LA SALVACIÓN DE FRANCIA

Llego ya con este capítulo al final de estas confesiones, en las que he querido pasar revista a toda mi vida delante de quien representa al Dios que me ha de juzgar, con la misma sinceridad y confianza con que espero el juicio de los hombres que comulguen con mi fe y mis ideales, y comprendan mi misión en medio de los defectos y pecados que soy el primero en reconocer y lamentar. Nuestra fe es signo de contradicción y también lo será, en un plano mucho más humilde, mi propia vida, de la que ahora terminaré de dar cuenta. Con una certeza que tal vez ni mis futuros amigos compartan: para muchos esta última década de los años 90 con que va a terminar este gran siglo de España, en que hemos vivido y reinado mis bisabuelos Católicos, mi pobre abuela atormentada por un amor imposible, mi padre y yo mismo, es un largo momento de frustración y decadencia; pero yo creo precisamente lo contrario. Nunca profundizó tanto la fe en nuestras Indias; nuestras victorias en Europa fueron tan altas como siempre; y mi nueva escuadra se prepara ya para una nueva empresa de Inglaterra que vengue tantas afrentas y rapiñas. Pero, después de haber cuajado ya la salvación de Flandes para nuestra fe, aun arrancándola de la herejía holandesa, en esta década del siglo que termina conseguí seguramente el logro más importante de mi vida después de Lepanto: la salvación de Francia. Alguna vez espero que la propia Francia, con todo su orgullo nacido de su admirable pujanza, termine por comprenderlo.

Después de la paz con Francia que concertamos en Cateau-Cambrésis en el 59, tras las victorias de San Quintín y Gravelinas, y mediante los matrimonios de las princesas de Valois conmigo y con el duque de Saboya, ejercí una cierta tutela sobre el vecino reino, a través de mis grandes embajadores como don Francés de Álava y don Bernardino de Mendoza, que llegaron a ser los personajes de mayor influencia en la corte de Catalina de Médicis, la esposa de Enrique II y a su muerte —con motivo de las fiestas por mi boda con su hija Isabel— regente de Francia, le sucedió su delfín, Francisco II, quien por su matrimonio con María Estuardo fue proclamado en París rey de Francia, de Escocia y de Inglaterra. Murió al poco tiempo, su viuda María regresó a Escocia donde le esperaba, como ya relaté, un destino trágico, y le sucedió su hermano menor Carlos IX bajo la regencia de su madre Catalina, a quien apoyé cuanto pude para evitar la caída de Francia en la herejía, que sobre todo por influencia de Juan Calvino, ese francés renegado, había hecho estragos desde su nidal de Ginebra. A partir de 1562, hasta este año de 1598, es decir durante casi todo mi reinado, Francia fue sacudida por una terrible sucesión de guerras religiosas que amenazaron con desintegrarla, y sólo sus grandes riquezas y el espíritu de unidad que supieron infundirle sus reyes la mantuvieron en pie, mientras yo consagraba mis mejores esfuerzos y vaciaba mis recursos en un objetivo supremo: la salvación de Francia para nuestra verdadera fe, que estaba en tanto peligro de perder como Inglaterra, la Alemania del norte y los reinos del Báltico. Isabel de Inglaterra trataba de exorcizarme desde lejos como el demonio del mediodía; pero los españoles sabíamos que el verdadero demonio de nuestro tiempo devastaba las almas y los reinos en el norte de Europa.

