LAS TUMBAS PEQUEÑAS

En ese año glorioso de 1580 en que abordé y consumé la gran empresa de Portugal, me acompañaba al principio hasta rendir viaje en Badajoz, mi cuarta esposa Ana de Austria, que unos meses antes, el 14 de febrero, me había dado a Mari a, última de todos mis hijos. A poco, el primero de marzo, las Cortes de Castilla juraban príncipe de Asturias a mi hijo Diego, y la sucesión, tantas veces comprometida, parecía otra vez encauzada, aunque no era buena su salud. Pero sin que nadie lo hubiera podido imaginar murió mi esposa el 26 de octubre, y me dejó viudo por cuarta vez, a mis cincuenta y tres años, tal vez con algún vigor todavía, pero ya sin ánimos para buscar más descendencia, cuando la sucesión parecía asegurada con Diego y Felipe, además de mis hijas mayores, que me dio Isabel de Francia, Isabel Clara y Catalina; y la pequeña María, que apenas conocí y que nos preocupaba por su condición enfermiza, sobre todo después de morir su madre. Entonces decidí encomendar a Dios la salud de mis hijos, más que siempre lo había hecho; y confiar en que nuestra sangre de Austria les hiciera vivir, como a mis hijas la de Valois.

Cuando entré en Portugal tenía ya Isabel Clara catorce años, y era el vivo retrato de su madre; un año menos Catalina Micaela. Todas las princesas de su edad soñaban en casarse, pero ellas sólo pensaban sostenerme a distancia con el cariño que vertían en sus cartas. Desde que entré en mi nuevo reino de Portugal detenía durante unas horas los asuntos de Estado todos los lunes, hubiera lo que hubiere, para escribir a las dos; y luego me dijeron las dos que guardaban mis cartas como un tesoro. En esas cartas pude por vez primera en toda mi vida escribir de corazón, sin preocuparme por posibles aprovechamientos o traiciones de mis secretarios.

«Acá han escrito —dije a mis hijas una vez— que vuestro hermano chico, Felipe, le había salido un diente; paréceme que tardaba mucho, por tener ya tres años, que hoy los cumple, que se bautizó, como sos acordará; estoy en duda si son dos o tres, y creo que tres y que debe estar lindo como decís. También estoy en duda cuántos cumple el mayor en julio, aunque creo que son seis. Avisadme lo cierto de ello, y Dios os guarde a vosotras y a ellos como deseo». Animaba a mis hijas para que cumplieran con sus deberes religiosos, y les pedía que fueran a misa en las descalzas de Madrid, porque yo lo hacía en las de Lisboa y así imaginaba estar con ellas en el mismo lugar. Envié un rosario a mi hijo Diego, que en efecto tenía seis años, para que comience a rezarle, y varias imágenes, entre ellas un Agnus Dei recién llegado de las Indias, que podríais dar a vuestra hermana la chiquita —escribí a Diego— que no ha menester ahora perdones, para que le sirviera de piadoso juguete. Pedí a mis hijas que enseñaran a bailar al príncipe de Asturias, e intercambié con Diego letras de colores para el alfabeto y dibujos de caballos. Expliqué a mis hijas un original método para que mi heredero aprendiese a leer: mediante unas letras vacías que debería colorear. «Haced que las vaya hinchando, pero poco a poco, de manera que no se canse, y también haced que algunas veces las vaya contrahaciendo, que de esta manera aprenderá aún más, y espero que con esto ha de hacer buena letra. Y hasta que la haga buena mejor es que no escriba, porque el juntar después las letras mejor lo aprenderá después cuando haya quien se lo muestre bien». Mientras en la antecámara esperaba el duque de Alba para darme cuenta de los problemas del ejército, o el marqués de Santa Cruz para someter a mi aprobación la campaña de las Azores, o los enviados de Farnesio para informarme sobre los manejos de Isabel de Inglaterra, yo prefería consagrar esas horas del lunes a anunciar a mis hijas la llegada de un galeón de Indias con una insólita carga:

«No sé lo que traerán; sólo he sabido que viene en esta nao un elefante que envía a vuestro hermano el virrey que envié a la India desde Thomar, que era ya llegado allá y llegó a buen tiempo, porque era muerto el que allá estaba, digo el virrey que allá estaba. Decid a vuestro hermano esto del elefante y que le tengo de enviar un libro en portugués, para que por él le aprenda, que muy bueno sería que lo supiese ya hablar; que muy contento vino don Antonio de Castro de las palabras que le dijo en portugués, que fue muy bien si así fue. Y ya ésta es muy larga para convaleciente y flaco. Y Dios os guarde como deseo, vuestro buen padre». Me preocupaba si las viruelas habían dejado huella en el rostro de Catalina, y si ya era mujer Isabel, lo que me parece que tarda ya, le escribí; y quiso Dios que tardase poco. Conseguí infundir a todos mis hijos, desde tan lejos, mi amor por la música, y me alegré cuando supe que Catalina e Isabel ya tocaban el laúd, y los chicos empezaban con la viola. El maestro Tomás Luis de Victoria dirigió la composición de unos cantorales de que cada príncipe tenía un ejemplar para concertar bien sus cantos, que parecía cosa de ángeles cuando formó un coro con ellos y varios pajes de la Corte.

