al ver que Ahriel las miraba con recelo—. El que estén encendidas no implica necesariamente que haya alguien aquí, aunque nunca se sabe.

Bajaron por la escalera hasta llegar al nivel inmediatamente inferior. La joven los guio a través de una nueva galería, sin que toparan con nadie.

Ubanaziel arrugó la nariz y dijo:

—No me gusta este olor. Huele a demonios. Literalmente.

—Es la zona de prácticas de los acólitos —dijo Marla sin inmutarse. Abrió una de las puertas y les mostró una habitación sombría y desordenada; mucho tiempo atrás, alguien había pintado en el suelo un círculo mágico rodeado de símbolos arcanos, y sobre un pequeño altar junto a la pared reposaban todavía los restos de algunas ofrendas y de velas a medio consumir. Un olor desagradable, acre y dulzón, aún empapaba el ambiente.

—¿Practicaban para convocar demonios? —gruñó Ubanaziel; todo su buen humor parecía haberse evaporado.

Marla se encogió de hombros con indiferencia.

—Sólo diablillos —dijo—. El arte de convocar demonios mayores estaba al alcance de muy pocos en la Hermandad, y el único que lo hacía con frecuencia era Fentark, nuestro líder. Ya sabes, Ahriel, el que te puso el cepo en las alas para que no pudieras volar. Como recordarás, murió el día que invocamos al Devastador —le lanzó una mirada de soslayo al decir esto último, pero ella no se sintió en absoluto cohibida.

—Se lo había buscado —replicó, frunciendo el ceño, recordando que aquel tal Fentark había sido absorbido por el vórtice de Vol-Garios—. ¿Qué fue de él en el infierno?

—Oh, no duró mucho —respondió Marla con despreocupación—. Los demonios lo mataron pronto. No les gustan los humanos que los invocan para darles órdenes; sólo aquellos que lo hacen para obedecer sus deseos.

—Ya —gruñó Ahriel, desdeñosamente.

—Es verdad —intervino Ubanaziel—, y eso me lleva a preguntarme cómo consiguieron estos hechiceros que los demonios les facilitaran la información necesaria para ocultar este lugar, para crear Gorlian y para invocar al Devastador.

—¿Fue un demonio quien les dijo cómo hacer todo eso? —preguntó Ahriel, incrédula.

—No veo ningún otro modo. Ellos eran sólo humanos, y las cosas que hacían… era magia negra muy avanzada. Esos conocimientos se perdieron hace mucho tiempo.

—Yo no sé gran cosa al respecto —dijo Marla—. Me ofrecieron todo cuanto pedía y nunca pregunté el origen de aquel saber.

—Claro, porque nadie te enseñó nunca que los actos malvados suelen tener un origen malvado —replicó Ahriel con sarcasmo.

Marla la miró de reojo.

—Sí que te ha cambiado Gorlian —comentó—. Antes desconocías por completo el significado de la palabra «ironía».

—Apúntamelo en la larga lista de cosas que te debo.

—Basta ya, las dos —cortó Ubanaziel—. Ahriel, esa conducta no es propia de un ángel, y tú, Marla, recuerda que sigues siendo nuestra prisionera. Una salida de tono más y yo mismo me encargaré de enviarte de vuelta al infierno, ¿queda claro?

—Sí, Consejero —respondió Marla, sumisa de nuevo, bajando la mirada. Ahriel se limitó a resoplar, disgustada.

Siguieron recorriendo la galería, guiados por Marla.

—¿A dónde nos llevas, exactamente? —preguntó Ahriel, tratando de no sonar demasiado brusca.

La joven tardó un poco en responder. Después dijo en voz baja:

—Sabes que envié a Tobin a Gorlian para que te sacara de allí. Yo estaba enterada, por tanto, de que ibas a escapar, estaba todo planeado. Te vi salir del palacio junto con Tobin, Kiara y ese estúpido bardo…

—Kendal —le recordó Ahriel con aspereza.

—… Como se llame. Sabía que os dirigiríais a Vol-Garios, porque Tobin se aseguraría de que así fuese, pero existía la posibilidad de que cambiaras de idea y regresaras a buscar la esfera —la miró de reojo—. Ya sabes, por lo que dejaste atrás. De modo que, por si acaso, la mañana del día en que íbamos a invocar al Devastador vine hasta aquí y la escondí. Junto con un montón de trastos, para que no llamase la atención. Y, como no le dije a nadie dónde la había puesto, estoy convencida de que sigue aquí, donde la dejé.