En vista de que el rey adolescente, Carlos IX, parecía inclinarse a la Casa de Borbón, cuyo príncipe, Enrique de Navarra, había abrazado la herejía, Francisco de Lorena, duque de Guisa y tío de la reina María de Escocia, se alzó con su casa en defensa de la religión, y pese a que antes había hecho armas contra nosotros, se ganó mi más sincera y fiel alianza para conseguir ese objetivo sagrado que marcó, más que otro alguno, mi vida. Enrique de Borbón era hijo de la última reina de Navarra, Juana de Albret, desposeída por mi bisabuelo el Católico, pero que jamás se había resignado a la pérdida de su trono. Ella murió el 9 de junio del año 72, y su hijo Enrique, que usurpaba el título de rey de Navarra, se presentó en París de acuerdo con el partido hugonote para celebrar sus esponsales y afianzar sus pretensiones a la sucesión. Mi embajador advirtió claramente a la reina Catalina de Médicis sobre los gravísimos peligros que acarrearía tal provocación, y ella, fiándose de sus consejeros católicos, autorizó con este motivo la general matanza de hugonotes en la noche de san Bartolomé, ese mismo año. Y como dos años más tarde falleció sin descendencia el indeciso rey Carlos IX, hubo de sucederle su hermano Enrique III, que sería el último de los Valois. En vista de ello, los Guisa intensificaron las actividades de la Liga Católica, porque si el rey Enrique III moría, como era de prever, sin descendencia, la corona de Francia podría recaer en el hugonote Enrique de Navarra, jefe de la Casa de Borbón, libertino famoso a quien por sus aficiones y colorido de sus libreas se conocía como el Verde Galante, que no dejaba tranquilo con sus aventuras y requerimientos un solo tálamo de Francia y que, poseído de una energía desbordante, guiaba en el combate a sus caballeros en una temible línea con quince de frente por seis de fondo; lo que me obligó a modificar las tácticas defensivas de mis infantes, y a crear escuadrones de arcabuceros a caballo, que frenaron con facilidad las penetraciones valerosas, pero elementales, y las cargas de la nueva caballería francesa. En el fondo Enrique de Borbón, que se creía tan moderno, era un retrógrado no solamente en religión sino hasta en el arte militar. Tuve la gran satisfacción de demostrárselo en uno y otro terreno, cumplidamente. Otro enemigo de la Casa de Guisa, el duque de Anjou, se puso al frente de los hugonotes desmantelados, apoyó a los rebeldes de Flandes y pretendió, como vimos, el matrimonio con Isabel de Inglaterra. Su aparición, que había asombrado a Europa, terminó abruptamente con su muerte en 1584, el año en que yo firmé solemnemente el acuerdo con la Casa de Guisa para mantener la religión en Francia, como gracias al sacrificio de mi hermano Juan de Austria y a las victorias de Farnesio ya había conseguido hacerlo en Flandes. Enrique III de Valois oscilaba entre el apoyo a la Liga Católica de los Guisa y la seducción a que le sometía Enrique de Borbón. En septiembre del 85, cuando yo había acrecentado ya el prestigio de la Corona con la incorporación de Portugal y su imperio, el Papa Sixto V, por fin, decidió apoyar mi política para la salvación de Francia, declaró hereje a Enrique de Navarra y por tanto incompatible con tan cristiana Corona. Estalló con este motivo, bajo mi atenta vigilancia, la última de las grandes guerras de religión en Francia, la guerra de los tres Enriques: Enrique III de Valois, rey de Francia; Enrique de Borbón, el hugonote y falso rey de Navarra; Enrique de Guisa, el abanderado de la causa católica y mi aliado. Enrique de Borbón consiguió, de momento, vencer al ejército de los Guisa el 20 de octubre de 1587, y toda Francia, como toda Europa, contuvo el aliento mientras se preparó y desarrolló mi empresa de Inglaterra. El desastre de la Armada Invencible alcanzó una inmediata repercusión en Francia; el débil Enrique III de Valois se acercó al pretendiente de Navarra. El 23 de diciembre de 1588 citó a Enrique de Guisa con engaño en el castillo de Blois, donde la propia guardia del rey de Francia, sobornada por el oro del Borbón, asesinó al pretendiente católico, y dos días después gentes del mismo bando acabaron con la vida de otro Guisa, el cardenal. Tal iniquidad no podía quedar impune y al verano siguiente, el 1 de agosto de 1589, un fanático partidario de los Guisa mató a Enrique III de Francia, y dejó al reino sumido en la más espantosa anarquía. Entonces declaré solemnemente que «el corazón del Imperio español está en Francia» y me lancé a una guerra de nueve años para salvar allí a la religión amenazada.

