LA EMPRESA DE INGLATERRA

Mis proyectos sobre Inglaterra databan de antiguo. Después de haber tenido en mis manos aquella Corona, y haber empezado a realizar el designio de mi padre sobre el imperio del Atlántico, jamás me resigné al fracaso de esa misión histórica, que deseé cumplir por varios medios. En julio de 1570 mi Consejo de Estado acordó por unanimidad que la Corona de España tenía una misión divina sobre Inglaterra, que no era simplemente de orden y ambición humana, sino mucho más elevada: devolver aquel reino, perdido por sus reyes, al seno de la verdadera religión. Movido por ese dictamen decidí ayudar a la conspiración del florentino Roberto Ridolfi para derribar a Isabel del trono e instalar en él a María Estuardo, con el apoyo de los Tercios del duque de Alba. Pero unas semanas antes de nuestra victoria de Lepanto la reina Isabel descubrió la conspiración y también mi participación en ella, cuando sometió a tormento a los conjurados. Yo lo negué siempre; pero ella jamás me creyó. Por dos veces, en esa década y en la siguiente, yo creí escuchar una voz interior que me animaba a recuperar para la fe el reino de Inglaterra. Cuanto hice fue para cumplir ese destino, no por animosidad contra ese reino, que un día fue mío, y del que guardaba los más profundos recuerdos.

Cuando dimos remate a la empresa de Portugal, y comprobamos que la reina Isabel nos hostigaba continuamente, aun sin declaración de guerra, en las Azores, de donde hubimos de arrojar a sus barcos que apoyaban al prior de Crato; en Flandes, de donde también echamos al conde de Leicester que pretendía apoyar a los herejes de Holanda, y en las Indias, donde los piratas de Isabel se habían convertido en la pesadilla de nuestros puertos y nuestras flotas, comprendimos que para la tranquilidad y prosperidad de España, sus dominios de Europa y la expansión de las Indias era preciso abatir el orgullo y el creciente poderío de Inglaterra. El más respetado y ecuánime de mis consejeros militares, don Álvaro de Bazán, me propuso formalmente la empresa de Inglaterra en 1583, tras su victoria sobre una escuadra inglesa en las Azores. El marqués de Santa Cruz, a quien encargué los primeros proyectos, pretendía invadir el sur de Inglaterra con una escuadra que partiera directamente de la península, sin recalar en Flandes, porque conocía perfectamente las dificultades de aquella escala. Para la primavera del 85 teníamos ya firme nuestra decisión de invadir Inglaterra, y el Papa Sixto V, que al principio se había mostrado de pleno acuerdo, al llegar la hora de la verdad remoloneó y nos dejó solos ante esa misión divina. Ya en el mes de enero del 86 pedí al marqués de Santa Cruz, a quien designé jefe de la expedición, un plan detallado que él me entregó con esa competencia y puntualidad que nunca le fallaron. En ese plan se distinguían perfectamente dos aspectos militares; las fuerzas de desembarco, que habrían de ser muy selectas, pero no excesivas, por lo reducido del ejército inglés, cuya fuerza principal no dependía de la Corona sino de las milicias populares y concejiles; y la estrategia naval, que exigía barcos muy diferentes a los de Lepanto, por las dificultades del mar del Norte y la capacidad maniobrera y artillera de los ingleses, que conocíamos bien después de la campaña de las Azores. Desde octubre del 85 creé la Junta de Noche para articular el plan militar de la empresa de Inglaterra; la formaban mi fiel Juan de Zúñiga, tan adicto como había sido su padre; el portugués que me había dado aquel reino, Cristóbal de Moura, encargado de que sus compatriotas consideraran suya a esa empresa que debería prepararse en Lisboa; y el conde de Chinchón, con Mateo Vázquez como secretario y encargado del enlace con el marqués de Santa Cruz.

