ESPAÑA EN DEFENSA DE LA RELIGIÓN

Acabo de aludir al cuadro de Tiziano que más estimo: España en defensa de la Religión, donde, tras escuchar detenidamente mi idea, mi artista preferido plasmó perfectamente, a propósito de la victoria de Lepanto, lo que había sido el ideal de mi vida entera: la defensa de la fe, amenazada en nuestro tiempo más que en otro alguno. La fe es para mí como una segunda naturaleza; sentí desde mi infancia que Dios me entregaba la continuación del milagro de España, que estaba siendo un milagro de fe; y cuando mi padre me relataba las hazañas de nuestro primer ejército de Italia, en tiempo de mis bisabuelos Isabel y Fernando, repetía también con gratitud y respeto el comentario unánime que los italianos de aquel tiempo difundían por toda Europa: Dios se ha hecho español. Ese reino de España que forjaron mis bisabuelos se veía ya entonces más unido y compacto desde fuera que desde dentro; aquí seguimos distinguiendo entre castellanos y portugueses y aragoneses y catalanes, pero desde Europa se nos ve sencillamente como españoles. Y como soldados de la fe que combatimos, por encima de cualquier otra causa, por la causa de Dios. Creo que el ejemplo de mis mayores, que condujo a mi padre a su combate con la herejía y a su triunfo de Mühlberg, ha penetrado también en la mente y el corazón de mis reinos de España e Indias, cuando comprobaron en San Quintín y Gravelinas que Dios seguía siendo español en Europa y en los comienzos de mi reinado; y sobre todo cuando las victorias de Malta y de Lepanto consagraron la primera cruzada que España dirigía en la otra cuenca de nuestro mar después de las aventuras catalanas de otros tiempos antiguos, que más parecen libros de caballerías que cosas reales y religiosas.

Ante Dios que me ha de juzgar pronto, veo con toda claridad en los últimos días de mi vida que acerté al distinguir, para mis decisiones a veces muy graves y dolorosas, la causa de Dios de la causa de los Papas, que no siempre se han comportado en estos tiempos como vicarios de Dios. Mi nacimiento coincidió con el terrible saco de Roma, y tuve que inaugurar mi propio reinado con otra guerra contra el Papa Paulo IV, que odiaba a España y trató de excomulgarme, pero sin validez alguna porque lo hizo como soberano temporal y no como vicario de Cristo. El Papa Gregorio XIII pretendió impedir la más íntima de mis conquistas, la de Portugal, y luego Sixto V no quiso ayudarme en mi segunda jornada de Inglaterra, cuando el objetivo principal de la Armada Invencible era recuperar aquel reino del cual yo había sido Rey para la Santa Iglesia. Termina mi reinado con el apoyo de otro Papa, Clemente VIII, a una Francia que se me vuelve enemiga; de tantos Papas sólo un santo, Pío V, quiso ser mi aliado en la cruzada contra el infiel. Pero lo que más me dolió en estas tensas relaciones con la Santa Sede es que los Papas me hayan dejado solo en mi lucha agotadora para preservar la fe en mis Países Bajos. Tengo aquí la carta que dirigí a Granvela, que era un cardenal de la Iglesia además de mi consejero principal, en 1581 a este propósito:

«Yo os certifico que (los Papas) me traen muy cansado y cerca de acabárseme la paciencia, por mucha que tengo… Y veo que si los Estados Bajos fueran de otro, hubieran hecho maravillas porque no se perdiera la religión en ellos, y por ser míos creo que pasan porque se pierda, porque los pierda yo». Y es que si no tuviera yo la fe que mis padres y mayores me esculpieron en el alma, desde hace mil años que rigen reyes a España, me pararía a pensar si a estos reinos no les hubiera convenido mucho más abandonar esa fe, como han hecho los del norte, que aferrarse a ella por mandato de Dios para que los vicarios de Dios nos lo agradeciesen tan mal, y por criterios tan poco divinos.

