ISABEL DE FRANCIA

Europa tardó mucho tiempo en sospechar mis verdaderos designios durante las negociaciones para la paz entre 1558 y 1559. Porque con mi padre retirado y agonizante, y mi esposa María de Inglaterra sumida en el lejano conformismo de su mortal enfermedad y su fracaso, todos los hilos estaban en mis manos, por primera vez… y en las manos blanquísimas y alargadas de Isabel Tudor. Para perplejidad de mis negociadores —sólo el de Alba sospechaba algo que su lealtad le impedía comentar— yo lo confundía todo y lo retrasaba todo. Insistí con el conde de Feria en mis gestiones para que Isabel Tudor, que había rechazado definitivamente a Manuel Filiberto de Saboya, me aceptase a mí como esposo, pero mi solicitud era formularia, como un homenaje póstumo a mi padre, que había muerto soñando en nuestro Imperio atlántico. Cuando comprobé que el rey de Francia conseguía enlazar al delfín con María la reina de Escocia, y confirmé la cerrazón absoluta de Isabel Tudor, encaprichada según me decía Feria con un hermoso y atrevido caballero de su reducida corte secreta, no recuerdo ahora su nombre pero creo que habían sido además por un tiempo compañeros de cautiverio en la Torre de Londres, hice saber que mi hijo el príncipe Carlos no estaba aún en sazón de matrimoniar, lo que desgraciadamente era cierto; y me reservé a la princesa Isabel de Francia, lo que según pude saber con grave preocupación, causó terrible resentimiento a mi heredero, que por primera vez profirió contra mí palabras de odio. Para asegurar mi decisión sobre la princesa, que acababa de cumplir sus trece años, y no solamente era virgen sino impúber, envié a París a mis dos grandes consejeros rivales, Ruy Gómez de Silva y el duque de Alba. El portugués, príncipe de Éboli y mi mejor diplomático, se encargó de cortejar en mi nombre a la princesita de Francia, que se mostró encantada con la simpatía y el mundo del suplente; pero fue el severo general, don Fernando de Toledo, quien vestido de negro riguroso por la muerte, reciente aún, de la reina María de Inglaterra, llevó al altar en Nuestra Señora de París, y en mi nombre, a mi esposa-niña. Era el 22 de julio de 1559 y yo había cumplido ya los treinta y dos años. Después del baile en palacio, Alba acompañó a la nueva reina de España hasta sus aposentos, donde en presencia de un séquito escogido puso un brazo y apoyó la pierna sobre el lecho, para probar solemnemente que su señor el Rey tomaba posesión del tálamo nupcial. Luego reverenció a la soberana y a la comitiva y se retiró. Mas lo que iba a ser el claro principio de mi felicidad intima se mudó, para la pobre Isabel, en tragedia. En una de las justas celebradas a las afueras de París para festejar las bodas la lanza del capitán Montgomery, jefe de la guardia escocesa del rey de Francia, chocó con la coraza de Enrique, resbaló contra el yelmo y le astilló uno de los ojos, produciéndole la muerte casi instantánea. El reino de Francia quedó en manos de un pequeño rey impotente, regido sin embargo por una de las mujeres más hábiles de Europa, la florentina Catalina de Médicis. Pese a su fuerte personalidad, yo, que acababa de emparentar con los Valois, sentí bajo mi corona también la responsabilidad sobre el destino de Francia en su aspecto más delicado; la permanencia del reino en nuestra santa fe, amenazada por el crecimiento de los hugonotes y el amparo que les prestaba la Casa de Barbón, ansiosa del trono y enemiga nuestra desde que los desposeímos de Navarra. Así que a fines de 1559 regresé a España para hacer frente sin la ayuda de mi padre a la tremenda carga de mis reinos.

Al margen de todo halago, pude comprobar bien pronto en mis consejos que mi retorno había marcado el principio de una recuperación material y moral. «Ya Europa descansa —pude anunciar a las Cortes reunidas en Toledo— sobre la paz que le han procurado mis armas». Y como un eco de las promesas de mi padre, que los españoles veían plenamente cumplidas en mí, continué: «A todos os prefiere mi amor y estimación». Para consolidar los buenos augurios lo primero que procuré fue la regularización de nuestro principal aporte material, la plata de Indias. La flota salía todas las primaveras, rumbo a las Antillas y Veracruz en la Nueva España; y con líneas de treinta a cien barcos, los galeones zarpaban en verano hacia Nombre de Dios, en el istmo central del continente, para enlazar con la flotilla que por el mar del Sur llegaba al Perú. Las Indias ya no eran una aventura a lo desconocido, sino una empresa de Castilla para la evangelización y civilización de aquellas tierras inmensas; y para extraer de ellas con regularidad la plata que permitía mis proyectos en Europa y el Mediterráneo. Esto produjo naturalmente el auge de Sevilla, que con sus 150 000 almas superaba diez veces a mi nueva capital, Madrid, donde decidí establecer definitivamente la Corte en 1561, por las razones que ya dije; y porque, sin saber cómo, aprendí a amar a esta ciudad encastillada por un lado sobre el foso de su riachuelo, y abierta por el otro a todos los caminos de mi nuevo Imperio.

