Ante el estancamiento de mi sucesión y de mi propia misión en aquella Inglaterra con la que, pese a mis esfuerzos, y los de mi esposa María, no lograba congeniar, mi padre decidió acelerar el proceso de su sucesión y el 8 de septiembre del 55 me llamó con urgencia a Bruselas. Allí, en ceremonias de solemne abdicación, que discurrieron entre una emoción inmensa y compartida por el pueblo, fui primero investido, el 25 de octubre, como soberano de los Países Bajos; y el 16 de enero de 1556, como Rey de España con las Indias, Nápoles y Sicilia. Yo recibía así, en el corazón de Europa, tres de las cuatro herencias de mi padre —la castellana, la aragonesa y la borgoñona—, junto con la garantizada amistad y alianza familiar del Sacro Imperio, por más que el nuevo imperio atlántico en que mi padre todavía soñaba comprendía, a uno y otro lado del océano, a cincuenta millones de hombres regidos desde España. Después de mi proclamación como Rey, mi padre siguió dirigiendo, por su gigantesca autoridad moral e histórica, a mis reinos desde Bruselas; pero según el sistema de cogobierno que habíamos convenido desde mi regreso del gran viaje a Europa, y por vía de consejo más que de imposición, aunque yo siempre consideré, mientras vivió, sus deseos como órdenes, de lo que nunca me arrepentí; porque suya fue la idea de la campaña militar en el norte de Francia a la que yo me opuse, y que luego terminó en el éxito decisivo de San Quintín. Mi padre permaneció en Bruselas hasta finales de 1556, cuando emprendió su último viaje, su peregrinación hasta su retiro de Yuste. Me embargaba la emoción y la responsabilidad al ceñir la Corona de España y las Indias, por más que ya la costumbre de su gobierno me había preparado para aceptarla con decisión.
Desde mi gran viaje a Europa se perfilaban ya entre mis consejeros dos grupos que la Corte llamaba partidos: uno, que pretendía llamarse imperial, como si alguien pudiera ser más imperial que yo, reclamaba líneas duras de actuación en el gobierno y obedecía como jefes al duque de Alba y al obispo Granvela, a quien la experiencia iría luego aconsejando mayor flexibilidad. El otro partido, que quería llamarse partido del Príncipe, se agrupaba en torno a Ruy Gómez de Silva, trataba de atender mejor nuestras relaciones de amistad con las Cortes europeas y los métodos de tolerancia y ecuanimidad en el gobierno. Pero lo que dividía sobre todo a los dos partidos eran las incompatibilidades personales, que degeneraban en calumnias y toda clase de maledicencias para desbancar al contrario. Desde que asumí la Corona prohibí que nadie se jactara de pertenecer al partido del. Rey, que lo es de todos; pero subsistieron las dos tendencias hasta el final de mi reinado, guiadas por los mismos motivos políticos y sobre todo personales. Yo utilicé las divergencias para reafirmar mi predominio sobre todos, y para hacer aceptables ante la gente los relevos en mi gracia y en el gobierno, sin repudiar por ello a unos cuando exaltaba a otros para el servicio de España y de la religión. La diversidad dé los partidos se notaba en las controversias de los consejos, que yo reformé según las pautas iniciadas ya por mi padre. Delimité con claridad las competencias del Consejo de Castilla, para la gobernación del reino, los nombramientos personales y la suprema instancia de la justicia; del Consejo de Estado, que entendía de los asuntos exteriores y las cuestiones de alta orientación política; y de los demás consejos generales, entre los que concedí especial importancia a los de Hacienda y Guerra, sin descuidar a los de órdenes, Cruzada e Inquisición, ni sobre todo a los territoriales, que eran, junto al de Castilla, el de Aragón, y los de Italia, Flandes e Indias y luego Portugal, cuando incorporé aquel reino. Asistido por mis dos secretarios principales y permanentes yo despachaba periódicamente con el secretario de cada consejo; y ordené instalar en los semisótanos del Alcázar madrileño, que las gentes llamaban covachuelas, todas las oficinas de la administración. Con ello logré tener en una mano, y a mi alcance diario, todos los resortes y las conexiones del gobierno, que se movían a golpe de mis firmas. Sólo de esta forma creí posible la coordinación de grandes empresas y campañas que alguna vez llegaron a abarcar a todo el mundo, cosa que ni en tiempos de mi padre había sucedido jamás. Para ello yo necesitaba vivir junto a los centros de administración y coordinación, sin perseguir alocadamente a los problemas por medio de viajes incansables. No prescindí totalmente de los viajes de Estado, para que la Monarquía estuviera físicamente presente en mis reinos; pero habitualmente preferí la eficacia de mi presencia moral, mediante la sensación que todos adquirieron de sentirse gobernados a distancia como si yo viviera entre ellos. Cuando yo estaba lejos, como durante la primera época de mi reinado, ordené a los secretarios de los consejos que me resumieran con puntualidad el despacho de los asuntos que encomendé a mis consejeros principales en España. Y para evitar que cada consejo tratara los asuntos de forma independiente de los demás, establecí un sistema de juntas interconcejiles dirigido por mis secretarios y orientado por mí en última instancia para las decisiones, a sabiendas que con este procedimiento aumentaría la influencia de los secretarios, convirtiéndoles en verdaderos ministros, e incitándoles al valimiento, que traté siempre de contrapesar evitando los excesos de su competencia. Pero al final de mi vida he de reconocer que no tuve para la elección de mis más altos consejeros la misma mano que mi padre; porque el más importante de todos me traicionó vilmente, y me complicó en sus manejos hasta que me sentí atrapado y hube de romper sin temor a las consecuencias, que fueron terribles.