A media noche del 23 de febrero de 1587 recibí un escrito urgente de mi embajador en París, don Bernardino de Mendoza, en que me comunicaba la decapitación de María Estuardo por orden de la reina Isabel de Inglaterra. El papel quedó sin abrir hasta la mañana siguiente, por exceso de trabajo mío, y por ello mi dolor e indignación cuando Mateo Vázquez me lo leyó a la mañana siguiente no tuvieron igual. Aquella reina mártir habla sido asesinada por la reina hereje en el castillo de Fotheringday, en plena sazón de sus cuarenta y cuatro años, y al llegar hasta el patíbulo envuelta en su manto negro, mientras lloraba hasta el último de los soldados que custodiaban su muerte, lo dejó caer para ofrecerse al verdugo en un espléndido vestido rojo de Corte. Por si no bastara ese desafío, el pirata inglés Drake se presentó por sorpresa en nuestros arsenales de Cádiz a las pocas semanas y los destruyó, lo que no alteró lo más mínimo mis planes, corroborados ahora por mi deber de vengar a la reina de Escocia. La Junta de Noche había destinado una cifra enorme, siete millones de ducados, para la empresa de Inglaterra y don Álvaro de Bazán supervisaba los preparativos en el estuario del Tajo.

Pero a fines de aquel invierno, cuando más falta nos hacía, murió don Álvaro de Bazán, artífice principal de la victoria de Lepanto y el mejor marino del mundo, seguramente abrumado por la responsabilidad de una empresa en la que advertía demasiados fallos. Se mostraba en desacuerdo con el cambio que yo había introducido en su proyecto inicial; cuando le exigí que además de los soldados que se embarcasen en la armada, recalaran los barcos en los puertos de Flandes para recoger a diecisiete mil hombres de aquellos Tercios, con los que podríamos fácilmente desembarcar en las costas de Kent, ocupar rápidamente la ciudad de Londres y provocar, con la cooperación de nuestros agentes, una sublevación de los católicos contra la reina Isabel, a la que se sumarían muchos compatriotas indignados por el asesinato de María Estuardo. Había escrito a Santa Cruz, que me expresaba sus dudas: «Aunque las fuerzas que ahora tenemos aquí y allí, en Flandes, son insuficientes, por sí solas, juntas, si podemos juntarlas, ganarán». Creo que no me faltaba razón. Los Tercios, apoyados por los cuarenta y ocho cañones de asedio que transportaba sobre carros la Armada terminarían con toda resistencia en Inglaterra, como habían aniquilado al cuerpo inglés de Leicester en Flandes. Mis informes referían que los consejeros de la reina Isabel andaban desconcertados ante nuestra amenaza: no existía capacidad de aguante ni estrategia de defensa; unos querían repeler el desembarco en la propia costa, otros esperar a nuestra infantería en Canterbury. Por fin los consejeros de Isabel decidieron concentrar al ejército en Essex junto a Tilbury, y no en Margate, del ducado de Kent, que era el lugar idóneo. Todo estaba a nuestro favor: solamente era necesario llegar a la costa.

Para sustituir al marqués de Santa Cruz en tan dificilísimo mando, decidí, tras madura deliberación de mi consejo, nombrar a don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, duque de Medina Sidonia y yerno de la princesa de Éboli. Nadie en el consejo puso la menor objeción, por más que en toda la Corte cundieron rumores y pasquines contra el duque. Me trajeron cuando ya era tarde uno que difundió un monje del Escorial: «Si así supiera el duque de cosas de guerra como de vender atunes, no saliera tan poco soldado como salió». A la vista de los resultados creo que me equivoqué, y sobre todo que me obstiné; porque Medina Sidonia era, como yo, un organizador más que un jefe en campaña, y yo pensaba que para aquella empresa, en que tan excelentes capitanes de mar se reunían bajo su mando, lo que hacía falta era ante todo un coordinador. Medina Sidonia respondió a mis expectativas; su eficacia para ultimar los preparativos de la flota resultó fulminante. Llegó a Lisboa para hacerse cargo del mando a mediados de marzo del 88 y se hizo a la mar con las dotaciones y pertrechos completos en el mes de mayo. Después, durante el viaje y los diversos encuentros en el canal, no se comportó siempre como un mal jefe ni como un mal soldado, sino todo lo contrario. Su decisión de seguir el viento huracanado y tratar de volver por el norte de Inglaterra fue recomendada por los mejores marinos de su consejo. Y sobre todo, Medina Sidonia, que reconocía su falta de experiencia naval y militar, se opuso enérgicamente a su nombramiento y cuando advirtió las dificultades de la empresa, me la desaconsejó en aquellas circunstancias una y otra vez. No era cobardía, ni temor; él era un grande de España. Y se avino disciplinadamente cuando yo le ordené en agosto: «Yo tengo ofrecido a Dios este servicio. Alentaos, pues, en lo que os toca». Yo fui pues el responsable del fracaso de la Armada Invencible; no pretendo a estas alturas sacudir en otros mi responsabilidad.