Ahriel la miró un instante, luchando contra el deseo de preguntarle por su hijo. Finalmente, su orgullo fue más fuerte, y se limitó a decir:

—Pues llévanos hasta allí. Si dices la verdad…

La interrumpió, de pronto, una salva de gruñidos y aullidos que parecían proceder de las entrañas de la tierra. Ubanaziel dio un salto atrás y desenvainó la espada en un acto reflejo.

—¿Qué es eso?

Ahriel frunció el ceño.

—No puede ser —dijo—. Suena como…

—Engendros —asintió Marla—. Es aquí donde los crean, abajo, en el bestiario. Pero ha pasado ya mucho tiempo desde que este lugar fue abandonado; deberían haber muerto de inanición.

—¿Es posible que alguien los haya estado alimentando? —inquirió Ahriel, preocupada.

—No lo sé, pero se han puesto nerviosos de repente —murmuró Marla—. Puede que no estemos solos en este lugar.

—Quizá nos han olfateado desde allí.

—Puede ser, aunque lo dudo; estamos demasiado lejos. De todos modos —añadió—, no soy una experta. Los engendros eran la especialidad de Fentark. Eso y las invocaciones, claro, pero a mí me interesaba más…

—Cierra la boca —cortó Ahriel—. No me interesa saber qué materias estudiaste en tu academia de magia negra, Marla.

—Pero sí deberíamos asegurarnos de que no queda nadie aquí —dijo Ubanaziel—. Además, quiero examinar personalmente a esos «engendros». Vayamos al bestiario.

—Como quieras —suspiró Ahriel—, pero ya te advierto que no te van a gustar.

—Nos viene de camino —dijo Marla.

Descendieron por otra escalera hasta llegar a lo que Ahriel pensó que debía de ser el nivel más bajo. Allí los recibió un olor penetrante, parecido al de un establo que nadie se ocupara de limpiar, pero también relacionado con el aroma putrefacto de la muerte.

—Puede que sí haya algún cadáver aquí —comentó Ubanaziel en voz baja, pero Ahriel negó con la cabeza.

—No necesariamente; todos los engendros huelen así. No son criaturas naturales, no deberían existir; una parte de su ser está en permanente estado de ulceración. Probablemente tengan el alma podrida también, si es que tienen alguna clase de alma. ¿No me crees? —añadió, al ver que el Consejero fruncía el entrecejo, dudoso—. Tantea su aura e intenta sentir lo que transmite. Eres un ángel, ¿no? Hace ya mucho tiempo que yo me insensibilicé contra ello, pero recuerdo bien lo que sentía en presencia de esas… criaturas. ¿No lo notas?

Ubanaziel se detuvo, cerró un momento los ojos y se concentró en las vibraciones del ambiente. Cuando abrió los ojos, su mirada estaba llena de horror y compasión.

—Sufren incluso más que los condenados del infierno —comentó en voz baja, impresionado.

—Esto no es nada —replicó Ahriel—. Espera a tenerlos delante. Pero no los compadezcas: también odian con más intensidad que nada que hayas visto antes.

El túnel los condujo directamente a una enorme sala alargada, también iluminada por antorchas, en la que el hedor era todavía más intenso. A ambos lados de la estancia se abrían nichos en la roca, cerrados por barrotes. Algunas de aquellas celdas eran inmensas, otras, más pequeñas; pero casi todas encerraban un engendro en su interior.

Marla dio un paso atrás, instintivamente, cuando todos los engendros empezaron a chillar, rugir o gruñir al mismo tiempo. Los visitantes contemplaron, consternados, a aquellas criaturas grotescamente deformes que se abalanzaban contra los barrotes, presas de una extraña y violenta locura, tratando de alcanzarlos para destrozarlos o devorarlos, o ambas cosas. Ubanaziel avanzó unos pasos hacia el engendro más cercano y lo estudió a través de los barrotes. Tenía seis miembros atrofiados y retorcidos, un rostro amorfo en el que destacaba una boca dentuda y babeante bajo unos ojillos diminutos, un cuerpo contrahecho cubierto de pelaje gris y sucio y una larga cola retorcida. Cuando el engendro chocó contra los barrotes en un ciego y desesperado intento por aplastarlo, Ubanaziel retrocedió de un salto. Estaba francamente horrorizado.

