Cuando hube regresado a España a fines de 1559 y puesto mi orden en las flotas de Indias y la marcha de los consejos, emprendí la cruzada en el Mediterráneo. Mi designio, madurado en tantas conversaciones con mi padre —que volvía a la guerra en nuestro mar cuando la agitación de Europa se lo permitía— está muy claro. Deberíamos primero expulsar a los infieles del Mediterráneo occidental, para alejar toda amenaza sobre nuestras costas de España y de Nápoles y Sicilia. Luego habríamos de avanzar sobre el Mediterráneo oriental, para dominar al enemigo junto a sus propias madrigueras. Para uno y otro objetivo tendríamos que asegurar nuestras posiciones en los estrechamientos centrales del Mediterráneo, cuyo dominio se disputaban dos bastiones: el de la isla de Malta, por nuestra parte; el de Trípoli, amparada en la isla de los Gelves, por la del Turco. Nuestros dos poderes ejercían su autoridad sobre territorios y bases propias, y también sobre protectorados o gobiernos aliados, como el de Argel para el Turco, y el de Venecia para nosotros. Pero mi idea principal no consistía en garantizar a los venecianos sus rutas comerciales de Oriente, comprometidas por el auge de los turcos, sino en frenar la amenaza de la que ellos llaman Sublime Puerta, que había inundado a Europa en el reinado de mi padre y ahora, contenida dos veces por nuestros Tercios frente a Viena, se concentraba sobre el mar. El sultán y yo disponíamos de excelente información suministrada por enjambres de comerciantes y renegados; por ella supe que los turcos aumentaron sus escuadras desde sesenta a trescientas cincuenta galeras en diez años, señal que se preparaban para una campaña decisiva bajo el cetro de nuestro máximo enemigo, Solimán, a quien sus reinos llamaban el Magnífico. Yo puse a trabajar con toda su capacidad a nuestros astilleros de levante, sobre todo a las Reales Atarazanas de Barcelona, famosas en Europa entera.
Nuestros esfuerzos, dirigidos ambiciosamente a la conquista de Trípoli, no pudieron obtener comienzo más nefasto. Una flota que habíamos armado con el máximo secreto y que llegó frente a la isla de los Gelves en 1560 bajo los mejores auspicios, se apoderó fácilmente de la isla enemiga, pero su general, confiado en exceso, no había apercibido la necesaria vigilancia exterior y sufrió el ataque por sorpresa de una escuadra turca muy superior, que había contado con información precisa enviada desde Trípoli —la plaza amenazada— por su gobernador, el temible renegado Uluch Alí, que como nos iba a demostrar muchas veces era el mejor navegante y el más arrojado pirata del Mediterráneo. Nuestra escuadra hubo de retirarse desordenadamente, y el destacamento de infantería que ocupaba ya la isla al mando del capitán Álvaro de Sande prolongó inútilmente su resistencia durante meses, hasta que hubo de rendirse y pasar al cautiverio. No le pudimos socorrer porque el grueso de nuestra flota, que pudo regresar a duras penas, se estrelló por un temporal contra las costas de la Herradura en el reino de Granada. El sultán animó al vencedor de los Gelves, Piali Pachá, a que amagase contra nuestras costas, que durante dos años estaban inermes frente a los infieles. Los habitantes organizaron, afortunadamente, aguerridas milicias concejiles y construyeron una red de castilletes para señalar con humo y fuego la presencia de las naves enemigas, mientras patrullas de caballería recorrían incesantemente las playas. No me desanimé por este primer fracaso y ordené intensificar la actividad de las atarazanas. Los turcos no supieron aprovechar su inmensa ventaja de aquellos dos años largos y en 1563 mi escuadra se hizo de nuevo a la mar con mayor prudencia y no menor decisión. Socorrimos con gran eficacia a nuestras guarniciones asediadas en Orán y Mazalquivir; y al año siguiente, 1564, don García de Toledo, marqués de Villafranca y virrey de Cataluña, ocupó el Peñón de Vélez de la Gomera, nido de piratas, y lo fortificó contra los ataques de mar y tierra, ya que casi puede accederse a él por una lengua de arena. Fortaleció también la muralla de Ibiza, nuestra isla más adelantada sobre Berbería.
Para el próximo choque nuestra información sobre los propósitos del enemigo era mucho más completa y temprana. Supimos que la última orden dada por Solimán el Magnífico antes de descender a los infiernos fue la conquista de Malta, desde la que sus naves podrían dominar todo el sur de Italia y amenazar directamente al Papa. Por ello designé a don García de Toledo como general de la mar y dirigí personalmente todos los trabajos para el socorro a la isla defendida por los caballeros de su orden, que esperaban firmes el asalto del infiel. En efecto, el 20 de marzo de 1565 la mayor escuadra que surcara el mar nuestro en los tiempos modernos —doscientas naves, casi todas galeras, y cincuenta mil soldados para el desembarco— salía de los estrechos, nidal del Turco, a la conquista de Malta. Nuestro general de la mar había coordinado perfectamente todos los recursos y ayudas de la defensa, y la sorpresa turca falló por completo. Cuando nuestra escuadra, que había incorporado a las naves aliadas, se acercó a la isla, el jefe de los turcos ordenó inmediatamente la retirada sobre la isla de Chipre. Socorrimos abundantemente a los caballeros de Malta y el Mediterráneo occidental quedó ya libre de las grandes incursiones enemigas, aunque no conseguimos de momento eliminar la piratería aislada.
La experiencia de esa campaña me aconsejó establecer nuevas coordinaciones en el sistema de gobierno. Creé varias juntas que enlazaran la acción de los consejos, y se dedicasen a asuntos urgentes que no convenía dejar de la mano. Durante los momentos de mayor necesidad, estas juntas se reunían a diario en mis estancias, y sus decisiones tenían prioridad absoluta una vez confirmadas por mí. Con ello aumentó el poder de mis secretarios, que se encargaban de la coordinación.