17

Bagdad, abril de 2003

Mahmud empezaba a lamentar su decisión. Mientras salía disparado hacia arriba otra vez, y su trasero aterrizaba en el duro asiento de plástico del autobús, que se batía con el enésimo bache de la carretera, se dijo que ya tendría que haber superado todo aquello. Él debería ser el tío importante que contrataba los correos; sin embargo, allí estaba, trabajando como un correo cualquiera. Llevaba diez horas y todavía le quedaban otras cinco en aquel montón de chatarra al que, en un alarde de sentido del humor, llamaban el Cohete del Desierto.

Durante las últimas dos semanas había estado trabajando en un nuevo tipo de negocio. Hasta entonces, se sentaba en el café de la calle Mutannabi, esperaba que las piezas llegaran a sus manos —y, Alá sea loado, no habían dejado de afluir— y después las pasaba a través de alguno de los incontables muchachos que habían surgido, como ratas de una cloaca, con el derrocamiento de Saddam. A Mahmud le maravilló la súbita proliferación de aquellos negociantes adolescentes. Nadie lo había planeado; nadie había hablado de ello; nadie los había enseñado. Ni siquiera había corrido el rumor de que habría dinero que ganar el día en que faltara el que todos sabían. Y aun así, allí estaban, salidos de los callejones y los agujeros infestados de moscas.

El negocio era rápido, y el teléfono móvil era el medio de comunicación preferido. Mahmud podía llamar, por ejemplo, a Tariq, de quien sabía que esa noche haría un envío a Jordania, y decirle que necesitaba enviar un par de cosas. Luego entregaría la mercancía a uno de los chicos, y este atravesaría la ciudad. A continuación, Tariq se la pasaría a otro mensajero y este tomaría el Cohete del Desierto hasta Ammán. Allí se encontraría con al-Naasri o con alguno de sus competidores entre los marchantes jordanos. Al-Naasri marcaría un precio, y el correo regresaría con el dinero a Irak. Gracias a la conexión telefónica, los correos sabían que no les convenía quedarse con un pellizco: a lo largo del Tigris había un montón de zanjas donde era fácil desaparecer sin dejar rastro.

Mahmud había estado traficando provechosamente de ese modo durante un tiempo. El negocio había sido constante desde la caída de la estatua, pero él ya estaba metido en él antes. No se hablaba de ello, ni siquiera se rumoreaba, pero desde la primera guerra, la madre de todas las guerras, en 1991, no había dejado de haber cierto «movimiento» de antigüedades. Hasta entonces, el saqueo era algo inaudito, pero los bombardeos estadounidenses aflojaron un poco la seguridad. Ni siquiera Saddam era capaz de vigilarlo todo cuando los misiles Cruise caían del cielo. Aunque eso no significaba que no fuera capaz de castigar a los culpables. Mahmud, como cualquier «comerciante» de Irak, recordaba lo que les había pasado a los once individuos considerados culpables de haber cortado la cabeza de un precioso toro alado de Mesopotamia porque era demasiado pesado para transportarlo entero. Saddam se encargó de que todo el mundo supiera que él había firmado la sentencia de muerte y, con el don que tenía para esas cosas, decretó que aquellos ladrones sufrirían el mismo trato que ellos habían infligido a la magnífica estatua de bronce. El verdugo empuñó la sierra eléctrica y les rebanó la cabeza, uno después de otro. Y cada uno, mientras aguardaba su propia muerte, tuvo que mirar lo que les hacían a sus compañeros. Cuando el undécimo fue ajusticiado, había presenciado diez veces el castigo que le esperaba.

A pesar del efecto disuasorio de semejantes medidas, algunas piezas importantes lograron salir del país. Aunque no lo había visto, Mahmud había oído hablar del fragmento de bajorrelieve salido del palacio de Nemrod y sabía que contenía una conmovedora escena de esclavos encadenados. No le costó imaginar aquella escena, llevada de contrabando a Occidente por el oprimido pueblo de Irak, como el símbolo de una petición de ayuda.

La ruta, entonces, y en ese momento, era Jordania. Y el conducto, entonces y en ese momento, la familia al-Naasri. El tráfico de tesoros por dicha ruta nunca había sido más intenso: utensilios y cerámicas de todas las eras del hombre, desde los asirios y los babilonios, pasando por los sumerios hasta llegar a los persas y los griegos. En su mayoría eran fragmentos, aunque circulaba la historia de que los muchachos de Tarig habrían hecho llegar una estatua entera hasta Ammán escondida en el maletero del Cohete del Desierto. Se decía que le habían dado una pequeña propina al chófer diciéndole que se trataba del cuerpo de un difunto. Tal era el desorden moral que reinaba en Bagdad en la primavera de 2003.