—Jamás imaginé que pudiera existir algo así —musitó—. ¿Qué han hecho?

—Gorlian está repleto de ellos —dijo Ahriel con amargura—. Todos igual de espantosos. Es lo que más odiaba de ese horrible lugar; maté a decenas de ellos, pero siempre aparecían más. Allí son una auténtica plaga, y deberíamos acabar con todos éstos cuanto antes. Es lo único que merecen.

—No tenemos tiempo ahora —decidió Ubanaziel— y, de todos modos, ellos no tienen la culpa de ser como son.

—Pero no deberían existir —opinó Ahriel—. Lo mejor que se puede hacer con un engendro es cortarle la cabeza. Sin titubeos, sin compasión, sin preguntar siquiera. Ésa es la ley de Gorlian.

—Sin preguntar siquiera —repitió Marla, despacio—. Muy noble por tu parte. ¿Se te ha ocurrido pensar que quizá no todos los engendros sean como tú los pintas?

—No conocí a ninguno que fuera diferente —repuso ella— y, de todas formas, míralos, Marla. Atrévete a observarlos detenidamente por una vez en tu vida y compáralos con las criaturas del mundo natural. Son grotescos, estúpidos, sin un ápice de belleza ni de bondad…

Se detuvo, de pronto, y alzó la cabeza, alerta. Le había parecido escuchar un murmullo ahogado entre los gruñidos de las bestias, pero no era sólo eso: también había percibido algo extraño, algo distinto. Una presencia que no estaba relacionada con la naturaleza corrupta y antinatural de los engendros. Ante la mirada extrañada de sus compañeros, Ahriel avanzó hacia una de las jaulas y echó un vistazo a su interior.

Al pie de un montón de paja sucia había un pequeño engendro acurrucado. Tenía unos enormes pies, una cabeza deforme y unos miembros anormalmente largos, y las vértebras, delgadas y puntiagudas, sobresalían a lo largo de toda su espina dorsal. Temblaba, pero no parecía agresivo como los demás. Ahriel frunció el ceño, extrañada. Tal vez estuviese demasiado débil. Con todo, no era el engendro lo que la desconcertaba, sino algo en aquella jaula. Quizá en el montón de paja…

Entonces, súbitamente, el pequeño engendro se dio la vuelta con un alarido y saltó hacia ella, enganchándose a los garrotes. Ahriel retrocedió a tiempo de esquivar su boca abierta de par en par y sus dientes afilados como cuchillos. El engendro aulló de nuevo, deformando aún más su feo rostro.

—Tenemos que irnos, Ahriel —le recordó Ubanaziel.

Con una mueca de asco y disgusto, Ahriel se separó de la jaula y se reunió con los demás.

Sin embargo, después de salir del bestiario no pudo evitar echar una última mirada atrás. Tenía la corazonada de que en aquel lugar horrible e infecto había algo importante, algo por lo que debía volver. Sacudió la cabeza y siguió adelante, desterrando aquellos pensamientos de su mente.

Al fondo del túnel había otra escalera descendente. Marla empezó a bajar los escalones, y Ahriel suspiró con impaciencia. ¿Hasta dónde pensaba llevarlos?

—¿Seguro que sabes a dónde vas?

—No creerías que dejé Gorlian al alcance de cualquiera —fue la respuesta.

Aún tuvieron que recorrer otro largo túnel y bajar más escaleras antes de alcanzar el nivel inferior. Allí encontraron un recibidor y una gran puerta, similar a la de la entrada. Marla dio un par de pasos hacia ella, pero Ubanaziel se detuvo en seco.

—Demonios —dijo.

—¿Cómo?

—Ahí detrás hay demonios, lo siento en la piel.

—Los hubo —respondió Marla con tranquilidad—. Es la Sala de las Grandes Invocaciones. Aquí era donde Fentark solía charlar con su demonio, el que le habló del Devastador y le dijo cómo abrir la puerta de Vol-Garios. Es normal que aún quede algo de su esencia.

—¿Tenemos que entrar ahí? —inquirió Ahriel, ceñuda.

—Es una sala de acceso restringido. Muy pocas personas teníamos permiso para entrar. Era el mejor lugar para ocultar Gorlian.

—Muy bien; acabemos pronto, pues.

Marla empujó la puerta, que se abrió con un suave chirrido.

