ANA

No sé cómo abordar, Terrones, la huella que Ana de Mendoza dejó en mi vida. Su relación con Antonio Pérez lo enfangó después todo; y yo mismo, por seguir mi habitual táctica de confundir a quienes conspiraban contra mí, he sembrado de pistas falsas mi relación con esta mujer, a quien el obispo Pazos, presidente del Consejo de Castilla, conoció como nadie, sin haberla tocado jamás, al decir: «la hembra es la levadura de todo esto». En una Corte con tantas princesas ella era la princesa; en un Madrid con las mujeres más bellas de Europa, ella era simplemente la hembra. Durante años y años Ana lo llenaba todo; lo dominaba todo. Incluyéndome a mí, el monarca más poderoso de la tierra.

Ana de Mendoza y de la Cerda, descendiente de los primeros linajes de Castilla, con la sangre de mi antecesor Fernando el Santo, bisnieta del cardenal que fue tercer rey de España con mis bisabuelos los Reyes Católicos, por don Diego, a quien el cardenal hubo en una dama de doña Juana de Portugal, hermana del rey Enrique IV de Castilla, y tan casquivana como su dueña. Conde de Mélito al casar con Ana María de la Cerda, engendraron a otro don Diego de Mendoza, príncipe de Mélito y duque de Francavilla, casado con Catalina de Silva, hermana del conde de Cifuentes. De ellos nació Ana de Mendoza como única hija que heredaría su enorme patrimonio, el año 1540, bajo la misma estrella que Antonio Pérez. Ardía en sus venas toda la sangre heroica y levantisca de los Mendoza; toda la sangre altanera y vesánica de los Medinaceli. Su abuela Ana de Mendoza, famosa por su megalomanía, compró Pastrana donde quiso edificar una pequeña corte. Llevaba Ana la marca de otra Mendoza, la rebelde María de Padilla, alma de la rebelión comunera; y su belleza perfecta, ya notoria en su adolescencia, quedó desfigurada cuando perdió un ojo en duelo a espada con un paje de su padre. Pero convirtió el defecto en atractivo, al ocultar su ojo dañado, que no perdido del todo, con un juego cambiante de parches y tafetanes que eran, cada mañana, el comentario de la Corte. Su nombre y sus rentas le hicieron pensar que su familia reservaba su mano para muy altos destinos; y alguna vez me confesó cuando intimamos que se soñó reina de España a mi lado, y si España fuera Inglaterra así habría sucedido. Pero mi padre la quiso dar a su consejero más estimado, el caballero portugués Ruy Gómez de Silva, quien por mi medio se desposó con Ana cuando acababa de cumplir ella los doce años, y él los treinta y seis. Hubieron de esperar siete —más por los viajes de Ruy Gómez que por las impaciencias de Ana— para consumar su enlace. Mi regalo de boda fue el principado de Éboli para Ruy Gómez, por lo bien que me había servido en Inglaterra; y para ella, que ya armaba revuelos en la Corte, el ducado de Pastrana.

¿Cómo podría yo describir a la princesa de Éboli, sin recaer en la nostalgia que luego ella arrastró por el odio y la traición? Antonio Pérez, quien al poseerla luego para hollarme como hombre no llegó a amarla más que como supremo recurso y fuente de poder, la retrató mejor que nadie en esas frases que andan por toda Europa en sus habladurías: «Joya engastada —escribió— en tantos y tales esmaltes de la naturaleza y de la fortuna». Era menuda pero formada tan arrebatadoramente, que al moverse un punto prendía de envidia a las mujeres y de deseo a los hombres. Su belleza era perfecta, pero no única; lo que resultaba único era su gracia, su forma de moverse y de atender, la elegancia con que se sentaba, la profundidad con que aprendió, de niña, a mirar a los ojos. Era su figura alargada, su cabello negro que gustaba de recoger sobre la frente, pero que dejaba caer, en la intimidad, sobre los hombros, todo hacia un lado, aunque luego lo adelantaba para proteger su pecho incitante. Claro que la amé, cuando ella aprovechó un momento de soledad para decir cómo me había esperado. Fue cuando Ruy Gómez, su marido, hubo de salir para un viaje de Estado a las tres semanas de que tomase posesión de ella; tras dejarla, como me confesó, más insatisfecha de lo que ya temía. Yo acababa de perder a mi segunda esposa María de Inglaterra, y aún no había recibido a Isabel de Francia, a quien hube de respetar por no quebrarla durante dos años. Aquéllos fueron mis dos años con Ana de Mendoza, mis últimos pecados de la carne, que ya dejé para siempre cuando comprendí lo que Isabel me amaba; pero ninguna mujer me turbó tanto, ni me hizo desearla tanto como Ana, cuyas artes de seducción, increíbles a sus diecinueve años, semejaban cosa de brujería y seguramente lo eran. Ahí está nuestro hijo, que es el primogénito de ella, a quien cedió su título de Pastrana; ese Rodrigo de Silva que fue de joven mi vivo retrato, capitán de juerga y tronío que gustaba de cortar, borracho, las narices a sus alféreces, como si quisiera dar rienda suelta a mis propias represiones; pero a quien perdoné una y otra vez en espera de que floreciera el heroísmo de su sangre, mi sangre, como por fin ocurrió cuando dirigía, con valor sobrehumano, las cargas de caballería en el ejército de Farnesio, que me propuso su nombramiento de maestre general. Vino después a España, donde pude hablar a solas sin que jamás sospechase nada; salvo en sus confidencias a Pérez, Ana me guardó con todo el mundo una extraña discreción sobre nuestros amores, que no me echó jamás en cara. Contribuyó Rodrigo a mi enojo con la Casa de Alba al intervenir en un arreglo de boda que yo no deseaba, pero volvió a lavar sus errores en la batalla, y murió en su campamento de Luxemburgo hace ahora dos años. Todo Madrid sospechaba que era mi hijo; yo jamás lo admití, ni lo desmentí. Miente Pérez, o quizá le engañó antes Ana, cuando atribuye mi enojo contra él a celos por haberme sucedido en el amor y el lecho de Ana. Dice en cambio verdad el conde de Barajas cuando en un papel muy difundido en la Corte señala que Pérez amó a la misma mujer a quien el Rey amó, pero mi amor con Ana vivió cuando ella no se había corrompido aún por el poder, y el amor de Pérez fue solamente para utilizarla.

