PASIÓN Y MUERTE DE JUAN DE AUSTRIA

Después de los triunfos y las represiones del duque de Alba en Flandes, mi victoria de Lepanto provocó el abatimiento de los rebeldes y traidores en aquellos Estados, que sin embargo encontraron pronto un inesperado apoyo en los reinos de Francia y de Inglaterra, temerosos de que la gloria que ganamos contra el Turco revirtiera en nuestra completa hegemonía sobre toda Europa. Los burgueses de Holanda armaron muchas naves ligeras corsarias, que dieron en llamarse mendigos del mar. Empezaron a merodear por aquellas aguas, y encontraron seguras madrigueras en los puertos de Inglaterra, hasta que consiguieron colaboraciones importantes en las propias costas de su patria, sobre todo después que ocuparon el puerto de Brielle en abril del 72. La rebelión se afianzaba en Holanda, y las medidas represoras de Alba no conseguían dominar el despertar de una nueva nación, cada vez más diferenciada, por el norte, de Flandes y la zona sur más adicta a las tradiciones católicas. Las plazas costeras de Frisia ayudaban descaradamente a los corsarios, hasta que Francia e Inglaterra firmaron ese mismo año contra mí la impúdica alianza de Blois, en que las ventajas políticas primaron sobre las consideraciones religiosas. Firmemente sostenido por los hugonotes de Francia, Luis de Nassau invadió nuestras fronteras de Flandes desde el territorio francés, y con un ejército hugonote tomó Valenciennes y amenazó a Mons. A todo esto Isabel de Inglaterra, sin declararme la guerra, alentaba las piraterías de su corsario Drake en las Indias.

Dos reinas se concertaban contra mí por la envidia de Lepanto. Reclamé enérgicamente ante Isabel de Inglaterra que prometió castigar a sus piratas, aunque luego les enalteció, por lo que respondí con la ayuda cada vez menos disimulada a los rebeldes de Irlanda, para quienes fundé un floreciente colegio en Salamanca. Me resultó más fácil convencer a la regente de Francia, Catalina de Médicis, que había sido mi suegra anterior, de los peligros que podrían acarrearle la tolerancia con los hugonotes, hasta que hizo caso de sus consejeros católicos y permitió una matanza terrible de herejes ese mismo verano en la noche de san Bartolomé, que toda Europa me atribuyó sin razón. De esta forma desapareció de momento el apoyo principal de Francia a los rebeldes de los Países Bajos, pero el duque de Alba no supo ver esta oportunidad de pacificación e irritó a aquellos Estados con renovadas exigencias de impuestos de tipo castellano y además se estrelló durante más de medio año en el asedio de Haarlem, de la que por fin se apoderó a sangre y fuego, con más de mil doscientos muertos en el asalto de nuestros Tercios hambrientos de dinero, comida, mujeres y sangre. Esta vez, sobre todo en los Estados Bajos del Norte, el pueblo abrazó ya la rebelión de los nobles y los burgueses y entonces Alba, que acertó a comprenderlo con claridad, desguarneció el norte que fue ocupado de forma estable por Guillermo de Orange y sus mercenarios alemanes y se concentró en la defensa de las plazas y territorios del sur. Aunque así se salvaba el sur para España y para la fe, el príncipe de Éboli logró convencerme de que la política de mano dura seguida por Alba había resultado un fracaso y después de una inútil misión a Flandes del duque de Medinaceli, a quien Alba no se dignó hacer el menor caso, le destituí y nombré en su lugar a un héroe de Lepanto que formaba en el partido diplomático, don Luis de Requesens, en el verano de 1573. Ruy Gómez murió por entonces, pero su partido mantuvo la hegemonía en mis consejos durante la siguiente etapa: sus principales jefes de fila, junto a Requesens, eran el marqués de los Vélez, el arzobispo de Toledo con quien sustituí al proscrito Carranza, cardenal Quiroga y sobre todo el secretario Antonio Pérez. En aquella primavera del 73, cuando por el fracaso de Alba, a quien pronto confiné en su castillo de Uceda con el pretexto de no haber solicitado mi permiso para la boda de su heredero, pero en realidad para mostrarle mi desagrado por su actuación sangrienta, decidí guiarme por el partido creado por el príncipe de Éboli, un antiguo secretario del cardenal Espinosa, el clérigo Mateo Vázquez, me propuso que le nombrase secretario particular, y desde entonces compartió mi confianza con Antonio Pérez, de quien ya empezaba a sospechar cosas extrañas. Durante los dieciocho años siguientes Mateo Vázquez me sirvió con fidelidad y eficacia, y sustituyó cada vez más a Pérez en el despacho de los asuntos ordinarios. Puse en sus manos la coordinación de las diversas juntas que aceleraban la resolución de los asuntos empantanados en los consejos. Me gustaba de Mateo Vázquez su falta de ambición y de brillo, que contrastaba con la ostentación de que Pérez hacía gala con auténtico impudor e imprudencia. Pronto me dio Vázquez discretas muestras de su odio mortal contra Pérez, pero desgraciadamente los hechos vinieron muy pronto a darle la razón. Sólo un día se extralimitó mi nuevo secretario, cuando al comentarle yo las rencillas y maledicencias de unos consejeros contra otros, se permitió sugerirme el remedio: Vuestra Majestad debe saber confundirles a todos para gobernar sobre todos. Le miré de forma que cortó en seco sus palabras, quizá porque habían sido demasiado certeras.