El ambiente era de paz en Europa, y mientras emprendía mis meditadas operaciones de cruzada en nuestro mar, me dejaba guiar por la intuición pacífica de Ruy Gómez, que promovía la tolerancia y el respeto mutuo entre los reinos de la Cristiandad, pese a las nubes que insistentemente se formaban en el horizonte, sin que llegaran a cuajar de momento, gracias a Dios. Pero la tolerancia se volvió intransigencia absoluta, infranqueable, frente a los peligros de la fe. Cuando el Papa Pío IV subió a la sede de Pedro, pude lograr de él la inmediata reanudación del Concilio de Trento, que se abrió en 1562. Los hugonotes de Francia procuraron entorpecer la misión del concilio y convencieron a la reina regente Catalina para que convocase en Poissy un conciliábulo que pretendía la reconciliación con el segundo heresiarca después de Lutero, el maestro Calvino que había establecido una tiranía diabólica en Ginebra. Entonces ejercí por vez primera la tutela que para casos de vida o muerte me había atribuido sobre el reino de Francia y amenacé con enviar desde Cataluña un ejército a las órdenes del duque de Alba. Catalina comprendió que la amenaza no era en vano y los teólogos y obispos franceses acudieron a Trento, donde hasta 1563 mis dominicos y mis jesuitas españoles definieron la fe y la reforma de la Iglesia católica. En la sesión final, los españoles impusieron, por su sabiduría y por el lejano reflejo de mi poder, definiciones claras, sin ambigüedades, inequívocas. La Iglesia, guiada por la claridad de España, rechazó el diálogo con el error, y emprendió sin desmayo su reforma interior.

Regresé a España a finales del 59 por otra razón que me tocaba al fondo del alma. Pese a la vigilancia y el celo de mis inquisidores, la herejía se infiltraba en lo más hondo de mis reinos, y habían aparecido brotes inicuos de luteranismo en Valladolid y en Sevilla. El español siente muy dentro la independencia personal, y esto favorecía la indisciplina que proclamaban los herejes, al dejar a cada cual la interpretación de la Escritura. Creo sin embargo que nuestros ocho siglos de lucha contra el infiel, y la reforma que mis bisabuelos y Cisneros llevaron a cabo antes que otra corona de Europa, atajaban el mal junto a su raíz, pese a lo cual quise estar personalmente en el descuaje, como explicaré después.

Sin embargo mi principal recuerdo de aquellos años de paz católica, y como decían los humanistas de mi Corte, de paz hispánica, es el de mi felicidad personal, asegurada por esa pequeña flor de Francia que era mi esposa niña, y no enturbiada más que en algunos accesos, que tuve siempre la esperanza de encauzar, por parte de mi hijo el príncipe Carlos. Ya dije que Isabel llegó niña a su reino de España. Hube de respetarla hasta que en agosto del 61, ya cumplidos los quince años, se hizo mujer, y prolongué mi respeto hasta que comenzó el mes de enero del 62, por consejo de mis médicos. Tras mi viaje a Aragón volví a Castilla y tuve con ella una segunda luna de miel en Aranjuez. Cuando en julio del 64 se confirmó su embarazo, todo Madrid se iluminó; la ciudad amaba a Isabel, que se encontraba muy a gusto en su nueva Corte, donde se sospechaba que su consejo me había decidido a convertir a la pequeña ciudad en capital de mis reinos. Pero después de un acceso que la tuvo sin sentido durante horas y horas de angustia, Isabel abortó en agosto; nunca había yo pasado tanto tiempo sin dormir, y sin apartarme del lecho de un enfermo. En febrero del 66, cuando ya se cernían nubes negras sobre los horizontes de España, Isabel de Francia nos trajo de nuevo la esperanza de su gravidez. Durante días y noches no supe soltar su mano, que me pedía ayuda. Dios nos bendijo con una niña como su madre, por eso la pusimos Isabel Clara. Y al año siguiente me dio otra hija, Catalina Micaela. Mis dos hijas del alma.

