Ya he explicado cómo la insolencia del sultán al intervenir en la rebelión de los moriscos, y su gravísima amenaza sobre la cuenca más íntima de nuestro mar después que sus escuadras me arrebataron la plaza de Túnez, presagiaban una amenaza directa por el Mediterráneo contra España desde donde su designio diabólico le hacía soñar con tomar de revés otra vez a Europa, como hicieron sus mayores en religión en tiempos de don Rodrigo. Al asegurarse tan importante base como era Túnez, el Turco pretendía, sin la menor duda, la destrucción de mi escuadra, como estuvo a punto de lograr en la jornada triste de los Gelves. El vencedor de Túnez, donde depuso a nuestro vasallo el rey Hamida, era Uluch Alí, que había dirigido ya a la escuadra del sultán en los Gelves, y ahora operaba desde Argel con una flota ligera que era el terror de nuestras costas de España e Italia. En la primavera de ese mismo año 70 la escuadra turca se apoderaba de la isla de Chipre, expulsaba de allí a los venecianos y la repoblaba con infieles de la propia Turquía, como para señalar su voluntad de permanencia. Es cierto que el nuevo sultán Selim II, perezoso y displicente, no supo hacerse digno de su predecesor el gran Solimán que había llevado por dos veces su amenaza hasta las murallas de Viena, de donde le habían ahuyentado nuestros Tercios de Italia. Pero su ministro, Mehmet Sokobí, era un fanático de la supremacía naval y construyó una poderosa escuadra con la que estaba seguro de aniquilar a la nuestra. Acreció la importancia y el número de los jenízaros, hijos de esclavas cristianas en su mayoría, con los que instituyó una verdadera nobleza militar ansiosa de dar su sangre por su señor y su fe. Todo el mar nuestro se llenó con su nuevo terror.
La repercusión de la caída de Chipre en todo Occidente fue enorme. Las rutas comerciales de Venecia con Oriente quedaban a merced de los turcos, que ya planeaban apoderarse de Malta, después de su fracaso en el 65. El Papa Pío V, que siempre me pareció un santo, enarboló el ideal y la bandera de la Cristiandad después de las liviandades partidistas de algunos predecesores, y al sentir la amenaza del infiel en varios zarpazos sobre las costas de Italia, convocó a rebato una Santa Liga de todos los príncipes cristianos a la que me adherí inmediatamente. Después de mí lo hicieron las repúblicas navales de Génova y Venecia, mientras Francia, celosa ya de nuestra supremacía en Europa, se negó primero y luego quiso pensarlo mejor cuando ya era tarde. El Papa se consagró ardientemente a la formación y consolidación de la Santa Liga, que se formalizó en la primavera de 1571; y como nuestra era la principal fuerza en la mar, hubo de aceptar, con algún leve recelo de los aliados italianos, la jefatura suprema de don Juan de Austria, a quien yo había ya hecho previsoramente general de la mar desde 1568, cuando tuve los primeros informes sobre la presencia de emisarios del sultán y de Berbería entre los moriscos que por entonces preparaban su alzamiento. Entre mayo y septiembre de 1571 mis juntas de coordinación entre consejos funcionaron a pleno rendimiento, y en la resolución de tan variada cantidad de problemas se distinguió un joven secretario que había sabido ganar mi confianza, y luego mi privanza, desde mi mal año 1568, y que ahora consiguió mi sincera admiración por su diligencia y eficacia: su nombre es Antonio Pérez y siento tener que implicarle tan favorablemente, dada su espantosa traición posterior, en mis recuerdos de tan gloriosa jornada, la cumbre de todo mi reinado, pero estoy ante la muerte y me debo sencillamente a la verdad.
