LA TRAICIÓN FINAL DE PÉREZ Y LA REVUELTA DE ARAGÓN

Había dejado el relato de la vida y traiciones de mi secretario Antonio Pérez y su amante y cómplice, Ana de Mendoza, en aquella noche del 28 de julio del 79 cuando ordené su detención al comprobar que sus intrigas comprometían ya mis preparativos para la empresa de Portugal, que pude iniciar y terminar felizmente por tenerles recluidos e incomunicados. El escándalo que desde la Corte se extendió a toda España desde la mañana siguiente, cuando se supo la noticia, fue enorme y no desfavorable para mí; que nada goza tanto el pueblo español como la ruina de los poderosos. Sin embargo, aunque no tuve ya más tratos con la princesa, ni vi desde entonces jamás a Pérez, no quise destituirle de momento, sino sólo suspenderle, y admití recibir algunos comunicados y consejos suyos, porque temía que revelase alguna vez los papeles secretos que había conseguido esconder nunca supimos dónde, pese a tantos registros como ordenamos en sus casas y las de sus deudos. Bajo la presidencia de mi nuevo ministro, el cardenal Granvela, el nuevo poder de la Corte estaba formado con él por el secretario Vázquez, vencedor de Pérez; mi confesor Chaves, los condes de Barajas y de Chinchón y el noble portugués don Cristóbal de Moura. Pérez estaba tan seguro de su privanza que atribuyó su caída no a mi decisión sino a intrigas de otros y por eso se permitió seguir enviándome consejos; yo prefería mantenerle en su error hasta hacerme con sus papeles. Le dejé además cierta libertad de movimientos, sin prescindir de la vigilancia; y nombré juez para procesarle a Rodrigo Vázquez de Arce, conocido por su severidad. En el 81 tanto Pérez como Ana me enviaron cartas de felicitación por mi gran victoria y corona de Portugal. Eran tiempos para la generosidad y ordené que se trasladara a la princesa primero desde la torre de Pinto a una residencia más confortable en Santorcaz; y como allí llegó a las puertas de la muerte, ordené su retorno en el 81 a su palacio de Pastrana, donde más de una vez la visitaba Antonio Pérez para yacer con ella. Entonces, para hacerse con fondos, Pérez vendió a la princesa su palacio madrileño de «La Casilla», que ella no pudo disfrutar jamás porque nunca la levanté su riguroso destierro en Pastrana. Por un emisario seguro le exigí que para recobrar mi gracia pidiera ella misma la revisión del proceso por la muerte de Escobedo y renunciara por siempre jamás a entrevistarse con Antonio Pérez. Su amor y obstinación fueron más fuertes que mis deseos de paz con ella, y por ello hube de ordenar desde Portugal su muerte civil y su encierro entre rejas dentro de su propio palacio, desde donde sólo podía comunicar a través de un torno con el exterior. Su hija Ana, que luego se hizo monja, y una cuñada escogieron acompañarla mientras viviera.

En la primavera del 83 regresé de Portugal para preparar la empresa de Inglaterra y di la orden de incoar contra mi infiel secretario el proceso de visita, en el que trató de defenderse con papeles y testimonios que me podrían comprometer. En junio del 84 el criado suyo que organizó la ejecución de Escobedo, Antonio Enríquez se llamaba, me escribió desde Barcelona, sobornado por la familia del muerto, ofreciendo revelarme cuanto sabía a cambio de un salvoconducto. Salí entonces de viaje a las Cortes de Monzón, cuando empezaba el año 85, porque me preocupaba la agitación de aquel reino de Aragón, en el que pasé más de un año después de asistir a las bodas de mi hija Catalina Micaela con el duque de Saboya. Allí me enteré de que el último día de enero, cuando el juez comunicaba a Antonio Pérez la sentencia condenatoria por el proceso de visita, el condenado saltó por una ventana de su casa y huyó a la vecina iglesia de San Justo, de donde le sacaron tras encontrarle en un desván, sucio de telarañas. Fue encerrado en el castillo de Turégano de donde le mandé devolver a Madrid y luego en Torrejón de Velasco, por ver si podía hacerme con sus papeles. Le traje de nuevo a Madrid en marzo del 88, entregándole a la custodia de Pedro Zapata en su casa de Puerta Cerrada, donde me dicen se alegró por el desastre de la Invencible que proclamaba —en su soberbia— como castigo de Dios por mi injusticia para con él. En vista de ello le recluí en la torre de Pinto, donde había estado Ana, y ordené de nuevo su traslado a Madrid, a las casas de Cisneros, cuando en el verano del 89 insinuó que me entregaría los papeles. Entonces me pasó Mateo Vázquez un billete donde me decía que un poeta salvado de la Invencible, y llamado Lope de Vega, se interesaba y tomaba muchas notas sobre las aventuras y desventuras de Pérez, no sé lo que pretenderá con ello; parece que ensaya algunas comedias… Yo tengo prohibido que aparezcan figuras de reyes en el teatro.

