Portugal, jamás gocé tanto una victoria; jamás deseé así a una Corona, yo que tenía la de España e Indias y poseí, sin dejar de ser un extraño, la de Inglaterra. Entre mis títulos está el efectivo de Rey de Nápoles y Sicilia, y el simbólico de Jerusalén, que me pareció realizable después de Lepanto, hasta que me atacaron por la espalda los reinos cristianos. Pero desde el 16 de abril de 1581 soy Rey de Portugal, y cumplo los más ardientes deseos de mis dos Casas, la de Austria y la de España, que desde cinco generaciones atrás habían volcado su sangre en esa esperanza.
Yo dije mis primeras palabras en portugués, leo y hablo esa hermosa lengua universal como el castellano. Mi madre y mi primera esposa fueron princesas de Portugal antes que reinas de España. Quise acompañar a mi ejército a la campaña de Portugal, lo que no hacía desde los comienzos de mi reinado en San Quintín, porque en Portugal no me sentí jamás un extraño; porque iba a mi tierra y a mi lengua y a mi casa y a mi horizonte, y al que después de Lepanto era, antes que el propio Mediterráneo, mi mar. Yo necesitaba a Portugal; tanto como Portugal, como bien comprendieron sus nobles y sus comerciantes —en contra de su pueblo— me necesitaba a mí. Los corsarios y las flotas de Inglaterra y de Holanda no distinguían para sus rapiñas en Indias y en Oriente entre portugueses y españoles; y ante el enorme crecimiento de los gastos necesarios para la guerra, Portugal y España, con sus imperios y sus fuerzas navales combinadas, podrían anular cualquier amenaza. Los intereses de España y Portugal no eran concurrentes sino complementarios; aunque el pueblo, muy apegado a su dinastía de Avis, pensaba con el corazón más que con la cabeza y mantenía, como por un sexto sentido histórico y político, su hostilidad contra España y su inclinación por Inglaterra, su perenne aliada.
Sobre algunas de estas cosas e intereses comunes hablé con mi sobrino el rey don Sebastián, un mozo impetuoso e imprudente, que celosísimo de mi gloria de Lepanto —como me confesó con su característica ingenuidad y nobleza— pretendió revivir en tierra de infieles las hazañas de su antepasado Alfonso el Africano y quiso establecer un amplio territorio de obediencia portuguesa en Marruecos, sin contentarse con los fuertes y factorías de Portugal en aquellas costas infieles. Hablamos largamente en el 76 sobre tan altos ideales, que no parecían meditados proyectos, durante nuestra entrevista en el monasterio de Guadalupe, tras de lo cual hube de comentar con uno de mis consejeros: «Vaya enhorabuena, que si venciera buen reino tendremos y si fuera vencido buen reino nos vendrá». Yo conocía perfectamente a mi impulsivo sobrino portugués, por las confidencias de su madre, mi hermana menor la reina Juana, que se ahogaba en aquella Corte y, siendo muy niño su hijo, se vino a vivir a la nuestra. Ni por sus condiciones físicas ni por su desequilibrio podría terminar bien ese ardiente mancebo, que sin medir sus fuerzas ni menos las del poderoso enemigo africano, buscó y halló la muerte, con lo más florido de su nobleza, en la batalla de Alcazarquivir, dos años después de nuestra entrevista, el 4 de agosto de 1578. Le sucedió en el trono el último príncipe legitimo de la Casa de Avis, que había hecho la grandeza y la gloria de Portugal: el cardenal don Enrique, anciano de 67 años, achacoso, sin posibilidad alguna de obtener descendencia, y cuya muerte no podía estar lejana. Yo recibí en San Lorenzo de El Escorial la noticia sobre la derrota y muerte de mi sobrino el 13 de agosto; y esta vez nadie me pudo acusar de dilación ni vacilación. Lo tenía ya todo bien meditado, me trasladé inmediatamente a Madrid, reuní a mis consejeros y preparamos la campaña política y la militar, sobre todo cuando a los pocos días nos llegaron nuevas noticias de Lisboa, según las cuales el pobre cardenal-rey experimentó ataques más intensos de su habitual epilepsia desde que se vio forzado, muy a su pesar, a la aceptación de la Corona.