—Me pregunto… —empezó Ubanaziel; pero Ahriel ya entraba en la habitación, siguiendo a Marla, y el Consejero no tuvo tiempo de detenerla—. ¡Espera! —gritó, sin embargo.

Sostuvo la puerta antes de que volviera a cerrarse y entró detrás de Marla y Ahriel, con el corazón lleno de negros presagios.

Cuando Ahriel entró en la Sala de las Grandes Invocaciones se llevó una desagradable sorpresa.

No estaban solos. En el centro de la habitación había una figura vestida de negro que, cuando se retiró la capucha, resultó ser un apuesto muchacho de cabello rubio pajizo y sonrisa socarrona. Al fondo, casi pegados a la pared, se alzaban tres nigromantes más, todos encapuchados. Y tras el joven rubio, flotando en el aire sobre un círculo luminoso trazado en el suelo, había un demonio.

Ahriel ya lo había visto antes: era Furlaag.

«Ángeles», dijo, chasqueando la lengua, y su voz no sonó en sus oídos, sino en su cabeza. «Volvemos a encontrarnos. Quién lo hubiera adivinado, ¿verdad?».

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Ahriel, desconcertada. Desenvainó la espada con rapidez, sin embargo, presta para luchar.

Tras ella, Ubanaziel inspiró profundamente.

—La tercera —murmuró con horror—. ¿Cómo no me habré dado cuenta…?

No fue capaz de decir nada más. Ahriel, inquieta, trató de volverse hacia él para ver si estaba bien, pero se encontró paralizada de pronto. Los tres sectarios entonaban un cántico monótono que transmitía oscuras vibraciones repletas de maldad, y ella adivinó inmediatamente que la estaban hechizando. Luchó por librarse, maldiciéndose por haber caído en la trampa, pero no fue capaz.

El joven hechicero rubio se inclinó ante Marla.

—Bienvenida seáis, Majestad —la saludó—. Celebramos vuestro retorno.

La mano de Marla se deslizó sobre la cabeza del muchacho, acariciando su cabello. Él alzó la cabeza para mirarla a los ojos, y ambos sonrieron, como si compartieran un íntimo secreto.

—Y te lo debo a ti, mi leal Shalorak —respondió ella con voz cantarina—, por interceder por mí y negociar mi liberación. Furlaag —añadió, volviéndose hacia el demonio—, ya me tienes aquí.

«Has tardado mucho, Marla», replicó él. «Tus acólitos están preparados desde hace horas. El infierno se impacienta».

—Pero he venido, ¿no? He cumplido lo que prometí.

«Los has traído», dijo Furlaag, señalando a los ángeles, «¿Por qué?».

—Era su prisionera, por si no lo recuerdas —respondió ella con frialdad.

Ahriel no entendía nada. Aquel Furlaag era el mismo que había capturado y torturado a Marla durante meses en el infierno. ¿Qué significaba todo aquello?

«Mátalos», dijo el demonio. «Interferirán en nuestros planes».

Marla dirigió a los ángeles una rápida mirada para asegurarse de que seguían inmovilizados y se volvió hacia el joven al que había llamado Shalorak, que se alzaba junto a ella, sonriente y seguro de sí mismo.

—No se moverán —le aseguró.

—¿Cómo va todo? —le preguntó ella en voz baja.

—Según lo planeado, mi señora —repuso él—. Nuestra gente está donde debe estar. Los prolegómenos han comenzado ya, pero el ritual todavía tardará un poco. Mirad: el demonio aún sigue en su dimensión.

Ambos se volvieron al mismo tiempo para contemplar a Furlaag.

—¿Estáis segura de que deseáis liberarlo?

Marla se estremeció.

—Cumpliré lo pactado —dijo, sin embargo—. No tengo alternativa.

Furlaag la obsequió con una larga sonrisa.

Los sectarios continuaban murmurando su letanía. En torno a la imagen del demonio, que seguía flotando sobre ellos, brillaban extraños filamentos dorados que parecían entrelazarse para formar una especie de óvalo vertical. Furlaag estaba justo en el centro. Ahriel prestó atención a la escena, tratando de averiguar qué estaba sucediendo exactamente. El contorno del óvalo parecía hacerse más fuerte y consistente con cada palabra que ellos pronunciaban.

