DE LAS INDIAS A LAS FILIPINAS

En Lisboa, capital de mi nueva Corona portuguesa, me parecía estar tocando con la mano y con el alma las Indias de Castilla y las de Portugal: que juntas formaban el mayor imperio de los tiempos, y que junto con mis dominios de Europa y África dejaban al recuerdo del Imperio de Roma como si de un patio mediterráneo, interior y doméstico se tratase. La conquista de las Indias fue, por supuesto, obra principal de mi padre el Emperador, porque hasta su llegada a España sólo habíamos ocupado las Antillas y el istmo de Darién, mientras que durante el reinado de mi padre, y en los años que van de 1520 a 1540, Cortés conquistaba Nueva España con 416 hombres, y cuando volvió a la Corte salía Francisco Pizarro para la empresa del Perú, que logró con 170 soldados. De allí arrancó Belalcázar que atravesó las tierras del Ecuador y topó en las sabanas de Bogotá con Jiménez de Quesada. Hacia el sur Valdivia con siete hombres inició la conquista de Chile y por nuestro océano otras expediciones asentaron nuestro dominio por las tierras del Río de la Plata. Jamás tan pocos brazos ganaron tantos y tales reinos para una corona. Desde entonces las Indias han entregado a España un millón de libras de oro y setenta millones de libras de plata, el mayor tesoro de la historia del que al menos dos quintas partes revirtió a la Corona y permitió que mi padre y yo emprendiéramos nuestras grandes campañas y proyectos en servicio de la fe y honra de nuestra Casa.

Durante mi reinado he consolidado y acrecentado ese nuevo e inmenso patrimonio, que forma al otro lado de los océanos una España nueva y joven, cuyo futuro imprevisible está en las manos de Dios. Allí quise hacer, ante todo, la obra de Dios. La evangelización de las Indias fue el gran objetivo de nuestra Casa en aquellas tierras nuevas, y por eso cuando hice en el año 1570 el recuento de mis recursos religiosos allá, vi que ya trabajaban en las Indias mil sacerdotes para cien mil españoles y diez millones de indios, gran parte de los cuales habían abrazado ya nuestra verdadera fe. Santos misioneros llevaron la luz de Cristo a esos pueblos perdidos en la idolatría y dedicados a los bestiales sacrificios humanos. Toribio de Mogrovejo recorrió miles de millas y bautizó de su mano a decenas de millares de paganos. Francisco Solano conquistó los espíritus de los habitantes del Chaco y de la Pampa con un crucifijo y un violín, mucho antes de que llegasen los soldados tras sus huellas. Fray José de Acosta, tras darme en España sabios consejos sobre la reintegración de los moriscos a la vida común, pasó a las Indias donde convenció a las autoridades para que no destruyeran ni dejaran perderse la lengua y la cultura de los indios, sino que las utilizasen como llave maestra para iluminar sus almas. En vísperas de dejarme por regente de sus reinos en España e Indias, mi padre el Emperador había convocado una junta de sabios en Valladolid, para que resolviesen acerca de sus dudas morales ante la conquista y debatiesen las leyes nuevas que pensaba otorgar para humanizarla. Dos grandes adversarios, fray Bartolomé de las Casas, que criticaba con dureza y una punta de exageración los abusos de los españoles, y mi maestro Juan Ginés de Sepúlveda, que justificaba (como también hacia las Casas) la presencia de España por derecho de conquista y por vocación evangelizadora, me dedicaron sucesivamente sus apologías porque conocían bien por mí mismo el interés que siempre sentí por las Indias y sus problemas. Yo no tuve jamás las dudas de mi padre sobre las Indias; porque nací convencido de que las Indias eran parte no sólo del horizonte, sino del mismo ser de España, y no podría yo negar mi propio ser, ni dudar de él.

Durante todo mi reinado se exploraron y ampliaron las Indias por dentro y por fuera, gracias a que a nuestros adelantados les entró la extraña fiebre de descubrir las tierras del oro y las fuentes de la vida y la juventud. En vísperas de mi regencia Francisco de Orellana bajó por el río Napo y a través del gran río de las Amazonas, a las que no conseguimos encontrar desde que dicen que las vislumbró Colón, desembocó en el océano. Un loco furioso, Lope de Aguirre, hizo famosa a la segunda expedición por el gran río, donde dicen que trató de proponer la independencia de las Indias. Hubimos de defender aquellas costas y nuevas ciudades de la rapiña de los ingleses y franceses que trataban de implantarse allí. John Hawkins y su compañero de piraterías Francis Drake nos dieron muchísima guerra desde que estuvimos a punto de colgarles en Veracruz por 1558, que malo fue no hacerlo, y en el 62 nombré adelantado mayor de la Florida a Pedro Menéndez de Avilés que echó de aquellas costas a los hugonotes franceses dirigidos por el almirante Gaspar de Coligny que pretendían establecerse con sus apostasías en aquella reserva de Dios y María Santísima. El adelantado fundó la ciudad de San Agustín, la primera de España en tierras del norte; luego le siguieron numerosas expediciones desde Nueva España que hallaron lo que parecía un nuevo continente por encima del ya descubierto, mientras desde el Perú y el Río de la Plata descubrían nuestros hombres islas infinitas al sur.

