LA REBELIÓN DE FLANDES

Las desventuradas negociaciones de mi hijo el príncipe don Carlos con los rebeldes de Flandes, que aun aparentando fidelidad dinástica ya me hablan traicionado en su corazón, revelan la gravedad que había alcanzado ya, durante los años 60, ese problema, que sin embargo no estalló con toda su virulencia hasta ese año 68 de mala estrella, donde parecieron entrar en conjunción todas mis adversidades. Cuando yo creía tener asegurada la paz de Europa después de nuestras victorias sobre Francia en el 59, a las que tan decisivamente habían contribuido los primeros nobles de Flandes y los Países Bajos —el conde de Egmont, el príncipe de Orange— empezó a agitarse por dentro, de manera misteriosa y por motivos de religión, esa barbacana de España frente al mar del Norte, que mi padre había querido desgajar de la herencia imperial para asegurar el flanco más delicado de su nuevo imperio oceánico. Mis capitanes de Flandes, que sabían mezclarse con el pueblo, me repitieron después que los orígenes y el dinero de la agitación venían de los banqueros judíos en nuestras ciudades de Amberes y de Ámsterdam, entre los cuales había algunas familias expulsadas de España por mis bisabuelos los Reyes Católicos, y que ahora pretendían tomar venganza. Yo siempre consideré la duradera guerra de Flandes, cuyos orígenes se remontan a las agitaciones del 61, como una de esas partidas de ajedrez que tanto apasionan también en la Corte durante las tardes de invierno. Yo soy el rey negro, mi color, con mi hermana Margarita de Parma, seis años mayor que yo, como reina que se mueve sobre todo el terreno. Mi padre la había tenido en Juana van der Gheyust, hija de un próspero fabricante de tapices; Margarita llevaba por tanto como mi padre la sangre de Flandes. Había casado primero con Alejandro de Médici, a quien asesinaron por la espalda, y luego con Octavio Farnesio, nieto del Papa Paulo III. Regía en mi nombre los Países Bajos, un conglomerado de feudos que comprendía un reino costero, el de Frisia; dos ducados, el de Brabante con Bruselas y el de Limburgo con Amberes, la capital financiera de Europa junto con Génova; otros dos ducados, siete condados, cuatro señoríos y un obispado. El rey del bando contrario, aunque nunca quiso asumir la corona, fue mi archienemigo el príncipe de Orange, Guillermo de Nassau el Taciturno; ayudado a distancia por su reina, que no era sino Isabel de Inglaterra. Mi principal alfil era el obispo de Arras, Antonio Perrenot de Granvela, que mantuvo hasta la muerte su fidelidad a nuestra Casa. En el 61 se hace notar por vez primera el descontento en Flandes. Los nobles, seducidos por la independencia de los príncipes alemanes, sus vecinos, se oponían sordamente a los proyectos unificadores de mi hermana la regente Margarita, inspirada en su consejero el obispo Granvela; enviaron emisarios a Madrid que me forzaron, por bien de paz, a la destitución del consejero, quien pese al disgusto me guardó fidelidad completa, que supe luego retribuir largamente. En la inquietud del pueblo influían desde luego los problemas de la escasez provocada por la guerra entre los reinos del Báltico, que cortaba la demanda de telas, principal mercancía de Flandes; y se insinuaba ya la disidencia protestante, mediante la difusión del calvinismo por predicadores de Ginebra, cada vez más osados. Yo me empeñé en atajar esa infección aplicando con rigor los decretos del Concilio de Trento a través de la creación de catorce nuevas diócesis; los motines que se organizaron contra estas medidas no afectaron ni a cinco de cada cien habitantes. La amenaza contra la fe parecía lejana; pero cundió rápidamente, como el fuego devorador.

Así las cosas los nobles más inquietos de Flandes enviaron a Madrid, para negociar conmigo, al conde de Egmont, de quien yo estaba agradecido por su valeroso comportamiento en la campaña de Francia. Pero consideré inoportuna su visita porque toda la atención del gobierno se volcaba por entonces en la campaña para el socorro a la isla de Malta asediada por los turcos; y para que se fuera de una vez le hice creer que consideraría favorablemente sus peticiones de supremacía para el consejo de los Países Bajos sobre la propia regente, y encomendaría a un consejo de teólogos tolerantes la modificación de las duras leyes sobre la herejía. Pero a poco de regresar, y gloriarse entre sus compañeros de su capacidad de convicción, le desengañé con duras cartas dictadas en mi refugio del Bosque, en Segovia, en cuanto tuve noticias sobre nuestra gran victoria de Malta, en octubre de ese año 65. Entonces el grupo de nobles que seguía a Guillermo de Orange y al propio conde de Egmont se sintieron burlados por mí, sin que les faltase del todo la razón, y firmaron a fin de año un compromiso de la nobleza que ya incidía en la rebelión; rechazaban das medidas inquisitoriales y exigían cambiar las leyes sobre la herejía, para no enfrentarse con sus súbditos que la abrazaban. Guillermo de Orange dimitió de todos sus cargos y el 5 de abril del 66 treinta levantiscos se presentaron con sus armas ante la regente y la forzaron a admitir sus peticiones. Los predicadores calvinistas invadieron entonces las iglesias y las plazas públicas, lograron auditorios enormes, destrozaron imágenes y devastaron los templos. En medio de peticiones de auxilio, mi hermana Margarita hubo de conceder una tolerancia casi completa. Pero su habilidad se puso de manifiesto en que logró dividir a los nobles del pueblo agitando ante aquéllos los peligros de una guerra contra los privilegios. Casi todos la apoyaron y sofocaron la rebeldía, menos Guillermo de Orange que se convirtió al protestantismo, trató de ayudar a los rebeldes del pueblo y ante la total insolidaridad de los demás nobles eligió el camino del destierro.