Otros consejeros, es cierto, sobre todo los que pertenecieron a la Iglesia como Espinosa y Granvela, me sirvieron con generosidad y lealtad absoluta, y a su acción debo en buena parte la seguridad y estabilidad de mi reinado. Pero ni siquiera ellos acertaron a encontrar respuestas para el principal problema de mi gobierno: la asignación y administración de los recursos, y la reducción de los crecientes gastos que nos iban ahogando nuestras grandes empresas. Todo el minucioso orden que yo implanté en la desordenada administración de mi padre, cuyos ministros gastaban según lo que el erario recibía, resultó inútil ante la carga de responsabilidad universal que creí mi deber echar sobre mi Corona, y preferentemente sobre las anchas espaldas de Castilla. Cuando yo ceñí esa Corona los gastos del Estado se habían triplicado desde la llegada de mi padre a España en 1517. La situación se agravó durante mis ausencias para la empresa de Inglaterra, y sobre todo cuando, por exigencia de mi padre, concentramos toda nuestra fuerza militar contra el norte de Francia, lo que me obligaba a operar lejos del centro de mi reino. Al repasar las cuentas de mi padre para poner en orden mi nueva Hacienda comprobé que de las seiscientas operaciones de crédito que concertó en su reinado, más de quinientas recayeron, con sus vales e intereses, sobre las arcas de Castilla, mientras los demás reinos rehuían, con motivos cambiantes, su participación. Por eso hube de estrenar mi propio reinado con la suspensión de pagos que decreté en 1557, aunque luego tuve que repetir tan denigrante medida en 1575 y el año pasado, del 97. Ahora me arrepiento de que las urgencias del momento me impidiesen hacer caso a las recomendaciones, bien tempranas, de mi contador mayor en Castilla, Luis Ortiz, que me pedía la abolición de las trabas aduaneras para la salida de mercancías de Castilla, cuando toda Europa las demandaba por su abundancia y calidad. Luego la creciente demanda de las Indias encareció los productos castellanos que nadie se atrevía a comprar y los mercaderes de Flandes e Italia inundaron España con los bienes baratos que producía nuestra plata de Indias al llegar a sus naciones en condiciones tan favorables para ellos como onerosas para nosotros. No supimos mantener en funcionamiento los telares de Sevilla ni aficionamos a Flandes y a Alemania con nuestros vinos de Rueda y de Jerez, que nos arrebataban los adelantados y conquistadores. No estudiaron mis consejeros refrenar, a la muerte de mi padre, la largueza de dinero que denunció el doctor Martín de Azpilcueta y que se tomaba funestamente en España como signo perenne de prosperidad. Nos bastaba nuestra plata y nuestro oro para comprar en Europa los mejores productos sin que nos tuviéramos que molestar en fabricarlos. Y ese dinero, que debió remansarse en Sevilla, y allí conseguimos que se quedara al principio, volaba después demasiado pronto a Génova y Amberes, donde supieron fecundarle. La rígida reglamentación de nuestros gremios, que buscaban por encima de todo limitar la competencia, desanimó a quienes prefirieron librarse, fuera de España, de sus imposiciones y gozar de mayor libertad para sus establecimientos.