Mahmud había enviado a una docena de correos a Ammán durante la última quincena, y todos ellos habían tomado la misma ruta que él cuando empezó en el negocio. Sin embargo, algo le dijo que había llegado el momento de hacer una visita en persona. Tenía que verse con al-Naasri cara a cara. Con el negocio creciendo a aquel ritmo y con tanto dinero en juego, abundaban las ocasiones para saltarse las normas. Mahmud no quería que le tomaran el pelo. Necesitaba tener la seguridad de que al-Naasri jugaba limpio.

Así pues, había llenado una bolsa con las últimas tres o cual ro cosas que habían llegado a sus manos: un par de sellos antiguos, la tablilla de barro que le había comprado a aquel tipo tan nervioso en el café, y la piéce de résistance, un par de pendientes de oro cuya antigüedad estimaba en cuatro mil quinientos años. No estaba dispuesto a confiar aquello a un chaval de catorce años de Saddam City. Otra razón para pasarse quince horas en compañía del petardeo y las sacudidas del Cohete del Desierto.

Había dormido las últimas horas de viaje y se despertó con un sobresalto cuando el autobús dio un frenazo y se detuvo. Durante todo el viaje había tenido la bolsa de la mercancía en el regazo, con un brazo metido en las asas, por si a alguien de la escoria que lo rodeaba se le ocurría alguna idea inoportuna. Lo primero que hizo fue palparla y sopesarla para asegurarse de que los objetos que contenía seguían allí. En cuanto a los pendientes, sabía que se hallaban seguros en su escondite.

Era medianoche cuando se apeó del autobús. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo mal que olía allí dentro. El olor salía a oleadas a medida que sus exhaustos y mugrientos ocupantes bajaban y se perdían en la noche. Respiró el aire de Ammán y la emoción de hallarse en un lugar que no fuera Bagdad. La última vez que había estado allí, había sido aún más emocionante: había manoseado billetes que no tenían su efigie, había visto monumentos de otros hombres que no eran él. En Jordania tampoco se celebraban elecciones dignas de ese nombre, pero al menos los jordanos no se habían humillado a sí mismos dando su beneplácito al tirano con un ciento por ciento de votos favorables.

Uno de los muchachos de al-Naasri lo estaba esperando, apoyado en una barandilla, con aire aburrido. El chico ni dijo nada ni se ofreció a llevarle la bolsa —Mahmud tampoco se la habría entregado—, solo hizo un gesto y enfiló hacia la calle Rey Hussein. No tardó en ver carteles que indicaban el antiguo anfiteatro romano, y eso significaba que el souk estaba cerca. Mientras caminaban por las adoquinadas calles, el chico avivó el paso y Mahmud tuvo que esforzarse para no quedarse atrás. «Un jueguecito para ver quién es más listo», se dijo.

La mayoría de los comercios estaban cerrados a esa hora de la noche, y las persianas metálicas, bajadas. El muchacho se adentró en el mercado; giraba a derecha e izquierda tan deprisa que Mahmud comprendió que le sería imposible hallar el camino de regreso por sí solo. Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta para comprobar que el cuchillo seguía en su sitio, dentro de su funda de cuero.

De pronto, Mahmud percibió un olor: pan pita recién horneado. En algún lugar cercano tenía que haber una panadería. Efectivamente, unas luces interrumpían, un poco más adelante, cerca de la esquina, la interminable sucesión de persianas metálicas bajadas. De una radio salía música suave, y un grupo de hombres estaban sentados fuera, tomando café en tazas muy pequeñas y té en vasos de cristal. Mahmud dejó escapar un suspiro de alivio. Aquello era como estar en casa.

El chico entró en el establecimiento y, seguido por Mahmud, se acercó a una mesa donde estaba sentado un hombre solo. Inclinó la cabeza educadamente y se marchó con la misma rapidez con que había llegado. No había dicho una palabra en ningún momento.

Mahmud no reconoció al hombre de la mesa. Era demasiado joven, más que el propio Mahmud.

—Lo siento —dijo—. Puede que se trate de un error. Estoy buscando al señor al-Naasri.

—¿Mahmud?

—Sí.

—Soy Nawaf al-Naasri. Su hijo. Sígueme.

Guio a Mahmud fuera del café y por otro callejón. «Podría acuchillarme aquí y, llevarse mi bolsa, y nadie se enteraría», pensó Mahmud. Pero Nawaf se detuvo ante una persiana metálica y llamó con los nudillos. Al cabo de un par de segundos se abrió lentamente, al parecer funcionaba con un mecanismo eléctrico. En el interior parpadearon unas luces fluorescentes que revelaron lo que parecía ser una tienda de recuerdos para turistas: un gran escaparate de cristal y cientos de baratijas.