Para dejar bien claro ante mis reinos y todo el mundo que para mí la rebelión de los moriscos y la cruzada contra el Turco eran una y la misma guerra, designé —como digo— general de la mar a mi hermano Juan de Austria en 1568, cuando ya tuve noticias de que se fraguaba la conspiración de los rebeldes granadinos con el Turco y sus gobiernos vasallos de África; y le mantuve el cargo cuando le di el mando de las fuerzas, y luego el gobierno del reino de Granada en los años siguientes. La orden a fuego y a sangre que le comuniqué personalmente, de palabra y por escrito, contra los moriscos recalcitrantes, servía también para la campaña marítima contra el Turco al frente de la Santa Liga. En las instrucciones para que desempeñase recta y eficazmente el generalato de la mar —que firmé en Aranjuez el 23 de mayo de 1568—, le advertí que ante todo había de tener ante sí la devoción y el temor de Dios, de cuya mano ha de proceder todo bien y buenos y prósperos sucesos de vuestras navegaciones y empresas y jornadas; le adoctriné sobre la justicia; le recomendé que eligiese bien sus consejeros, pero a ninguno considerase como valido, consejo que yo me estaba empezando a saltar con Pérez; le insté a que no permitiese jamás en sus galeras la blasfemia y el pecado nefando de la sodomía, que debería castigar inapelablemente con la hoguera; le mostré cuál debería ser su comportamiento en la batalla. Ni en esas instrucciones ni después quise conceder todavía a mi hermano el tratamiento de alteza, silla y cortina, que él me solicitaba insistentemente; era hasta poco antes título de reyes solos y yo quería refrenar su justificada ambición.
Gracias a la acertada coordinación de mis consejos por medio de las juntas ad hoc se empezaba a reunir en el puerto de Messina, desde el final del invierno del 71, la flota de la Santa Liga, sin que nadie de momento, fuera de mi hermano, supiera su verdadero destino, mientras mis espías diseminados por toda la costa enemiga confundían a las gentes del sultán con informaciones contradictorias. El 6 de junio don Juan de Austria salió de Madrid tras las últimas conversaciones conmigo, cuando ya los últimos rebeldes de las Alpujarras habían prácticamente depuesto su resistencia. Llegó a Nápoles el 9 de julio y desde allí urgió a los demás aliados de la Santa Liga que cumpliesen los acuerdos, para lo que favoreció mucho el celo ardiente del Papa Pío V. Allí también se entretuvo mi hermano más de la cuenta en fiestas y devaneos, que yo comprendí por su edad y mi propia experiencia en anteriores momentos de tensión; y don Juan sabía bien que la suerte de la Cristiandad podía estar en sus manos. Llegó a Messina ya entrado septiembre, recabó informaciones sobre los planes de la escuadra turca que navegaba entre la isla de Chipre y sus costas del Adriático, como una directa provocación a la República de Venecia, dueña entonces de aquel mar entrante que separaba dos mundos; y después de varios consejos de guerra en que fijó, como si hubiera andado toda la vida en cosas de la mar, la formación de marcha y los diversos proyectos para la formación de batalla, revistó, con todo el pueblo de Messina en las atalayas y la costa, a sus trescientos quince barcos, que zarparon el 15 de septiembre hacia el Mediterráneo oriental. Nuestra era la fuerza principal, noventa galeras con mayor acompañamiento de buques menores que las ciento seis de Venecia, la república que se jugaba en el envite su propio existir; las galeras de Génova navegaban bajo mi bandera, como las de Saboya. Yo tenía gran esperanza, después de mis conversaciones con un marino tan experto como don Álvaro de Bazán, en nuestros barcos más ligeros, veinticuatro naves y cincuenta fragatas que triplicaban a las de Venecia y podrían maniobrar mejor con buen viento. Para hermanar a los aliados, mi hermano dispuso tras vencer algunas resistencias venecianas que no se dividieran por naciones en el orden de navegación para marcha; y así procedían todos mezclados. Tras la vanguardia —a las órdenes de Cardona—, el futuro cuerno derecho, con gallardete azul, al mando de Juan Andrea Doria, nuestro fiel genovés; el centro, con distintivo carmesí, a las órdenes directas de mi hermano en la galera real, flanqueada por las capitanas de Venecia, con Sebastián Veniero, Génova con Héctor Spínola, la del Papa con Marco Antonio Colonna, y la de Saboya con monseñor de Ligny. Detrás, con bandera amarilla, el que sería en combate cuerno izquierdo, a las órdenes de Barbarigo; y cerraba la marcha, con gallardete blanco, la reserva de socorro que dirigía don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz. Tan imponente escuadra, que jamás había conseguido reunir la Cristiandad, embarcaba treinta mil soldados de infantería con todas sus armas, entre ellos más de ocho mil españoles. De acuerdo con mis instrucciones y la recomendación del Papa todos oyeron devotamente la misa antes de zarpar, donde casi todos comulgaron como quien se prepara a la muerte; y lo mismo hicieron en su última recalada italiana, en nuestro puerto de Reggio Calabria. El 24 de septiembre fondeaban junto a la isla de Corfú, desde donde don Juan despachó a varios bergantines para localizar a la escuadra turca, que algunos cristianos de la costa, en sus barcas, nos habían señalado como próxima.