Pero sobre todo fue la guerra, que mi padre abrazó como un deber continuo tras su ideal, y yo continué como un tributo necesario a mi sentido de misión, la que consumió nuestros recursos de Castilla y de Indias. Una campaña mediana de verano costaba, al comenzar mi reinado, seiscientos mil ducados; y desde 1580 la guerra de Flandes devoraba tres millones de ducados al año. A mí me costaba cien ducados situar un arcabucero en el Artois, y al rey de Francia solamente diez. Los gastos de guerra consumieron la mitad larga de nuestros recursos, y aun así no pudimos evitar los amotinamientos de nuestro ejército cuando dejábamos de pagarle. Casi todo, no me cansaré de repetirlo, recaía sobre Castilla; los demás reinos querían que les defendiéramos gratuitamente.
Hago estas consideraciones, que pueden parecer áridas, porque sin ellas no se entiende la principal dificultad de mi gobierno y de mi reinado, que se inició, simbólica y realmente, con la gran campaña de Francia. Semanas antes de mi investidura como Rey de España el influyente partido francés del Sacro Colegio, bien provisto del oro de Francia, eligió al peor enemigo de nuestra Casa, el napolitano Gian Pietro Caraffa, como Papa Paulo IV. Era un súbdito nuestro, partidario de la Casa de Anjou, que no había digerido el gobierno español en Nápoles, ochentón resentido y atrabiliario que hizo la vida imposible a los jesuitas de Ignacio de Loyola simplemente por su origen español y por su identificación con la causa de España. Desde el primer momento de su pontificado se empeñó en echar a los españoles de Nápoles y de toda Italia con la complicidad de Francia. Concertado secretamente con el Papa, el rey de Francia Enrique II pensó que el agotamiento de mi padre en su última campaña fronteriza contra él le permitía una iniciativa contra mí y ordenó cruzar los Alpes al ejército del duque de Guisa. Pero ante la firme resistencia de nuestros Tercios en Milán, el francés no se atrevió a plantarles batalla abierta y cometió el error de dejarles atrás sobre su retaguardia para lanzarse sobre Nápoles con la bendición y la ayuda del Papa. Para intimidar a nuestros soldados, Paulo IV, que había revocado las concesiones sobre rentas eclesiásticas otorgadas a mi padre, publicó mi solemne excomunión al comprobar mi orden tajante de resistencia a nuestras tropas •de Italia; pero mis teólogos convocados en consejo extraordinario acordaron por unanimidad que una medida de alcance espiritual tan grave contra el más alto Rey de la Cristiandad no podía ser válida al venir de un Papa que actuaba de forma partidista como soberano temporal. Lo cierto es que mi conciencia no se alteró un instante, aunque me preocupaban las consecuencias que para el Pontífice pudiera tener la actuación de nuestras tropas despechadas. Mi destino, que hizo coincidir mi nacimiento con el saco de Roma, me obligó a que la primera decisión militar de mi reinado fuera ordenar al duque de Alba la marcha sobre Roma.
En una campaña tan difícil y complicada por tantos factores brilló como de él se esperaba el talento militar de nuestro primer general. La confianza que mi padre y yo teníamos en él nos permitió abandonar a su iniciativa el teatro de operaciones en Italia mientras yo me concentraba en deparar al rey de Francia la sorpresa de su vida: organizarle un ataque desde Flandes contra la zona más poblada y sensible de su reino, en dirección a París. Yo dirigí esta campaña en todos sus preparativos y me mantenía atento a las noticias de Italia. Encomendamos el mando en jefe de nuestro ejército del norte a otro experto capitán afecto a nuestra Casa, el duque Manuel Filiberto de Saboya, desposeído arbitrariamente de su feudo por el rey de Francia. Cuando los movimientos de Enrique II contra Italia y su alianza con el Papa hicieron saltar la tregua de Vaucelles, pedí a mi esposa la reina María de Inglaterra el envío urgente a nuestras costas de Flandes de un cuerpo militar inglés, y María respondió con generosidad digna de su amor por mí; despachó inmediatamente a una división formidable de diez mil hombres a las órdenes de lord Pembroke, uno de los grandes amigos que yo tenía en aquel reino. Con los Tercios como fuerza y batalla principal, el duque de Saboya avanzó en flecha por Picardía, después que nuestra caballería amagase de nuevo en Champaña, lo que desorientó por completo al ejército francés, dividido en varios cuerpos cuyos jefes no se entendían, ya que su principal estratega, el duque de Guisa, se había alejado imprudentemente hacia el centro de Italia. Yo establecí mi real en Cambrai, desde donde salía para reunirme a veces con Manuel Filiberto, vigilaba la puntual recepción de los suministros y enviaba órdenes a lord Pembroke y a nuestros destacamentos de Luxemburgo para que emprendieran acciones