—La tercera puerta del infierno —murmuró Ubanaziel tras ella, sobresaltándola—. De modo que estaba aquí… y tú lo sabías, Marla. No puedes volver a abrir la de Vol-Garios y por eso estás intentándolo con ésta, ¿no es así?

Marla sonrió. Con deliberada lentitud, se volvió hacia el Consejero, tiró de una cadena que llevaba colgada al cuello para sacarla de debajo de sus ropas y le mostró lo que pendía de ella: un enorme colmillo.

—El diente de un demonio —susurró Ubanaziel, horrorizado—. Un objeto procedente del infierno. ¡Maldita sea! Debería haberlo previsto. Debería haber sospechado… pero representaste muy bien tu papel de prisionera en apuros, Marla.

El rostro de ella se ensombreció de nuevo.

—Realmente fui una prisionera, Consejero, y realmente padecí los tormentos del infierno —susurró—. De no ser por Shalorak, que negoció mi rescate, todavía seguiría allí, porque Furlaag no me habría dejado marchar sin más. A cambio de mi libertad me exigió que llevase conmigo algo del infierno cuando me sacarais de allí… ya que así la puerta de Vol-Garios no se cerraría del todo.

—¿La puerta de Vol-Garios sigue abierta? —exclamó Ahriel, alarmada—. ¿Quieres decir…?

Marla sonrió de nuevo y balanceó el diente frente a ella.

—Un objeto procedente del infierno —le recordó, repitiendo las palabras de Ubanaziel.

—Las puertas sirven para mantener separadas ambas dimensiones —murmuró el Consejero, con amargura—. No pueden cerrarse del todo si te llevas algo del mundo de los demonios al de los humanos. Y ahora ya no necesitas a los ángeles para abrir la puerta de Vol-Garios, ¿no es cierto, Marla? Sólo se me ocurre una razón por la cual te interese mantener abierta esa entrada conociendo la ubicación de la tercera puerta, y es que tengas intención de abrirlas todas a la vez. Las siete.

—¡Pretendes dejar que los demonios invadan nuestro mundo! —exclamó Ahriel, horrorizada.

«No le concedas todo el mérito, ángel», intervino Furlaag, con una desagradable sonrisa. «Fue el precio de su libertad. Yo jamás la habría dejado marchar si ella no hubiese aceptado fingir un poco, llevarse consigo el diente y abrirnos las puertas de vuestro mundo. Eso fue lo pactado, ¿no es cierto, joven humano?».

Shalorak asintió, y por primera vez, su sonrisa se esfumó, para dar paso a una expresión severa. Pero Ahriel no se dejó conmover.

—Nunca tuviste intención de entregarme la prisión de Gorlian, ¿verdad, Marla? —le echó en cara—. Probablemente ni siquiera sepas dónde está.

Marla suspiró.

—Me ofendes, Ahriel. Sigues subestimándome.

Alargó la palma de la mano hacia Shalorak, sin mirarlo siquiera. El joven sacó una bola de cristal de entre los pliegues de su túnica negra y se la entregó con una inclinación de cabeza.

—Gracias, Shalorak —dijo ella en voz baja; él asintió, con una media sonrisa.

Marla alzó la esfera para que Ahriel la viese bien. Ella la contempló, con el corazón encogido. La había visto demasiadas veces como para no reconocerla.

—Gorlian —susurró.

—Sí —asintió la joven—. Como ves, no te he engañado. Te dije que te conduciría hasta Gorlian, y he cumplido. La esfera estaba exactamente en esta habitación, tal y como te había dicho.

—¿Acaso debería agradecértelo, sucia bruja traidora? —gruñó Ahriel—. No tienes ni idea de todo el daño que has causado, ¿verdad?

Marla la miró un momento, con semblante inexpresivo. Después, sin pronunciar palabra, alzó la esfera por encima de su cabeza y la arrojó violentamente contra el suelo.

Ahriel contempló, horrorizada, cómo la bola de cristal se rompía en mil pedazos, y con ella, el pequeño mundo que contenía en su interior. Por un momento no fue capaz de reaccionar; había creído vivir una escena parecida en el infierno, cuando aquel diablillo la había engañado, y todo había resultado ser una cruel mentira. Por tanto tardó unos instantes en asimilar que ahora era real, que una de sus peores pesadillas acababa de materializarse ante sus ojos. Sin poder creerlo, se quedó mirando los fragmentos humeantes que quedaban a sus pies, tratando de digerir el hecho de que todo lo que había conocido en Gorlian… los engendros, los presos, la Ciénaga… su hijo… habían sido destruidos de un solo golpe.

