LOS MORISCOS

Cuando mis bisabuelos los Reyes Católicos incorporaron el reino de Granada a la Corona de Castilla y terminaron los siglos de lucha de nuestros mayores contra los infieles, muchos moriscos falsamente cristianados quedaron allí, y se convirtieron en grave fuente de inquietudes y problemas como los núcleos de sus hermanos en el valle del Ebro y en el reino de Valencia, donde se distinguían por el excelente cultivo de las tierras, pero no acababan de fundirse con la población de cristianos viejos. Al recrudecerse bajo el reinado de mi padre la lucha contra los sarracenos en la mar, los moriscos se agitaban cada vez más sospechosamente, y tuvimos numerosas pruebas de que intercambiaban emisarios con Berbería, e incluso con el gran Turco. Por eso mi padre, dos años antes de nacer yo, les concedió con generosidad que ellos no agradecieron un largo plazo de cuarenta años para que abandonaran definitivamente sus infames prácticas religiosas. En vista de que muchos persistían en sus errores y falseaban su conversión a nuestra santa fe, comencé a presionarlos inmediatamente después de mi regreso a España ya ceñida la Corona, y les impuse, por vía de aviso, diversas gabelas y confiscaciones que surtieron efecto en la ciudad de Granada, pero no en sus vegas y montañas. Mi presidente de Castilla, Diego de Espinosa, tomó como suyo este problema y reforzó la petición del Papa al arzobispo de Granada para que urgiese la conversión efectiva de los díscolos, que por entonces, además de intensificar sus contactos con los musulmanes de África, entablaban otros, contra naturam, con los rebeldes de Flandes, con quienes pretendían concertar sus movimientos subversivos. En el 67, para atajar tanta osadía, ordené que los moriscos de Granada (porque los de las demás regiones parecían tranquilos) abandonasen tajantemente sus vestidos y costumbres, aunque Ruy Gómez y el capitán general de aquel reino, marqués de Mondéjar, insistían en mantener la tolerancia, sin duda porque no creían en la información puntual que me llegaba. Desde la primavera de mi año nefasto, 1568, al comprender el cúmulo de problemas que sobre mí se abatían, los moriscos de Granada tramaron su alzamiento, que estalló en Navidad. El tintorero del Albaicín, Farax ben Farax, trató de sublevar a esa populosa barriada granadina, en combinación con los pueblos donde dominaban los moriscos. Ciento ochenta y dos de ellos se levantaron en armas contra mí.

El revoltoso Farax fracasó en la ciudad de Granada cuando los moriscos más pudientes, que ya habían enlazado con familias castellanas, se mantuvieron fieles a su fe y a su Rey y cortaron en seco la rebelión. Entonces escapó a la Vega, donde atizó la revuelta, en la que llegaron a participar nada menos que ciento cincuenta mil moriscos, armados de todas las formas imaginables. Los revoltosos pidieron auxilio a Berbería, y pronto les llegaron algunos jefes militares, a quienes se añadieron después otros venidos de Turquía. Para el sultán, recientemente humillado por mi escuadra en el socorro a la isla de Malta, surgía una inesperada ocasión de venganza dentro de mis reinos. Pero el capitán general Mondéjar manejó bien sus escasas fuerzas castellanas y ahogó la rebelión en la Vega, por lo que los moriscos se refugiaron en las casi inaccesibles Alpujarras, donde entablaron una tenaz guerra de partidas. Allí eligieron por rey a un caballero de Córdoba, Fernando de Válor, que tomó el nombre de Aben Humeya. El marqués de Mondéjar con el apoyo del marqués de los Vélez, que tenía su solar junto a las ramblas de Granada que van al reino de Murcia, salió en campaña contra los rebeldes de las Alpujarras y consiguió empujar al flamante rey morisco hasta las montañas resecas de Almería. Celebré Cortes en Córdoba por entonces y decidí actuar más enérgicamente. Para ello destituí, con gran disgusto suyo, al marqués de Mondéjar, que era un Mendoza, y también a Vélez; y con satisfacción de todo el reino de España nombré nuevo capitán general a mi hermano Juan de Austria. Era su primera misión; y su presencia demostraba, sin más, la importancia que yo concedía a la pacificación del reino de Granada. Llegó don Juan a la ciudad y fue recibido con inmenso entusiasmo por la población que desde entonces se sintió completamente segura. Yo confiaba plenamente en mi hermano, a quien veía sediento de gloria, pero enteramente fiel a mi persona, aunque luego consejeros aviesos lograron infundirme, con falsos testimonios, una desconfianza que él no mereció jamás, y que tal vez aceleró su muerte. Ya empezaban entonces tales consejeros a destilar sus insidias, como cuando me referían algunas exclamaciones del pueblo en Granada al ver a mi hermano: «Este sí que es el hijo del Emperador», como si ello pudiera molestarme; me halagaba.

