El trato con varones y mujeres de reconocida santidad me confirmaba en la lucha por la religión en medio de tan enojosos problemas como el que suscitaba en mi conciencia, durante años enteros, el proceso de todo un arzobispo de Toledo. Podría explayarme sobre los santos hombres y mujeres que llegué a conocer, y en algunos casos íntimamente; pero en espera de la muerte me inclino por recordar, en nombre de todos, a la madre Teresa.
La única vez que hablamos frente a frente fue en el Alcázar de Madrid. Cuando quise confirmarla en sus propósitos y viajes incansables para la reforma del Carmelo, me contó, cuando conseguí disipar en parte su turbación, y no era mujer fácil de turbar ante la majestad humana quien tal familiaridad alcanzara con la divina, que me vio por vez primera junto a mi madre en nuestro paso por Ávila, cuando en improvisada recepción de Corte me quisieron vestir ya de príncipe joven y descartar mis ropajes de niño. Había entrado a los veinte años, poco después de ese encuentro, en el famoso convento de la Encarnación, donde durante muchos arios llevaba, según ella, una vida vulgar que se transformó milagrosamente ya en vísperas de mi reinado, ante una imagen de Cristo en su pasión. Francisco de Borja, que volvió a Ávila cuando ya había abrazado la Compañía de Jesús, fue de los primeros en comprender a la madre Teresa, de la que me habló muchas veces. Ella misma me dijo que cuando en el año 60 pedí oraciones a todos los conventos y sacerdotes de mis reinos para que Dios me ayudase en su defensa, esa llamada resonó en su alma como una nueva exigencia de perfección y entrega a Dios, lo que también me corroboró después el santo fray Pedro de Alcántara, que la conoció ese mismo año, y a quien ella describe como hombre hecho de raíces de árboles. Dos años después, cuando yo me empeñaba en fomentar la segunda gran reforma de la Iglesia y las religiones en España, la madre Teresa fundaba el primero de sus conventos del Carmelo reformado, San José de Valladolid. Recibí en el 66 al general de los carmelitas, padre Rubeo, que venía a España por orden del Papa para inspeccionar la Reforma, que por fin autorizó Pío V al año siguiente, por los favorables informes de Rubeo y por mi decidida protección. Poco después la madre Teresa inició su rosario de fundaciones por toda España, a partir de la que instauró en Medina del Campo, donde encontró a su gran colaborador para la reforma del Carmelo masculino, fray Juan de Santo Matía que se llamó luego fray Juan de la Cruz. A la vista de mi abierta protección, toda la nobleza española se empeñó en procurarse un convento de la madre Teresa en sus da minios. Y precisamente los frutos de la reforma carmelitana, por estar en tan buenas manos, me animaron a procurar con mayor energía desde el año 68, cuando hube de enfrentarme con la herejía en Flandes y con todos los gravísimos problemas que en ese año cayeron a la vez sobre mí, la reforma de todas las religiones de España, porque pensaba y pienso que sin ellas toda la Iglesia se despeñaría en el caos; que no en balde la herejía en Europa había surgido por inspiración diabólica en el corazón torcido de un fraile alemán.
La proximidad y la identificación de la nueva orden religiosa de nuestro tiempo, la Compañía de Jesús, con la madre Teresa y su reforma, era uno de los principales argumentos que yo esgrimí con mi maestro Siliceo y los dominicos de Trento en favor de la milicia de Ignacio de Loyola, a la que Francisco de Borja, que por ella había dejado su título y sus tierras de Gandía, gustaba llamar siempre ante mí la caballería ligera del Papa, como la había concebido su fundador. Mi antiguo ayo Diego de Zúñiga y un consejero tan influyente como don Luis de Requesens anularon, por mi propia convicción, las maniobras de Siliceo y los dominicos contra una orden que fijaba ya en el centro de Europa las fronteras de la Iglesia. Mientras tanto la madre Teresa proseguía incansable sus fundaciones, como la de Malagón en ese mismo año triste del 68, y la de Toledo, a instancias de doña Luisa de la Cerda, en el 69. Fue entonces cuando Ana de Éboli, parienta de doña Luisa, se empeñó en que la madre Teresa fundara en Pastrana, con lo que dio lugar a un episodio tragicómico que define mejor que otro alguno el carácter de tan estrepitosa dama, y por ello lo relatará luego, cuando reúna mis recuerdos en torno a ella. Fundó también, tal vez me deje algún jalón, la madre Teresa en Alba de Tormes, el año de Lepanto; y un. Zapata, el conde de Barajas, jefe de esa familia tan oscuramente vinculada a mis recuerdos, quiso ayudarle para fundar en Sevilla, donde todo salió mal y la madre Teresa tuvo que vérselas con el Santo Oficio, absurdamente. No era alumbrada aquella santa, sino que reflejaba la misma luz.
Tanto que en el 80, por iniciativa mía, el Papa Gregorio XIII firmaba una bula para consagrar la reforma de la madre Teresa, que ya contaba con veintidós conventos, trescientos frailes y doscientas monjas en el Carmen descalzo. El propio Papa concedía a la reforma la necesaria independencia frente al Carmen calzado, y la madre Teresa otorgó a los frailes reunidos al año siguiente en el capítulo de Alcalá su testamento espiritual para que conservasen, como hicieron, la inspiración con que Dios la había movido. Cumplida ya su misión y sus caminos, entregó su santa alma a Dios en su convento de Alba de Tormes en octubre del 82, donde había llegado para morir en un supremo esfuerzo de caridad y gratitud para con la duquesa de Alba. Me ha dicho quien lo sintió que el alma de la madre Teresa voló al cielo como una paloma.