—¿Ves?, ya está —dijo Marla con indiferencia—. Siempre me has echado en cara que hubiese creado ese lugar, ¿verdad? Pues bien, ya no existe. ¿Estás contenta ahora?

Ahriel parpadeó para contener las lágrimas. Cuando su mente asimiló lo que acababa de pasar, la ira estalló en su interior con tanta furia que un tremendo alarido de rabia subió por su garganta y escapó de sus labios. Y, a la vez que gritaba al mundo su furia y su dolor, su cuerpo logró liberarse del hechizo. Llena de cólera, alzó la espada y se abalanzó sobre Marla, dispuesta a acabar con su vida de una vez por todas.

Shalorak lanzó una exclamación de advertencia y se interpuso entre la joven y la espada de Ahriel. Sin embargo, el arma no llegó a atravesar su cuerpo, sino que chocó contra una barrera invisible, y la violencia del impacto la lanzó hacia atrás.

—¿Os encontráis bien, mi señora? —preguntó Shalorak, solícito.

«¡Os dije que debíais matarlos!», gritó Furlaag desde el infierno. «¡Acabad con ellos ahora que aún podéis!».

Pero era demasiado tarde. Aprovechando la distracción de Shalorak, Ubanaziel también se había liberado del hechizo y enarbolaba su espada, junto a Ahriel. Los dos se encararon a Marla y su leal servidor. Mientras tanto, los tres acólitos continuaban murmurando su letanía, conscientes de que, si se interrumpían, el ritual fracasaría.

El joven sectario alargó un brazo ante Marla para protegerla de los ángeles.

—No podéis hacer nada —les aseguró—. Las puertas del infierno se están abriendo, las siete al mismo tiempo. Tenemos gente en Ridea, Árganos, Sin-Kaist, Erlanda, Parsan y Vol-Garios —hablaba con total tranquilidad, pero, a medida que fue pronunciando nombres, el semblante de Ubanaziel fue tiñéndose de horror y desconcierto—. No podréis detener el ritual.

—Pero ¿cómo…? ¿Cómo es posible que unos simples humanos…?

Shalorak dejó escapar una breve carcajada.

—Porque yo no soy un simple humano, ángel —dijo—. Y porque el maestro Fentark aprendió bien las lecciones que los demonios le enseñaron.

El Consejero retrocedió un paso, aún con la espada en alto y la mirada clavada en Shalorak.

—Ahriel —dijo en voz baja—, debes marcharte. Yo me quedaré a cubrirte la retirada.

—¿Cómo? —pudo decir ella; aún sentía un sordo dolor en el corazón, le temblaban las manos y tenía los ojos arrasados en lágrimas—. ¿De qué estás hablando?

—Tienes que volver a Aleian y avisar al Consejo de que se están abriendo las siete puertas del infierno. Que se preparen para luchar.

—Pero…

—Ve, Ahriel, ahora —la apremió él—, porque dentro de muy poco, los límites entre ambas dimensiones serán lo bastante difusos como para que Furlaag tenga poder aquí. Y entonces no habrá nada que hacer.

—Ya no hay nada que hacer, ángel —replicó Shalorak, muy tranquilo; sin embargo, sus ojos seguían clavados en la espada de Ubanaziel, que se alzaba amenazadoramente ante ellos.

—¡Vete! —gritó Ubanaziel—. Y tú, Shalorak —añadió—, no intentes detenerla, porque en cuanto dejes de prestarme atención, atravesaré el corazón de tu adorada reina.

—No te atreverás —repuso el joven, pero frunció el ceño con preocupación—. Te mataré en cuanto muevas un solo músculo.

Ubanaziel esbozó una sonrisa feroz.

—¿Piensas acaso que temo a la muerte, yo, que he estado dos veces en el infierno y he regresado para contarlo? Créeme: si me matas, me llevaré a tu reina conmigo.

Ahriel retrocedió un par de pasos, sin dejar de mirar a Shalorak y a Furlaag, cuya imagen temblaba de furia y de impaciencia. No sintió la magia negra del joven acólito recorriendo su cuerpo para inmovilizarla, por lo que dedujo que Ubanaziel estaba en lo cierto, y que él prefería dejarla escapar antes que arriesgarse a que Marla corriera peligro. Consiguió llegar hasta la puerta pero, antes de salir, se volvió para mirar al Consejero, consciente de que, en cuanto ella se marchara, Ubanaziel quedaría a merced de sus enemigos.