A poco de llegar mi hermano a Granada, se le incorporó don Luis de Requesens con dos mil veteranos de los Tercios de Italia, base de nuestro ejército, que así guiaban de nuevo a sus banderas por las sierras abruptas donde había nacido, bajo mis bisabuelos, esta nueva forma de guerrear a pie. El infeliz rey morisco quería la paz con mi hermano, y por ello fue asesinado por consejo de los turcos que dominaban en su ridícula corte. Les sustituyeron por otro cabecilla más decidido, Aben Aboo, que reclamó la ayuda de berberiscos y otomanos, pero sólo consiguió refuerzos muy escasos ante la vigilancia creciente de nuestras milicias costeras y nuestras patrullas de la mar. Mi hermano decidió acertadamente tomar la villa fortificada de Galera, desde donde cortó todos los contactos de los moriscos de Granada con los de Murcia y Levante y con las calas de la costa por donde venían los refuerzos de África. El nuevo reyezuelo fue, asesinado también por los suyos y a lo largo del año 1570 todos los focos enemigos de resistencia en las Alpujarras fueron aniquilados. Ordené la expulsión de los moriscos de toda la Vega de Granada y su dispersión por los diversos campos de Castilla donde se necesitaba su mano de obra. Me negué a las medidas de expulsión de mis reinos que me proponían algunos consejeros del partido de Alba. Intenté, por el contrario, que tras el escarmiento de los granadinos pudiéramos someter de corazón a los moriscos de Aragón y a los de Valencia, para lo que se distinguió el sabio fray José de Acosta (antes de pasar a las Indias) bajo la dirección del virrey de Valencia, marqués de Denia, al que tanto se inclina ya mi hijo y sucesor el príncipe Felipe. Cuando los infieles de Argel, sometidos al sultán, lograron la recuperación de Túnez en enero del 70, yo sentí que la memoria de mi padre, que con tanto trabajo había conquistado esa llave del Mediterráneo central, se revolvía contra mí, por haber permitido que se perdiera. Infatuado por esta victoria, el propio sultán escribió a los últimos jefes moriscos para brindarles su ayuda en fuerza. Pero cuando los emisarios, disfrazados de mil maneras, consiguieron llegar a su destino, los últimos núcleos rebeldes organizados se habían rendido ya a mi hermano en mayo del 70, si bien algunas partidas cada vez más acosadas lograron sobrevivir errantes hasta mayo del 71, en que los últimos rebeldes fueron ahorcados. Mi hermano estableció con diligencia ochenta y cuatro fuertes dotados de una pequeña guarnición y enlazados por señales de fuego en las Alpujarras, y aceptó de buen grado mi idea de crear un consejo para la repoblación de aquel reino, del que se habían sacado cien mil moriscos en las operaciones de dispersión por toda Castilla. Conseguimos así en los años siguientes instalar a sesenta y cinco mil cristianos viejos en 259 pueblos y lugares del reino de Granada, reconquistado de esta forma por segunda vez, y para siempre. Pero la intromisión del sultán en las rebeldías interiores de mi reino, y la gravísima pérdida de Túnez coincidían con la preparación de una poderosa flota de guerra según me relataban, con lujo de detalles, mis espías en Argel y Trípoli, y los propios comerciantes venecianos que con disfraz de renegados y grave riesgo de sus vidas me hacían llegar puntualmente sus informes cada vez más alarmantes. Así fue como, a instancias del Papa, y en vista de que la presencia de mi ejército en Flandes mantenía allá una paz precaria pero efectiva aun después de las represiones anteriores, decidí concentrar de nuevo mis fuerzas en nuestro mar para humillar al Turco, recuperar el dominio de Túnez y alejar definitivamente el peligro de nuestras costas.

