ANTONIO PÉREZ

Ahora llego en estas confesiones, maestro Terrones, al momento más difícil: mi relación, que fue íntima, con las dos personas más enrevesadas y nefastas con que jamás comunicó rey alguno; y que sin embargo lograron engañarme sutilmente, y atraparme hasta que me decidí a cortar por lo sano, sin atender a las consecuencias porque su dominio sobre mí rebasaba ya todos los límites de la indignidad. Comprenderéis que estoy hablando de mi secretario Antonio Pérez y de mi amiga Ana de Mendoza, princesa de Abolí, a quienes un destino infausto unió duraderamente contra mí, cuando yo les perdonaba durante años porque les creía, en medio de sus miserias, devotísimos a mi servicio.

«Antonio Pérez —así le retrataba quien de mi Corte mejor le llegó a conocer— estaba en gran privanza, ayudado del marqués de los Vélez, y usaba mal del favor, derramado, no virtuoso, demasiadamente suntuoso y curioso en el vestir, rico y odorífero, y pomposo en su casa; y superior, trataba con los demás secretarios fiado en la necesidad que juzgaba tenía de él el Rey, por su experiencia y participación de secretos y por la mucha mano que le había dado y él tomado de los negocios. Al fin tenía fama y nombre por apariencias semejantes a virtudes. Favorecía a muchos, usaba de liberalidad con los amigos, cortés y apacible en las conversaciones y cuando se ocupaba con ellos. Tenía las dotes casuales de naturaleza, gentil hombre de cuerpo, buen rostro, como a varón convenía; mas estaba muy lejos de poseer gravedad de costumbres o templanza en los deleites y pasatiempos; dado al regalo y magnificencia y algunas veces a vicio y superfluidad, mereciendo graves y vivos aborrecimientos, aunque era aprobado de muchos, que en tanta dulzura de deleites herían al supremo imperio, no demasiado estrecho ni muy riguroso». Había nacido en Madrid el año 1540, hijo ilegítimo, aunque luego legitimado por el Emperador, del clérigo Gonzalo Pérez, colaborador del secretario de mi padre Francisco de los Cobos, y después, por recomendación de mi padre, secretario mío durante mi regencia de España en 1543. Me acompañó en mi gran viaje a Europa y a la jornada de Inglaterra, donde me llevaba los mensajes de mi cuñada Isabel, recluida en su castillo, y que demandaba mayores anchuras, que yo le procuré. Gonzalo me había enseñado a firmar como un rey; en el 55 le nombré secretario de Estado. Me gustaba su afición a los libros, y le compré su biblioteca para la del monasterio.

Me había presentado Gonzalo varias veces a su hijo Antonio, joven de gran mérito que se había formado en nuestras universidades y también fuera, y poco después de morir Gonzalo en el 66 admití a Antonio en mi servicio, como secretario para el despacho del Consejo de Estado y el de Castilla. Tuvo que ser en mi año aciago de 1568 cuando Antonio Pérez empezó a trabajar definitivamente a mi lado, y a lograr mi privanza. Se adscribió, como había hecho su padre Gonzalo, al partido del príncipe de Éboli, y de momento se comportaba con discreción hasta la muerte de su protector en 1573, cuando ya se sentía seguro de mi aprecio después de los elogios que le dediqué ante mis consejos por su eficaz labor de coordinación que condujo a la victoria de Lepanto; tal vez llegó a atribuirse secretamente aquella gloria. Con el manejo de tantos proveedores y dineros, se enriqueció ostensiblemente, aunque al principio me engañaba diciendo que todo era herencia de su padre y donaciones de sus amigos, hasta que superé mi ceguera y averigüé que gran parte de esa fortuna provenía del cohecho y de la venta en almoneda de los más graves secretos de Estado. Poseía Pérez dos casas en Madrid; una junto al Alcázar, en la plaza del Cordón, en el solar de Puñonrostro; y otra, de campo, que llamaba «La Casilla», junto al llano de Atocha, donde luego hice fundar el convento de Santa Isabel. Los más ilustres visitantes de la Corte iban a ver las curiosidades de dicha casa como cosa señalada; allí guardaba cuadros de Lepanto, como un retrato de Andrea Doria, que confirman mi sospecha anterior; de Tiziano un Adán y Eva y una Adoración de los Reyes; una fuente de oro de mil ducados, y un brasero de plata, regalo de mi hermano Juan que decían valer ochenta mil. Su atuendo, cada vez más rico y lustroso, contrastaba con el mío, mucho más severo, por lo que alguna vez hube de extrañarme ante él, y se corregía hasta que me pasaba el enfado. Su caballeriza era la más suntuosa de la Corte. Corrían toda suerte de rumores sobre sus partidas de juego en compañía de la más alta nobleza: el almirante de Castilla, Octavio Gonzaga y otros grandes hacían timba en su casa, dicen que con veinte doblones de saca, y Pérez no solía perder. Mantenía a su lado a un astrólogo como Pedro de la Hera, que según parece acertó bastante en sus pronósticos. Era gran bebedor, y experto en lides amorosas, sin limitarse a mujeres, que se desvivían por acostarse con él, no sé si por su poder o por su galanura y capacidad de seducción. Cuando las cosas se le torcieron, tres de sus criados extranjeros fueron ahorcados por, ejercitar con su amo la sodomía, y la Inquisición procedió contra él por este motivo. Y no me extraña, porque a mi costa experimenté que, en el plano moral y político, Antonio Pérez era también un seductor de hombres.