En diciembre de ese mismo año 89 dije al juez Rodrigo Vázquez que prosiguiese sin vacilar el proceso contra Antonio Pérez; sin amilanarse ante las acusaciones que el infiel insinuaba contra mí, ya que yo tenía tranquila la conciencia de no haber sido en tan triste caso culpable sino engañado por el propio Pérez, quien ante mi actitud se negó a confesar cuanto sabía, lo que ya probaba su doblez. El 4 de enero de 1590 le ordené formalmente y por escrito que declarase todo; y se negó a obedecerme. Entonces no me opuse a que según las leyes se le diera tormento, lo que ocurrió el 23 de febrero con la dureza que tal procedimiento comporta; pero aun en medio de sus gritos y descoyuntamientos centró toda su acusación sobre mí, sin confesar en ningún momento sus engaños contra mí en el asunto de mi hermano. Contra lo que ha dicho después en sus maledicencias, el tormento no fue tan terrible, porque a las pocas semanas, el 19 de abril de 1590, consiguió huir de noche desde su prisión, ayudado por su mujer doña Juana, y camino de Aragón de donde decía proceder y tenía muchos partidarios. Tuvimos noticia de que al salir de Castilla fue bien acogido en Santa María de Huerta.

La huida de Antonio Pérez provocó un verdadero pánico en la Corte, por temor a mis represalias contra la lenidad de la justicia y la incompetencia de sus guardianes. Redacté personalmente las instrucciones para prender a los alguaciles que le habían dejado escapar y para montar una red hasta la frontera de Francia por si trataba de evadirse del reino. Me llegaron fundadas sospechas de que el proscrito, en su huida, se había atrevido a desviarse por Pastrana para irrumpir en la prisión de Ana de Mendoza y despedirse de ella, por lo que ordené la reclusión total de la princesa, casi emparedándola a cal y canto, con doble llave para la única entrada en sus aposentos, porque lo que sí es seguro es la complicidad de ella en la preparación de la fuga de Pérez. El cual fue recibido en Aragón con universal simpatía, cuando las autoridades se sintieron en la obligación de ingresarlo, con toda suerte de consideraciones, en la cárcel de los manifestados, que hay en la ciudad de Zaragoza, bajo la protección del justicia de aquel reino. El 1 de julio se publicaba en Madrid, firmada por el juez Rodrigo Vázquez, la sentencia de muerte contra Antonio Pérez por rebeldía y traición; «le condenaban a la horca, y a que primero fuera arrastrado por las calles públicas en la forma acostumbrada. Y después de muerto le sea cortada la cabeza con un cuchillo de hierro y acero y sea puesta en lugar público». En Aragón nadie pensó en ejecutar tan justa sentencia; más aún en su atenuada cárcel empezó Pérez a divulgar mediante treinta copias, un escrito en que me acusaba de instigador de la muerte de Escobedo, con estas palabras que efectivamente yo había pronunciado y escrito: «Conviene abreviar lo del “Verdinegro”». Claro que no explicó cómo yo había sido arrastrado a tan infausta decisión.