Mi confesor Chaves, que la odiaba, hizo que toda la Corte la apellidase Jezabel, aunque algunos preferían llamarla, por recuerdos de una famosa criminal, la Canela, y ella aceptaba el apelativo de la Tuerta, como con cariño la escribía mi propio hermano Juan. En el fondo le encantaba que las damas de la Corte discutieran sobre si cubría hoy el ojo con el parche de bayeta o el de anascote, sobre si veía o no algo por el ojo herido, que sí distinguía las figuras, aunque quería disimular su aspecto lechoso y repulsivo. Se sentía feliz cuando sus criados venían a traerle los chismes de la Corte, que siempre la mantenían como figura principal en los salones y los mentideros; ninguna conversación acababa o empezaba sin mencionarla. Como casi todas las damas de la casa de Mendoza afectaba usar el habla del pueblo, que parecía salirle como cosa propia: cuando Escobedo le amenazaba con revelarme sus amoríos con Pérez, de los que yo estaba al cabo de la calle, le contestó en jarras: «Más quiero el trasero de Antonio Pérez que todo el cuerpo del Rey». Lo cual fue muy celebrado en la Corte cuando Escobedo, que era indiscreto, lo divulgó.

En 1569, cuando yo acababa de perder a Isabel de Francia, Ana de Mendoza, que había sido dama joven de la reina durante sus primeros años en Madrid, quiso verme para expresarme su dolor, pero yo solamente se lo permití cuando vino al Alcázar con su marido. Aquel amor nuestro habla terminado para siempre y yo solamente quería acercarme a una mujer para lograr un heredero; Ana seguía, además, ofreciendo a Ruy Gómez de Silva un hijo casi cada año. Al ver que su vida entre Pastrana y la Corte se volvía tan monótona, ya que mientras vivió el príncipe de Éboli no se atrevía Antonio Pérez, como criado suyo, a inconveniencia alguna con la princesa, Ana sufrió una especie de acceso místico y se empeñó en imitar a otras grandes damas de la Corte y de su familia que entonces cifraban su máxima ilusión en fundar un convento de carmelitas para la madre Teresa. El encuentro de dos mujeres tan dispares fue pronto la comidilla de toda la Corte, y contribuyó a que yo olvidase a ratos mis penas por las tragedias del año anterior.

A fines de mayo de ese año, los criados de Ana esperaban en Toledo a que la madre Teresa rematase allí su fundación para conducirla a Pastrana, donde por fin llegó a fines de ese mes, tras un breve paso por mi nueva capital, Madrid, que ya había crecido hasta la cifra de treinta y cinco mil almas. Allí recibí, por medio de mi hermana Juana, un mensaje de la santa viajera, con estas misteriosas palabras: «Me ha dicho el Señor: Teresa, di al Rey que se acuerde del Rey Saúl». Mi confesor me interpretaba que tal vez la madre se quería referir a mi desvío por mi hermano Juan, empeñado entonces en la guerra contra los moriscos, contra quien ya empezaba a destilar veneno Antonio Pérez; por ello no llamé a la madre aunque me pregunté muchas veces: ¿No vería yo a esa mujer? Pero Antonio Pérez no influía aún demasiado sobre mí, y además traté de colmar los deseos de honra y ayuda que mi hermano me exponía, aunque no le concedí el privilegio de silla y cortina que me reclamaba. Pensé que no estaba alimentando el resentimiento de un David a mi lado, y no me equivocaba.