Tras el esfuerzo total que hicimos para la campaña de Lepanto, se retrajeron las remesas de plata que venían de Indias. En las Cortes del año 73 pretendí triplicar las alcabalas en Castilla y cuando al año siguiente me otorgaron un aumento en la cuota del encabezamiento, sobrevino la catástrofe. Los corsarios de Inglaterra y Holanda cerraban en el canal de la Mancha desde el 72 la ruta de la lana, vital para las exportaciones de Castilla. En el 74 quebraron las más importantes casas de comercio en Sevilla, y la quiebra se extendió a las ferias de Medina del Campo en el 75. La industria y la artesanía de España se hundieron; muchos nuevos burgueses abandonaron sus nuevos trabajos. El comercio lanero se recuperó bastante por obra y gracia de la victoria de Lepanto y Génova sustituyó a Amberes como principal centro financiero de mis reinos, lo que produjo nuevas indignaciones y deslealtades en Flandes. Pero cuando llegaba Luis de Requesens a Bruselas en noviembre del 73, no podía esperarle una circunstancia más desfavorable. Suprimió el Tribunal de los Tumultos y concedió una amnistía que Guillermo de Orange interpretó como debilidad; el traidor ofreció el trono de los Países Bajos a la reina Isabel de Inglaterra que no lo aceptó pero confirmó su alianza contra España. Nuestro maestre de campo general Sancho Dávila trituró al rebelde Luis de Nassau en Muokerbeide, cerca de Nimega, cuando con diez mil hugonotes de Francia trataba de enlazar con el príncipe de Orange; pero no pudo reprimir el motín de nuestros Tercios y nuestros auxiliares alemanes en Amberes, donde trataron de tomarse la justicia por su mano y de cobrarse directamente sus salarios de aquellos a quienes defendían. Sancho Dávila salvó a nuestro ejército, al que condujo a victorias increíbles en la campaña de las bocas del Escalda, a veces después de vadear con el agua casi al cuello por más de cuatro millas. Pero abrumado por su responsabilidad, por el fracaso de su política de paz y por su falta de medios murió Luis de Requesens en la primavera del 75 y poco después, Cuando los burgueses de Amberes secundaron una rebelión contra España, los Tercios, desmandados, ocuparon y saquearon la ciudad, donde hicieron dos mil quinientos muertos y una cantidad incontable de atropellos y rapiñas. La regente, sobre quien recayó la plenitud de los poderes en Flandes, a falta de un gobernador extraordinario, hubo de acceder, muy a su pesar, en los comienzos del 76 a la Pacificación de Gante, que permitía la tolerancia de cultos y accedía de forma humillante al extrañamiento de las tropas españolas de aquellos Estados. La situación en Flandes había caído en tal abismo que decidí, como remedio supremo, enviar allá a mi propio hermano Juan de Austria, con quien hablé detenidamente en Madrid al comenzar el año 75, con motivo de exigirle responsabilidades por la pérdida de Túnez. Quedamos entonces conformes en que iría a Flandes, y trataría desde allí de lograr, con mi apoyo, la mano de la reina de Escocia, María Estuardo.