de flanco que desconcertaron por completo a los franceses. Me preocupaba personalmente, además, de mantener contacto con los lugartenientes del duque de Alba en Milán, mediante un sistema de postas que me permitía situar al juego de fuerzas en Italia dos veces más rápidamente que en la corte de Francia, donde jamás se consiguió una compenetración tan directa entre sus dos ejércitos. Mi padre había fracasado en su desembarco en Provenza por no conseguir la coordinación entre varios teatros de operaciones, que yo dominaba por completo desde nuestro campamento en Cambrai. Así que el 2 de agosto los Tercios de Manuel Filiberto, cubiertos por la caballería saboyana y flamenca, y precedidos por los jinetes ligeros de España, viraron bruscamente desde la ruta de Picardía y establecieron por sorpresa un cerco de hierro en torno de San Quintín, bastión del reino de Francia sobre el alto Somme, llave de París. Era San Quintín ciudad más grande que Madrid con sus barrios extremos y capaz de pagar cien mil ducados de impuestos anuales. Nuestro movimiento dividió a los franceses. El almirante Coligny, gobernador de Picardía, había pensado hasta última hora que nuestro objetivo era su provincia y para defenderla se había encerrado en la plaza de Lens, completamente fuera de juego. El jefe del cuerpo principal, veintiocho mil hombres mandados por toda la nobleza de Francia, era el condestable Anne de Montmorency, que acampó en La Fére para socorrer desde allí a los defensores de San Quintín que le reclamaban auxilio desesperadamente.
A todo esto el duque de Alba hacía maravillas en Italia. Dejó Milán con un ejército breve pero selectísimo, marchó sobre Roma que, temerosa de un segundo saco, obligó al Papa a avenirse a una tregua con España, tras dejar sin efecto la excomunión contra mí; y reforzó una por una las guarniciones de Nápoles quedándose sólo con un pequeño cuerpo móvil que se apoyó en las montañas, para hostigar el avance de los franceses. En esta incursión sobre Roma nuestro general neutralizó además a las fuerzas del Papa, mediante la captura del puerto de Ostia. El habilísimo sistema defensivo de Alba funcionó perfectamente, con excepción de la pérdida de Ostia a manos del ejército francés. El duque de Guisa, animado por esa victoria sobre los temibles castellanos, se adentró imprudentemente en Nápoles, para tropezar con una decidida resistencia de nuestras bien guarnecidas plazas. Alba maniobró con notable rapidez apoyándose en la cadena de los Abruzzos, y burló a Guisa cuantas veces lo deseó. Tuvieron los franceses noticia de que nuestras fuerzas de Milán estaban a punto de recibir nuevos contingentes del Imperio y Guisa temió verse encerrado en una ratonera. Sus jefes de cuerpo se desanimaron y empezaron a temer otra Ceriñola, u otra Pavía. Nuestros jinetes ligeros les mordían la retaguardia y nuestro duque no aceptó jamás el reto de una batalla en campo abierto, consciente de la abrumadora inferioridad de sus fuerzas. Cuando las de Guisa entraban ya en la desesperación, su general recibió nuevas de la catástrofe sufrida por el ejército del rey de Francia junto a San Quintín. Entonces Guisa levantó el campo, sorteó con maestría la persecución de nuestras fuerzas en tenaza, desde sus bases de Nápoles y Milán, y gracias a la protección del Papa consiguió volver a suelo francés, donde se presentó como el salvador del reino y su única esperanza militar. Alba había ganado una guerra sin librar una sola batalla.
Manuel Filiberto de Saboya llevaba todo un mes sin quitarse la armadura ni para dormir el día en que cercamos San Quintín. Sólo dejó sin cerrar la ciénaga que formaba el río Somme al lamer las murallas junto al camino de La Fère, con la esperanza de atraer por allí a los franceses del exterior a una trampa mortal. El almirante Coligny, indignado por su propio error, fue el primero en caer en esa trampa, y mientras los nuestros preparaban el asedio se introdujo por allí en la plaza con un convoy de socorro custodiado por cuatrocientos hombres, que protegieron a sus zapadores mientras ahondaban un canal que permitiese el paso de barcazas con suministros. Nuestro general saboyano dispuso a sus cuerpos en torno a la ciudad, divididos por naciones para mayor estímulo; los ingleses apoyándose sobre el Somme, después de la laguna; los lansquenetes del Imperio y la caballería flamenca del conde de Egmont, a uno y otro lado del camino de Cambrai; y el campamento de los Tercios españoles, al mando de nuestro mejor maestre de campo, Julián Romero, otra vez sobre el río, aguas arriba, por encima de la laguna. Julián, que había aprendido de los capitanes veteranos de Gonzalo de Córdoba el uso perfecto de las armas de fuego, situó dos compañías de arcabuces de forma que batieran el canal construido por los franceses.