—¡Vete! —insistió él, y Ahriel inspiró hondo, asintió y salió de la sala.

Cuando cerró la puerta tras de sí, oyó el aullido de rabia del demonio y una orden seca de Marla, pero no se detuvo para averiguar qué sucedía a continuación. Desplegó las alas y, con un vuelo rasante, se precipitó escaleras arriba.

Recorrió los túneles hacia la salida, maldiciéndose por su estupidez y su ingenuidad. Habían caído en la trampa de Marla de la forma más tonta…

«Ha sido demasiado fácil», había dicho Ubanaziel al salir del infierno. Naturalmente: Furlaag los había dejado marchar a propósito. Había obligado a Ahriel a luchar contra Vultarog sólo por diversión y para guardar las apariencias, pero en todo momento había pretendido dejar escapar a Marla, porque ella llevaba encima un objeto del infierno que impediría que la puerta de Vol-Garios se cerrara del todo y permitiría a los Siniestros abrir las siete a la vez, sin necesidad de que los ángeles los ayudasen. Eso era lo que había pactado con Shalorak, el joven nigromante, que llevaba ya tiempo invocando a Furlaag para negociar la liberación de Marla.

Evidentemente, los Siniestros, o la Hermandad de la Senda Infernal, o como quiera que se llamasen, hacía ya tiempo que conocían la ubicación de las siete puertas del infierno. Quizá el ritual que Ahriel había interrumpido meses atrás en Vol-Garios no tenía por objeto invocar sólo al Devastador, sino también fusionar ambos mundos. Porque, si los demonios habían compartido con ellos el conocimiento necesario para abrir cualquiera de las siete puertas, ¿por qué iban a centrarse en la única de ellas para cuya apertura precisaban la ayuda de un ángel?

«Qué estúpida fui», se repitió Ahriel, furiosa consigo misma. «Naturalmente que necesitaban a Marla; nos necesitaban, a ella y a mí, para abrir la puerta de Vol-Garios, la única que escapaba a su control. Esos hechiceros eran aún más poderosos de lo que sospechábamos».

Y, por supuesto, tanto ellos como los demonios sabían que Ahriel no tardaría en ir a buscar a Marla. Abriría la puerta de Vol-Garios otra vez, y ellos se encargarían de que no volviese a sellarla. Estaban en sus manos.

«Bueno, no volverán a engañarme», se dijo, con los ojos llenos de lágrimas, «porque ya no tengo nada que perder. Gorlian ha sido destruido y, si mi hijo seguía vivo, desde luego ya no lo está».

Y esa idea la desgarraba por dentro. Sabía que era muy difícil, casi imposible, que aquella criatura hubiese sobrevivido en Gorlian todos aquellos años, por lo que a lo largo de su búsqueda se había esforzado por no hacerse ilusiones. Sin embargo, inevitablemente, se las había hecho. Aunque fuera de forma inconsciente, había decidido que no daría a su hijo por muerto hasta que no regresara a Gorlian y registrara aquel minúsculo mundo palmo a palmo, sin resultado. Entonces, y sólo entonces, asumiría que lo había perdido para siempre.

Cuando Marla había estrellado aquella esfera contra el suelo, también los sueños de Ahriel se habían roto en miles de fragmentos. Con Gorlian no había muerto su hijo —ni siquiera sabía si seguía vivo o no al romperse la bola de cristal—, sino toda esperanza de recuperarlo alguna vez. Y Ahriel no estaba preparada para afrontar aquello. No tan pronto.

Algo en su interior le susurraba que la vida ya no tenía sentido. Sin embargo, se obligó a sí misma a recordar que el mundo estaba en peligro y que tenía una misión que cumplir. Por tanto, se esforzó por reprimir la angustia y el dolor que se habían apoderado de su corazón y, mientras escapaba por fin de la caverna y se zambullía en el cielo azul, se preguntó qué les diría a los demás ángeles, y cómo iba a explicarles que les había fallado y que por su culpa, por su egoísmo y su obstinación, el mundo se hallaba al borde de una guerra contra toda la estirpe infernal.

Por alguna razón, aquello no le pareció tan terrible como la imagen de la esfera mágica quebrándose en mil pedazos.