En medio de sus afanes por darme un heredero varón, porque mis reinos, a pesar del milagroso precedente de otra Isabel, la Católica, no aceptarían ahora una mujer a su frente como los de Inglaterra o de Francia, Isabel no sólo fue la paz de Europa, sino la alegría de Madrid que se espejaba en el Alcázar. Nunca bullió tan feliz e inocentemente la Corte como cuando ella la presidía. Y no por falta de seriedad ni conciencia de su deber; Isabel impuso para nosotros el tratamiento de majestad que ya se habían atribuido su padre Enrique de Francia y mi antigua cuñada Isabel de Inglaterra. En su entrevista de Bayona poco después de su aborto, Isabel convenció a su madre Catalina de Médicis para que atajase los progresos de la herejía en Francia y contase en ello con toda nuestra ayuda; el duque de Alba, que la había acompañado a la frontera, se hacía lenguas después de la discreción y firmeza que demostró frente a su experimentada madre la reina de España, hasta el punto que me aseguraba: «No se notó en Bayona vuestra falta, señor». En mayo del 68 Isabel sufrió un nuevo aborto; y esta vez estuve tres días y tres noches abrazado a ella, hasta que su vida se me escapó de entre las manos. Durante quince días me encerré en los Jerónimos, sobre el Prado de Madrid, para ofrecer a Dios mi pena y huir de la desesperación. Gracias al príncipe de Éboli que se encargó de despachar los asuntos ineludibles casi nadie notó, fuera de la Corte íntima, mi enajenación que se prolongaba durante varios meses. Yo sólo tenía cuarenta y un años y había perdido ya a tres esposas. Y ésta no era más que una de las tragedias que Dios enviaba sobre mí en ese año fatal de mi vida, 1568, cuando comprendí a mi padre, y deseé algo más difícil que morir: un hijo que pudiera aliviar mi desesperación.

Y sin embargo la presencia angelical de Isabel de Francia había comunicado a los españoles de aquí, a los que dominaban en Europa y organizaban las Indias, una identificación con su propio destino que ellos cifraban en la fidelidad a mi Corona y a la misión que sabían yo alentaba. La nobleza ya no era enfeudada como en los tiempos antiguos o como aún se mantenía en Inglaterra, Francia y Alemania, sino que trataba de rivalizar en el servicio directo de la Corona. Aumentó de forma visible la presencia de los hidalgos, que se hacían caballeros en la ciudad, nutrían los Tercios y los claustros, poblaban las Indias y esgrimían con afán la pluma en exaltación, muchas veces, de nuestra causa. Nueve universidades enviaban sus mejores alumnos a mis consejos y sus dependencias de España, Europa e Indias, tras las huellas de quienes se habían formado en las cuatro universidades primordiales presididas por la gloria de Salamanca y Alcalá. Es cierto que una gran parte de los españoles eran pobres, pero sentían como propia la nueva riqueza y el nuevo poder de España, donde un cuidador de puercos podría terminar como adelantado y marqués en las Indias, o como maestre de campo en Milán; y por supuesto como cardenal arzobispo de Toledo. Pese a las crecientes expediciones a las Indias aumentaba la población de mis reinos de España. Aquélla no era una España triste, sino más bien lo contrario. Estoy seguro de que entre los que han de venir alguien nos verá alguna vez como somos: «el español modesto y anónimo pasa hambre, se divierte, hace gala de una fe de piedra y una piedad acendrada —no siempre muy de acuerdo con su vida privada— y participa, de una forma más menos implícita, en los altos ideales de sus dirigentes».

Con Isabel a mi lado yo me acostumbré a mirar al norte mientras me ocupaba de luchar por nuestra fe a levante. Entonces comencé, para cumplir mi promesa de San Quintín, el gran empeño en El Escorial, en 1563. Atraído irresistiblemente por los pinares oceánicos de Segovia, que yo replanté y extendí, inauguré junto a ellos el palacio del Bosque. Hice cavar en lo alto de la sierra pozos de nieve con la que mantenía frescos alimentos y bebidas en el Alcázar. Jamás cedí en nombrar personalmente a todos los personajes y personajillos de la Corte, hasta el último enano, juglar o bufón; excepto Magdalena Ruiz, la enana lunática que trajo una vez Isabel Clara. No eran muchos tres payasos, diez enanos y diez bufones para la Corte más poderosa del mundo, y las impertinencias de todos, dirigidas por las de Magdalena, que eran hirientes, nos hacían descansar de las que adivinábamos entre las gentes normales. Toda esta alegría se fue para siempre con Isabel de Francia, y luego ya no me quedó más que el consuelo de mis hijas, cada vez más parecidas a ella, y el contacto con mis encinares y jardines que rodeaban a mis palacios. La inspiración de Isabel y la paz de Europa me permitieron además combatir en el mar por nuestra fe durante esos años felices; ahí estaba realmente el enemigo.