El condestable de Francia decidió reforzar ante todo la guarnición de la plaza y socorrer a su población que moría de hambre por una total imprevisión antes del asedio. Cuando amanecía el 10 de agosto de 1557, día de san Lorenzo que se grabó a fuego y esperanza en mi alma, un larguísimo convoy de gabarras bajaba por el Somme y se adentraba en el canal trazado en la laguna. Julián Romero les dejó avanzar, y cuando la primera gabarra ya tocaba suelo firme desencadenó el infierno con sus arcabuces a cincuenta pasos, escondidos entre los matojos. No llegó un solo barco, ni quedó con vida un solo tripulante a bordo; sólo algunos que se arrojaron al agua. Por entonces el ejército del condestable ya estaba en Rouvray, al otro lado del Somme, y entonces Manuel Filiberto, al ver el estrago y la desesperación de los franceses, cruzó con su caballería y la flamenca por el puente de Rouvray y separó a la caballería francesa, mandada por Condé, un noble de la Casa de Borbón, del grueso francés que se acercaba en orden de columna. Entonces, mientras la caballería saboyana batía a la francesa, los jinetes flamencos envolvieron a la infantería desprotegida del condestable, y la pusieron en fuga, sin dar tiempo a que se emplazase la temible artillería francesa. Los arcabuceros españoles aseguraron el flanco derecho de la acción y los arqueros ingleses el izquierdo mientras los lansquenetes alemanes impedían cualquier intento desesperado de salida desde la plaza. Aniquilados dos contingentes de infantería francesa, los arcabuceros de Julián Romero y los arqueros de Pembroke compitieron con ahínco en sus tiros largos sobre la retaguardia enemiga en desbandada; y si bien nuestras armas de fuego resultaban más mortíferas desde cerca, las flechas salvajes de los ingleses llegaban al doble de distancia con fuerza mortal. La caballería de Filiberto se apoderó de ochenta banderas de Francia, y casi todos los cañones. Quedó prisionero, al rematarse la batalla con la conquista de la plaza, el almirante Coligny; y tanto Condé como el condestable Montmorency fueron heridos gravemente. Cuando el duque de Nevers tomó el mando del ejército derrotado, sólo pudo reunir en aceptable estado dos mil hombres. Renuncié a perseguirlos y aniquilarlos; nunca en mi vida consideré que Francia era un enemigo a hundir, sino un aliado en potencia que deberíamos primero neutralizar y luego atraer. En San Quintín no vencimos solamente al ejército principal del rey de Francia; derrotamos también a distancia al ejército francés de Italia.
Al recibir a uña de caballo las noticias de tan señalado triunfo, que inauguraba mi reinado bajo la mejor estrella, escribí inmediatamente a mi padre, ordené la libertad inmediata de los prisioneros franceses, como reconocimiento a su valor —exceptuando a los gascones, medio españoles, que hice internar en prisiones de Flandes— y ordené a Manuel Filiberto que no marchara, como me había pedido, sobre París. Nunca quise aplastar ni menos humillar a Francia; solamente ponerla en su lugar dentro de nuestro nuevo concierto imperial. Mi padre que al principio se mostraba impaciente y preguntaba con insistencia si yo había entrado ya en París, cuando ningún ejército podría defenderla, acabó por comprender y aprobar mis razones. Al encontrarme con el victorioso duque de Saboya, quiso besarme la mano, pero yo le alcé. «Soy yo quien debe besar la mano vuestra —le dije— después de una batalla tan gloriosa». Al acatar mi decisión y detener por el momento la campaña, dio a los mercenarios alemanes un escudo de oro a cada uno para que volvieran honestamente a su tierra.
Pero al comprobar la magnitud de esa victoria tomé una de las grandes decisiones de mi vida. Prometí al Señor edificar, en honor a san Lorenzo que así nos había protegido y amparado en su día, un templo y monasterio de piedra viva junto a las saludables montañas de El Escorial, a diez leguas de Madrid, donde pensaba instalar el centro espiritual de mis reinos. Hice los primeros bocetos allí mismo, cuando aún no se habían disipado los ecos de la batalla en que Dios confirmaba mi camino. En ellos, que luego entregué a mis arquitectos, aparecía ya, como homenaje al santo, la planta en parrilla que les exigí como patrón de la gran obra.
