ENTRE ISABEL TUDOR Y MARÍA ESTUARDO

Al relatar ahora los antecedentes de la empresa de Inglaterra debo recordar, ante todo, que yo he sido Rey de Inglaterra y que en aquellas islas el marido de la reina propietaria no es un simple rey consorte o simbólico, como tampoco lo había sido en Castilla mi bisabuelo Fernando de Aragón. De aquellos tiempos yo conservé en Inglaterra algunas lealtades entre los católicos, y sobre todo unos hilos excelentes de información, que ahora me venía a través de mercaderes flamencos con casa en aquellas islas, y múltiples contactos en ellas. De esta forma siempre tuve cumplida noticia, además de los informes de mis embajadores, que fueron de variado mérito, sobre la vida, problemas y propósitos de la reina Isabel Tudor, a la que un día quise sinceramente hacer mi esposa, y no sólo por razones de Estado y por obedecer el designio de mi padre sobre el imperio del Atlántico, sino porque me atrajeron desde el principio su elegancia y su misterio.

Cuando sucedió a su medio hermana María en el trono de Inglaterra según la voluntad dinástica de su padre Enrique VIII, que los nobles y el Parlamento respetaron de nuevo, como habían hecho en el caso de María, Isabel actuó con firmeza y prudencia desde el primer instante, sin un solo fallo de su sentido político, con lo que demostró ser una verdadera Tudor. Nombró inmediatamente a un protestante que de antiguo se había ganado su aprecio, lord Cecil, secretario de Estado e introdujo a varios herejes en su consejo, pero mantuvo en él a algunos católicos como lord Howard y el conde de Arundel. Para no verse comprometida con la presencia de obispos cismáticos en las primeras fases de su gobierno, y para alejar de él a los obispos católicos, prescindió de unos y otros para el consejo con general aplauso del pueblo y los nobles, que se inclinaban en general hacia el restablecimiento de la herejía, pero recelaban tanto de la Iglesia católica como de la instaurada por Enrique VIII. Isabel había sabido convivir durante largos años con la ambigüedad, y le resultó muy fácil cultivarla durante breve tiempo, hasta que se sintió segura en el trono. Antes de salir de su medio retiro, medio encierro de Hatfield, cedió para un solo caso a su corazón de mujer y designó caballerizo mayor a un apuesto noble de la Corte, ahora sí recuerdo su nombre, Robert Dudley, quien la adoraba secretamente desde que compartieron los dos la prisión en la Torre de Londres por breve tiempo; toda Inglaterra interpretó que Isabel quería de esta forma tener cerca a su favorito, pero casi nadie sabía, como yo, que también consiguió mantenerle a raya muy en su papel de reina virgen, nacida, como tantas veces dijo a mi embajador, y ya he dicho aquí, en la cámara de las vírgenes bajo el signo de Virgo. Los ingleses, tan propensos a idealizar todos los actos de sus reyes, mucho más que mis súbditos españoles, se creyeron esta historia de la virginidad, sobre la que yo no estoy tan seguro; porque durante mi estancia en Inglaterra supe por ella misma que Isabel había sufrido nada más hacerse mujer una vil agresión libidinosa de un viejo noble de la Corte, lo que junto con cierto impedimento cuya naturaleza no me explicaron con el necesario acuerdo los médicos de mi esposa María, le hizo sentir cierta repulsión física, al menos inicial, hacia todos los hombres, que ella disfrazó altaneramente de virtud virginal. Mis informes dicen que se la ha visto más de una vez en trance de abrazar a Robert Dudley y aceptar emocionadamente sus caricias, aunque no acabo de fiarme de quienes me aseguran, quizá para mi satisfacción, haberla visto con él más de una vez en la cama. Lo que cuenta es que ella no ha quedado jamás encinta, que no se ha querido casar nunca, pese a haber sido, antes que mi propia hija Isabel Clara, la novia de Europa; y que el pueblo inglés ha creído siempre a pies juntillas esa historia de la virginidad.

Isabel, que se había declarado forzadamente católica por imposición de su hermana, nada más empezar las ejecuciones de Smithfield, presidió el funeral católico por ella, pero ordenó a la salida que encerrasen en la torre al obispo que había pronunciado una oración fúnebre imprudente y provocativa: todo el mundo, incluso los católicos, lo comprendieron porque nadie tenía derecho a aleccionar públicamente a una reina sobre lo que debía hacer y lo que estaba obligada a evitar. Con motivo de su solemne coronación en la abadía de Westminster, Isabel adelantó ciertos tanteos sospechosos en la liturgia. Ya dije cómo a la muerte de mi esposa María ofrecí mi tálamo a Isabel, y cómo ella rechazó amablemente las propuestas de mi embajador. Se corrió insistentemente por la Corte de Londres que la reina sólo se casaría con un príncipe o noble del reino, lo que casi convirtió a todos en pretendientes a su mano y al trono. Quien más se llegó a creer sus posibilidades fue el conde de Arundel, además de Robert Dudley quien, despechado por el rechazo de la reina, que se limitaba a jugar con sus ansias, se casó sin permiso de ella con una dama de noble familia, Amy, y al interpretar Dudley la indignación de Isabel como celos, procuró —según me tiene escrito la reina de Escocia— que su mujer, Amy, recluida en el campo, muriese lentamente mientras él, para librarse de sospechas, estaba en la Corte donde, al morir Amy, pretendió casarse con la reina. El escándalo rugió con tal fuerza que Isabel hubo de confinarle lejos de Londres. Y entonces el despechado noble entró en negociaciones con mi embajador, y le ofreció la vuelta de Inglaterra a la iglesia católica si yo apoyaba su matrimonio con la reina. Mis informes sobre Dudley eran tan negativos, y temí tanto a su veleidad y egoísmo que nunca quise comprometer una causa tan sagrada en favor de un ambicioso tan deleznable.