Sin verme, pues, llegó a Pastrana la madre Teresa por no seguir recibiendo las cartas apremiantes con que Ana, invocando mi nombre, le instaba a tal fundación, y a las pocas horas ya se había arrepentido. Toda su infinita paciencia fue necesaria para aguantar los caprichos y las imposiciones de la princesa de Éboli, que pretendía atraer a la madre al partido de su marido, cuando ella se mostraba exquisitamente neutral entre Éboli y Alba, porque su causa no era de este mundo. Ana pidió entonces, con la insistencia que la caracterizaba, el Libro de su vida que la madre Teresa llevaba consigo; y luego lo dio a los criados, que hicieron burla, con risotadas, de lo que su ama llamaba embelecos y visiones. En fin, que la madre fundó en Pastrana, y al cabo de mes y medio pudo marcharse, sin demasiada esperanza sobre el porvenir de aquella casa. Hubo de volver allí en el año 70, para apaciguar una revuelta de los frailes descalzos, pero la princesa la sorprendió con una extraña visita, la ermitaña Catalina de Cardona, que vestía hábitos de fraile y tuvo allí en Pastrana una visión sobre nuestra victoria de Lepanto en la misma mañana en que sucedía, de lo que la princesa me dio inmediatamente cuenta. Las visiones de la madre Teresa eran de otra luz, y cuando consiguió marcharse de Pastrana empezó a prepararlo todo para librar a sus monjas de la terrible duquesa.

En éstas murió Ruy Gómez de Silva en el verano del 73 y su viuda sintió tal arrebato que se presentó después de los funerales en Pastrana con la pretensión de hacerse monja carmelita. Las pobres monjas no se pudieron negar y toda la Corte no paraba de reír cuando supieron los desmanes que la princesa perpetraba en el convento, donde pretendió dirigirlo y mangonearlo todo. Un mensaje de la priora a la madre Teresa lo decía mejor que nadie: La princesa monja: doy la casa por deshecha. Ana suprimió la clausura. Exigió cuatro criadas. Vejaba a las monjas. Reveló en octubre del 73 que estaba preñada de cinco meses, donosa noticia para un convento de carmelitas descalzas. Tuve que intervenir ante el escándalo, a petición de la madre Teresa; y mediante un acuerdo de mi consejo ordené a la princesa que abandonase el convento. Poco después la madre Teresa envió de noche a un grupo de frailes descalzos con buen tren de mulas, que sin advertirlo Ana rescataron a las monjas y las condujeron a otros conventos seguros. Al levantarse, la princesa envió gente armada para devolverlas a su fundación pero no las pudieron haber. Toda la Corte, y toda España, celebró este ridículo de la princesa de Éboli, que desde entonces no recataba su odio por la santa madre fundadora. Pero Ana respondió a la general rechifla con unas imprudentes palabras: ella podía más y sabía más que nunca. Agostada su furia mística, interrumpida su serie continua de maternidades, ya solamente vivió para el poder. Y el poder tenía para ella entonces un solo nombre en España: Antonio Pérez.

En 1576, cuando se había aquietado el escándalo de Pastrana, la princesa de Abolí, con mi licencia, volvió a la Corte, y se instaló en su palacio próximo al Alcázar, no lejos de la casa de Puñonrostro donde vivía Pérez cuando no estaba en «La Casilla». Volvió cuando su padre, el anciano príncipe de Mélito, encontró la muerte en sus ardientes efusiones de amor con su joven esposa, doña Magdalena de Aragón, a la que hizo un heredero con el fin primordial de quitarle a su hija Ana, a la que aborrecía, el mayorazgo. El hijo murió, y Ana supo la noticia por un billete de Antonio Pérez en que la felicitaba, después de ofrecer unas espléndidas albricias al confidente que se la había comunicado. Supe inmediatamente todas estas curiosidades, que revelaban una extraordinaria intimidad y alianza entre Pérez y la princesa; quienes, en efecto, se hicieron primero amicísimos y pronto amantes en cuanto ella vino tras la muerte de su padre a hacerse cargo de la herencia y a instalarse en Madrid. Ya en el año siguiente, 1577, el secretario de mi hermano Juan de Austria, Escobedo, vino a Madrid para recabar ayuda urgente y como se había educado en la casa de Ruy Gómez tuvo acceso permanente al palacio de la princesa. Amigo de Antonio Pérez durante muchos años, no pasó demasiado tiempo sin que primero sospechase, y luego reuniese pruebas de que Ana y Pérez se entendían demasiado. Una vez les sorprendió cuando, sin advertir su presencia, trataban del envío a Italia de ciertos papeles de Estado a mis espaldas. Otra noche, cuando vino a casa de la princesa con una carta de su amo Juan de Austria, la encontró en la cama con Antonio Pérez. Entonces cometió un error inconcebible: en vez de contarme todo, o escribírselo a mi hermano, prefirió amenazarles con revelarme tan escabrosa y traidora intimidad. Reiteró después la amenaza y el silencio: firmaba con ello su sentencia de muerte.