En 1564 zarparon de Nueva España, por el mar del Sur, los galeones de un capitán vascongado ya famoso, Miguel López de Legazpi, que llevaba como piloto a quien mejor conocía aquel vastísimo océano, otro vasco llamado Andrés de Urdaneta, que ya era fraile agustino pero fue incorporado a la expedición por orden mía y recomendación de sus superiores. Llegaron a las islas de San Lázaro que había descubierto, para morir en ellas, Fernando de Magallanes en la empresa que, bajo el mando de Juan Sebastián Elcano, dio la primera vuelta al mundo. Poco antes de asumir yo la regencia, Ruy López de Villalobos llamó Filipinas, en mi honor, a esas islas, más de mil, que luego conquistó Legazpi, que se apoderó de un gran poblado comercial donde instalamos el gobierno y el arzobispado, la ciudad de Manila, en el mismo año de la victoria de Lepanto. Le había dado yo órdenes expresas de que penetrara pacíficamente en aquellas islas y lo cumplió: hace poco me ha llegado el primer catecismo impreso allá en aquella lengua que llaman tagalo. Urdaneta se dejó guiar por su intuición y al regresar descubrió los vientos y las corrientes que hacían posible el tornaviaje por el mar del Sur, por lo que las Filipinas quedaron desde entonces enlazadas con Nueva España por rutas regulares, y enriquecieron con las especias y los tesoros de la China y de Asia nuestro comercio de las Indias. Fundamos allí un colegio y varias imprentas; y establecimos relaciones con la China, el Japón y todas las costas e islas orientales del Asia. Mi última campaña en las indias fue dirigida por un capitán sobrino del gran Íñigo de Loyola, Martín García, contra la heroica nación de los araucanos en Chile, que me parece no hemos logrado aún dominar del todo.

Pero si a mi padre compitió la mayor parte de la conquista, yo espero pasar a la historia como el fundador de las Indias. Las grandes conquistas fueron obra e iniciativa de particulares arrojados, bajo el patrocinio y la vigilancia de la Corona; pero yo fui sustituyendo por funcionarios seguros a las familias levantiscas de aquellos valientes. El gobernador empezó a sustituir al conquistador. Completé el establecimiento de las audiencias que había iniciado mi padre; y a las de Santo Domingo, México, Panamá, Lima y Guatemala añadí la de Nueva Galicia en el 47, la de Santa Fe en ese mismo año, la de Charcas en el 59, la de Quito en el 63 y la de Santiago de Chile en el 65. Ante las quejas universales sobre el deterioro del gobierno en las Indias creé en 1566 una junta especial dirigida por Juan de Ovando, quien descubrió y analizó más de un millar de fallos y los resumió en dos principales: el desconocimiento de la legislación por las autoridades de Indias y la indiferencia que mis consejos sentían por aquellos reinos. Entonces fortalecí la institución de las audiencias, dicté la ordenanza de 1573, redactada por Ovando, y sobre todo consagré definitivamente la institución del virreinato, gracias al acierto en la designación de dos grandes virreyes: Martín Enríquez en Nueva España y Francisco de Toledo en Nueva Castilla del Perú. Los dos ejercieron sus funciones desde el 68 al 80 y, al dejarlas, las Indias eran ya una España al otro lado del océano. Desde 1538 los dominicos habían creado en las Indias nuestra primera universidad de aquellos reinos, la de Santo Domingo, a la que siguieron, en 1553, las de México y Lima. Pedro de Gante fundó en México los primeros institutos de enseñanza y evangelización, con especial atención a las culturas y lenguas indígenas. Los focos de cultura y de ciencia que creamos en las Indias al amparo de esas universidades actuaron como baluartes para la implantación y defensa de la fe, y para la organización del gobierno, como si de Salamanca y Alcalá se tratase.

La grandeza y prosperidad de las Indias repercutieron en el crecimiento de Sevilla, que ahora, con sus ciento cincuenta mil almas, es una de las más pobladas y ricas ciudades del mundo. Le siguen en España Barcelona, Valencia y Granada con cincuenta mil; Zaragoza, Córdoba, Málaga y Valladolid con cuarenta mil; y mi pequeña Corte de Madrid que ya se va acercando a esas cifras grandiosas. Surgen en las Indias ciudades como la de México, que en nada tienen que envidiar a las de aquí. Lisboa está en el centro de todo; hubiera sido la realización del sueño de mi padre para su imperio del Atlántico. Desde ella vi con toda claridad lo que era principal misión de España en la historia; el establecimiento de nuestra religión y mi Corona a uno y otro lado del océano, de los océanos. A este designio supremo de Dios se oponía, en las Indias y en Flandes, a través de sus piratas, una reina hereje, Isabel de Inglaterra. Terminada la empresa de Portugal, reafirmado nuestro dominio en el sur del Flandes, juzgué llegada la hora de abatir su insolencia.