Enrique de Borbón, a quien sus partidarios, entre los que no faltaban muchos católicos, habían proclamado rey Enrique IV de Francia de acuerdo con la torcida voluntad de los dos últimos reyes de la Casa de Valois, y que pese a su herejía, que ahora trataba de atenuar, se había ganado una gran popularidad entre las gentes por su innegable arrojo y hasta por sus mismas desgarradas aventuras, se alié con Isabel de Inglaterra y a poco de su exaltación acampó junto a la ciudad de Rouen para esperar a un cuerpo inglés enviado a Dieppe por su aliada hereje. Pero el menor de los Guisa, duque de Mayenne, enarboló la bandera de la Liga Católica y desde París, que favorecía su causa, salió a su encuentro y fue vencido. Enrique, que ya se hacía llamar rey de Francia, le venció nuevamente en la batalla de Ivry el 14 de marzo de 1590. En vista de ello di orden a Alejandro Farnesio para que socorriese con todas sus fuerzas a los Guisa en gravísimo peligro. Farnesio, que ya se había preparado, y ansiaba sacarse la espina de su escasa colaboración a mi empresa de Inglaterra, voló en socorro del duque aliado nuestro. El 22 de agosto ya estaba en Meaux; burló después fácilmente a Enrique de Borbón en una serie de marchas y contramarchas que le acercaban cada vez más a París, ciudad a la que socorrió cumplidamente hasta que entró por ella en triunfo. Era la primera vez que un ejército español entraba victorioso en la capital de Francia; yo no lo había logrado después de nuestra victoria en San Quintín.

Pero la coalición enemiga, alentada por el desastre de la Invencible, no cejaba. Mientras Farnesio socorría a los Guisa en su fantástica marcha sobre París, nuestra ciudad de Breda en Flandes se entregaba al general rebelde, Mauricio de Nassau, el 3 de marzo de 1590. Farnesio regresó de manera fulminante y logró contener el ímpetu de los holandeses pero recibió mi orden de penetrar de nuevo en Francia para socorrer a la plaza de Rouen, amenazada por Enrique de Borbón. Así lo hizo al comenzar el mes de marzo del 92, y tras una nueva serie de maniobras volvió a Flandes para asegurar su defensa. Sin embargo yo confiaba en la capacidad de resistencia de los católicos en Flandes, y fiel a mi objetivo principal ordené a Farnesio que entrase en Francia para una tercera campaña. Obedeció cuando terminaba el mes de octubre hasta que, agotado en mi servicio, murió en Arras el 2 de diciembre de 1592. Había sido sin duda el primer general de su tiempo, y su pérdida resultó, para nosotros, irreparable.

