LA EJECUCIÓN DEL «VERDINEGRO»

Combinaron, pues, Antonio Pérez y Ana de Mendoza su información y sus influencias, que eran muchas, para perder a Juan de Escobedo al verse descubiertos por éste, cuando les amenazó con delatarles en vez de hacerlo inmediatamente; y es que el principal colaborador en la ejecución de Escobedo fue Escobedo mismo, por su ambición y su imprudencia, que desbordaban por todas partes su lealtad a mi hermano; y porque, criado en la privanza de Ruy Gómez, de quien había sido secretario predilecto muy por encima de Antonio Pérez, pretendió jugar a dos barajas y aprovechar en su favor, y tal vez en favor de mi hermano, su familiaridad de toda la vida con Ana y con Antonio Pérez. Provenía Juan de Escobedo de una familia hidalga de Santander, y se hizo nombrar alcaide del castillo de San Felipe, defensa principal de aquel puerto de Castilla, y de las Casas Reales, para mantener su influencia en su solar; alardeaba de esa influencia y llegó a decir, y sobre todo a escribir, que todo lo escribía, que por aquel portillo entraría alguna vez su amo don Juan para ser rey de España, lo cual jamás pasó por las mientes a mi hermano, por más que Antonio Pérez me lo comunicó como ensueño de mi hermano y no alucinación de Escobedo, a quien por su carácter, endiablado y altanero, subido de bilis, llamábamos Ana, Pérez y yo en nuestros billetes reservados el Verdinegro.

Durante el verano de 1576 mi hermano, como creo ya he recordado, paró una temporada en Madrid para concretar conmigo su mando y gobierno en Flandes y su arriesgada empresa de Escocia, que le tenía poseída el alma, y se hospedó con este motivo en «La Casilla» de Antonio Pérez, con gran envidia de la Corte. Entonces concibió mi hermano la idea de formar en Madrid un partido suyo, que Escobedo gestionó en sus viajes, alentado por Pérez, quien luego me venía a mí con el cuento para desacreditar a don Juan. Otra de las calumnias que me vertía lentamente Pérez, como veneno, eran los tratos de mi hermano con los pretendientes católicos de Francia, los Guisa, que en realidad, como supe después, se redujeron a contactos militares necesarios para combinar las campañas del norte. En febrero del 77 Antonio Pérez me enseñó con muchos misterios y aspavientos una imprudentísima carta de Escobedo, que ya había vuelto junto a su amo, en la que, a propósito de la mala salud de mi heredero, sugería «que el Rey tuviera en quien descargar; y que habiendo visto con la sagacidad, prudencia y cordura con que Su Alteza —don Juan— gobierna estos negocios, parece que es sujeto en quien cabe este lugar; y que como dice la Escritura, fue Dios servido por su cristiandad de dársele (al Rey) para báculo de su vejez». A los pocos días don Juan, que parecía en esto secretario de Escobedo, repetía las mismas expresiones a Pérez y le encomendaba cariños para la que llamaba mi Tuerta. Don Juan se ofrecía de verdad como ayuda generosa en mis trabajos; Escobedo pretendía aliarse con Pérez para jubilarme, y de momento me llamaba viejo cuando yo no había cumplido todavía cincuenta años y había demostrado mi renovada capacidad de engendrar. A Pérez no le costó mucho trabajo convencerme de que don Juan y su secretario conspiraban contra mí.

En éstas Juan de Escobedo volvió —para no regresar ya junto a su señor— a Madrid en la primavera del 77, con el fin de gestionar conmigo la reanudación de las hostilidades en Flandes ante la insolencia de los rebeldes. Movido y convencido por Antonio Pérez entretuve a Escobedo durante todo aquel verano, con lo que pudo dedicarse a la intriga política dentro de lo que él creía alianza con Pérez, y juntos los dos quemaron sus papeles más comprometidos del uno para el otro, aunque mi secretario se quedaba con copia fehaciente de cuanto fingía destruir. Fue entonces cuando sorprendió a los amantes y amenazó con denunciarlos; mientras, en vez de dirigirse a mí, osaba enviarme memoriales que rozaban la grosería, por lo que Antonio Pérez y yo le confirmamos el apodo del Verdinegro. Se permitió, además, cortejar abiertamente a doña Brianda de Guzmán, dama de la Corte que era mujer del castellano de Milán, Sancho de Padilla, y amiga de Ana, que me hacía llegar con todo detalle semejante desliz. Con esto llegaron noticias a Madrid, antes que acabase febrero del 78, sobre la gran victoria que mi hermano Juan obtuvo en Gembloux al frente de los Tercios contra los rebeldes de Flandes, y Pérez acertó a volverme de nuevo el gozo en sospecha, por decirme que si logran extirpar la rebelión de Flandes el poder de don Juan se haría irresistible, lo que corroboraba con nuevas imprudencias de Escobedo. Fue entonces cuando, tras madura meditación, consentí en la muerte violenta del secretario.