Como luego concluí al estudiar detenidamente los informes de los consejos que mi hermano mantenía diariamente a bordo de la Real, todos accedieron a que se adoptase, como por fin hizo mi hermano con su autoridad, la táctica recomendada por el anterior general de la mar, don García de Toledo, el vencedor en el socorro a Malta durante la campaña del 65, que ahora, con la grandeza de su lealtad, había accedido a entregar el mando a mi hermano y actuaba como su principal consejero. Suponía este experimentado marino que los turcos adoptarían una formación en línea y querrían decidir el encuentro trabando con garfios a nuestras galeras para convertir la batalla naval en un choque terrestre de infantería; mientras intentaban acciones de flanco para alejar a nuestros cuernos y envolver después mejor al centro que mandaba don Juan. Supo prever acertadamente don García de Toledo que el objetivo principal del enemigo era la persona de mi hermano; el cual, con su arrojo ya célebre después de sus arriesgadas (e imprudentes) descubiertas en la guerra morisca, decidió que si ése era el propósito de los infieles, aceptaría su reto y trataría de devolver la amenaza al general enemigo, Alí Pachá, mejor capitán de infantería que marino. Doria y Barbarigo, que eran grandes navegantes, recibieron instrucciones para no dejarse alejar en las acciones de flanqueo, y Santa Cruz, que ya era el mejor marino de Europa, se encargaría, con su reserva rápida, de remediar las dificultades que pudieran surgir en cualquier parte; y de lograr, con su sentido y rapidez de la maniobra y al adecuado manejo de la artillería, que aquella batalla casi terrestre, como las que se venían librando en nuestro mar desde la creación de la escuadra romana contra Cartago, tuviese aires de una verdadera batalla naval. Yo confiaba sobremanera en las dotes y el equilibrio militar y naval de Bazán; y no me equivoqué.
Tuvo noticias don Juan sobre la entrada de la escuadra enemiga en el golfo de Lepanto, y hacia allí se dirigió animosamente cuando comprobó, por observaciones de sus propios bergantines, que no se trataba de un engaño. Con la primera luz doblaba el cabo que cierra ese entrante por el norte y a poco descubría a la escuadra enemiga, que ya desplegaba en media luna, como para recabar la protección de su falso profeta, que parecía confirmada por el suave e insistente viento de popa que les traía hacia nosotros, con otra ventaja considerable: el sol a sus espaldas, que a nosotros ya nos deslumbraba. En cumplimiento de las previsiones de don García de Toledo, a quien mi hermano, al comprobarlo, dirigió un gesto de reconocimiento, el general turco Alí Bey había reforzado extraordinariamente su centro de batalla con 87 galeras; mandaba las 61 de su izquierda el renegado de Trípoli Uluch Alí, y el cuerno derecho Sirocco con 54. Por darnos el golpe decisivo en torno a don Juan, Alí Bey navegaba sin más reservas que las ocho galeras de Dragut, muy pronto engullidas en la batalla. El marqués de Santa Cruz lo advirtió inmediatamente e impuso algo más de distancia con su retaguardia. No tuvimos dificultad alguna en transformar en batalla nuestro orden de marcha: y nuestros cuatro núcleos formaron, frente a la inmensa media luna del enemigo, una gran cruz, con el grueso en vanguardia, precedido por las temibles galeazas de Venecia, recién repostadas de cañones nuevos y de alcance hasta entonces desconocido. Barbarigo el veneciano tomó posiciones a nuestra izquierda frente a Sirocco, por el lado de la costa norte del golfo; hacia allí parecía que se iba a vencer el combate. Para evitarlo, Uluch Alí maniobró hacia fuera, sobre la costa sur, y Doria le siguió algo encelado; quería dirimir con el renegado el viejo pleito sobre cuál de los dos era el mejor capitán del Mediterráneo, y tal pasión hizo alejarse demasiado a nuestro gran genovés, que alternaba con su rival una serie de movimientos envolventes hasta despegarse de la batalla principal.