Alejandro Farnesio, que preparaba el embarque de sus Tercios en los puertos de Flandes, advirtió también las dificultades de la empresa y trató de disuadirme de ella. Los galeones necesitaban para embarcar a las tropas de Flandes un calado de treinta pies, y ninguno de nuestros puertos los ofrecía. La nueva escuadra holandesa, mucho más ligera, nos hostilizaba continuamente desde las mismas bocanas, y podía comprometer la operación de embarque y de traslado. Farnesio creía imprescindible que la armada despejase por entero el canal de barcos ingleses, y luego protegiese la travesía de los Tercios en embarcaciones ligeras que él podría apercibir. Pero yo me mostré inflexible; y persistí en mis proyectos de que fuera la propia armada quien se encargase del transporte. Farnesio se opuso con tenacidad; hasta que le hice callar por disciplina. Al final hube de reconocer que tenía razón; en aquellos mares la conexión de los barcos pesados y las tropas de tierra tenía poquísimas probabilidades de éxito.

En las instrucciones finales que envié al duque insistí en «no debilitar el conjunto hasta no haber derrotado al enemigo; no buscar batalla hasta no haber enlazado con el duque de Parma; y no olvidar que los barcos ingleses son más rápidos y están mejor artillados que los españoles».

El 9 de mayo de 1588, con marejada y poca vela, salió del estuario del Tajo hacia Inglaterra la Armada Invencible. Constaba en realidad de diez escuadras que en conjunto se hallaban bien abastecidas de material y de armamento. Don Diego Flórez de Valdés mandaba la de Castilla, con catorce galeones y dos pataches; don Juan Martínez de Recalde la de Vizcaya, con diez galeones y cuatro pataches; don Miguel de Oquendo la de Guipúzcoa, con diez galeras, dos pataches y cuatro pinzas; don Martín de Bertendone la de Italia, con diez navíos de diversas clases. Don Antonio Hurtado de Mendoza disponía de veintidós pataches; don Hugo de Moncada tenía cuatro galeazas, y don Diego de Medrano cuatro galeras. A lo que habría que añadir servicios especiales, convoyes ordinarios y otros efectivos. Eran en total ciento cincuenta barcos bien dotados, con treinta mil hombres de guerra, doce mil tripulantes y cuatro mil aventureros, entre los que sólo destacaremos un nombre: Lope de Vega. Navegaban allí galeazas y galeones de seiscientas toneladas, galeras de cuatrocientas, navíos pequeños, fragatas, corchapines, pataches, zabras, chalupas venaqueras… y hasta carabelas. Cincuenta y seis mil toneladas en total; y como ya no estaba Santa Cruz, los capitanes de Medina Sidonia pensaban aferrar a los barcos ingleses y convertir el encuentro en una batalla de infantería, como la del sector central en Lepanto.

La salida resultó en falso. Surgió de pronto un temporal de noroeste, presagio de toda una época tormentosa, y la Armada hubo de regresar a Lisboa, de donde volvió a partir el 28 de mayo. Todo fue bien, hasta que a los dos días saltó de nuevo un fuerte viento norte-nordeste, que Medina Sidonia trató de eludir a fuerza de bordadas, pero a la altura de Finisterre quedó clavado cuatro días, sin poder avanzar. Entonces el 19 de junio ordenó la arribada forzosa a La Coruña, donde sólo entraron parte de los barcos; el resto se dispersó por varios puertos de Galicia. Recalaron allá por un mes; hasta que recibieron a dos de las escuadras que, sin conocer la orden, habían seguido viaje hasta el canal, donde llegaron a divisar a la escuadra enemiga. Pero al verse solas, regresaron. Y el 21 de julio la Armada Invencible se hizo de nuevo a la mar desde Galicia. Ahora sabía que el enemigo la estaba esperando.