He de reconocer aquí, con la certeza y lucidez de la muerte próxima, que mi comportamiento con mi hermano después de su gloriosa victoria de Lepanto hasta su temprana muerte en Flandes ha sido el mayor error de toda mi vida. Cuando después de su muerte intervine sus papeles más secretos y los estudié personalmente con detenimiento, pude comprobar que jamás había sentido don Juan la más mínima emulación, ni mucho menos la más insignificante tentación contra mí. Era joven, ambicioso y sediento de gloria; quería coronar su empresa de Lepanto con un reino en territorio arrebatado a los turcos, o en el norte de África, o luego en Escocia, y méritos le sobraban para ello. Pero fue el vil Antonio Pérez quien año tras año falsificó y ocultó documentos, amañó testimonios falsos y no paró hasta generar en mi corazón la duda y la sospecha contra mi hermano, lo que desembocó en el asesinato del secretario de Juan, el desgraciado Escobedo, que fue idea y trama de Pérez, aunque luego me lo atribuyó a mí, por más que fui realmente cómplice por engaño, cuando solamente pretendí ser ejecutor por razones de Estado.

Se incorporaba don Juan a su mando de Flandes al comenzar el año 77 por los días en que se promulgaba el Edicto Perpetuo donde se ratificaba la pacificación de Gante. Poco antes llegaba Escobedo a Luxemburgo, donde aún se hallaba don Juan, con instrucciones mías dadas en Madrid. Extremó don Juan en Flandes la política de tolerancia, que los rebeldes invalidaron con su propia insolencia. Consideraban a mi hermano no como un pacificador, ni como gobernante en mi nombre, sino como un rehén. Yo, que estaba entonces engañado por Pérez, le escatimaba mi apoyo y desatendía sus angustiosas llamadas de auxilio; aquélla fue la pasión con que Dios preparaba para la muerte próxima al vencedor de Lepanto. Don Juan decidió apoyarse en las plazas del sur, donde la fe seguía incontaminada, y sentó sus reales en Namur, defendido solamente por sus fieles voluntarios de Valonia.

Entonces, cuando Flandes iba a perderse como ya se había perdido prácticamente Holanda, Dios vino a ayudarnos y no quiso permitir que el vencedor de Lepanto desapareciese de este mundo sin una gran victoria en sus banderas. El 18 de agosto del 77 una inmensa flota de cincuenta y cinco barcos llegaba a Sevilla con dos millones de ducados para el erario de la Corona. Era la mayor remesa de las Indias desde que fueron descubiertas. Don Juan, asegurado por mis correos urgentes sobre la inmediata llegada de los fondos, y provisto de cartas de crédito, prescindió del Edicto Perpetuo que los rebeldes se saltaban a diario, reclamó a los Tercios que llegaron de nuestros territorios al mando de Alejandro Farnesio, príncipe de Parma, hijo de la regente Margarita e íntimo de mi hermano. Don Juan reunió así quince mil infantes y dos mil jinetes con los que el último día de enero de 1578 derrotó al ejército rebelde en la batalla de Gembloux.

Había enviado poco antes a Madrid a su fiel secretario Escobedo para insistir en la empresa de Inglaterra, y fue entonces cuando Antonio Pérez llegó a convencerme de que don Juan bordeaba la traición. Así interpretaba Pérez las cartas de mi hermano, como la del 7 de abril en que recomendaba, con clarividencia, que sólo después supe comprender, que «conviene amputar la parte podrida de los Países Bajos», es decir, Holanda y Zelanda, para preservar la parte católica y fiel. Cuando los esbirros de Pérez asesinaron a. Escobedo el 31 de marzo del 78, mi hermano reclamó inútilmente luz y justicia. Ahora sus cartas de aquellos meses pesan sobre mi alma como una losa, que sólo se alivia al creer que pronto podré verme con él allá arriba, por más que él ya sabe la verdad de todo.

Instigado por Pérez, volví a regatear a mi hermano los recursos necesarios para su supervivencia. No pudo explotar su gran éxito de Gembloux, y en agosto los rebeldes le derrotaron, aunque no de forma decisiva, y le obligaron a encerrarse en su fiel ciudad de Namur, que se preparó para defender hasta la muerte. Murió en su campamento de Bouges, junto al Mosa, el 1 de octubre de 1578, cuando iban a cumplirse siete años de la más alta victoria de la Cristiandad, dirigida por él. Su mejor victoria fue precisamente la muerte; los católicos del sur de los Países Bajos, la que Julio César había llamado fortísima nación de los belgas, levantaron sus banderas, expulsaron a los herejes y, las espaldas vueltas a Holanda, se manifestaron por don Juan y por España en toda Valonia y en todo Flandes. También al sur de la herejía estaba naciendo, dentro de la fidelidad, una nación nueva.