Para ganar tiempo hube de ratificar, salvada en confesión y ante un consejo secreto de teólogos mi conciencia, los decretos de tolerancia arrancados a mi hermana. En mi Consejo de Estado se alzaron dos banderías, virulentamente; los duros que con el duque de Alba al frente reclamaban una acción ejemplar contra los rebeldes y los herejes; los diplomáticos con el príncipe de Éboli que sugerían contemporizar, en vista de que la gobernadora parecía hacerse con la situación. En septiembre del 66 arribó la flota de Indias con millón y medio de ducados para mi real hacienda y murió, Dios sea loado, Solimán el Magnífico, mientras varias sediciones parecían amenazar la unidad del imperio turco. Tomé las dos noticias como señales de Dios y deshice el empate de votos en el Consejo de Estado a favor del duque de Alba, para quien empecé a levantar un ejército de sesenta mil infantes y doce mil caballos, que hubiera sido irresistible en Flandes. Retrasé sin embargo la expedición hasta la primavera siguiente, porque quería ponerme al frente de ella, como una gran excepción militar en mi vida de organizador. Durante ese invierno los rebeldes, sin apoyo popular, no lograron levantar un ejército que oponer a los nuestros; y Margarita, con la carta de crédito por trescientos mil ducados que yo había puesto a su disposición meses antes, reclutó una fuerza selecta que aplastó al contingente rebelde en Oosterweel.

Las ciudades sublevadas se le sometieron y entonces yo reduje el ejército de Alba a diez mil hombres. Cometí entonces dos errores terribles. Primero, desistir de mi viaje, ante mi preocupación por lo que tendría que hacer con mi hijo Carlos y ante la precaria salud de la reina Isabel. Segundo, no recortar, en vista de mi forzada ausencia, los amplísimos poderes que había otorgado al duque de Alba, que iba a caer sobre un Flandes ya virtualmente pacificado con sed de justicia que allí pareció venganza. Ahora veo con claridad que si yo hubiera llegado a Bruselas al frente de los Tercios el resultado hubiera sido la pacificación definitiva, como en el 81 conseguí en Portugal, también con Alba a mi lado como jefe militar. Margarita había entrado solemnemente en la rebelde ciudad de Amberes el 28 de abril del 67; y recuperó poco después otro centro peligroso, Ámsterdam, donde la herejía había hecho estragos. Reprimió la insolencia de los predicadores calvinistas y mantuvo la fidelidad de la nobleza. Pero dos semanas antes de la reconquista de Amberes, que ponía virtualmente fin al brote de rebeldía, el duque de Alba se había despedido de mí en Aranjuez, donde le entretuve dos días para dejarle bien claras mis instrucciones, que luego él se saltó como quiso, llevado de su rigor; a poco se embarcó en Cartagena y organizó rápidamente a su ejército en Italia.

El 2 de junio revistaba a sus tropas en Alessandria y se ponía en marcha por nuestros territorios soberanos y aliados, el que llamaban en Europa camino español. Su fuerza principal eran nuestros cuatro Tercios de Infantería de Nápoles, Sicilia, Cerdeña y Lombardía, ocho mil españoles, los mejores soldados del mundo; flanqueados por once mil caballos alemanes y españoles. Con el Tercio de Nápoles en vanguardia, cruzaron el monte Cenis y se plantaron en Borgoña después de catorce jornadas de marcha. El marqués de Brantóme, que les veía pasar desde su castillo escribió a un amigo suyo de mi Corte: «Iban arrogantes como príncipes y los soldados parecían capitanes». El ejército, que puso admiración en Flandes, rindió viaje en Bruselas el 22 de agosto del 67. Hube de aplazar la continuación de la cruzada en el Mediterráneo, porque mi fuerza principal se trasladaba al mar del Norte. Mi ejército de Flandes se organizaba según mis ordenanzas de 1560: cada tercio con tres mil hombres a las órdenes de un maestre de campo, dividido en compañías de a trescientos; con cien caballos ligeros de acompañamiento. A las órdenes del general, un maestre general preparaba los planes de campaña y se encargaba de la información y los suministros.