Pero que Dios me perdone este desahogo, que no será ni mal pensamiento porque jamás llegué a pensarlo. Y es que mi reinado se estrenaba en 1556 con el desvío y la hostilidad del Papa justo cuando la herejía triunfante en Europa se preparaba para el asalto a mis reinos de España. Aún vivía mi padre cuando mi hermana Juana de Portugal, que durante mi jornada de Flandes había quedado por regente de estos reinos, nos comunicaba que se estaban descubriendo los primeros focos de la herejía en los puntos más sensibles de ellos. En el 57 se hallaron dos toneles repletos de libros heréticos que él arriero Juan Hernández trataba de introducir en Sevilla; sirvieron para que nuestro inquisidor Fernando Valdés ampliara el Indice de libros prohibidos, ya aparecido en 1551.

Supimos que todo ese veneno impreso llegaba de Ginebra, donde un nuevo heresiarca todavía más fanático, Juan Calvino, había sucedido a Lutero como máximo enemigo de la fe en Europa, y amenazaba cada vez más con la extensión de la herejía al reino de Francia, al de Escocia y a los Países Bajos. En ese mismo año la reina Juana nos detallaba el descubrimiento de centros recién formados para el cultivo y la difusión de la herejía en Valladolid, Palencia, Logroño y Zamora, además del de Sevilla; y por orden nuestra el inquisidor Valdés se dedicó con toda diligencia a su extirpación. Mi padre no quería morir en Yuste sin la seguridad de que el corazón de España quedaba libre de convertirse en una nueva Alemania, lo que hubiera supuesto el final de esa Cristiandad de la que nosotros éramos el más firme apoyo. El 6 de septiembre del 58 escribía a Valdés que extremase el rigor para que se cumpliesen los deseos de mi padre, que murió confortado con nuestra decisión; y una semana más tarde dicté mi ley de sangre, por la que intimé la muerte a quienes introdujeran en España libros sin licencia de mi consejo. Todas estas noticias aceleraron mi regreso a Castilla para dirigir desde aquí la gobernación de mis reinos y la lucha contra la herejía en cuanto hube atajado la insolencia del rey de Francia gracias a mi campaña del norte. Conseguida, como dije, la paz en Europa, regresé sobre todo para extirpar los brotes de herejía que ya Valdés había aislado y reducido.

El más peligroso era, sin duda, el de Valladolid, promovido por un veronés, Carlos de Seso, que había llegado a corregidor de la ciudad de Toro entre 1554 y 1557, y que, inficionado de herejía antes de venir a España en 1550, consiguió seducir a Pedro de Cazalla, párroco del Pedroso, con quien formó un grupo luterano que logró infiltrarse en la Corte, por entonces en Valladolid. Desde allí se pusieron en contacto con mi consejero Bartolomé Carranza, recién designado arzobispo de Toledo, quien defendió la verdadera fe en sus conversaciones con ellos, pero no les reprimió como era su deber. Este cura Cazalla, vástago de judíos conversos, inficionó a toda su familia, sobre todo a su madre y a su hermano, el doctor Agustín, que había sido predicador de mi padre el Emperador y empezó a negar abiertamente la existencia del purgatorio. La madre convirtió su casa de Valladolid en cenáculo de la herejía, que se extendió a varios centenares de personas en el 58; pronto empezaron a burlarse de la misa y los sacramentos, por lo que supimos distinguirles de las bandas de alumbrados que tanto habían preocupado a Valdés en la época anterior.

Valdés actuó con la eficacia que de él se esperaba. Se trasladó a Valladolid mientras sus colaboradores proseguían la investigación del foco protestante sevillano, y consiguió que mi desgraciado hijo el príncipe don Carlos presidiera el primero de los autos de fe celebrados en España contra la nueva herejía, junto a la reina Juana. Tras un sermón del teólogo Melchor Cano, que interpretó perfectamente mi pensamiento, la Inquisición entregó a los reos convictos al brazo secular, que los ejecutó; y derribó la casa de la familia Cazalla. El hecho de ver quemado vivo a un predicador imperial junto a las otras trece hogueras con que concluyó este primer auto restalló por toda España y no extrañó demasiado en Europa que ya estaba acostumbrada a tales espectáculos tanto en el campo católico, como en las hogueras de Smithfield prendidas por orden de mi esposa María Tudor contra mis consejos; como en las ejecuciones de Juan Calvino en su reducto herético de Ginebra. Poco después fueron condenados en Sevilla otros veintidós reos a la hoguera, el 24 de septiembre; y pude llegar a tiempo para presidir en Valladolid, el 8 de octubre, el segundo auto que se celebraba en esa ciudad, donde terminaron las vidas y daños de Pedro Cazalla y Carlos de Seso. Con este motivo la familia real en pleno juró defender nuestra santa fe y apoyar en todos sus trabajos al Santo Oficio. Cuando el corregidor Carlos de Seso se atrevió a increparme en medio de mi pueblo por dejarle quemar a pesar de su alcurnia, hube de replicarle serenamente: «Yo traeré leña para quemar a mi hijo si fuera tan malo como vos».

