SAN LORENZO DE EL ESCORIAL: LA BIBLIOTECA

Ya dije que durante mis años de felicidad con Isabel de Francia inicié la obra de mi vida, que tuviera la grandeza de los monumentos antiguos, sobre las faldas del pico de Abantos, donde muere la principal armazón de la sierra entre las dos Castillas: el templo, monasterio y palacio que soñé y prometí tras la victoria de San Quintín en honor de san Lorenzo y junto a la villa de El Escorial. Tanta energía y amor puse en esta obra, que dirigí personalmente, y cuyas perspectivas cuidé desde la distancia justa en una silla tallada sobre la piedra del bosque, que estoy seguro se me recordará sobre todo por ella, ya que no creo del todo exageradas las opiniones de mis cortesanos que pensaban halagarme —y bien pensaban— al calificarla, después de su terminación, como la octava maravilla del mundo. Los frailes jerónimos, enamorados como yo del monasterio, se han encargado de preparar y escribir la historia de su construcción, sin la que no se comprenderán ni mi vida ni mi reinado. Yo hice, como en todas mis edificaciones, los esbozos, que discutía después con los arquitectos; y me presentaba a veces entre los obreros para urgirles puntualidad y diligencia, y para dirimir sus querellas cuando amenazaban a la continuidad o puntualidad de la obra, que rematé en once años, para fines del 84. Enterré allí casi seis millones de ducados, que me parecen pocos y fueran muchos más si el proyecto hubiese de abordarse ahora. En 1568, para confortarme por un año tan terrible, traje aquí los restos de mi padre el Emperador, y no pude trasladar los de mis bisabuelos, los Reyes Católicos, por su completa descomposición, que quise respetar en el lugar de su primer descanso, pero recubriéndoles con nuevos sarcófagos de plomo. Tuve la suerte de contar, para esta magna obra, con los mejores arquitectos del mundo: Juan Bautista de Toledo, que había aventajado a su maestro Miguel Angel, y Juan de Herrera, que además de artífice maravilloso, era matemático relevante y poseía la suficiente afición a la magia como para realizar mis sueños. Herrera tenía en su imaginación las pautas del templo salomónico, que por algo vivíamos tras las costas de donde partieron para el rey de Jerusalén las naves de Tarsis; colocó las piedras angulares en los momentos marcados por las estrellas favorables y reverenció el color negro, por respeto a mi preferencia y por influencia de Saturno, que era también mi planeta protector y temido, al que no supe conjurar ante las continuadas muertes de mis pobres hijos. Para la construcción colaboraron todas las regiones de España: el granito del Guadarrama, los hierros forjados de Zaragoza, las maderas de Valsain y Cuenca, los jaspes de Burgos, los mármoles de Aracena en Huelva. Pero aquel monumento sería, además, mi casa y mi refugio. Yo gobernaba desde allí el mundo, y me escondía del mundo. Traje, como mi padre para el monasterio de Yuste, a la Orden Jerónima, cuya reforma había sido verdadera resurrección, y residí en el palacio, desde 1566, cuando proseguían las obras fuera de mi recinto, para que Isabel de Francia viviese mi sueño.

Pero, alejado del mundo, le metí allí dentro para mejor dominarlo. El Escorial era un enorme libro de historia y un inmenso mapa militar del mundo. Cuando me instalé en el nuevo palacio, encargué al matemático Pedro de Esquivel que levantase planos de toda España con el máximo detalle, y recibí de los lugares más diversos seiscientas respuestas con esquemas y datos que repasaba yo mismo; creo que ningún rey de Europa había emprendido semejante trabajo. Fui instalando pausadamente allí mis colecciones, entre viaje y viaje. Mis cinco mil monedas; mis casi 150 relojes y astrolabios; mis cien estatuas, pero no quise privar de su armería, que ya era famosa, al Alcázar de Madrid aunque me llevé a El Escorial varias piezas destacadas. También dejé en el Alcázar la mayor parte de mis cuadros, como los del Bosco, Van der Weyden, Brueghel y Tiziano, que instalé en la torre nueva construida para ellos; pero también me traje a El Escorial algunos preciadísimos de todos ellos. Allí examiné algunas cosas del maestro Domenico, a quien llamaba Greco por su primera patria, con figuras ardientes que se escapaban de la tela; pero no me convenció su Mauricio, donde había despreciado mis instrucciones, aunque ordené reservarlo por si mi desvío necesitase de corrección futura. Le dejé sin embargo en El Escorial; donde quise guardar también los prodigiosos retratos que Pantoja nos hizo a mi padre y a mí. Quise que el monasterio incluyera también talleres y laboratorios donde pudiera seguirse la evolución de la astronomía y las nuevas ciencias que se anunciaban en Europa, sin que, por mi presencia, se despertasen las sospechas de la Inquisición, y seguí de cerca la instalación de un pequeño taller para la destilación de humores y esencias, que sorprendió primero pero después agradó sobremanera a los jerónimos, entre los que pude formar algunos expertos realmente estimables. En el palacio instalé a algunos de mis pájaros más queridos, y traje otros animales. Dispuse, a la vez que la obra, las explanadas para los jardines, en los que conseguí flores para los doce meses del año. Pero sobre todo allí fui situando poco a poco mi tesoro más preciado: mis libros, con la esperanza de que no sólo me sirvieran a mí y a los frailes, sino a cuantos estudiosos quisieran llegarse para profundizar en la ciencia desde aquel rincón, el más seguro y apacible de mis reinos y de todo el mundo.