Harto por tanto cinismo, y por un elemental sentido de la dignidad real que Pérez desafiaba tan abiertamente en Zaragoza, el 18 de agosto de ese mismo año 1590 declaré a mi consejo, con la orden de que lo hiciera público, que mi infiel secretario era «el hombre que más graves delitos había cometido contra Rey alguno», y que por ello yo dejaba las manos enteramente libres a la justicia y me apartaba personalmente como parte del proceso. Al cardenal Quiroga y otros dignatarios que seguían empeñados en gestionar mi clemencia con Pérez, les dije, con las pruebas en la mano: «Pues tomad estos papeles y veréis cómo os engaña este hombre, y mi razón hallaréis en ellos». Debo reconocer que Quiroga quedó enteramente convencido, y desde entonces participó en el proceso con toda la fuerza que le daba su cargo de inquisidor general. Entonces, por consejo de mi confesor Chaves, procuré que la Inquisición, en efecto, tomase cartas en el asunto y persiguiera a Pérez por sospecha de herejía y por acusaciones, bien fundadas, de sodomía con sus criados flamencos. Esto nos permitió exigir en Zaragoza que se le trasladase a la cárcel de la Inquisición, mucho más dura y segura, pero cuando se efectuaba el traslado se produjo un motín popular bien preparado por los partidarios del traidor. Los familiares de la Inquisición hubieron de devolver al preso, que regresó en triunfo a la cárcel de manifestados, pero en medio del tumulto fue arrastrado y muerto por las turbas mi representante en Zaragoza, el marqués de Almenara. La presencia maldita del renegado había soliviantado contra mí aquella ciudad fidelísima y aquel reino, al que excitaba como si yo pretendiera abolir sus fueros y privilegios.

Todo parecía aquietado cuando el 9 de septiembre del 91 Antonio Pérez, que ya tenía acreditada experiencia en fugas, trató de escapar de la cárcel; al intentar mi gobernador de nuevo su traslado a lugar seguro se produjo un nuevo motín que obedecía a un extraño grito urdido por el propio Pérez: «Fueros y libertad, viva la libertad», que jamás se había escuchado antes en mis reinos de España, ni siquiera durante la rebelión de los comuneros y los agermanados contra mi padre. Amparado en el escándalo, Antonio Pérez huyó aquella misma tarde de la cárcel, pero perseguido por el Santo Oficio, que había tomado por indicación mía todos los caminos, tuvo que volver a Zaragoza llamado por un fanático de los fueros, don Martín de Lanuza, que se atrevió a ocultarle en su casa. Tras este nuevo motín las autoridades de Aragón hicieron dejación de su deber; el virrey, que era el obispo de Teruel; el inquisidor, Molina de Medrano; y otros, por lo que asumió toda la autoridad Diego de Heredia, que trataba de contemporizar entre mi autoridad y los rebeldes. Por todo ello juzgué necesario terminar con aquella anarquía y el 15 de octubre anuncié la marcha sobre Aragón de un ejército castellano bajo las órdenes del maestre Alonso de Vargas: Hice mi anuncio a las ciudades y las universidades del reino de Aragón, y a la diputación de aquel reino, explicando las poderosas razones que me asistían. Supe en efecto que se organizaba por los rebeldes la resistencia armada en Zaragoza, y que enviaban emisarios a Cataluña y Valencia para sublevarlas contra mí, sin excluir a los moriscos de aquel reino. Envié entonces al marqués de Lombay para que mediase en mi nombre con los rebeldes antes de la llegada del ejército.

