La segunda tragedia que debo relatar al fijarme en ese año nefasto del 68 es la muerte airada de mi hijo el príncipe don Carlos, que mis enemigos han aprovechado para cubrirme de odio y de sangre, sin el menor respeto a mi dolor más íntimo. Ya dije cómo al nacer en julio de 1545, provocó la muerte de María Manuela, mi primera esposa. Casi inmediatamente se notaron en su persona los primeros signos de desquiciamiento, lo que me hizo pensar, aterrado, en su bisabuela Juana, enajenada en Tordesillas; en la abuela de Juana, muerta en 1496 dentro de su prisión en Arévalo; en su primo desequilibrado, el rey Sebastián de Portugal. Hay una terrible amenaza en la concentración de nuestra sangre familiar; mi hijo tenía sólo cuatro bisabuelos en vez de ocho; sólo seis tatarabuelos en vez de dieciséis. Sin embargo sus accesos no nos alarmaban excesivamente en los comienzos; los creíamos pasajeros y remediables. Hasta mi jornada de Inglaterra para mi segundo matrimonio mantuvimos la esperanza; le aficioné a la caza y a veces conseguía hablar con él casi normalmente sobre sus cosas de niño. Mi ausencia pareció desquiciarle y hubo de retrasarse su aprendizaje de las primeras letras. Me alarmaba ver que su juego predilecto consistía en degollar lentamente los gazapos que le entregaban cazadores serviles. Encomendé su educación, con resultados cada vez más decepcionantes, a los más claros varones de Castilla. Su abuelo Carlos Quinto, cuyo nombre llevaba, y que le conoció en Valladolid camino de Yuste, se llevó a la tumba mi misma preocupación.
Pero tanto mi padre como yo esperábamos el milagro; y las Cortes de Toledo juraron a Carlos de Austria, a sus catorce años, como heredero de la más alta corona de la Cristiandad. Aprovechó el príncipe la ceremonia para increpar brutalmente al duque de Alba que la dirigía; por lo que hube de obligarle a pedir disculpas. Ya por entonces sólo parecía mostrar interés por el vino, las mujeres y la comida, que devoraba en cantidades excesivas. En las negociaciones para la paz con Francia se había pensado casarle con Isabel, que era de su edad; y de la que le habían hablado tanto que se encaprichó fatalmente por ella. Cuando las más altas razones de Estado me inspiraron tomarla por esposa advertí en mi hijo; como ya indiqué, una primera mirada de odio, que tomé por una de sus manías pasajeras. Y creía acertar; porque luego Carlos se hizo muy amigo de Isabel, feliz por tener en la Corte alguien de su edad, con quien compartía juegos y chanzas, sin que él me demostrase en ese trato íntimo desviación alguna como me informó la austera duquesa de Alba que les vigilaba. Desde poco después, el año 60, contrajo Carlos una larga enfermedad febril, por tercianas, que nunca le desaparecieron totalmente y parecían desesperarle.
Sin embargo le envié a la universidad de Alcalá en 1562, donde se sentía humillado por los progresos, mucho más notorios, de sus compañeros de estudios, Juan de Austria y Alejandro Farnesio. Allí cayó malamente por una escalera mientras perseguía a una moza de la servidumbre, y quedó tan malherido en la cabeza que según la consulta de médicos sólo podría salvarle una operación a vida o muerte. Para que asesorase a mi junta llamé al doctor Vesalio, que aconsejó la trepanación; pero mi cirujano responsable, el doctor Dionisio Daza Chacón, que se encargaba de hacerla, comprobó la ausencia de lesiones internas, según me explicaba detenidamente a la misma cabecera del enfermo, y se limitó a un legrado del cráneo pese a las protestas de Vesalio. Cuando yo daba ya por muerto a mi hijo, vi con alegría que se recuperaba rápidamente e incluso parecía sentar la cabeza. Por desgracia se trataba de una mejoría pasajera. Pronto se agravó y reincidió en sus locuras. Perdía a grandes ratos la memoria y la facultad de hablar; se abalanzó puñal en mano contra mi principal consejero de entonces, Diego de Espinosa, presidente del consejo de Castilla; y después contra el duque de Alba, que se despedía para reprimir la rebelión en Flandes. Y es que los nobles de aquel reino que empezaban a alimentar en su corazón la rebeldía contra mi dominio, como el conde de Egmont, mi valiente general de San Quintín y Gravelinas, y el barón de Montigny, más espía que embajador cerca de mi Corte, habían advertido ya que mi propio hijo era el punto más débil en medio de mi firmeza y desde el año 63, cuando la rebelión se propagaba bajo tierra, halagaban al príncipe, que tramó con ellos salir de la Corte y presentarse en Flandes como libertador. Desde que lo supe le puse bajo estrecha vigilancia secreta, que él nunca advirtió, porque me creía exclusivamente preocupado con su matrimonio. Era el novio de Europa, y después de su fracaso con Isabel de Valois tampoco pudo prosperar su enlace con María la reina de Escocia, ni luego con la princesa Ana de Austria; porque entretanto crecía la magnitud de sus aberraciones y ya exteriorizaba sin recatarse su aborrecimiento contra mí. En el 67 ya medité la posibilidad de encerrarle y apartarle de la sucesión. En el otoño de ese mismo año supe que el príncipe allegaba dinero y preparaba su viaje secreto a Flandes, para contrarrestar la actuación represiva del duque de Alba. Reveló a sus íntimos que su mayor deseo era matar a un hombre; y lo decía por mí. Mi hermano Juan de Austria me hizo saber los detalles para la huida de mi hijo a Flandes.