El agotamiento de Castilla y del Rey

Después del desastre de la Armada Invencible yo rebuscaba en mi conciencia las causas del que interpreté como seguro castigo de Dios; pero encontré, ante el Señor, mi compensación en mi entrega a la salvación de Francia. Veo ahora que en ese último retrato implacable que me hizo Pantoja de la Cruz en el 90, sin ocultar el fondo sombrío de mi vida, ni el sillón de inválido al que con más frecuencia cada vez me arrojaba la gota, se describe con realidad la terrible carga que soporto, de la que mis recuerdos no son la parte menor, pero aflora también la decisión de vivir hasta que Dios me llame consagrado al mismo ideal que, entre tantos errores, ha guiado siempre mi vida. De la propia Inglaterra me vienen, a veces, compensaciones, como este reconocimiento que pudo publicarse allí mismo: «El Rey de España es el monarca más poderoso de la Cristiandad, que tiene en sus manos las riendas de la guerra y posee tan grande poder que en sus dominios el sol ni se levanta ni se pone». Pero también es verdad que, en estos años finales de mi reinado, Castilla, agotada en hombres y recursos, ya no podía más. Los campesinos entregaban la mitad de sus ingresos en diezmos, alcabalas y otros tributos, como el de los millones que hube de reclamar en el 89 para sufragar los gastos terribles de la Armada perdida, y preparar la que hubiera de sustituirla. Sin embargo en el 91 declaré públicamente mis razones para persistir en mis empresas: por ir lo que va de la religión en ello, que se ha de anteponer a todo. Cada año los intereses de mi deuda pública absorbían la mitad de los ingresos de la Corona. Las pésimas cosechas desde 1590 mermaban esos ingresos y los recursos de mis súbditos. Ahora, cuando me veo así postrado, se abate una gran peste sobre Castilla que diezma su población. El impuesto nuevo de los millones no resultó suficiente y hace dos años hube de consentir en la tercera bancarrota de mi reinado, que resolví a duras penas con el ofrecimiento de nuevos juros. Cuando regresé de mi viaje pacificador al reino de Aragón en la Navidad del 92, aún me duraban las consecuencias del ataque de fiebre y de flujo y el pueblo de mi capital contemplaba en silencio mi paso por las calles, arrebujado en el coche, sin ánimo ni para saludarme. Pero no interrumpí por ello el ciclo de mis estancias en los Reales Sitios: El Escorial en verano, Aranjuez y sus jardines en mayo, la temporada de caza de otoño en El Pardo. Me, atenazaban cada vez más la gota y las fiebres recurrentes. Se me retrasaba el despacho de los asuntos, a cuyo detalle no he querido renunciar hasta esta postración final. Procuré atender a todos mis requerimientos con una renovación de las juntas, entre las que concedí mayor importancia e influjo a la Junta Grande. Me apoyé sobre todo, en el archiduque Alberto de Austria, que había desempeñado con acierto el virreinato de Portugal, pero desde que le envié a Flandes en el 95 asumió las principales funciones de gobierno mi hijo el príncipe Felipe, que a sus diecisiete años no parecía inclinado en exceso a su nueva responsabilidad, que prefería descargar sobre otros. Desde septiembre del año pasado mi hijo me va sustituyendo en la firma de casi todos los papeles. Aquí tengo un dictamen de mis médicos que ya en 1595 dicen que mi cuerpo está tan consumido y débil que es casi imposible que un ser humano en tal estado pueda vivir mucho tiempo. Durante mi viaje de verano al Escorial, en agosto del 96, una tormenta me sorprendió en Galapagar, donde instalaron mi pesada litera en una habitación baja que se inundó y a punto estuve de ahogarme, porque no pudieron sacarme de allí. Pese a todo aún encontré fuerzas para viajar a Toledo en junio y julio del 96, donde ordené la reconstrucción de la plaza de Zocodover, medio destruida por un incendio. Convencido de que todas las herejías que ha habido en Alemania, Francia y España las habían sembrado descendientes de judíos amenacé con destituir al gobernador de Milán si no procedía a la expulsión de las setenta y dos familias judías que allá quedaban, sobre cuyas actividades antiespañolas se había concluido un voluminoso expediente. Firmé mis últimos documentos el 5 de agosto de este año 98, antes de ponerme en camino para acá, como todos los años. Quise saldar de alguna forma mi cuenta con algunos fantasmas del pasado, y en 1592 fundé en la antigua «Casilla» de Antonio Pérez y la princesa de Éboli, que había sido merecidamente expropiada, el convento de descalzas agustinas que dediqué al nombre más evocador de toda mi vida: Santa Isabel, y allí fui a visitarlo, y a recordar, con los hijos que me quedaban. Supe, cada vez más lejos, que Isabel de Inglaterra pensaba ya en decapitar al último de sus favoritos, el conde de Essex, no sé si lo habrá realizado ya. Pero mi verdadera obsesión en estos últimos años fue, además de aconsejar a mi hijo el príncipe Felipe, rematar mi obra para la salvación de Francia, comprometida de nuevo por la muerte de Alejandro Farnesio en 1592.