Eran las once de la mañana, sin una nube en el cielo del golfo, cuando el Señor intervino claramente en nuestro favor y mudó el viento de frente a popa, tras breves momentos en que calmó primero y roló después, rápidamente. La flota turca, muy desconcertada, tuvo que aferrarse a los remos y emprender la ciaboga, que nuestros esclavos cristianos dificultaron todo lo posible, pese al castigo salvaje que sufrieron de sus cómitres; tal vez nuestros remeros, que eran casi todos cristianos, tuvieran mayor parte de la que se cree en la decisión de la batalla, porque libres de sus grilletes trabajaron y luego combatieron como soldados leales. Los caudillos se buscaban, ostensiblemente. Las galeazas de Venecia hicieron estragos en la formación enemiga desde que la tuvieron a tiro hasta que las rebasó; y entonces la sorprendieron con sus piezas de popa, todavía más mortíferas. En cambio la galera de Alí Bey logró mejor entrada que la de don Juan, que se abatió ligeramente por la proa. Pero García de Toledo había ordenado derribar los castilletes para dejar claro el tiro de nuestros arcabuceros, situados en la popa, que se había elevado, desde la que barrieron los intentos enemigos de abordaje. Sebastián Veniero, el general veneciano, con olvido de sus anteriores obstáculos y enojos, se pegó por un costado a la Real, para proteger a don Juan, y lo mismo hizo el general del Papa, Marco Antonio Colonna, por el otro. Aun así una galera turca, en un movimiento que como luego supimos se había ensayado mil veces, logró abordar por la popa a la Real y ya saltaban sus jenízaros sobre nuestros arcabuceros, que hubieron de recurrir a la espada, cuando el marqués de Santa Cruz llegó de atrás como un rayo, aferró a la galera enemiga, la separó y la incendió. La batalla del centro duró dos horas, en las que mi hermano Juan asombró a todos lanzándose espada en mano sobre los enemigos que conseguían saltar a la Real. Ante tal ejemplo, nuestros capitanes terminaron de arrojarles al agua, saltaron sobre la galera de Alí Bey y a poco izaban en su palo mayor la enseña de la Santa Liga y ofrecían a don Juan la cabeza arrancada del almirante turco, arrojada a sus pies junto al pendón de la que llaman Sublime Puerta. Un clamor tremendo se alzó desde todas las naves del centro trabadas, y ninguna enemiga consiguió huir; todas fueron hundidas, apresadas o incendiadas.
Con grave peligro de encallar en los bajíos de la costa norte, Barbarigo había guiado mientras tanto a sus galeras contra el cuerno derecho enemigo que mandaba Sirocco, y que no había contado con la audacia de las fragatas venecianas que parecían, desde el centro, andar sobre la tierra, de lo que se acercaban a ella. Cuando Santa Cruz vio despejado el centro, acudió a nuestra ala izquierda, no sin dejar un fuerte retén para cubrir a don Juan ante cualquier sorpresa; y terminó de decidir el combate por ese cuerno, no sin que Barbarigo entregase a Dios su vida en medio de su victoria. Esto empañó nuestra alegría, pero no la gloria del gran capitán de Venecia.
Entonces pudieron los nuestros prestar la debida atención a la particular batalla que, al margen de la general, habían entablado Uluch Alí y Andrea Doria, en el centro del golfo, y hacia el sur. El renegado venció al prior de Malta y trató de apresarle, pero las fragatas del marqués de Santa Cruz, al advertir tan grave suceso, llegaron a tiempo para impedirlo. Ya concertaban sus esfuerzos Bazán y Doria cuando el viento empezó a rachear, amenazó temporal y Uluch Alí prefirió aprovechar tan feliz circunstancia y huir con parte de su flota, únicos supervivientes de la catástrofe enemiga, de lo que se jactaría después vanamente ante el sultán. Sólo lograron escapar, sin embargo, cincuenta barcos infieles, contra veinte que perdimos en combate. Las cinco sextas partes de la poderosa escuadra enemiga se habían hundido, navegaban a remolque de sus vencedores o terminaban de incendiarse en medio de las ráfagas del viento, que azuzaban de esta forma las luminarias de nuestro triunfo.