Así que ni por un momento se me ocurrió perseguir al ejército francés ni apoderarme de la persona del vencido rey Enrique II, al que tenía atrapado y a mi merced en Compiégne. Mi esposa María Tudor agradeció vivísimamente mis cartas de felicitación por el comportamiento ejemplar (que fue cierto) y la ayuda decisiva (que exageré un tanto) de sus caballeros en torno a lord Pembroke, y sobre todo de sus arqueros legendarios, aunque yo, después de comprobar su eficacia en varios ejercicios que organizó Julián Romero, me incliné definitivamente por el perfeccionamiento de los arcabuces. Regresado a toda prisa de Italia, y bastante mohíno por el fracaso de su campaña, el duque de Guisa se presentó ante todo el reino como su salvador, por estar al mando del único ejército capaz de enfrentarse al nuestro. Tras un otoño de preparativos febriles comprobé que el orgullo herido de Francia contrarrestaba mi generosa política de paz. El 8 de enero de 1558, y como represalia por la ayuda inglesa en San Quintín, Guisa atacó por sorpresa a la guarnición de la reina María en Calais y recuperó la plaza del canal para Francia, lo que suscitó en toda Inglaterra un terrible movimiento de indignación contra María y contra mí, del que se aprovechó con habilidad desde su retiro mi cuñada Isabel, apoyada cada vez más por los protestantes ávidos de venganza. Pero no tenía tiempo para preocuparme por los problemas de Inglaterra, aunque seguía siendo nominalmente rey de Inglaterra; las noticias de mis informadores seguros sobre la decadencia de la salud de María venían cada vez más alarmantes. Y es que el duque de Guisa, ensoberbecido explicablemente por una victoria que resonó con fuerza de siglos en toda Francia, se atrevió a hostigar nuestra frontera de Flandes al apoderarse de la plaza de Thionville. Iban a cumplirse los once meses de nuestra victoria en San Quintín, aparentemente decisiva, y el reino de Francia se había rehecho por completo; yo conocía ya esa colosal capacidad de recuperación y por eso contuve a Filiberto cuando me reclamaba respetuosamente el avance sobre París. En cambio nosotros entrábamos en dificultades horrendas. La guerra prolongada en el norte de Francia resultaba insufrible para nuestro erario. Hube de incautarme de todas las remesas de plata y oro que venían de Indias, sin contentarme con el quinto real; lo que provocó una terrible indignación en los burlados destinatarios y en los banqueros, aunque éstos acabaron quedándose con la plata. Mis consejeros hubieron de declarar la bancarrota del Estado, aunque con promesa de resarcir a los deudores; si bien no pudimos indicar dónde, ni cuándo, ni cómo.
Con los recursos allegados así, a mano airada, conseguí preparar, ahora a las órdenes de mi mejor capitán flamenco, el conde de Egmont, un nuevo ejército que se opusiera a las maniobras de Guisa sobre Flandes. Sus dos victorias en Calais y Thionville le habían valido el concurso de millares de voluntarios procedentes de toda Francia, y el rey Enrique II puso a su disposición recursos sin límite. Amagó Guisa sobre toda la frontera de Flandes; un día aparecía sobre Cambrai, otro parecía lanzarse sobre nuestra guarnición de San Quintín. Yo no podía permitir que perdiéramos tan pronto, sin lucha, la plaza que había hecho interiormente símbolo de mi vida. Pero Guisa parecía omnipresente. Situó al mariscal de Thermes en su nueva base de Calais, y le ordenó salir de ella por la ruta de la costa, con un cuerpo de doce mil infantes, dos mil caballos y excelente artillería. Cuando comprobé que esta tropa, aguerrida y orgullosa, había logrado cruzar las zonas fangosas del río Aa y se había apoderado al primer asalto de nuestra ciudad de Dunkerque reaccioné inmediatamente. Envié por mar correos urgentes a nuestro puerto de Pasajes y a la corte de Inglaterra pidiendo el envío más rápido posible de flotillas ligeras bien artilladas, que tanto los vascos como los ingleses solían tener siempre disponibles para proteger el comercio con Flandes y el mar del Norte. Tuve la suerte de que, al conocerse las incursiones de los franceses por las zonas costeras del canal de la Mancha, tanto los vascos, como los Cántabros de Laredo, como los ingleses de Southampton habían aprestado ya esas flotillas con fines comerciales, que ahora pude aprovechar en apoyo de nuestro ejército.