Las instrucciones al príncipe Felipe

Al conocerse su desaparición empeoró la situación en Flandes, donde dos fidelísimos capitanes, el conde de Fuentes y el conde de Mansfeld, se hicieron cargo del ejército y del gobierno. Puse todas mis esperanzas en los. Estados Generales de Francia, convocados en el Louvre por el duque de Mayenne para 1593. Mi embajador, el duque de Feria, propuso allí la candidatura de mi hija queridísima, Isabel Clara, a la corona de Francia, pero los franceses, incluso casi todos los católicos, querían en el trono de san Luis a un príncipe francés. Entonces, en julio de ese mismo año, Enrique de Borbón, movido por las pretensiones de mi hija, que por su madre Isabel de Valois era nieta del gran Enrique II, tomó una decisión que había preparado ya con sus últimos gestos: abjuró de la herejía y abrazó solemnemente la religión católica de sus mayores. Como un símbolo, este suceso trascendental ocurrió el 25 de julio, día de Santiago, patrón de España, que desde tiempo inmemorial enlaza con su camino celeste los dos reinos hacia su tumba en Galicia. Yo me había ilusionado con ver a Isabel en el trono de Francia pero la conversión de Enrique aseguraba el cumplimiento del principal objetivo de mi vida. Cuando entró en París, aclamado por el pueblo que antes le había rechazado por hereje, acudió a rendir homenaje y ratificar su nueva fe en la catedral de Notre Dame. El honor de mis armas me obligó a continuar la guerra contra él pero desde ese momento, cumplida mi principal misión, yo deseaba la paz tanto como él y como nuestros dos pueblos. No tardaría esa paz: buscábamos bazas para ella.

El 20 de enero de 1594 llegaba a Flandes mi nuevo gobernador y capitán general, el archiduque Ernesto de Austria, sustituido por el conde de Fuentes cuando murió a los pocos meses. El veterano general, que ya había cumplido setenta años, presionó sobre la frontera de Francia, para cobrar ya bazas que nos asegurasen una paz honrosa, y tomó la ciudad de Cambrai, desde donde yo dirigí la campaña de San Quintín. Conseguido, en el fondo, mi principal designio en Francia, yo me preocupaba por entonces de que mi hijo el príncipe Felipe asimilase bien las instrucciones que le había dado personalmente, en presencia de mis consejeros y de los nobles, como el marqués de Denia, al que le veía más inclinado, y en quien seguramente descansaría cuando tomase la plenitud del gobierno que ya ensayaba a mi sombra. Aquí tengo esos papeles en que procuré verter «toda mi experiencia de tantos años de monarca dé tantos y tan crecidos Estados y dominios como os dejaré»:

«Si queréis ser buen príncipe —era mi primer consejo— habéis de ser primero buen cristiano, pues el único camino para bien reinar es el de la virtud. Como rey cristiano deberéis oír la misa todos los días, para pedir a Dios rendidamente que os ilumine aquel día para que acertéis en cuantos negocios pongáis mano, y que ya que ha puesto en vuestros hombros todo el peso del gobierno de un pueblo cristiano, ponga en vuestro entendimiento luz para que acertéis en todas las providencias y determinaciones que deis. Habréis asimismo frecuentar los sacramentos de la penitencia y la eucaristía, al menos una vez a la semana, pues he leído en San Jerónimo que quien frecuenta estos altísimos y santos sacramentos no puede ser muy malo. Debíais también, siempre que los negocios de Estado le den tiempo para ello, recogeros en la meditación dos horas cada día y hacer examen de conciencia todas las noches. Os insisto en que vuestro primer deber será defender la religión, aun a costa de perder el trono: muchas coronas de gloria hallaréis si la terrena que os dejare perdierais en esa demanda; porque si campeón esforzado os presentáis a la batalla por defender nuestra religión sagrada, aunque perdáis el reino os dará Dios la gloria que es lo fijo y lo único que debemos desear. Así corresponderéis a vuestro título de Rey Católico, para que todos vean y conozcan que no solamente lo tenéis por herencia sino por particular merecimiento».

Esta era la primera y principal de mis instrucciones para mi hijo, aunque más que de mis palabras insistentes me fiaba de mi continuado ejemplo para que la cumpliese.

Establecido este principio fundamental, donde se formulaba claramente la misión de mi vida, aleccioné a mi hijo sobre la esencia y los deberes de la realeza, según los tratadistas más eminentes de nuestro tiempo, que yo había meditado hasta hacer mía su doctrina. «El hombre bueno jamás temió al rey malo; la Monarquía no es de origen divino sino humano, y existe en los pueblos el derecho de acabar con el tirano. El carácter de los reyes y su corona la establecieron, la dieron y la dan los hombres. Hay que tener cuidado con los peligros que acarrean los vicios y desórdenes de un rey; por esto se han quitado ignominiosamente algunos reyes de sus tronos, sujetándolos a un encierro. Aún más fuerte fue la institución que puso en su república aquel tan celebrado Solón ateniense, pues formó una ley muy excelente y provechosa, en la cual se ordenaba y preveía que al rey bebedor se le quitase luego la vida, pues era más justo y más conveniente que antes pereciese un hombre en la república que no que por su mal ejemplo se ensuciase y corrompiese toda, perdiendo para muchos siglos una buena fama y reputación».