Toda Europa y las Indias vibraron con la gloria de Lepanto. Guillermo de Orange, mi archienemigo, que había brindado por los primeros alardes de los moriscos, ahora se encerró abatido, después de negarse, durante semanas, a aceptar mi triunfo, que afirmaba mi poder sobre toda Europa. Es cierto que la campaña del año siguiente no respondió a victoria tan trascendental, y que la Santa Liga acabó por disolverse ante los recelos y la pequeñez de algunos de sus miembros. Pero en la campaña de 1573 nuestra escuadra recuperó la plaza de Túnez, reconquistada en otro momento de dejadez, por Uluch Alí, el superviviente de Lepanto, al año siguiente, por lo que reprendí severamente a mi hermano y al cardenal Granvela, virrey de Nápoles. Un dicho popular atribuyó la derrota a la paleta de don Juan, por su inclinación a los juegos, y a la bragueta de Granvela, y no le faltaba razón. Parecía rehacerse la flota turca, que con este motivo volvió a Lepanto, y formó, a las órdenes del renegado de Trípoli, con la misma disposición que en la jornada del 71. Y también es verdad que en 1576 los emisarios del sultán conseguían la sumisión de los reyezuelos de Marruecos, lo que algunos interpretaron como una amenaza a mis costas andaluzas y hasta como el prólogo de una nueva invasión sarracena de España. Pero todo eran apariencias. Si a mí se me enconaban los problemas de Europa, al sultán le ardía, desde 1577, la frontera de Persia. Pese a los vanidosos despliegues de Uluch Alí, Lepanto había sido un golpe de muerte para el Turco, que ya no volvería jamás a intentar una operación ofensiva de envergadura en nuestro mar, y pareció iniciar, desde entonces, una decadencia irreversible. Tan es así que en 1580 me solicitó la firma de una tregua, que acordamos y luego prolongamos hasta hoy. Estoy seguro de que quienes han de venir verán la jornada de Lepanto como la más decisiva para Occidente desde que los atenienses derrotaron a la escuadra persa en Salamina; y el Papa, al instituir la fiesta de Nuestra Señora del Rosario, consagró la salvación de la Cristiandad. Ahora, en medio de mis males de muerte, revivo todavía el gozo profundo que me invadió aquí al lado, cuando en plena misa un mensajero que apenas podía hablar de emoción y cansancio me comunicó la victoria. «Sosegaos —le dije— ya lo veremos cuando haya acabado aquí». Pero pasé recado al celebrante de que rematase la misa con un tedéum, que todos mis reinos repetían ya. A poco encargué a mi admirado Tiziano por medio del maestro Sánchez Coello (que solía plasmar mis deseos mucho mejor que Domenico el Greco), un cuadro que llamó La ofrenda de Felipe Segundo, y luego el más famoso de España en auxilio de la Religión. Felicité de corazón a mi hermano, pero le prohibí que aceptase, después de su victoria, el ofrecimiento de la corona de Albania y de Morea que le prometían, sin la menor garantía, los cristianos de aquellas costas que habían visto su victoria. Y cuando por su negligencia se perdió Tunez en el 74 le mandé venir a Madrid donde se sinceró cumplidamente y atribuyó el desastre a la emulación de Granvela. Creo que tenía razón.
Después de Lepanto la fama de don Juan se extendió por todo el mundo, y de todas partes le buscaban para verle y honrarle. Cuando se deshizo la Santa Liga, y en vista del agravamiento de la situación en Flandes, le llamé para encomendarle esa nueva misión. Pero por más que yo me tenía que labrar aún mi lugar en la Historia, mi hermano ya estaba en ella desde el 7 de octubre de 1571. Las mejores plumas de España, sobre todo las jóvenes, cantaban su gloria con una nueva perfección de nuestra lengua. Mis enemigos, al ver que no acabábamos de aprovechar los frutos de tan insigne triunfo trataron de rebajarle. Pero yo sé que será inútil. Al salvar a Italia, preservar la Santa Sede y arrojar para siempre a la fuerza naval del infiel, para grandes amenazas, de la cuenca occidental de nuestro mar, yo sentía cada vez más que había logrado cumplir una de las grandes misiones de mi vida, por la que mi padre descansaría tranquilo en su nueva tumba del Escorial. Para colmo de bienes, poco antes de cumplirse los dos meses de Lepanto nacía en Madrid mi hijo Fernando, a quien juraron príncipe de Asturias las Cortes de Castilla el 31 de mayo del 73. Luego se hundiría esa esperanza, que en mi gran año parecía segura.