Alonso de Vargas, jefe de aquel ejército, acampó para adiestrarlo, porque disponía de pocos veteranos, junto al monasterio de Veruela, para dar tiempo, además, a que los rebeldes entrasen en razón. Era un jefe capaz, que había ascendido al mando supremo desde soldado raso, y tan afamado por su inteligencia y capacidad de información que cundió sobre él el dicho Averígüelo Vargas. Los campesinos de Aragón y casi toda la nobleza abandonaron, en efecto, a los más exaltados fueristas, guiados por el duque de Villahermosa y el conde de Aranda, que también trataron de abrazar mi causa cuando se vieron perdidos y ya era demasiado tarde. Quedaron entonces por jefes de la rebelión Diego de Heredia y el justicia Lanuza. En vista de ello, enviada ya mi carta justificativa, Vargas ordenó a su pequeño ejército, cuya fuerza mayor era un grupo de ochocientos veteranos de la Invencible, que enmarcaban a una multitud de bisoños, que saliera de Veruela el 8 de noviembre del 91. Dividido en dos destacamentos se aproximaron a Zaragoza sin encontrar resistencia. Lanuza trató de hacerles frente en Utebo el 9 de noviembre con una hueste heterogénea ante la que enarbolaba el pendón de san Jorge con gritos de libertad. Pero cuando Vargas dispuso sus filas, los rebeldes huyeron sin atreverse a combatir. El 12 de noviembre Vargas entraba con su tropa en Zaragoza y terminaba con la rebelión.

Dos días antes, y por la noche como solía, Antonio Pérez había huido de Zaragoza camino de Salient, y logró cruzar la frontera en la noche del 23 al 24. El día antes de la entrada de Vargas, Villahermosa y Aranda, con el justicia, organizaron en Apila una manifestación a favor de la resistencia pero luego regresaron a la capital de Aragón, donde fueron habidos por mis tropas cuando entraron al día siguiente. Ordené una dura represión; el 20 de noviembre fue decapitado el justicia pero con todo respeto a su jerarquía; los capitanes del ejército real llevaron a hombros su féretro. Ordené que se encerrara a Villahermosa en Burgos y a Aranda en Medina del Campo, de donde fueron trasladados el primero a Coca, el segundo a Miranda de Ebro, donde murieron al año siguiente, dijeron que por veneno.

Entretanto Antonio Pérez, con sus papeles milagrosamente preservados, estaba seguro en Francia, a sus cincuenta y dos años, dispuesto a envenenar lo que me quedara de vida, y a fuer que lo consiguió. Se refugió en la ciudad de Pau, corte de la hereje Catalina de Béarn, hermana de Enrique, pretendiente de Francia, que se hallaba, como luego contaré, en guerra con la Liga Católica y conmigo. Pérez la sedujo y la azuzó contra mí para que organizase la invasión de Aragón con una fuerza francesa a la que ayudarían, según él, los rebeldes recién vencidos y hasta los moriscos. «Solía comentar Antonio Pérez que iría a Madrid y tomaría al Rey por los cabezones». Enrique de Borbón, acosado por Farnesio en el norte de Francia, dio su aprobación a los proyectos de Pérez, a quien apoyaba Martín de Lanuza, tío del justicia decapitado. Pero una joven navarra, dama de la regente, Agueda de Arbizu, informó a nuestro virrey de Navarra y por su medio a mí de los proyectos de invasión, que se produjo, en efecto, por la garganta de Biescas el 5 de febrero de 1592. Los aragoneses reaccionaron unánimemente en mi favor tanto en Jaca como en Huesca y nuestras milicias infligieron al ejército hugonote una tremenda derrota en los altos de Panticosa. Los jefes rebeldes quedaron presos y fueron ejecutados; Antonio Pérez, desacreditadísimo por su mala información y peor consejo, fue encerrado en la torre de Pau. Allí le llegó la noticia de que su amante, Ana de Mendoza, había muerto en su encierro de Pastrana el 12 de febrero anterior. No le dedicó, en sus cartas y demás escritos, el menor recuerdo. Nadie en España se inmutó tampoco por esta muerte; Ana no era más que una leyenda antigua. No para mí, que lloré durante varias horas mi amor perdido, y su desventura. Nuestro hijo, el duque de Pastrana, se portaba por entonces heroicamente al frente de la caballería de Alejandro Farnesio, y celebró en Bruselas un gran funeral a la memoria de su madre, de lo que me alegré. Fuera de su ducado de Pastrana no hubo más recuerdo a su agitada vida.