El 30 de julio la Armada Felicísima, como alguien la llamó, entraba por el canal de la Mancha, en formación de inmensa media luna. Al día siguiente surgió a retaguardia la escuadra británica, al mando de lord Charles Howard of Effingham, con sir Francis Drake como subordinado más famoso. Medina Sidonia se negó a forzar el desembarco en Plymouth, como le recomendaban sus jefes más osados, y cuando divisó al enemigo que se había colocado detrás en una maniobra fantástica, le plantó cara con sus barcos nuevamente en media luna después de una virada magistral. Los ingleses tenían treinta barcos más que nosotros, aunque generalmente más ligeros, y mejor artillados, a base de culebrinas. Pero Medina Sidonia se obstinaba en buscar un combate por abordaje, de tipo terrestre; y lord Effingham, que había estudiado a fondo la acción de Santa Cruz en Lepanto, quiso combatir de escuadra a escuadra, como un marino. En el primer encuentro, la división de Leiva, que cerraba el saliente norte de España, resistió briosamente la acometida del navío almirante inglés, el Ark Royal, que con sus escoltas venía a favor de viento, pero evitaba cuidadosamente la excesiva proximidad a los garfios españoles. Frustrados en su primera ofensiva, los ingleses se retiraron.

Para recorrer las cien millas que separan el meridiano de Weymouth del de Calais, las dos flotas, que navegaban lentamente a unas dos millas por hora, emplearon cuatro días. Sólo libraron algunos encuentros parciales con varia fortuna; en uno de ellos Francis Drake, a bordo del Revenge apresó al Rosario con Valdés. Pero, aunque muy lamentable, no se trataba más que de una incidencia. De acuerdo con mis instrucciones, el duque de Medina Sidonia logró fondear sin mayores problemas frente a Calais, plaza que seguía en poder de Francia, que nos abrió sus almacenes bien repletos. La Armada estaba pues a un paso de Dunkerque donde Farnesio había concentrado a los Tercios y a su flotilla ligera de transporte. La flota inglesa se situó en vigilancia de la nuestra, a tiro eficaz de culebrina para impedir que nuestros barcos abandonaran la protección de Calais. Creía lord Howard of Effingham haber evitado ya el peligro de que la Armada desembarcara en Inglaterra.

A bordo de su pinaza, el capitán Rodrigo Tello, enviado de Medina Sidonia, burló el bloqueo inglés de Calais y llegó a Dunkerque, de donde partió en busca de Farnesio que se hallaba en Brujas. Una de mis instrucciones esenciales se había cumplido; la Armada enlazaba ya con el príncipe de Parma. Farnesio respondió al emisario del duque de Medina Sidonia que sus tropas podrían estar dispuestas para zarpar en seis días; pero que antes la Armada tendría que anular a la escuadra inglesa y luego proteger la travesía frente a los cuarenta barcos holandeses que, como había comprobado el emisario español, vigilaban ante Dunkerque y Ostende para impedir la operación. Esto venía a significar que la conexión entre la Armada y los Tercios se hacía imposible sin que antes Medina Sidonia se deshiciese de los barcos de Effingham y Drake en una batalla frontal. Eso es lo que decían mis instrucciones; y eso es lo que nos impidieron, no los hombres, sino los elementos.

Por la tarde del 7 de agosto una fuerte brisa de mar y una intensa marea entrante —las que llaman en aquellas aguas mareas de cuadratura— facilitaron el ardid de los ingleses contra nuestros barcos que se amparaban en Calais; el envío de brulotes, barcazas de unas ciento cincuenta toneladas bien recubiertas y cargadas con toneles de pez y brea, remolcadas por chalupas hasta cerca de su objetivo, y luego abandonadas al viento, que las arrastraba hacia nosotros como gigantescas teas incendiarias. Medina Sidonia, con buen acuerdo, ordena que las naves se abran, a fin de que pasen los bajeles de fuego; la galeaza capitana y la nao «San Juan» de Sicilia así lo hicieron. El duque disparó una pieza para que todos hicieran lo mismo. Pero el disparo no se oyó, y esto fue causa de que la jornada se perdiese.