Mientras estudiábamos la situación con rigor y con prisa, mis agentes en Portugal, dirigidos por el más leal de mis servidores en aquella tierra, don Cristóbal de Moura, se ganaban a la mayoría de los estamentos privilegiados, la nobleza y el clero, en las Cortes de Almeirim, y luego a tres de los cinco miembros del Consejo de Regencia, que gobernaban prácticamente todo en nombre del anciano don Enrique. El oro de Indias cambió muchas lealtades, y don Cristóbal de Moura poseía —con mi endoso— cartas ilimitadas de crédito entre los banqueros genoveses de Lisboa, bien conectados con los de Sevilla. Desde este momento actuó para apoyar mis pretensiones con gran diligencia y generosidad el duque de Medina Sidonia, yerno de la princesa de Éboli, que además comprendió perfectamente las razones que le comuniqué para el prendimiento y prisión de su suegra, de lo que por cierto no dio excesivas muestras de pesar. Yo sabía que el duque era el primer experto de Europa en la captura y salazón de los atunes, que luego vendía con notable provecho; pero ahora comprobé con satisfacción sus dotes políticas y su capacidad de organización para mi servicio diplomático y militar en la empresa de Portugal.
Sin embargo el pueblo portugués seguía apegado a su dinastía, recelaba de los españoles y se declaraba favorable a la sucesión bastarda, en la persona de don Antonio, prior de Crato, hijo ilegitimo de don Luis, que a su vez era también hijo ilegítimo de don Manuel el Afortunado y Violante Gomes, esa judía bellísima a quien apodaron la Pelícana. Don Antonio, pese a su doble ilegitimidad, había sido aceptado como personaje principal en la corte de mi sobrino don Sebastián, a quien acompañó en su loca aventura de África. Por indicación mía fue liberado de la prisión, tras la derrota, por el duque de Medina Sidonia, pero con orden de retenerle en España sin dejarle pasar a Portugal, donde muchos se agitaban en su favor. Surgieron otros candidatos, entre los que sólo tenía fuerza la duquesa de Braganza, Catalina, hija de don Duarte y nieta de don Manuel, mi abuelo; por eso encerré a Antonio Pérez y a la princesa de Éboli que trataban de soliviantar a los duques de Braganza contra mí. Los demás pretendientes sólo querían utilizar su candidatura como una baza política en sus tratos conmigo, y nunca pensaron acceder realmente al trono de Portugal: Alberto Ranuccio de Parma, Manuel Filiberto de Saboya y la regente de Francia Catalina de Médicis. En el fondo, nadie dudaba de que mis derechos superaban a los de todos los demás: yo era hermano de Juana, la madre del último rey don Sebastián; y mi madre, Isabel la emperatriz, era hija del gran rey don Manuel, el Afortunado. Era imposible enfrentarse conmigo desde una doble bastardía, y tanto la Iglesia como la nobleza y los mercaderes de Portugal lo comprendieron así desde el primer momento. Sobre todo cuando empleé todo mi poder y mis recursos para rescatar generosamente a los ochocientos nobles cautivos en África tras la derrota de Alcazarquivir, entre ellos a dos posibles rivales, Crato y Braganza.