Dije a mi hijo que seleccionase a sus ministros como lo había hecho su abuelo el Emperador; y con más tino que su padre, el cual junto a excelentes servidores llamó junto a sí a algún inepto, y algún traidor vil. «Si tú, cuando seas rey, te apartares, Dios no lo permita, de los consejos de tus ministros buenos, despreciándoles y guiándote sólo por tus deliberanzas, sin preguntar para saber y sin saber por otros más que por ti mismo, más que rey querrás parecer un cierto Dios entre los hombres, o a lo menos (que me parece más razonable) serás tenido por un rey muy temerario y nada digno de la Corona, como en cierto modo enemigo declarado del bien público de tus vasallos, pues si las cosas más grandes que se consultan y tratan entre muchos y muy prudentes varones y con despacio y mucha madurez, se yerran y se equivocan, ¿qué podría esperarse de un rey, que al fin es un hombre sujeto a pasiones, a yerros y a equivocaciones, que para nada tome consejo, para nada pregunte, y para todo desprecie acertados y maduros pareceres, y sólo quiera prevalezca y se siga en todo y por todo el suyo, sea tuerto o derecho?»

Ante las tendencias de dominio excesivo que creí notar en el príncipe Felipe, aunque las paliaba con su indolencia en el despacho de los negocios, que prefería encargar a otros antes de tomar sobre sí la principal responsabilidad, hube de advertirle al definir desnudamente la función de la Corona:

«El rey es el primer servidor del reino. El ser rey, si se ha de ser como se debe, no es otra cosa que una esclavitud precisa, que le trae consigo la Corona. Por tanto debe buscar la perfección en todo, y principalmente en la justicia, de tal manera que el malo te experimente terrible y el bueno, generoso. No puede el rey pasar por alto los delitos, porque todo es uno, hacer el delito o permitir o no remediar, pudiendo, el que se haga».

Para ello deberá elegir bien a sus colaboradores, y además tenerles en vigilancia y razón, no se desmanden. «A tal efecto, tendrás gran cuidado en elegir a tus ministros y gobernadores, sin dejarles por ello en absoluta libertad e impunes si se descarriaban, por lo que siempre habrán de sentirse vigilados por la autoridad real. Ordenarás a los de tu consejo y presidente formen carta a tu nombre a todas las ciudades, plazas, villas y lugares de tus reinos, advirtiendo a todos tus vasallos se quejen libre y ciertamente y reciban de sus respectivos jueces, para tomar contra ellos la providencia rígida que pidan sus excesos, y que esto lo hagan por medio de sus escritos justificativos dirigiéndoles al presidente del mismo consejo, el cual deberá hacer presentes todas las quejas que tú le consultes con tu consejo secreto y se determine lo que convenga; bien que toda han de saber muy bien te precias mucho de recto y justiciero, y que aun los mismos consejeros no estarán tan libres de tu descontentamiento si algo dicen y determinan injustamente; y en haciendo algunos fuertes ejemplares estás cierto que serás respetado mucho y la justicia estará autorizada como se debe». Dejé para uso del príncipe unas notas reservadas acerca de mi juicio sobre mis consejeros, entre los que elogié, como mejores, al cardenal Espinosa y al presidente Pazos.