Castigos tan inmediatos y ejemplares ahogaron de raíz la difusión de la herejía en España, espero que por los siglos. Durante todo mi reinado, fiel a mi juramento de Valladolid, apoyé al Santo Oficio que instruyó unas cuarenta mil causas, mil por año más o menos; aunque los condenados a la hoguera fueron, por supuesto, muchísimos menos. Luego, desde la década siguiente, los emisarios secretos de Juan Calvino trataban de crear focos de su secta en España por lo que Valdés hubo de publicar una declaración especial contra él. En los años 63 y 64 implanté en España una segunda reforma religiosa cuando hice promulgar y cumplir los decretos del Concilio de Trento, que luego quise extender a los Países Bajos con el resultado que ya expuse. La Inquisición, apoyada en todo momento por mí y por mi correspondiente consejo, había incluido quinientos libros en su Índice de 1559, y los elevó a dos mil quinientos en el último de 1583; la prohibición resultó efectiva, y sólo en los archivos reservados del Santo Oficio, fuera de algunas universidades donde se necesitaban para ilustración y refutación y se conservaban en los infiernos dentro de las bibliotecas, podían consultarse tales producciones del error herético que asolaba a Europa.

Pero ni en mi antiguo reino de Inglaterra la persecución religiosa, primero de María y luego de Isabel, ahogaron la libertad creadora de una nueva y pujante lengua vulgar, ni mi defensa de la verdadera fe en mis reinos de España e Indias agostó la misma floración, fecundada por los nuevos modelos que venían sobre todo de Italia. Mis hombres de pluma comprendieron antes que nadie mi esfuerzo y cuando caían bajo las sospechas del Santo Oficio no era casi nunca por auténticos motivos de fe dudosa, sino por rencillas personales y celos universitarios disfrazados de denuncias teológicas. La firme defensa de la verdadera fe jamás atenta al contenido de la verdadera libertad interior. Nunca ha brillado más alto la teología española que en mi reinado; y nunca España ha ofrecido a la Iglesia semejante pléyade de hombres y mujeres que la Iglesia ya empieza a proponer al mundo como ejemplos de santidad. Ahí están algunos que además me han sido, sin excepción, personalmente devotísimos: Ignacio de Loyola y Francisco de Borja; fray Pedro de Alcántara y el maestro Juan de Ávila; Teresa de Jesús y Juan de la Cruz; Juan de Ribera y José de Calasanz. Es cierto que tuvimos que afirmar nuestra intransigencia religiosa, pero no antes que los herejes declarasen insolentemente la suya; y nosotros, mi pueblo y yo, lo hacíamos con quince siglos de historia y de tradición detrás, mientras que ellos emprendían guiados por su soberbia un camino jamás hollado. Y cuando alguien pretendía señalar un camino intermedio, hube de cortarlo en seco, ya que no caben compromisos entre la verdad y el error. Ni los herejes los aceptaban ni yo podía hacerlo. Por eso, tras continua meditación y consulta, no dudé en proceder con dureza en uno de los casos más delicados de todo mi reinado: el de fray Bartolomé de Carranza.