Ana de Austria, la cuarta esposa

Tantas preocupaciones agolpadas sobre mí, en forma de rimeros interminables de papel sobre mi mesa de despacho, repercutieron sobre mi salud, que hasta entonces había resistido, y me envenenaron la sangre que reventó por mis junturas y me produjo el primer ataque de gota en ese mismo año de mis pesares, 1568, con dificultad para mover los miembros y proliferación de llagas y pústulas por varias partes del cuerpo, que difundían a veces un hedor insoportable para mis próximos, aunque yo no lo podía sentir. Tengo por acá algunas apostillas de esa época en las que me desahogaba sobre mi exceso de papeles. Dije una vez al secretario Hoyo: «Aunque estoy con cien mil papeles delante, me ha parecido acordaros lo que aquí diré». Recuerdo que en una sola jornada firmé, tras leerlas detenidamente, cuatrocientas cédulas; no me acosté hasta llegar a ese número. En un billete de entonces anoté: «Hasta agora no he podido desenvolverme destos diablos de papeles, y aún me quedan algunos para la noche y aún llevo otros para leer en el campo adonde daremos una vuelta ahora». Me iba a Aranjuez, y hasta en la falúa que me llevaba por el Tajo cayeron los papeles. Llevaba en ella un bufete en que iba firmando y despachando negocios, que me traía Juan Ruiz de Velasco, mi ayudante de cámara entonces. Pero después de mis abatimientos que se agudizaron en el 69, por el vaivén de las tempestades del año anterior en mi alma, la completa victoria sobre los moriscos al año siguiente me pareció aurora de tiempos mejores, y lo fue, gracias a Dios. Retrocedió la gota tras su primer ataque; recuperé el vigor con los proyectos contra el Turco sobre los que ya trabajaban a fondo mis consejeros más inteligentes; y sentí otra vez las fuerzas necesarias para procurar que Dios me diera el hijo varón que mis reinos reclamaban. Yo tenía cuarenta y tres años, y me sentía capaz de ello. Buscamos en toda Europa una princesa cuya familia pareciera garantizar la fecundidad, y la encontramos en la princesa imperial Ana de Austria, mi parienta, que aceptó inmediatamente mis proposiciones.

Era otra vez mi sangre que se iba a mezclar con mi sangre, pero los médicos no vieron en ello inconveniente alguno. Ana ya había estado prometida, como Isabel de Francia, a mi hijo el desgraciado don Carlos; parece como si Dios me echase sobre los hombros, que ya se empezaban a cansar, las responsabilidades que él no pudo desempeñar. Ana era la mayor de las dos hijas de mi primo hermano Maximiliano II y mi hermana María, hija del Emperador y hermana del archiduque Alberto, el marido de mi hija Isabel Clara por lo que la nueva reina, que había nacido cerca de Valladolid veintidós años después que yo, era varias veces mi prima, y me hacía cuñado de mi propia hija. Luis Venegas de Figueroa me representó en la boda por poderes que se celebró en Spira el 24 de enero de 1570. A primeros de octubre desembarcó en Santander la nueva reina de España, y consumamos el matrimonio en el Alcázar de Segovia el 14 de noviembre.

Ana cumplió abnegadamente su misión y me dio cinco hijos; entre ellos cuatro varones, de los que solamente sobrevive Felipe. Pero consiguió algo que para mí resultaba tan importante como asegurar mi descendencia; me supo proporcionar, por vez primera desde la muerte de Isabel de Francia, y todavía más que ella, una verdadera vida familiar. Se encargó como si hubiera sido su propia madre de la educación de mis hijas Isabel Clara y Catalina, que a ella deben la rectitud y la alegría profunda de sus almas. Me animaba a que comprase para mis hijos e hijas soldados y muñecas, y a que les aficionase a mis paseos por el campo y a cuidar de mis pájaros. Logró levantar mi espíritu y me hizo superar mis aprensiones; durante la primera procesión del Corpus después de mi nuevo matrimonio me sentí tan bien a pleno sol y destocado que hube de replicar al príncipe de Éboli: «El sol no me hará daño hoy». Tal vez porque entre el cariño de Ana, y el calor de mi familia redescubierta, que parecía resucitar después de mi terrible soledad, adivinaba yo al sol de Lepanto, que estaba, sin que nadie lo pudiera sospechar, tan próximo.