El recuerdo de los brulotes que lanzaron los holandeses contra el puente tendido por Farnesio cerca de Amberes, y que además de las teas embreadas llevaban cargas de pólvora, inspiró a Medina Sidonia una decisión fatal. En vez de alentar a algunos oficiales y marinos osados, que habían conseguido agarrar a uno de ellos y amarrarlo sin daños, temió las explosiones, que no se produjeron, y ordenó a los barcos picar las anclas y hacerse a la mar, donde muchos entrechocaron, y otros cayeron bajo el fuego de los cañones ingleses, que alcanzaban más que los nuestros. Murieron en esa desgracia Francisco de Toledo y Hugo de Moncada; pero la Armada se rehízo frente a Dunkerque y al día siguiente trató desesperadamente de forzar el abordaje, que casi logró. Del 10 al 12 de agosto se trabaron varios combates de artillería, sin graves pérdidas para nadie, y la escuadra inglesa, tan agotada como la nuestra, volvió a puerto para descansar y abastecerse. Parecía difícil, ante los vientos, volver a ganar la costa, donde tan mal nos había ido; por lo que Medina Sidonia reunió en consejo a sus capitanes para consultarles si deberían forzar el retorno por el canal, o como algunos sugerían, rodear las islas británicas, en vista de que la conjunción con los Tercios y la eliminación de la escuadra enemiga, que combatía a un paso de sus bases, resultaba inviable. Pero en ese momento, en que habla terminado la verdadera batalla, nuestras pérdidas eran mínimas y no alcanzaban ni al diez por ciento de nuestros efectivos; lo que se había arruinado, ante las indecisiones del mando, era la moral de nuestras gentes, que ya sólo ansiaban volver.

Farnesio, sabedor de la situación, envió a Medina Sidonia un consejo atinado. Le parecía una locura rodear las islas y en cambio garantizaba la buena acogida a los barcos de la Armada en los puertos del Imperio y de la Liga Hanseática, con lo cual la flota podría anular a la naciente escuadra holandesa y luego preparar la campaña contra Inglaterra para el año siguiente, tras la invernada.

El 3 de septiembre llegó una carta mía para Farnesio, en que trataba de animarle para que embarcase en la Armada y arrollase a los soldados de Leicester, que ya había muerto para entonces. El temporal, que no amainaba, se llevaba a nuestros barcos hacia las salvajes islas del norte, carentes de todo refugio. Rodearon milagrosamente las costas nórdicas de Escocia y algunos capitanes, fiados de la religión y amistad de los irlandeses, encallaron sus barcos allá, donde los ingleses les esperan y les acribillan; dejamos en este empeño más de mil muertos. El duque, mareado y acatarrado tras tan insólita travesía, dio por fin con sus huesos en Noja, cerca de Santander, el 15 de octubre, cuando yo había ordenado rogativas en toda España para que se salvara la Armada perdida. Yo no la había enviado a luchar contra las iras de la mar sino contra los ingleses. El duque llegó a España sólo con once velas; se salvaron en total setenta y cinco. Una catástrofe completa, que arruinaba a nuestra flota y nos dejaba a merced de la venganza inglesa. Al final supimos que se habían perdido la mitad de los barcos, y los dos tercios de los hombres.

Sin embargo no me amilané. Seguía convencido de mi misión y de la justicia de mi causa; y la Armada no había sido vencida por los hombres. Rechazamos un desembarco inglés en La Coruña y los portugueses expulsaron a Drake y a Norris que llegaban como libertadores. Volvimos a vencer en las Azores a los ingleses, y allí apresamos al navío de Drake, el famoso Revenge que trajimos a Cádiz para averiguar los secretos de la construcción naval inglesa. Ordené que se rehiciese nuestra flota sobre la base de barcos más ligeros y dotados de mejor artillería. Ahora, cuando ya sé que no podré ejecutarlo, tengo ya dada en principio mi aprobación para otra empresa de Inglaterra que sepa aprovechar las lecciones del gran fracaso. Confío en que mi hijo y sucesor la tome por suya, como le he recomendado vivamente; porque hasta que no domeñemos el poder naval inglés, ni nuestros estados de Flandes, ni nuestras rutas de Indias, ni nuestras costas podrán considerarse seguras. De ello depende la futura grandeza o miseria de España.