Con audacia que nos asombró, el mariscal de Thermes siguió por la costa hasta Nieuport, que también tomó por asalto con facilidad. Entonces, tras dejar guarnecida su conquista, se revolvió tierra adentro, y marchó contra Saint-Omer, pero interrumpió el avance cuando supo que el conde de Egmont con nuestras tropas hispano-flamencas, precedidas por su famosa caballería vencedora en San Quintín, le salía al encuentro. El mariscal de Francia trató entonces de cruzar el río Aa y tropezó de nuevo con sus márgenes pantanosas. Quería llegar cuanto antes al amparo de los muros de Calais, pero Egmont no le dio tiempo. No dudó en dejar atrás su artillería para lanzar sus jinetes contra el francés, que desplegó sobre el ángulo que forma el río con el mar del Norte, entre la plaza de Gravelinas y la costa. La infantería se apoyaba en la seguridad del mar; la artillería francesa, muy bien manejada, se plantó entre los escuadrones, a vanguardia. Entonces comprendió el conde de Egmont su funesto error al adelantarse a la artillería. Puso en vanguardia a los caballos ligeros por los flancos, y a los pesados hombres de armas, con sus armaduras que les derretían al calor de julio, en el centro. Detrás, en línea de columna, formaron las infanterías de Alemania, de Flandes, de Sajonia, y dos de nuestros mejores Tercios. La artillería francesa mantenía a raya a nuestros caballos, que dudaban en avanzar; aunque lograron enzarzarse en algunas escaramuzas victoriosas contra los del mariscal. Egmont, con valor suicida, cargó al frente de sus mejores caballeros y perdió su caballo. Pero la precisión de las culebrinas francesas desequilibraba el conjunto, y la caballería enemiga logró arrebatarnos una buena franja de terreno.
Al conseguirlo, dejaron demasiado hueco hasta las formaciones de la infantería, que se resistía a perder la protección del mar. Lo vio inmediatamente nuestro maestre de campo Julián Romero, que mandaba el ala derecha de nuestro ejército y saltó, con unas bandas de sus arcabuceros, por encima de la barrera de carros que los franceses habían instalado para cerrar su flanco por el lado del río. Nuestros hombres habían cruzado con el agua al cuello, y se habían plantado entre los jinetes franceses y los infantes sin que nadie les creyera capaces de tal milagro. Desde allí dispararon a cuerpo descubierto contra los imprudentes jinetes del mariscal, que se retiraron en desorden, seguidos por la caballería española que trataba de envolver los flancos, ahora abiertos, de la francesa.
El conde de Egmont me relataba después, con elogio nobilísimo, esta hazaña increíble de los arcabuceros españoles, entre los que figuraba el grupo de los Abuelos, que ya habían luchado a las órdenes del Gran Capitán y debían ser llevados en carro a la batalla, pero cuando empuñaban el arcabuz superaban a todos los jóvenes sin apenas poderse mover. El mariscal, frenado, reorganizaba sus tropas ante el acoso de nuestra caballería, cuando de pronto, con el viento del mar, aparecieron casi a la vez dos flotillas nuestras, una de Guipúzcoa y otra de Inglaterra, que por el corto calado de sus naves rápidas consiguieron adentrarse hasta seis brazas de la playa, formada como casi todo el campo costero, por arenas y dunas revueltas por el aire. Los tripulantes, avezados en la lucha contra los piratas que siempre amenazaban las rutas de Amberes, empezaron a disparar inmediatamente con falconetes, los de Pasajes; con culebrinas plateadas, quizá por exceso de estaño en su aleación, los de la reina María. El ataque del mar desbarató por completo a la infantería francesa, que pidió parlamento sin contar con su jefe. El mariscal, que trató de resistir a toda costa, cayó gravemente herido y fue hecho prisionero. Murieron tres mil franceses; mil quinientos escaparon entre la polvareda de las dunas; los demás quedaron en nuestro poder. Era el 13 de julio de 1558, y esta vez Francia mostró, antes que nosotros, sus deseos de paz. Retiramos, de común acuerdo, el ejército de Egmont, tras premiar espléndidamente a la tropa, a nuestras fortalezas de la frontera, mientras los negociadores se reunían primero en Cercaps y luego en Cateau-Cambresis. Dejé bien claro a mis plenipotenciarios —Alba, Granvela, el príncipe de Orange y Ruy Gómez de Silva— que