En un mundo en que reinaba la arbitrariedad, que por desgracia yo había usado alguna vez aunque nunca consciente sino engañado por falsos consejos, me interesaba inculcar a mi heredero una idea muy elevada de la justicia, sin acepción de personas:

«Como rey deberás siempre recibir a tus vasallos, para que libremente te expongan sus quejas, tanto para hacer justicia a sus demandas como para informarse de sus bocas de algunas cosas que no suelen llegar por vía y conductos regulares a los oídos del rey. La recta justicia pide que todo súbdito sea oído, ya agraviado, ya acusado, ya rico, ya pobre. Cuidarás mucho de que no se quite a nadie la facultad que señalan las leyes de poderse defender, ni dejarás que en todos tus tribunales y chancillerías se oiga con tanta atención y cuidado al muy pobre como al muy rico, dándote por muy mal servido de los que en contrario de esto obraren».

Aunque por naturaleza y experiencia me inclinaba a la severidad, pedí a mi hijo que no se olvidase de la clemencia, incluso en las ofensas de carácter personal. Y recomendé a mi hijo que en todo caso evitara la crueldad:

«Y porque se halla un cierto linaje y manera de hombres tan fiero y tan inhumano que de ningún castigo y pena que impongan a los delincuentes se satisfacen, si no va envuelto en sangre, los cuales, desnudos de toda humanidad y blandura, en los delitos y cosas livianas inventan y buscan nuevos géneros y maneras de castigos, y a puras fuerzas del tormento hacen confesar al triste que cogen entre las manos, lo suyo y lo ajeno, lo hecho y por hacer, teniendo por gran gloria y honra la miseria y desventura que a muchos infelices causaron, te advierto mucho que a semejante linaje de jueces los apartes y arrojes de semejantes cargos, pues su inhumanidad y crueldad es más propia para vivir entre fieras que para servir a un rey y gobernar unos vasallos católicos».

Durante mi vida hube de enfrentarme más de una vez con la responsabilidad de enviar hombres y mujeres a la muerte. Pero como lo hice por exigencia implacable de la justicia, pude recomendar a mi hijo en favor de la vida estas cosas:

«Hete, hijo, traído estas cosas a tu consideración para que jamás llegues a confirmar la condenación a muerte de cualquier hombre sino de mala gana y contra tu voluntad, y forzada por el miramiento de la justicia y buena disposición de las leyes».

Fijada como principal instrucción la defensa de la fe aun a costa de la Corona, instruí también a mi hijo para que en las guerras y alianzas buscase no sólo la justicia de su propia causa, sino la justicia de los demás, para que no le comprometieran los errores ajenos. Y aunque mi secretario Juan de Idiáquez me ayudó en la preparación de estas instrucciones, quise yo repasarlas y luego volverlas a escribir todas por mi mano, y así las firmé y entregué al príncipe cuando se hizo cargo de mi despacho, el 30 de julio de 1595.

La muerte del Rey

En la campaña del año siguiente y después de un nuevo saqueo de Cádiz por una flota inglesa, ordené que se armasen varias expediciones de castigo contra Inglaterra para ayudar a los católicos de Irlanda, y reuní nueva información para los preparativos de otra gran Armada, después de varias victorias parciales importantes que aseguraron la feliz llegada de las flotas de Indias y la defensa de las Azores y otras dependencias de mis dos coronas. Pero ese año se formó contra mí, como terrible amenaza, la coalición de Inglaterra, Francia y Holanda que pretendía arrebatarme la hegemonía continental en Europa y el dominio del océano. Entonces concerté el matrimonio de aquella que más amé entre los ocho hijos que tuve, Isabel Clara, con el archiduque Alberto de Austria, a quien encomendé el gobierno y luego la soberanía de los Países Bajos —la dote espléndida y envenenada de mi hija— con la cláusula de que, si muriesen sin sucesión, esa soberanía tendría que revertir a la Corona de España. Tuve noticia de que esta decisión sentó bien entre mis súbditos católicos de aquellos estados, que así se podrían preservar para la religión y para la alianza española frente a Inglaterra. Cuando se estaba terminando de preparar en Flandes una ofensiva contra el rey Enrique IV de Francia, el gobernador de la plaza de Doullens, Hernán Portocarrero, consiguió, cual nuevo Ulises, introducirse con engaño en la plaza enemiga de Amiens, cuyas puertas abrió luego a mis tropas, que se apoderaron de la ciudad y cobraron en sus repletos almacenes un botín enorme. El rey de Francia, herido en lo más vivo de su orgullo, recuperó poco después la plaza, y Portocarrero, sin recibir auxilio de Flandes, murió en su defensa. Pero la toma de Calais por el archiduque Alberto, y el fracaso de otra flota inglesa ante las Azores, además de producir el descrédito definitivo del traidor Antonio Pérez que había aconsejado la aventura, desmoralizó a los aliados del norte, que comprobaron una vez más mi capacidad de resistencia y la tenacidad de España en la defensa de la causa de Dios. En esta misma primavera pasada de 1598, cuando ya las fuerzas me iban abandonando día tras día, el rey de Francia, la reina de Inglaterra y yo sentimos el clamor de paz y prosperidad y reconstrucción que brotaba de todos nuestros pueblos, y, aunque Inglaterra se reservó continuar las hostilidades, que sin embargo amortiguó de nuevo bajo los límites de sus habituales piraterías, el rey Enrique de Francia, que ya había demostrado la constancia de su fidelidad a la Iglesia, quiso firmar conmigo la paz, que nuestros plenipotenciarios sellaron en Vervins el pasado día 2 de mayo. Esta promesa de paz, que hasta hoy dura, parece la bendición de Dios sobre la última gran empresa de mi vida, quizá la más importante de todas para el futuro de la Cristiandad: la definitiva salvación de Francia para nuestra santa fe. Insisto tanto en ello porque ha sido mi última empresa, mi última victoria. Sin mi presión constante jamás hubiera cambiado Enrique IV por una misa, como dijo, la ciudad de París.