María Estuardo, la reina católica de Escocia, que por su dignidad y cultura más parecía mujer del continente que de aquella tierra semibárbara, casó en 1558 con el delfín de Francia, cuando Isabel subía al trono de Inglaterra; y el rey Enrique de Francia soñó, mientras le quedó vida, en reunir para su hijo las dos coronas. Enrique II nunca reconoció a Isabel, protestante y bastarda; y en vísperas de casar a su hija Isabel de Valois conmigo, declaró a María Estuardo, y por tanto a su hijo el delfín, herederos legítimos de la Corona inglesa, sin mi aprobación ni menos respaldo; porque yo, que acababa de ser rey de Inglaterra, conocía íntimamente el apego de aquel pueblo a la Casa de los Tudor, ahora representada por Isabel. La cual, para asegurarse en el trono, decidió por consejo de lord Cecil eliminar a cuantos pretendientes pudieran aducir mejor derecho que su bastardía; y así hizo decapitar a lady Jane Grey, de la primera nobleza inglesa, que estuvo prometida a su hermano Eduardo, el enfermizo heredero anterior de Enrique VIII cuya muerte franqueó primero a María y luego a Isabel el camino del trono. Murió entonces el rey Enrique II de Francia, y subió a su trono Francisco, el delfín y esposo de María Estuardo, que pronto murió también, con lo que su madre, Catalina de Médicis, quedó por regente y dueña de los destinos de Francia, mientras la animosa María de Escocia consiguió regresar a su reino por mar, burlando a la escuadra de Isabel. Era María bellísima y ardiente, y necesitaba marido para su cuerpo y sus empresas. Isabel, que por entonces estuvo a punto de morir de viruelas, quiso someter a María por ese matrimonio y decidió casarla con su propio favorito y pretendiente Robert Dudley, a quien honró para la ocasión con uno de los primeros títulos de Inglaterra, el condado de Leicester, que llevaba aneja una inmensa fortuna en tierras y rentas. Pero la reina de Escocia se negó a convertirse en juguete de Isabel por medio del favorito de Isabel, y desafió a su poderosa vecina, que la envidiaba como sólo una reina puede envidiar a otra, al elegir por marido y rey de Escocia a un hermoso noble de la corte escocesa, lord Enrique Darnley, borracho, pendenciero y disoluto, con el cual tuvo un hijo: Jacobo Estuardo, que llevó al paroxismo el odio de Isabel. Los católicos y el clero de Escocia, donde ya la herejía empezaba a hacer estragos, repudiaron al nuevo rey por sus costumbres y su inseguridad en religión, y perdieron poco a poco el amor por su reina, quien harta de su marido le hizo asesinar por otro noble, lord Bothwell, con quien a poco se casó. Pobre María de Escocia, débil y sola en medio de tantas pasiones salvajes. El pueblo de Escocia no pudo ya tolerar tales comportamientos en el castillo de Edimburgo y se alzó contra su reina, a quien no quedó otro remedio, para salvar la vida, que huir al sur, cruzar las montañas de la frontera y entregarse a la misericordia de su peor enemiga, Isabel de Inglaterra, que de momento la recibió amablemente y la recluyó en una dorada prisión. Fiada por este recibimiento, María entró en contacto con mi embajador, al que comunicó sus proyectos: aceptar como esposo al par de Inglaterra que más se distinguía por su catolicismo intrépido, el duque de Norfolk; y junto a él, luchar por el trono de Inglaterra con la ayuda militar de un ejército español que yo debería enviarle, a las órdenes del duque de Alba. Una vez en el trono de Londres, María recuperaría fácilmente su reino de Escocia y dominaría en toda la gran isla, sometida de nuevo a la Iglesia de Roma.

Para contrarrestar este posible acercamiento entre Inglaterra y yo, la reina de Francia, Catalina de Médicis, a quien no faltaba la audacia propia de su estirpe florentina, se atrevió a proponer a Isabel de Inglaterra, que ya pasaba de los treinta años, el matrimonio con su hijo el duque de Anjou, de inclinaciones hugonotes a sus diecinueve. Pero la reina de Francia permitió después la ejecución en masa de hugonotes en la noche de san Bartolomé e Isabel, que por un momento había acariciado la idea del matrimonio francés (yo creo que para ganar tiempo y apartar a Catalina de mi protectorado) volvió a proclamar su destino virginal. Y la traición —ella así la consideraba— de la reina de Francia la decidió ya a eliminar a su prisionera la reina de Escocia. Y eso que por entonces Isabel departió largamente con un prisionero de la torre, el jesuita Edmundo Campion, profesor en la Universidad de Oxford, que había entrado clandestinamente en Inglaterra enviado por el Papa para proponer a los católicos perseguidos un nuevo camino: acatar a Isabel como su reina, pero mantenerse firmes en la fe. Nuestros proyectos para casar a María Estuardo con don Juan de Austria acabaron por suscitar un odio implacable de la reina de Inglaterra contra nosotros, y cuando mi gobernador y general de Flandes, el príncipe Alejandro Farnesio, venció y expulsó al cuerpo de ejército inglés que había enviado Isabel para auxiliar a los rebeldes al mando de su favorito el conde de Leicester, supe por mis agentes que los días de la reina de Escocia estaban contados. Por mi parte, di orden a mis consejos para que empezasen a preparar la empresa de Inglaterra.