ante la situación de nuestras finanzas, estábamos imposibilitados para continuar la guerra; y so pena de perderme —dije— no puedo dejar de concertarme. Pero las bazas de nuestras dos victorias —San Quintín y Gravelinas— pesaban mucho ante el desánimo militar del rey de Francia, que ordenó a sus representantes —Montmorency, el cardenal de Lorena, el mariscal de San Andrés— que lograsen una paz digna sin extremar las reclamaciones; al fin y al cabo ellos eran los vencidos. Como obsequio póstumo a mi lejana esposa María, que acababa de morir, forcé la devolución de Calais a Inglaterra, lo que me agradeció con muestras casi desbordantes de afecto, increíbles en su frialdad, mi cuñada Isabel, reina ya de Inglaterra, pese a que Francia aún retendría la fortaleza del canal por ocho años. Los Albret de Navarra, desposeídos de su trono por mi bisabuelo el Católico, renunciaban a él definitivamente, con lo que cerré a los Borbones, que ya se inclinaban peligrosamente a la herejía, los caminos del Pirineo. Nuestro general y duque de Saboya recuperaba sus dominios patrimoniales usurpados por Francia. Devolvíamos conquistas, y renunciábamos a un sueño de mi padre, la retención de los obispados fronterizos de Metz, Toul y Verdun. Fortalecíamos en cambio nuestra frontera con Francia en Flandes, y asegurábamos nuestro dominio en Italia del norte y del sur.
Sin embargo yo cifraba mayores esperanzas en Venus que en Marte dentro de todos estos convenios. Habíamos acordado la boda de dos princesas de Francia con príncipes de nuestra Casa y alianza. Margot de Valois, la bella e inteligente hermana de Enrique II, casaría con Manuel Filiberto de Saboya; y la delicada princesita Isabel, hija del rey, con mi hijo el príncipe don Carlos. Manuel Filiberto, sin embargo, se enamoró de las gracias que adornaban a Isabel, hasta que la decisión y la experiencia de Margot, cuya belleza tampoco era despreciable, le quitó tal ilusión de la cabeza. Sobre el enlace de Isabel, que en todo caso sería dentro de nuestra Casa, me reservé la decisión por lo que luego explicaré. Así convenido todo firmamos las paces el 3 de abril de 1559.
Pero mi preocupación por todo lo que se relaciona con Francia, que constituye una de las constantes de mi vida, secreta para casi todo el mundo —y sospecho que así será después de mi muerte también—, me ha hecho retrasar hasta este momento la mención a las dos personas más próximas a mi vida que nos dejaron mientras yo consagraba todos mis esfuerzos a un acuerdo duradero con Enrique II. En el mes de septiembre del año anterior, 1558, moría en su modesto palacio junto al monasterio de Yuste mi padre Carlos, el César, Emperador de Europa, y Rey de España que creó nuestro nuevo Imperio del océano, con reinos nuevos mucho más vastos y ricos para nuestra fe que los que la Cristiandad había perdido en Europa. Su último estertor le hizo apretar el crucifijo de mi madre Isabel, y su última mirada acarició la Gloria del Tiziano que le introdujo, sin sentir, en su premio eterno. Me lo había dado todo, me lo había enseñado todo. Creo que jamás un hijo Rey estuvo tan compenetrado con su padre en toda la historia de nuestra Casa, donde abundan los desvíos y fosos insalvables entre hijos y padres, como el que yo no me siento capaz de franquear hasta la mente y el corazón de mi heredero. A poco, el 17 de noviembre del mismo año, Dios llamó a mi esposa María Tudor, reina de Inglaterra, sin que mi sangre hubiera sido capaz de fecundar sus entrañas ansiosas. Con la desaparición de los dos quedé solo en el mundo ante mi misión y mi destino. Antes de morir, mi padre me confió su gran secreto; el más hermoso de sus pajes, Jeromín, era realmente su hijo Juan, que había tenido en una hermosa moza de Ratisbona, Bárbara Blomberg, con las últimas fuerzas de su virilidad en retirada, y al que había otorgado nuestro apellido de Austria. En su voluntad última me encomendaba que velase por ese hijo de su amor tardío, de cuya educación se había ocupado secretamente. Así me prometí hacerlo. Sentí por otra parte, más de lo que había imaginado, la muerte de María, a la que no supe comunicar un amor digno del que ella había sentido siempre por mí; sobre todo cuando supe que durante su larga agonía sólo acertaba a repetir mi nombre.