Mi confesor, el dominico Chaves, perfectamente informado por mí y por el marqués de los Vélez de todas las circunstancias del asunto, me comunicó ante Dios vivo que «graves teólogos católicos, doctos y píos, enseñaban que el Rey, aun no siendo, como no lo es, dueño absoluto de vidas y haciendas de sus súbditos, podría, en calidad de juez supremo, dispensar de los trámites humano-civiles de los tribunales de justicia, y con carácter grave, sentenciar privadamente, condenando a muerte a aquellos súbditos que conozca con certeza ser reos de crímenes merecedores de ella». Reunida secretamente mi junta de teólogos, se declararon por unanimidad favorables a esta doctrina común, que por entonces aplicaban todos los reyes de Europa, y que yo mismo había utilizado en la ejecución del traidor Montigny cuando tuve por demostrados sus tratos con Francia. No tengo, por tanto, nada que achacar a mi conciencia por la ejecución de Escobedo; sí tengo que arrepentirme de mi credulidad, porque fui, para autorizarla, vilmente engañado por Antonio Pérez, por la princesa de Éboli y por el marqués de los Vélez.

Así aprobé, en presencia del de los Vélez, la propuesta que me hizo Antonio Pérez para eliminar a Juan de Escobedo por el procedimiento del bocadillo, que él consideraba seguro ante la experiencia de uno de sus criados en Italia. Pérez encargó la operación a su secretario Diego Martínez, aragonés que reclutó a un grupo de matones dispuestos a todo por dinero y un salvoconducto que les condujera a Italia, donde se les garantizó un empleo en el ejército. Uno de ellos era otro aragonés, Antonio Enríquez, un jaque rubicundo a quien apodaban el Ángel Custodio, que recibió de Martínez una lista de venenos con la que salió para la huerta de Murcia, famosa por sus hierbas letales que luego destiló y mezcló en Madrid un tal Muñoz, boticario de Molina. Quedó preparado el tósigo para los carnavales, y lo probaron en un gallo que no murió. Descartaron las hierbas murcianas y poco después trataron de envenenar a Escobedo con una nueva fórmula durante una cena en «La Casilla». Antonio Pérez, según me relató, comprobó la preparación de la copa para Escobedo al salir de la estancia con excusa de mear pero tras ingerirlo, el así condenado no pareció ni enterarse. Unos días después se repitió el intento, ahora por la vía segura del arsénico, en la casa de Antonio Pérez, plaza del Cordón. Escobedo se sintió mal pero vomitó y al día siguiente despertó con perfecta salud. Se puso realmente muy mal la tercera vez, cuando le hicieron ingerir en el vino polvos de solimán, por lo que se detuvo y ahorcó a una esclava morisca que nada tuvo que ver en el asunto. Con esto quedó descartado el veneno, al que Escobedo parecía inmune, y nuevamente hube de acceder a que se le acabase de una estocada. Yo tenía tan serena mi conciencia por haber decretado secretamente la ejecución que no me importó declararlo en el posterior proceso de Antonio Pérez: «Sabe muy bien la noticia que yo tengo de haber hecho él matar a Escobedo, y las causas que me dijo había para ello», dije entonces a los jueces por escrito. Y los jueces entonces «exigieron a Pérez que declarase las causas que habían habido para que Su Majestad diese su consentimiento a la muerte del secretario Escobedo». Insisto en que, nadie se extrañó de mi decisión; la regente de Francia Catalina de Médicis había consentido en la noche de san Bartolomé, en la ejecución de Gaspar de Coligny; el rey Enrique Darnley de Escocia, marido de María Estuardo, mató por su mano a David Rizzio por acusaciones de adulterio, y luego Bothwell y la propia María decidieron la eliminación de Darnley. Sobre las muertes que impusieron a sus consejos mi esposa María y mi cuñada Isabel de Inglaterra no hay ahora que añadir nada más, así como las que a diario ordenaban los príncipes de Italia, mucho más expertos que mis hombres en el uso del tósigo.