Con esto, querido maestro Terrones, he terminado para el Señor y para vos y para el príncipe Felipe, a quien entregaréis copia de vuestras notas cuando os parezca mejor, este recuerdo de lo que ha sido mi vida. Acercadme, para tenerlas al lado cuando acabe de venir mi hora, las disciplinas que usó hasta su última enfermedad mi padre el Emperador, en las que las huellas de su sangre se mezclan con la mía; y el Cristo que primero mi madre, y luego mi padre tuvieron entre las manos mientras morían en la paz del Señor, y que luego entregaréis a mi hijo. Dadle también esas instrucciones de san Luis de Francia para el hijo suyo que se llamaría también, como el mío, Felipe Tercero, que las he venido traduciendo lentamente durante estas semanas finales. Acercaréis a mi lecho el ataúd que tengo preparado tras esas cortinas, y cuando parezca que dormito me aplicaréis, después de la unción, las sagradas reliquias que me han acompañado toda la vida. Repasadme despacio la minuta de mi funeral, pero no vuestra oración fúnebre, donde escatimaréis el elogio para insistir, sobre todo, en la esperanza que me anima. No olvidéis instruir al prior «por qué puerta me he de meter y por cuál sacar, que no voy a morir sino a la fiesta que, purgadas con tanto dolor y sufrimiento mis culpas siento que Dios me depara. He pedido al Señor morir en plena conciencia y sé que me lo va a conceder».

[Hay una nota manuscrita sobre el blanco de la última página que dice:]

Yo, maestro Francisco Terrones, predicador de su majestad, terminé con estas palabras la transcripción de su relato que me hizo, por términos variables, durante las horas que vivió despierto en medio de su letargo, desde el 1 al 12 del mes de septiembre de este año 1598. Cuando rezaba a su lado en la madrugada del día 13 de septiembre, sentimos los dos que el Señor le concedía su último deseo, y le despertaba para llevárselo en plena lucidez. Sonrió por ello con sonrisa que no era de este mundo. Afirmó sus manos en el crucifijo de sus padres, y escuchó unos instantes el primer cántico de la misa que se celebraba junto a su cámara, en el altar mayor del monasterio. No cerró los ojos. Musitó sólo, mirándome suavemente como brindándome su último secreto, estas palabras:

«Mis barcos, Isabel, Isabel, Isabel, Isabel Clara».

Después se fue acabando poco a poco, de suerte que con un pequeño movimiento dando dos o tres boqueadas salid aquella santa alma. Dos horas después los concejales del municipio creado por su majestad, se reunieron en sesión urgente y acordaron concederse seis ducados por persona para encargar en honor del Rey un traje digno.