Don Fernando de Toledo no perdió el tiempo. Lo primero que hizo al llegar fue reparar y asegurar las fortificaciones de las principales plazas. Detuvo a los condes de Egmont y de Horn, pero no por sus actividades políticas sino en virtud del fuero militar; se habían negado, en efecto, a colaborar en el ejército español, contra lo que Egmont había hecho toda su vida. Implantó después, manu militari, las catorce nuevas diócesis establecidas por mí de acuerdo con el Papa; y urgió el cumplimiento de los decretos del Concilio de Trento. Ordenó la depuración de los maestros herejes; veintidós sólo en Amberes. Reorganizó la hacienda de aquel reino, obligándole a sufragar los gastos de su propia defensa; aumentó los impuestos de 750 000 ducados en el 67 a cuatro millones y medio en el 70. Pero lo hizo según el patrón castellano de las alcabalas, que pareció intolerable a los burgueses de las ciudades. Endureció, ante la resistencia, la represión. Al comenzar la Cuaresma del 68 detuvo de golpe en una sola noche a los principales sospechosos de rebeldía; Orange y su hermano Luis de Nassau ya habían escapado. Instituyó el Conseil des Troubles que los flamencos apodaron Tribunal de la Sangre, que decretó en todo su mandato unas mil ejecuciones y nueve mil confiscaciones. Entre los más ilustres condenados a muerte figuraron los condes de Horn y de Egmont, convertidos inmediatamente en mártires de la rebeldía. El general Lamoral de Egmont, uno de los mejores jefes de caballería que entonces tenía Europa, subió al cadalso con suprema dignidad, entre el consejero Granvela y el maestre de campo Julián Romero, que le confortaban entre lágrimas mientras las compañías presentaban sus picas y arcabuces. Para convencerme de que Alba seguía una política equivocada, los nobles leales de Flandes me enviaron al barón de Montigny, que era un Montmorency, sobrino del condestable de Francia. Venía en nombre de Margarita, mi hermana, pero al cruzar por Francia pactó a mis espaldas con su tío, lo que mis consejeros reputaron unánimemente como traición; lo que a mí me alarmaba más es una posible intervención de Francia, donde los hugonotes acrecían su poder, en nuestro pleito interior de Flandes, que había sido antaño nuestra base de operaciones para dominar a Francia. Quizá por eso no puse reparos para que Montigny fuera ejecutado secretamente en el castillo de Simancas el 16 de octubre de 1570; aunque anunciamos públicamente su fallecimiento por enfermedad. Nunca pensé que se trataba de un crimen de Estado, como sospecharon y difundieron años después mis enemigos, sino de un acto especial de justicia al que yo tenía pleno derecho. Mi confesor estuvo de total acuerdo.

La represión del duque de Alba favoreció los propósitos de los Nassau, que levantaron un ejército pero sin que gozaran todavía de apoyo popular importante; era una tropa de mercenarios alemanes. En julio del 68 el duque de Alba maniobró contra el ejército de Orange según el sistema que había acreditado en Italia contra los franceses de Guisa, y cuando creyó tenerle a su merced le envolvió junto a Groninga y permitió a los Tercios y la caballería que prolongaran durante dos días la persecución y la matanza. Enrojecieron las aguas del Ems con la sangre de siete mil alemanes enemigos; los Tercios, gracias a la terrible precisión de los arcabuces, sólo tuvieron siete bajas. Fue una de las mayores victorias de mi reinado.

Después de ella, el duque de Alba era dueño de los Paises Bajos, sometidos por el terror del tribunal y por el prestigio de los Tercios en la batalla; y tanto la nobleza como los burgueses de las ciudades no sabían cómo convencerme para que licenciase al terrible duque y restituyese la plenitud de poderes a Margarita. Sin embargo los barcos que llevaban a Flandes la paga de mis tropas se perdieron. La reina de Inglaterra, con quien hasta entonces habla mantenido relaciones de lejano respeto, cedió a la avidez y la agresividad de sus consejeros y se incautó de toda la plata de un galeón nuestro que llegó a Plymouth de arribada forzosa. Entonces fue cuando Alba se vio obligado a intensificar su sistema de alcabalas con el diez por ciento sobre toda compraventa; el cinco sobre las hipotecas; el uno sobre el patrimonio. La protesta fue tan sorda como tremenda en la población; y más cuando nuestros soldados, presos de indisciplina, trataban de cobrar por su cuenta. En estos desmanes se distinguieron los mercenarios del Imperio mucho más que nuestros soldados españoles, que sin embargo llevaron para siempre la fama de las vejaciones y rapiñas. Pero la actitud de Inglaterra no era, de momento, más que una iniquidad aislada, y la victoria de Groninga me aseguraba unos años de paz en Flandes. Mantuve allí a Alba con su ejército y volví toda mi atención a nuestro mar, donde amenazaba otra vez el Turco a quien decidí frenar para siempre. Este nuevo cambio de estrategia tenía además mucho que ver con la última de las desgracias que se habían abatido sobre mí en el año fatídico del 68: la rebelión de los moriscos de Granada, que paso a recordar.