Los acontecimientos se precipitaron, de acuerdo con mis previsiones. En enero de 1580 el cardenal-rey don Enrique convocó a las Cortes de Portugal para decidir su sucesión en vida, y tanto él como las Cortes parecían inclinarse claramente en mi favor; pero antes de que la decisión se tomase falleció el buen anciano el 31 de enero de ese año. Entonces, mientras don Cristóbal de Moura removía desde Lisboa a mis partidarios que cada día engrosaban, ordené la movilización de un ejército en Castilla para respaldar por la fuerza mis derechos indudables y mi deseo, que ya se desbordaba, por aquella Corona. Dispuse, para asegurar la campaña y evitar con nuestra rapidez cualquier injerencia extranjera, la preparación de tres cuerpos: uno en Galicia, al mando del conde de Benavente; otro en Huelva, de cuyo reclutamiento, preparación y mando se encargó el duque de Medina Sidonia, y el cuerpo principal, al que yo pensaba acompañar, irrumpiría por Extremadura a las órdenes del duque de Alba, que tendría, además, el mando de todo el conjunto. Don Fernando Álvarez de Toledo seguía recluido en su castillo de Uceda, desde que cayó en mi desgracia por casar a su hijo sin mi licencia, por sus excesos en Flandes y sus amargas críticas a mi política de paz. Ahora, con su irreconciliable enemigo Antonio Pérez encerrado, accedió inmediatamente a tomar el mando de la campaña de Portugal, como me había aconsejado insistentemente el cardenal Granvela, mi nuevo ministro; primero porque es timbre de su casa acudir sin dilación a la llamada del Rey; segundo porque Alba era por encima de todo un militar, a quien se ofrecía la gloria de ganar para España un nuevo reino. Enfermo como estaba se puso inmediatamente en camino a Extremadura, tras aprobar yo los nombramientos que hizo de Sancho Dávila para maestre general del ejército y de su propio hijo para maestre de la caballería. Sabedor de que el adiestramiento de mis tres cuerpos progresaba favorablemente me puse en camino y llegué a fines de mayo a Medellín, desde donde cursé órdenes al marqués de Santa Cruz para que con toda la flota de guerra cubriese nuestras operaciones desde el mar. El marqués, que siempre tenía a punto sus barcos, estableció inmediatamente un enlace permanente de información con el duque de Alba y dio fin con prontitud a sus preparativos.
Después de unos años de relativo estancamiento, España reanudaba de esta forma su política exterior expansiva. Ya he referido los victoriosos proyectos de Farnesio en Flandes, tras salvar la dificilísima situación que allí encontró al desaparecer don Juan de Austria. El éxito del príncipe de Parma facilitó mi nueva etapa de intervención directa en Francia, de la que luego hablaré, así como el planteamiento de una guerra total contra Inglaterra, mientras nuestros reinos de Indias ampliaban por todas partes su horizonte. Ahora me tocaba a mí inaugurar personalmente esta nueva época de iniciativa militar y expansión imperial con la campaña portuguesa. Poco antes de mi llegada a Medellín supe que las Cortes de Portugal daban largas a mi sucesión, movidas seguramente por la presencia de don Antonio, el prior de Crato, a quien ya no había podido retener más Medina Sidonia sin sospecha, y que se había presentado en Lisboa para soliviantar al pueblo y preparar la resistencia contra mí, para la que solicitó la ayuda urgente de Francia y de Inglaterra. Así que ordené acelerar los preparativos y el 13 de junio del 80 pasé revista, con el duque de Alba, a las tropas de nuestro cuerpo central, que rebasaban los veinte mil hombres. Allí desfilaron ante mi tribuna, ocupada por lo más granado de la Corte, «doce compañías de hombres de armas, jinetes con sus pesadas armaduras; cinco de arcabuceros a caballo y otras tantas de jinetes de la costa de Granada; varios destacamentos de los antiguos tercios de españoles, tres de italianos, los alemanes de Lodrón, sesenta piezas de artillería, mil trescientos gastadores, tres mil quinientos carros y casi otras tantas acémilas. Al frente de cada agrupación venían Fadrique de Toledo con la caballería, Mendoza con la infantería española, Médici con la extranjera, Francisco de Mave con los cañones, y jefe supremo del conjunto, el gran Duque de Alba, de azul y blanco, que eran los colores de sus armas. Del acto había dispuesto con buen orden Sancho Dávila, en forma de batalla, por armas y vestidos, por colores y bordados, que hacían florido el campo verde y más lustroso el sol que hería en los arneses. Jamás hizo tan vistoso lienzo un pintor en Flandes».