Por eso fue tan irresistible mi dolor cuando, ya a punto de remate la incorporación de Portugal, sus islas y su imperio a mi Corona, recibí a fines de noviembre del 82 la más terrible noticia: mi heredero Diego, Príncipe de Asturias, acababa de morir en el Alcázar de Madrid. Viudo de cincuenta y cinco años, me quedaba un solo hijo varón, Felipe, y enfermizo por demás. Escribí a Felipe, que poco iba a comprender a sus cuatro años, y a mis hijas mayores:

«Es un golpe terrible, viniendo tan pronto como viene después de los demás, pero alabo a Dios por todo lo que ha hecho, sometiéndome a su divina voluntad y rezando para que acepte este sacrificio. A Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza que se haga oración continua por la salud y vida de los niños que quedan. Que por todos los caminos que se pueda se procure aplacar la ira que con tanta razón Nuestro Señor debe tener contra nosotros». Ordené que Diego fuera enterrado también en las tumbas pequeñas de San Lorenzo de El Escorial, que testimonian el terrible fracaso de mi sangre para sobrevivir.

Allí había trasladado en el año 73 a mi amada esposa Isabel de Francia y a mi primogénito el desgraciado príncipe don Carlos, para que estemos juntos en la muerte ya que no lo pudimos lograr en vida. Allí estaba Carlos Lorenzo, mi segundo hijo con la reina Ana, que al morir sin haber cumplido los dos años en julio del 75 provocó el parto prematuro de Diego, que no pudo superar tan aciago entrar en la vida. Allí llegó mi segundo príncipe de Asturias, Fernando, primer hijo que me dio Ana de Austria, muerto a los seis años en el 78, el mismo año en que perdí a mi hermano Juan. El tercero, Felipe, fue jurado príncipe de Portugal el 1 de febrero del 83, y gracias a Dios me va a sobrevivir, pero a poco de esa jura, el 4 de agosto, murió mi pobre hija, la infantita María. Felipe fue jurado príncipe de Asturias en Castilla el 11 de noviembre del 84, heredero de la Corona de Aragón en el 85 y de Navarra en el 86. Antes de morir, sólo he conocido a los nietos que me ha dado mi hija Catalina Micaela, a quien casé en marzo del 85 con Carlos Manuel de Saboya, hijo de Manuel Filiberto, mi general de San Quintín, y de Margot de Francia. Esa sangre mía sí que ha florecido en diez nietos, que viven todavía casi todos desde el nacimiento del mayor, Felipe Manuel príncipe del Piamonte, en el 86. Pero no su madre, mi amadísima Catalina Micaela, que nos dejó el año pasado en Turín, agotada por su maternidad. Ahora, ante mi muerte próxima, quiero pedir a Dios perdón porque al saber esta muerte de mi hija perdí por vez primera la resignación ante mis desgracias; la quería demasiado. Me enfurecí, lloré a lágrima viva ante el estupor de mis criados, me quejé a Dios con los acentos de Job, y con tan poca conformidad como él. Ahora, cuando voy a encararme con la muerte, no está a mi lado ninguna de mis cuatro esposas, que ya me precedieron; y viven solamente dos de mis ocho hijos, Isabel Clara y Felipe, cuyos matrimonios dejo ya concertados en la esperanza de que Dios les bendiga más que a mí; ella con el archiduque Alberto de Austria, al que lleva como dote los Estados de Flandes; el príncipe Felipe con su prima Margarita de Austria. Quiero así concentrar de nuevo mi sangre en nuestra Casa, ya que la maternidad de mi esposa Ana y mi adorada hija, Catalina Micaela, tanto nos parece prometer. Un secreto presentimiento me dice que volverá a germinar mi sangre por varias coronas de Europa, y que nunca faltará su presencia en el trono de España. Bien lo merecen esas pobres sombras que Dios quiso llevarse en flor, y que ahora aguardan esa vida, que casi no tuvieron, en las tumbas pequeñas del monasterio.