El proceso del arzobispo Carranza

Acababa yo de elevar a Carranza a la silla primada de Toledo, porque quería ver esta sede, la más grande y poderosa de la Cristiandad después de la de Roma, en manos de gentes meritorias nacidas del pueblo, y no como feudo para las ambiciones y disputas de la nobleza. No quería arzobispos de Toledo que pudieran llamarse, con razón o sin ella, terceros reyes de España, como aquel Mendoza de mis bisabuelos, de quien vino después la fiebre de soberbia y de intriga a su familia que procedía de un pecado que a mi bisabuela Isabel hacía gracia, pero que yo he debido purgar. Carranza era un sabio dominico con notables dotes para la controversia y la política, que me había acompañado en las jornadas de Inglaterra y de Flandes, durante las que se había distinguido por su acérrima y, sin embargo, amable defensa de nuestra fe. Había enseñado teología con universal aplauso en San Gregorio de Valladolid, y le designé por sucesor de tan altos primados como mi maestro Siliceo y el regente cardenal Tavera. Volvió a España al comenzar el año 58, después de su consagración por el cardenal Granvela, y nada más llegar los herejes de Valladolid, Seso y Cazalla, trataron de implicarle en sus insidias. Casi a la vez que fray Bartolomé entraban en España algunos ejemplares de su Catecismo cristiano, impreso en Amberes con licencia mía y de mi consejo. Tan fulgurante carrera atrajo algunas emulaciones y envidias como es moneda corriente entre teólogos, más que en otra profesión alguna; y el obispo de Cuenca denunció al Catecismo de Carranza ante el Santo Oficio, por varias proposiciones que estimaba dudosas, aunque mi consejo las había pasado por alto. Mi confesor Chaves, que para este asunto parecía a veces como poseso contra Carranza, me instó a que no interfiriera en su favor, y preferí que fuesen sus propios hermanos en religión quienes informaran sobre él. Dos grandes teólogos de Trento, Melchor Cano y Domingo de Soto, dominicos como Carranza, encontraron en su Catecismo «proposiciones oscuras y peligrosas», y por orden del Santo Oficio que yo había previamente aprobado, el arzobispo fue preso en Torrelaguna durante la noche del 21 al 22 de agosto de 1559. Era un gran teólogo y se defendió con maestría; el Papa, que no quiso solidarizarse con la acusación, avocó la causa a su autoridad y en 1562 un selecto grupo de teólogos tridentinos manifestó su apoyo expreso al Catecismo cristiano como plenamente ortodoxo y, a la vez, cauce para el diálogo con los herejes, que también lo admiraban. No pude resistirme a la insistencia del Papa Pío V, y le entregué al preso, que fue conducido a Roma el mayo del 67. Pero este Papa santo, que según mi embajador tenía ya decidido absolver al arzobispo de Toledo y reponerle en su sede, murió cuando no se había cumplido todavía el año de nuestra común victoria de Lepanto y su sucesor, Gregorio XIII, hizo revisar todo el proceso y al fin dictó sentencia en la primavera de 1576; fray Bartolomé de Carranza era intensamente sospechoso de herejía en dieciséis de sus proposiciones, que se enumeraban circunstanciadamente; aun así el Papa no le privó de su sede, sino que se limitó a suspenderle en ella por cinco años, que debería pasar en reclusión. Carranza, que se había visto reivindicado por el Papa anterior, no pudo resistir este golpe que reputaba injusto y murió de dolor pocas semanas después de la sentencia.

Desde 1559 el Catecismo cristiano de Carranza estaba incluido en el Indice de libros prohibidos, junto con otros libros que después fueron exonerados, como el Audi filia del maestro Juan de Ávila, corregido después satisfactoriamente por él; la Guía de pecadores de fray Luis de Granada, jamás lo pude entender después de leerla; e incluso algunos escritos, que él negó fuesen suyos, de Francisco de Borja. La lucha religiosa se había enconado en toda Europa y Carranza cayó víctima de sus deseos de paz, y de su ingenuidad al admitir tratos con los Cazalla que lograron envolverle en vísperas de ser descubiertos por el Santo Oficio. No se puede servir a dos señores cuando la herejía se alzaba contra mí como secta de poder más que como vía religiosa; y tuve que permitir que el Santo Oficio aplicase a mi piadoso consejero la terrible disyuntiva de que quien no está conmigo está contra mí. Las vacilaciones de los Papas muestran con toda claridad las dificultades del enrevesado asunto, pero en circunstancias tan críticas yo también me incliné por extremar la ejemplaridad y demostrar que en punto a herejía ni un predicador real ni un arzobispo de Toledo quedaban libres de investigación, sospecha y castigo.