Compré mis primeros libros cuando cumplí los trece años, y ya no interrumpí jamás la costumbre, que se convirtió en pasión. Aquellos tres primeros fueron La guerra judía de Flavio Josefo, las Metamorfosis de Ovidio, y una Biblia latina en cinco tomos, más un libro de hojas grandes para pintar en él. En el 53 tenía ya en la torre nueva del Alcázar madrileño 821 libros, más que rey alguno en toda la tierra; en 1576 llegué a 4545, de ellos unos dos mil todavía manuscritos; y ahora, cuando Dios me va a llamar, tengo aquí en la biblioteca del monasterio más de catorce mil, de ellos muchos en griego, 94 en hebreo, y 500 códices arábigos, por los que vino a Occidente la ciencia de la antigüedad. Aquí creé, con tan espléndido apoyo de documentación y saber, una escuela de artes y teología que no ha florecido cuanto yo quisiera. Uno de los momentos más gratos de mi vida familiar fue la explicación detallada de mi biblioteca a mi cuarta esposa, la reina Ana. Aquí, en estos estantes, guardo otro de mis secretos; el libro que yo mismo escribí en 1560 junto con algunos poemas que no me he atrevido a enseñar nunca. Durante toda mi vida conservé mis libros de juventud, hasta edificar sobre ellos esta biblioteca vastísima. Mi maestro Calvete de Estrella era el encargado de comprar en Salamanca libros para mi formación. De allá se trajo las fábulas de Esopo en latín y griego; el tratado de geometría y arquitectura de Durero, que me bebí; El Elogio de la Locura, los Adagios y la Querella de la paz del maestro Erasmo de Rotterdam, súbdito nuestro, que no nos amaba. Luego compré por 144 maravedises una edición del Corán, en Valencia; y entre mis notas del 45 veo la adquisición de la Arquitectura de Vitruvio, las obras completas de Erasmo en diez volúmenes, el tratado sobre la inmortalidad del alma del maestro de humanistas, Pico de la Mirandola; y creo que mi ejemplar del libro de Copérnico, De revolutionibus orbis terrarum fue el primero que llegó a mis reinos en 1543. Dos años después ordené una compra importante en la imprenta de Aldino: 135 libros de música, matemáticas, astrología, historia, geografía, magia, teología y filosofía; de ellos 115 en griego, 7 latinos, como la Historia Natural de Plinio; y 13 italianos con el Petrarca y el Dante. Hasta la Inquisición tomó cartas en el asunto cuando creyó saber que mis libros sobre magia superaban ya los doscientos y hube de expurgar mi biblioteca para evitar suspicacias.

No fue, por tanto, el temor por la cultura, incluso la más avanzada, la que me impulsó a ordenar en 1559, cuando se descubrieron en España los primeros brotes de la herejía, el cierre de nuestras fronteras no a todos los libros de Europa, como dicen falsamente mis enemigos para tacharme de bárbaro, sino los que se adquirían sin licencia y con peligro para nuestra fe. También hice que se vigilara la estancia de estudiantes españoles en algunas universidades europeas donde podrían correr peligro de contaminación. ¿Pero se atreverá alguien a argüir que semejantes medidas, exigidas por el servicio de Dios, redundaron en descrédito de nuestras letras y decadencia de nuestros saberes? Muy al contrario, nunca se estudió, ni se pensó, ni se escribió tanto y tan bien en España, mientras se fundaban las primeras escuelas, bibliotecas y universidades en las Indias, sobre las ruinas de aquellos cultos salvajes y bárbaros. Baltasar del Alcázar y Francisco Herrera el Divino alegraban y sobrecogían a toda España desde Sevilla, con sus sátiras y cantos de triunfo. Florecía entre las disputas y las tempestades de Salamanca fray Luis de León que elevó nuestra lengua castellana al plano de la perfección humanística; hube de ampararle contra sus envidiosos, y le recibí en el 83, cuando restaurada ya su honra y su prestigio vino a pedirme protección para su universidad. Seguí con admiración la carrera del maestro Arias Montano, con quien correspondían los grandes humanistas de Europa. Apoyé en sus luchas y tribulaciones a la madre Teresa de Jesús, cuyo libro escrito en los caminos leí tras arrebatárselo a la princesa de Éboli que lo repasaba por pura frivolidad. Comprendí que Dios protegía a España cuando permitía que vivieran a la vez sobre nuestro suelo hombres como Ignacio de Loyola, el maestro Juan de Ávila y el maestro Luis de Granada. Me llegaban noticias confusas sobre una pléyade de escritores jóvenes y audaces que honrarán, sin duda, el reinado de mi hijo; como un Miguel de Cervantes que tras su herida en Lepanto clamaba en hermosos versos por su liberación del cautiverio argelino; y un poeta que se enroló en la Invencible para ambientar sus versos heroicos, Lope Félix de Vega, cuando hubo de huir de la Corte y sus mentideros por sus amoríos de rompe y rasga. Los trabajos y la ciencia de mis teólogos dominaron, como ya dije, las sesiones de Trento; y toda Europa leyó con asombro las obras del maestro de Salamanca, Francisco de Vitoria, que encontraba nuevos caminos para el derecho de gentes en sus libros que fueron publicados después de su muerte. Aquí alzaron Melchor Cano, Domingo Soto y los jesuitas como Diego Laínez un baluarte teológico ante el que hubo de retirarse la herejía en toda Europa; pero mis hebraistas de Salamanca, como el propio maestro León, demostraron que su fe genuina no temía ni el ahondamiento en la Escritura ni su versión en lengua vulgar, que dejaba de serlo con sus traducciones magistrales. Es cierto que no me agradaba el teatro ramplón, pero amparé personalmente los saberes auténticos; la nueva historia de Jerónimo Zurita, las investigaciones bíblicas de Arias Montano, los estudios naturales de Alonso de Santa Cruz con la piedra imán y Juan Plaza en la botánica. Quise fundar en el 82 una academia matemática en el Alcázar de Madrid para el cultivo de la nueva ciencia europea; y promoví la iniciativa generosa de Juan de Herrera cuando pretendió instaurar en todas las ciudades importantes seminarios para el estudio de la matemática y la ciencia natural; cuando las ciudades votaron en contra por sus procuradores en Cortes, y por temor a un gasto de que podría resultar tanto provecho, lo lamenté profundamente.