Tan lúcido ejército se puso inmediatamente en orden de marcha, y lo mismo hicieron, desde sus bases de partida, los cuerpos de Andalucía y de Galicia. Una semana más tarde la vanguardia del duque de Alba estaba ya en Villaviciosa, el 27 cruzaba el Guadiana y el 28 se apoderaba de Elvas, frente a Badajoz. Pese a las falsedades, difundidas por el prior de Crato, por todas partes la mayoría del pueblo saludaba con entusiasmo a nuestros soldados, que se comportaron admirablemente. El 18 de julio el duque de Alba, llevado en litera por su enfermedad, pero sin resignar el mando ni por un momento, se plantaba ante la ciudad de Setúbal, donde estableció contacto con la escuadra del marqués de Santa Cruz.
En una arriesgada maniobra, don Álvaro de Bazán logró dominar el estuario del Tajo y trasladó hasta Cascaes al grueso del ejército. Antes de disponer el asalto a Lisboa encargué al duque que negociar en lo posible con el prior de Crato, pero el pretendiente se negó. Debo reconocer que el prior y sus tropas leales se batieron contra nuestro ejército, que era muy superior, con la bravura que de portugueses se esperaba. Alba adelantó a su ejército para envolver a la capital, y entonces el adversario tuvo que presentar batalla para no quedar encerrado por tierra y río dentro de sus muros. Apoyándose en ellos trataron de frenar nuestro avance en la batalla de Alcántara, pero los arcabuceros de Sancho Dávila, que se habían infiltrado en el campo contrario, decidieron la victoria al enviar desde atrás sus mortíferas descargas. El prior de Crato consiguió escapar, pero su ejército y la ciudad de Lisboa cayeron en nuestras manos. En un barco flamenco eludió Crato el bloqueo del marqués de Santa Cruz y trató de organizar la resistencia en el norte del reino. Pero el duque de Alba envió hacia Oporto un fuerte destacamento que combinó sus movimientos con el cuerpo de Galicia al mando del conde de Benavente. Allí la resistencia fue todavía menor y el pretendiente tuvo que huir a las islas Azores, que se habían declarado por él, mientras nuestros cuerpos completaban, casi sin lucha, la ocupación del territorio.
Yo entré en Lisboa rodeado por el respeto y el afecto de mis nuevos súbditos, y desde entonces he pensado muchas veces trasladar allí, al menos periódicamente, la Corte y capital de todos mis reinos. Se reunieron en Thomar las Cortes, que me proclamaron Rey de Portugal el 16 de abril de 1581. Allí prometí mantener las leyes de Portugal, no crear nuevos impuestos y no inundar a Lisboa de castellanos; por el contrario fueron muchos los portugueses que desde entonces medraron en España, donde llegaron a los más altos puestos de la administración y del ejército. Juntas nuestras escuadras éramos muy superiores a las de Inglaterra y Francia. Para demostrar a los portugueses cuánto estimaba mi nueva Corona, a la que nunca fundí con la de Castilla y la de Aragón, viví y goberné mis reinos, antiguos y nuevos, desde Lisboa durante más de dos años. Desde allí renové en febrero del 81 por tres años la tregua con el sultán, mientras aumentaban las remesas de plata desde las Indias: treinta millones de ducados habían afluido para la Corona a Sevilla en los años 60, sesenta y cuatro millones en los 80, ochenta y tres millones en los 90 hasta hoy. El Imperio de Portugal se incorporó sin la menor dificultad a mi nueva Corona, sobre todo cuando el marqués de Santa Cruz, en una campaña naval fulgurante, desalojó de las Azores al prior de Crato y a sus protectores de la marina inglesa durante el año 82. Consumada esta forma mi posesión de tan alta Corona, que se extendía, como la de España, por todo el mundo, permanecí en Lisboa cuanto tiempo pude, porque allí me encontraba en casa tanto como en El Escorial; y porque de frente al océano sentía más viva la presencia de las Indias, que tanto contribuían al sostenimiento de mis empresas, y donde entre mi padre y yo ganamos para la fe mucho mayores reinos que los perdidos en Europa por el embate de la herejía. Viví, pues, y goberné en Lisboa hasta el 83, cuando los problemas de mi reino, atizados desde sus prisiones por el traidor Antonio Pérez, y la cada vez más ineludible empresa de Inglaterra reclamaban mi presencia en España, junto a la administración que hasta entonces había desempeñado el cardenal Granvela con diligencia notable.