—Entra, entra. ¿Te apetece un té?

Mahmud asintió mientras examinaba la mercancía: esferas de reloj en láminas pulidas de madera, jarras llenas de arena de distintos colores, y frascos con agua con procedencia «garantizada del Jordán». Basura para los peregrinos y los turistas cristianos. «Un día —se dijo Mahmud—, en Bagdad también tendremos toda esta basura “Procedencia garantizada de los Jardines de Babilonia”. Y las tiendas de Irak servirán para lo mismo que las de Jordania: serán la tapadera para el tráfico de antigüedades».

—¡Mahmud! ¡Qué alegría!

Se giró y vio a al-Naasri padre con una gran sonrisa. Mahmud, que tenía buen ojo para la ropa, vio que el jordano llevaba un traje bien cortado que le sentaba como un guante, y se sintió avergonzado por su chaqueta de cuero, sucia y arrugada tras el agotador viaje en autobús, con los codos casi pelados. Pero no era solo el traje. Todo en al-Naasri desprendía un aura de riqueza. Solo habían pasado unas cuantas semanas desde que el flujo de tesoros había empezado a llegar desde Bagdad, pero ya parecía haber transformado a Jaafar al-Naasri. Seguramente solo el dinero a lo grande era capaz de obrar semejante magia.

—Bueno, amigo mío, ¿a qué debo el placer de tu visita?

—Se me ocurrió que podríamos vernos y tomar un café, tal vez también un trozo de tarta y charlar de los viejos tiempos.

Al-Naasri se volvió hacia su hijo, que estaba ocupado en el fondo de la tienda.

—¡Había olvidado que a nuestro amigo de Bagdad le gusta gastar bromas! —Luego se volvió hacia Mahmud sin perder la sonrisa—. Espero que no te importe que vayamos directamente al grano. Es tarde y soy un hombre muy ocupado.

—Por supuesto.

Mahmud intentó mostrar su mejor sonrisa. Deseaba imitar, aprender de aquel hombre tan rico. Metió la mano en la bolsa y sacó el primero de los dos sellos que un primo suyo le había llevado durante lo que a Mahmud le gustaba llamar la jornada de puertas abiertas del museo. Otros habían llegado a sus manos poco después, mellados y con algún golpe. Pero ninguno era tan bueno como aquel.

Al-Naasri lo cogió y lo sopesó, comprobando su solidez.

Luego sacó del bolsillo superior de la chaqueta unas gafas en forma de media luna y se las puso.

—Es genuino, te lo aseguro. Mahmud no se pasaría quince horas machacándose el culo en un autobús por una falsificación que…

Al-Naasri lo acalló lanzándole una mirada por encima de las gafas. Su expresión exigía silencio. El jordano estaba muy concentrado.

—De acuerdo —dijo al fin—. ¿Qué más?

Mahmud sacó el segundo sello, más grande y trabajado. Había elegido el orden de aparición de su mercancía con la idea de que desembocara en un clímax irresistible.

Al-Naasri sometió el segundo sello a un examen igualmente concienzudo. Después lo depositó en la mesa y contempló al iraquí con el mismo detenimiento.

—Hasta ahora lo has hecho bien, amigo. Estoy impresionado. Presiento que lo mejor está por llegar… —Sonrió de nuevo.

—Así es, amigo, así es.

Mahmud se puso la bolsa encima de las piernas y metió ambas manos para sacar la tablilla de barro que había llegado a sus manos en un café de Bagdad unos días antes.

Al-Naasri extendió las manos para cogerla. Sujetó la envoltura con una mano y extrajo la tablilla con la otra.

—¡Mi lupa, por favor! —gritó de repente por encima del hombro, hacia su hijo.

Nawaf le llevó una lente de aumento de joyero. Jaafar se la colocó en el ojo con mano experta y luego se inclinó sobre el fragmento de arcilla. Murmuró algo para sus adentros.

—Bueno, ¿qué te parece? —le preguntó Mahmud, impaciente.

Al-Naasri se echó hacia atrás; la lupa, todavía en el ojo, le confería un aspecto grotesco.

—Me parece que te mereces ver la colección de Al-Naasri.

—Dejó que la lente cayera y la recibió en su mano.

Sin que nadie se lo hubiera ordenado, Nawaf abrió los dos candados de la puerta que había detrás del mostrador y que Mahmud suponía que conducía a un almacén. Todos los grandes marchantes de antigüedades trabajaban igual: las baratijas en los escaparates y la mercancía de verdad en la trastienda. Guardó apresuradamente sus tesoros en la bolsa de viaje.