Una vez que se prescindió del bocadillo, el secretario de Antonio Pérez envió a Barcelona por una ballesta chica, capaz de hacer, disparada de cerca, un hueco en el pecho por el que podría introducirse un arcabuz. Vinieron con la ballesta el mismo día en que ahorcaban a la criada morisca y el propio Pérez dio instrucciones al grupo de sayones que se encargarían de la ejecución, entre los que destacaba un vasco muy hábil en el manejo de la espada, Insausti. Todo arreglado y convenido, Pérez se fue hasta Alcalá de Henares a esperar noticias y procurarse una buena excusa cuando se conociera la muerte. Anochecía el lunes de Pascua, 31 de marzo del 78. Escobedo salió para visitar a la princesa de Éboli, que creyó advertir una lumbre de sospecha en sus ojos, y de allí a casa de su querida doña Brianda, que estaba próxima.

Todo aquel barrio a mediodía del Alcázar parece girar en torno a la iglesia de Santa María, sobre la que se llega de todas partes. A las nueve de la noche, que ya cerraba, Escobedo salió de doña Brianda, montó a caballo y marchó al paso precedido por una breve escolta con antorchas. Los tres valientes atacaron al corto grupo, y tal vez los criados de Escobedo estaban tocados por Enríquez porque huyeron sin resistir. Junto a los muros de Santa María el vasco Insausti le atravesó con la espada de parte a parte, sobre el mismo corazón. Murió con los ojos saltándosele de la sorpresa, y allí le abandonaron los asesinos, a los que les fue facilitada la huida hasta Italia, tras mantenerles, con mi conocimiento y burla de la justicia, ocultos en la Corte.

Esa misma noche Antonio Pérez, avisado con urgencia, regresaba a Madrid y desde casa de la princesa de Éboli me envió de madrugada un billete en que me daba cuenta de la ejecución. Pero tres horas antes ya me había enterado de todo por otro billete de Mateo Vázquez, que me amplió mi caballerizo don Diego de Córdoba recién venido del lugar de los hechos. Engañado como estaba, la ejecución de la secreta sentencia no me displació. Y entonces empezó un duelo a muerte entre mis dos secretarios, Antonio Pérez y Mateo Vázquez, que desde el primer momento sospechó la verdad y las causas de la instigación de Pérez sobre mí.

Caída y prisión de Pérez y la Éboli

En una carta casi desesperada, mi hermano Juan de Austria me reclamaba justicia por el asesinato de su secretario. Pronto le empezaron a fallar a Pérez sus seguridades. Murió en mi desgracia, camino de su palacio del Almanzora y recién destituido por mí, el principal valedor de Pérez, marqués de los Vélez. Ese mismo verano su astrólogo Pedro de la Hera le vendió, por insistencia de los hijos de Escobedo, y denunció a su señor ante la justicia. La viuda de Escobedo logró de mí una audiencia en la que acusó muy firmemente a Antonio Pérez y a la princesa de Éboli de asesinar a su marido. Al poco tiempo murió junto a Namur mi hermano Juan, seguramente de frustración y de pena, y al repasar sus papeles comprendí —como dije— toda la enormidad de mi equivocación, y toda la maldad de Pérez y de Ana que me habían envuelto en lo que ya miraba no como una ejecución, sino como un crimen. Como escribí —aquí tengo el papel— al margen de una consulta de Castilla, el 20 de septiembre de 1590, todas las cosas que Pérez dice en su traición, dependen de las que me decía a mí, tan ajenas a la verdad, aunque con las cartas de mi hermano que descifraba tan falsamente que me las hacía creer, con lo que respondía yo algunas veces conforme con lo que me engañaba. A fines de ese mismo año las cosas se precipitaron. Mateo Vázquez acusó formalmente a Antonio Pérez de haber asesinado a Juan de Escobedo y me pidió por mi conciencia y honor que arrestase a quien por diez años había sido mi secretario principal. Como mostré ciertas vacilaciones, Mateo Vázquez, apoyado ya por el partido de Alba que conocía toda la situación, abandonó la Corte en silenciosa protesta. Entonces, por temor a que, como había dejado escapar la princesa de Éboli, Pérez me traicionara y publicase los documentos más comprometedores de mi reinado, cuyas copias tenía a buen recaudo donde jamás supimos, le ofrecí insistentemente mi embajada en la República de Venecia, o aquella que más le gustase. Seguro de sus secretos, incapaz de comprender que había perdido ya mi gracia para siempre, se negó en redondo y continuaba despachando conmigo como si tal cosa. Yo ya le odiaba; más que por lo que me había hecho, porque comprendí que me hallaba en medio de sus redes.