Pero necesitaba una cobertura respetable y en el 67, inmediatamente antes de entrar a mi servicio directo, casó con su amante, doña Juana de Coello, tan noble como poco agraciada, a la que él desdeñó cumplidamente para obtener a cambio una fidelidad ejemplar en medio de la desgracia.

Este listo, diabólico hombre, como le llama mi maestro Juan Ginés de Sepúlveda, tomó posesión efectiva de su secretaría en noviembre del 68, cuando la pérdida del príncipe don Carlos y de mi esposa Isabel de Francia se abatían sobre mí en aquel año de mis desventuras. Supo tomarme la medida y devolverme el gusto por los asuntos de Estado hasta embarcarme con el alma y la vida en la campaña del Mediterráneo. Durante diez años ejerció en forma de privanza su seducción sobre mí, hasta que su comportamiento encanallado al tramar el asesinato de Escobedo, apartarme de mi hermano Juan e interferir para su provecho en mi gran empresa de Portugal me quitaron la venda de los ojos y decidí terminar con él. Pero el que Antonio Pérez pasara los días de diez años enteros junto a mí, con las manos en medio de mis secretos y mis confidencias, que anotaba cuidadosamente por si alguna vez tuviese que esgrimirlas en mi contra, es la equivocación más estúpida, ciega e inexplicable de mi vida. Tuvo que combinarse mi decepción y mi desilusión hacia él con la no menos grave que sentí hacia Ana de Mendoza —cuando los dos decidieron unir contra mí sus esfuerzos y sus destinos— para que yo advirtiese la profundidad del abismo a que uno y otra me habían conducido entre los más viles engaños que sufriera rey alguno en la historia de España.

Ruy Gómez de Silva, máximo protector de Antonio Pérez, murió en Madrid el 29 de julio de 1573. Privado de su sombra y su ejemplo, Antonio Pérez se desmandó. Casi estaba caliente el príncipe de Éboli cuando Pérez le sustituyó en el lecho de la princesa.

Sin embargo no debo flagelarme morbosamente por mi error con Pérez, cuando medio mundo se equivocó conmigo. Es cierto que el duque de Alba y su partido se consideraron enemigos suyos, sobre todo el conde de Chinchón, Diego de Cabrera y Bobadilla, y el conde de Barajas, Francisco Zapata de Cisneros, sobrino-nieto del gran cardenal, que de la presidencia del Consejo de Órdenes pasó a la de Castilla después de Pazos. Pero estos dos personajes estaban plagados de corrupciones, que Pérez me denunciaba para encubrir las suyas, y terminé por retirarles mi gracia y destituirles de sus cargos. En cambio estaban con Pérez, y le mantuvieron su apoyo incluso cuando yo se lo negué y les comuniqué las pruebas y fundamentos de mi enojo, la Santa Sede y la Iglesia de España, especialmente el arzobispo de Toledo, cardenal Quiroga, que fue su principal valedor en la desgracia; el obispo Antonio Pazos, presidente de Castilla desde el 77; su protector máximo después de Éboli, Pedro Fajardo, marqués de los Vélez, letrado y pacífico, yerno de Luis de Requesens y cómplice de Pérez en el asesinato de Escobedo; el duque de Sessa, de quien unos extraños papeles dicen que fue fundador en 1563 de una cofradía simbólica de albañiles inspirada en los secretos perdidos de la Orden del Temple; el almirante de Castilla, Luis Enríquez de Cabrera y Mendoza, duque de Medina de Rioseco, que jamás pisó barco alguno; otro Mendoza, Íñigo López, quinto duque del Infantado, la primera fortuna del reino, que casi reinaba en Granada; otro Íñigo López de Mendoza, tercer marqués de Mondéjar, capitán general en Granada y virrey de Nápoles; y otro Mendoza más, Diego Hurtado, el historiador, que había sido embajador de mi padre en Roma. El clan de los Mendoza, como llamaban a sus familias los nobles de Escocia durante mi estancia en Inglaterra, estaba en pleno con Pérez, quien al contemplar el enjambre de clérigos y nobles que se servían pudo decir sin rebozo alguno: A todos los llevo de la barba, y era desgraciadamente verdad. Volveré sobre Pérez; ahora debo hablar de la Mendoza que lo envenenaba todo, Ana, princesa de Éboli.