Cruzaron en fila india un cuarto trastero lleno de cajas de cartón y dos rollos gigantes de plástico de burbujas. Mahmud imaginó que aquel sería el escondite del tesoro, pero padre e hijo siguieron adelante sin encender siquiera la luz, hasta que llegaron a una segunda puerta, más recia y con más cerraduras. Al-Naasri tuvo que usar tres llaves distintas para abrirla.

Para sorpresa de Mahmud, daba al exterior. La fresca brisa de la noche le acarició el rostro. Bajaron unos peldaños, y los tres hombres entraron en un patio posterior de dimensiones respetables.

—Nawaf, ¿tienes la pala?

Mahmud se dio la vuelta y vio que el joven sostenía una pesada pala de hierro. Instintivamente, se metió la mano en la chaqueta, desenvainó la navaja y apuntó a Nawaf con ella.

—¡Mi querido hermano, no seas ridículo! —exclamó Jaafar al ver la atemorizada expresión de Mahmud y riendo ruidosamente—. Nawaf no tiene intención de golpearte. La pala es para enseñarte nuestra colección.

A Mahmud la cabeza le daba vueltas. Falto de sueño y confuso, sus ojos se adaptaron a la penumbra hasta que vio que aquel terreno estaba cubierto de una capa arenosa, como un parterre. Nawaf, aparentemente indiferente a la navaja de Mahmud y dirigido por su padre, caminó hasta el centro del patio y empezó a cavar.

—¿Qué hace? —preguntó Mahmud.

—Espera y verás.

Al-Naasri y Mahmud permanecieron de pie mientras miraban cómo Nawaf cavaba a un ritmo ágil y constante. Mahmud se fijó en los musculosos brazos del joven.

Lentamente en el suelo empezó a perfilarse una forma. Nawaf continuó cavando un poco más, luego tiró la pala, se arrodilló y apartó la tierra con las manos. A la luz de la luna, Mahmud distinguió la silueta de un animal.

Se acercó y lo vio claramente. Era la estatua de un camero erguido sobre sus cuartos traseros, con las patas delanteras apoyadas en el tronco de un árbol y los cuernos enredados en las amadas flores del árbol. Cuando Nawaf la limpió de tierra y la claridad de la luna la iluminó por completo, Mahmud vio que estaba hecha del más fino cobre, oro y plata.

Dio un respingo. Al-Naasri sonrió.

—La reconoces, ¿verdad? —dijo—. Seguramente la has visto en los periódicos. —Mahmud asintió; era incapaz de articular palabra—. Es el famoso Camero del bosque, hallado en el gran Pozo de la Muerte de Ur —prosiguió Al-Naasri, disfrutando del momento—. Seguramente la viste durante alguna visita con el colegio al Museo Nacional cuando eras niño. Era una de las piezas más destacadas.

—¿Y ahora la tienes aquí?

—¿No la estás viendo con tus propios ojos?

—Me la estás mostrando para hacerme saber que lo que te he traído carece de valor, ¿no es así? Quieres humillar a Mahmud con esta comparación.

—En absoluto, amigo. Te preocupas demasiado. Te la enseño para que te des cuenta de las glorias que te van a rodear.

Mahmud sonrió aliviado.

—¿De verdad? ¿Crees que las piezas que te he traído son dignas de formar parte de esta colección?

Le gustaba sentirse cómplice de aquel hombre, ser su igual en los negocios.

—No me refiero solo a las piezas, Mahmud. Mi plan es que también tú te quedes aquí —y con un leve gesto ordenó a su hijo que entrara en acción, como habían planeado.

Mahmud volvió a blandir el cuchillo, pero fue demasiado tarde: la pala le golpeó en el cráneo y se desplomó en el suelo. Exhaló su último aliento, pero Nawaf lo golpeó con el canto metálico un par de veces más, solo para asegurarse.

—Este es nuestro propio Gran Pozo de la Muerte —murmuró Jaafar, casi para sí mismo—. Quítale todo lo que lleve, desnúdalo y entiérralo ahora mismo —ordenó a su hijo.

Luego recogió la bolsa de viaje de Mahmud, comprobó que los sellos y la tablilla estuvieran dentro y regresó al interior. Estaba girando la segunda cerradura cuando oyó una carcajada de Nawaf. Volvió a abrir y vio a Nawaf de pie ante el desnudo cadáver. Estaba partiéndose de risa.

Jaafar se acercó hasta su hijo. Al principio no entendía qué le hacía tanta gracia, hasta que Nawaf le señaló el pecho del muerto. Allí, brillando a la luz de las estrellas, prendidos en los pezones, había dos finos pendientes de oro. Mahmud había creído hallar el escondite adecuado cuya revelación iba a proporcionarle su gran momento final. Y así había sido.