Fracasada la ridícula invasión protestante del Pirineo, juzgué necesario retornar al reino de Aragón para restablecer personalmente mi autoridad y la concordia. Liquidé en efecto en diciembre de 1592, durante las Cortes celebradas en Tarazona, la larga agitación que había conmovido a aquel reino. De camino recorrí varias ciudades de Castilla, por Segovia, Medina del Campo, Valladolid, Palencia, Burgos, Logroño, Pamplona y Tudela. En todas ellas pude advertir la decadencia que sufrían desde la interrupción del comercio por los mares del norte. En Aragón promulgué el 3 de diciembre un, edicto general de gracia y en las Cortes reduje el ámbito de los fueros, pero no se me ocurrió suprimirlos. Eso sí: a petición de las propias Cortes prohibí bajo severas penas el absurdo grito de Viva la libertad, que nadie supo, además, explicarme.

Poco después supe que Antonio Pérez había conseguido viajar a Inglaterra con permiso de mi enemiga la reina Isabel. Allí en las casas de Eton convivió con otro desterrado, el prior de Grato don Antonio, pero no le pudo azuzar eficazmente contra mí porque el antiguo pretendiente de Portugal murió en París poco más tarde. De camino para Inglaterra Pérez había encontrado en Tours a Enrique de Francia. Cuando los monjes del Escorial supieron los movimientos de Pérez en Londres le llamaron en un sermón y en mi presencia el basilisco, de lo que no poco me reí. Isabel de Inglaterra, que andaba ya por los sesenta, ordenó al conde de Essex, su nuevo favorito de veintiséis años, que alojase a Pérez con el boato que por lo visto merecía su traición, y que respetase su religión católica. Pero supe por mis informadores secretos en aquel reino que Isabel no se interesaba por los servicios de Pérez, sino que le preguntaba reiteradamente por detalles íntimos de mi vida, con gran sorpresa del traidor. Los informes contra España se los dejaba la reina a los secretarios. Parecía gozar Isabel con esas confidencias, y se sorprendió al saber que yo había renunciado al amor de toda mujer cuando murió mi última esposa. En Francia había publicado el traidor las Relaciones de Rafael Peregrino que ahora se vertieron al inglés y se publicaron a cargo del conde de Essex, y por mandato de Isabel. Con ellas y la Apología de Guillermo de Orange ya tengo bien servida la literatura de calumnias contra mi persona, que no me preocupa, y contra mi misión, que Dios conoce. Por eso estoy completamente seguro de que en los próximos tiempos y siglos no habrán de faltar quienes me reconozcan y defiendan.

Supe que en la primavera del 95 Enrique de Francia, convertido dos años antes a nuestra fe, reclamaba los servicios de Antonio Pérez. Volvió y propuso al rey de Francia una campaña naval contra nuestras Indias, pero no cuajó. Cuando en abril del 96 nuestro ejército de Flandes a las órdenes del archiduque Alberto tomó la ciudad de Calais, Antonio Pérez trató de negociar una alianza de Francia y de Inglaterra contra España. La expedición que ese verano lanzaron contra las costas de Cádiz Howard, Essex y Raleigh fue impulsada desde Francia por los consejos y los informes del traidor, al que tratamos de eliminar con varios atentados en Londres y en París, desde que nos falló el de Pau. Pero su recelo diabólico le ha librado hasta ahora de la venganza de España.

Pese a la protección que le dispensan mis enemigos, Antonio Pérez, que se alegrará con mi muerte, aunque según mis informes se ve cada vez en mayores dificultades para sobrevivir, y recibe en todas partes la repulsa profunda que merece su traición a su rey y a su patria, quedará ante mis reinos y ante la historia de Europa como el prototipo del traidor venal, y del cortesano corrompido. Como aún, que yo sepa, no ha abjurado de su fe, esa conciencia será en los años que le resten su mayor castigo.