Hasta que el 13 de enero del año nefasto, 1568, pedí a todas las parroquias y conventos de mis reinos sufragios públicos por mi intención secreta, que no era sino la luz del Señor para el terrible paso que pensaba dar. Cuatro días después volví al Alcázar después de unos días en pleno campo y reuní a mis principales consejeros con un grupo de mis mejores teólogos, que comprendieron mi dolor y mi deber. En la tarde del día siguiente, 18 de enero, el más triste de toda mi vida, me calé el yelmo, ceñí la espada y conduje personalmente a mi guardia para detener al príncipe de Asturias en sus habitaciones del Alcázar. Parecía esperarme, y su mirada fría y torva fue mi mayor prueba, pero no vacilé. Ordené su confinamiento en el castillo de Arévalo, donde estuvo también encerrada una reina de España. No me consolaban los últimos disparates de mi hijo, que había tirado a un paje por la ventana, mataba caballos por puro placer de verles sufrir e hizo comerse a su zapatero, en su presencia, unas botas que no le habían gustado. Era mi propia sangre la que encerré entre rejas, lejos de mi presencia.
Sus carceleros, a partir del duque de Lerma a quien primero confié su custodia, me rogaban por Dios que les relevase. Pedí al archivo de mi Corona de Aragón los papeles del proceso del rey Juan II contra el príncipe de Viana. Designé un alto tribunal para estudiar el caso y volví a solicitar luz y consejo a mis principales teólogos. Escribí, al día siguiente del encierro del príncipe, a todas las autoridades de mis reinos, al Papa Pío V, a los reyes de la Cristiandad. Expliqué mi trágica decisión en el nombre de Dios y de mis reinos: «No parecía haber —era el resumen de esas cartas— otro remedio». Mientras tanto Carlos, encerrado, dejó que su locura se desbordase. Buscaba la muerte, noche tras noche. Bebía agua helada después de sudar, y regaba con ella su lecho antes de acostarse desnudo. No se dejaba atender ni curar. Pasaba semanas enteras sin probar bocado. Adelgazó hasta no parecer quien era; le saltaban los ojos. Tragaba luego de pronto lo que veía más cerca; su anillo, las piezas de su escritorio. Murió la víspera de Santiago, el año de su prisión. Mis médicos me dieron explicaciones generales; pero mis criados acosaron a los suyos y supe con seguridad que había muerto de hambre.
La reina Isabel, mi esposa, pasó llorando dos días con sus noches, hasta que hube de prohibirle el llanto. Corté el luto de la Corte después de la primera semana, aunque yo lo llevé durante un año entero. Obligué a mi hermano Juan de Austria a que abreviase su propio luto, que pretendía prolongar como el mío. A poco, sin dejarlo escrito, hice correr la prohibición de mencionar al príncipe en las conversaciones de la Corte. Era mi propia sangre que me había querido traicionar; mi propia debilidad que se alzaba contra mí. Busqué entonces ciegamente otro hijo, al que en un momento de locura quise también llamar Carlos. Pero mi esposa Isabel no se recuperó de la muerte de Carlos. Murió en Aranjuez, el 3 de octubre, dos meses largos después de mi hijo. Dejándome solo en la noche más negra de mi vida, donde sus dos hijas mantenían una leve esperanza. Desde aquel verano espantoso mis enemigos no han dejado de agitar ante toda Europa el espectro ensangrentado de mi heredero. Saben herirme donde más duele. Sospecho que al correr los años y los siglos el rencor duradero de esos enemigos querrá vengarse de mí, sabe Dios con qué artes, tal vez en este mi propio monasterio del Escorial, el santuario de mi dolor y mi renovada soledad. No faltarán tampoco quienes, con mi corazón en su mente, sabrán defenderme en ese trance, con la fuerza que Dios dejará manar a mi tumba.