Sin embargo el cuidado del saber y el fomento de la ciencia no me distrajeron de la naturaleza. Quise fundar mi monasterio de El Escorial, mis casas del Bosque y de Aranjuez, en medio de ella. Me gustaba vivir en el Pardo en otoño, y cazar durante la primavera en Aranjuez. Nunca me opuse a que mis cortesanos se divirtieran en la Corte, que mis enemigos pintan envarada y aburrida. En mi Corte se compuso el famoso libro de juegos que luego recorrió Europa, con los sesenta y tres cuadros que son los años de la vida, entre ellos el 26, la Casa del Privado; el 32, el Pozo del Olvido; el 40, cambio de Ministros de donde se retornaba al 10, Casa de la Adulación; y el 42, Muere Tu Patrón, que hacía retroceder las fichas al comienzo. Cuando en el 83 llegó de Flandes un volatinero que entretenía a toda la Corte, le hice mi mayordomo para retenerle y divertirme. Reproduje en Aranjuez una recua de camellos, que llegaron a cuarenta; instalé refugios abiertos en la Casa de Campo de Madrid para avestruces, leones de África, y otros animales feroces. Mi principal cuidado era la construcción de lagos artificiales, como los de Ontígola y Aranjuez o el de la Casa de Campo junto a Madrid. Los poblé de cisnes, percas y carpas, que luego me gustaba pescar con caña, aunque ningún placer mayor para mí que el de pescar truchas en el alto Eresma. En el año 70 organicé un combate de galeras en el lago de la Casa de Campo para estupefacción de toda la Corte, con motivo de mi última boda; con tanta expectación que hube de repetirlo, cuando sanaron los heridos, para el pueblo. Mis jardineros flamencos renovaron los parques que había empezado a construir en los Reales Sitios y enseñaron a los españoles el uso del agua. Sólo en Aranjuez hice plantar 223 000 árboles. Tengo aquí un papel sobre las lagunas que allí mandé represar y alimentar: «Que se haga una laguna muy grande en el arroyo de Ontígola y otras dos o tres pequeñas en el que va a Ciruelos, para que vengan a ellas aves para la altanería». Este papel es del 53; tengo aquí otro del 62: «Informaros cómo están los faisanes que tiene la Casa de Campo, y si es menester algo para ellos y si será mejor soltarlos todos o parte, o tenerlos allí, y avisadme dello. Y si ha apedreado algo a la huerta de las posturas y simientes, y cómo va esto. Y a Aranjuez escribid que avisen de lo mismo y de las hayas y si se oyen los francolines».

Practiqué, en un tallercito del monasterio, el arte de la tapicería y la costura. Introduje en aquella Corte el juego de los tejos, que venía de Alemania, con la modalidad de echar unos sacos de arena sobre la mesa, y de ahí viene el dicho de tirar los tejos al propio Rey. En fin, que la solemnidad de las grandes fiestas, y la seriedad de mi trabajo diario se explayaban después en la vida cotidiana de la Corte que sólo quienes gozaban de ella conocían y apreciaban. Aunque todo ello se enturbió primero y luego se llenó de terror y angustia con los hechos, cada vez más degenerados de mi primer hijo, el príncipe Carlos. Hora es ya de que aborde esta sima negra de mi dolor y mi recuerdo, sobre la que se ha cebado la furia vengativa de mis enemigos.