Mateo Vázquez era la contrafigura de Antonio Pérez. Bajo, frugal, rechoncho, casto, enfundado siempre en su traje talar medio gastado, no había olvidado su infancia en Argel, donde nació de madre cristiana cautiva y por ello le apodaban el Moro. Había hecho su carrera en casa del cardenal Espinosa, y se adscribió al partido duro del duque de Alba. Le escogí como secretario de Estado junto a Pérez en este año aciago en que murieron Escobedo y don Juan y le mantuve hasta su muerte en el 91. Él me ofreció las pruebas de que Pérez y su amante vendían en Italia secretos de Estado, y además hacían pechería, y almoneda, en Madrid, de las mercedes regias, como una sociedad mercantil de la corrupción. Pérez se había vinculado con la casa bancaria genovesa de los Spínola, que operaba en todos mis reinos. También me presentó Vázquez las pruebas de que Pérez mantenía contactos traidores con los rebeldes de Flandes y con el Papa, por dinero. Cuando mi confesor Chaves conoció todos estos detalles quedó aterrado, y me enfrentó con mi conciencia como cómplice, aunque engañado e involuntario, de un crimen. Pero en el verano del 78 había muerto en su loca aventura africana el rey don Sebastián de Portugal, y yo hice valer desde el primer momento mis derechos sobre aquel reino, que creía seguros y fundados. Hasta entonces el temor a que Pérez y Ana revelasen sus secretos contuvo mi ira creciente; pero cuando Vázquez me probó que con sus malas artes estaban interfiriendo en mis proyectos sobre Portugal, mi paciencia se colmó y decidí que ya no podía convivir con la indignidad por más tiempo, al precio que fuere. En efecto, los traidores amantes tramaban la boda de un hijo de la princesa con una hija de los duques de Braganza, remotos pretendientes al trono de Lisboa, con el secreto designio de favorecer su candidatura contra la mía, y entretanto vendían a los Braganza mis planes secretos sobre Portugal. Entonces decidí romper el juego y ordené al cardenal Granvela, que estaba sin ocupación especial en Roma, que se presentara con urgencia en Madrid para tomar las riendas del gobierno, por encima de los dos partidos que se lo disputaban. Al ventear mi decisión, Antonio Pérez fingió retirarse por ver si yo me alarmaba, pero me mantuve como de hielo, por lo que quedó totalmente desconcertado. Y en la Semana Santa mi infiel secretario se encerró con la princesa de Éboli en el palacio de Pastrana, desde donde solicitó verme para un último y desesperado intento. Por primera vez en once años me negué a recibirle y le reprendí en durísima carta sus indiscreciones, sin aludir todavía a sus traiciones para no provocar su huida. Ya era el mes de junio cuando Ana de Mendoza, despechada por el desvío que yo les mostraba a ella y a su amante, se atrevió a dirigirme una dura misiva que yo guardé como prueba de cargo contra ella. El día de Santiago ofrecí por última vez a Antonio Pérez la embajada en Venecia, que volvió a rechazar; definitivamente había medido mal sus fuerzas contra mí. Como presagio de cuanto iba a suceder, al día siguiente cayó sobre toda Castilla una espantosa tormenta de agua y granizo, que produjo innumerables muertes de hombres y animales, y desbordó los ríos y las ramblas. Para encontrar fuerzas en mi decisión, ya tomada, esa mañana confesé y comulgué en la capilla del Alcázar. El 28 de julio, por la tarde, llegó a Madrid el cardenal Granvela, mi nuevo ministro universal, y sin apenas poderse cambiar le llamé a mi presencia. Oyó mis instrucciones y las cumplimentó inmediatamente. Esa misma noche, sobre la hora en que había muerto Escobedo, dos destacamentos de mi guardia detuvieron en sus palacios, de donde no se habían atrevido a salir, a Antonio Pérez y a Ana de Mendoza. El secretario quedó retenido allí mismo, en la plaza del Cordón, con centinelas a la puerta principal y la excusada; la princesa de Éboli, presa en Pastrana, fue llevada por mis soldados a la torre de Pinto que le iba a servir de cárcel. En su informe, el capitán que la condujo expresaba su asombro por la indignación y la intemperancia de la princesa, que trató de seducirle sin el menor éxito. Con estos dos terribles enemigos a buen recaudo quedó restablecida la justicia, aunque tardíamente para Escobedo y su amo don Juan, y yo quedé libre para dedicarme con el alma y la vida a la gran empresa de Portugal.