Para presentarme dignamente en Inglaterra, mi padre me cedió en propiedad el reino de Nápoles, aunque ya era duque de Milán. Ceñí pues mi primera corona, que no acepté sólo simbólicamente; porque Nápoles era la retaguardia española en Italia y la cuna de nuestros Tercios; y Sicilia, comprendida en el reino, se había convertido ya, para los años difíciles, en el granero de España. Salí pues de La Coruña con espléndida escuadra en la que destacaban por su maestría y dominio de aquel mar bravío las naves vizcaínas y cántabras; desembarcamos en Southampton el 20 de julio del 54 y celebré el siguiente día de Santiago, en la catedral de Winchester, mis bodas con la reina de Inglaterra. Yo tenía veintisiete años, ella treinta y ocho. Aunque ella era la propietaria, yo era el Rey, no simplemente el consorte, según la costumbre elemental de aquel país. María no era bella pero tampoco tan desagradable como me la habían pintado quienes pretendieron, en la Corte, deshacer la boda por motivos que no se me alcanzan; en todo caso por no comprender el plan atlántico del Emperador. Su amor por mí era tan desbordante que llegaba, en la soledad de nuestra alcoba, a parecerme atractiva. Usaba en el lecho, con espontaneidad y sin que nadie se hubiera atrevido a aleccionarla, artes amatorias un tanto bárbaras que me sorprendieron agradablemente. Con ello su pasión se encendió hasta el paroxismo y sólo mi retraimiento ante aquellas costumbres políticas que casi parecían ritos, aunque jamás se escribieron, me impidió tomar abiertamente el poder como María me insinuaba por apoderarse más de mi persona. Por lo demás allí me sucedió algo curioso; las damas de la Corte se me mostraron esquivas, pero cuando decidí perderme con brevísimo séquito por las calles de Londres y los pueblos que rodeaban a la Corte itinerante, las mozas —muy garridas— disputaban por ofrecerme sus favores, que yo acepté largamente. Sabedoras de lo cual, algunas damas de honor llegaron a asediarme por las estancias de palacio, y yo hube de ceder más de lo conveniente. Cuando mi padre lo supo me reprendió por deber, pero particularmente me confesó que en Alemania tuvo, al principio, parecida experiencia.
María resplandeció en su boda con un diamante y un rubí gigantescos que yo la ofrecí como presente, que todo lo había bien menester para suplir la hermosura que le faltaba; pero como digo, la majestad y la pasión hicieron el milagro de cambiar su color y tensar su cuerpo hasta donde nunca ni ella ni sus cortesanos habían soñado. Pese a ello sólo pudo retenerme a su lado quince meses durante los cuatro años de nuestro matrimonio; pero en las capitulaciones se había estipulado que yo jamás la sacaría de Inglaterra y pronto los asuntos de Estado y la sucesión de mi padre me reclamaban en España y en Francia. No tuvimos hijos; ella no podía, y una vez confundió un grave tumor con un embarazo.
Más que el cuerpo de María Tudor me atraía, y cada vez más, su espíritu. Su madre, Catalina de Aragón, había sabido infundirle la fe profunda e inquebrantable de nuestra familia y cifraba toda su misión en la vida y en el trono en devolver plenamente la fe católica a la Inglaterra pervertida por su padre Enrique VIII, con la complicidad abyecta de una Corte servil, ansiosa de apoderarse de los bienes de la Iglesia; y de una parte del episcopado, que tomó el título regio de Defensor de la Fe —concedido precisamente por el Papa a Enrique por su libro contra la nueva herejía de Europa— como un dogma autónomo que permitía traspasar a la Corona la primacía sobre la Iglesia del reino. Fortalecida con nuestra boda, que le garantizaba la protección imperial, María hizo aprobar en el Parlamento, institución posterior a nuestras Cortes pero generalmente más levantisca, el restablecimiento pleno del catolicismo. Yo procuraba informarme más que intervenir en los problemas interiores de Inglaterra, pero mientras estuve allí recomendé vivamente a María que no cediese a las presiones de sus consejeros fanáticos, quienes pretendían ahogar en sangre a la herejía acorralada. Pero yo había prometido también en las capitulaciones mantener íntegramente las leyes del reino —empresa difícil ya que muchas veces pedí el texto de tales leyes y nadie supo dármelo, pese a lo cual juraban sobre su existencia y validez—; prometí también limitar mi séquito español, y que nuestro primogénito sería rey de Inglaterra y de los Países Bajos. Si además iba a ser, como yo pensaba, Rey de España, el proyecto de mi padre sería la más grande realidad de la Historia.
Durante sus largos años de reclusión y soledad, María, que fue declarada bastarda al anularse, por coacciones de su padre bárbaro, el matrimonio de su madre, había meditado profundamente sobre el carácter de su nación y las dificultades y posibilidades de su corona y su familia, los Tudor. En mis conversaciones de estado con ella pude comprobar hasta qué punto su madre, la reina repudiada Catalina, había conseguido identificarse con su nueva patria, como es norma invariable en las mujeres de nuestra Casa de Austria y de España. María me insistió en que los representantes del estado llano y las ciudades de Inglaterra, reunidos en el Parlamento, habían observado con aprensión, y aprendido con recelo las lecciones del comportamiento de la Monarquía en Francia y en España, donde los Estados Generales y las Cortes habían cedido gran parte de sus atribuciones al poder absoluto de los monarcas. Los Tudor eran por naturaleza autoritarios, pero el Parlamento se cuidó de que no pudieran formar un ejército poderoso y fomentó por el contrario la consolidación y armamento de las milicias concejiles y populares, con lo que el rey no pudo nunca independizarse de la institución representativa. La familia real comprendió el carácter de su nación y aceptó los límites de su poder. El padre de María, el desbocado Enrique, consolidó su rebeldía frente a Roma por el reparto de los cuantiosos bienes de la Iglesia entre quienes secundaron su cisma tanto en el Estado como en la Iglesia, pero las raíces del catolicismo seguían vivísimas entre el pueblo y una parte de la nobleza, y María confiaba en restablecer la verdadera religión. Muchos herejes de nuevo cuño habían emigrado a los territorios protestantes de Europa pero mientras se impidiera su regreso las nuevas ideas quedaban fuera de toda expansión concreta en Inglaterra por falta de método.
El recuerdo, todavía intenso, de los desenfrenos del rey Enrique favorecía los propósitos de restauración de mi ardiente esposa, que me explicó con fría precisión los graves sucesos del cisma, cuyo único fundamento, según ella, eran los nuevos intereses materiales procedentes de la confiscación de los bienes de la Iglesia. Me alarmó sin embargo su entrega a los consejos del obispo Gardiner, un fanático vengativo, que nos había casado en Winchester y que rezumaba en sus consejos para el gobierno el odio contra quienes le habían humillado durante la rebeldía religiosa de Enrique; quería sobre todo tomar venganza contra el arzobispo Cranmer, encerrado en la Torre, cosa que yo conseguí impedir mientras estuve en Inglaterra.
No puedo explicarme, después de la detallada narración de María, cómo este pueblo altivo e independiente soportó las aberraciones y los crímenes de Enrique VIII; a no ser porque sus predecesores no hicieron a Inglaterra el inmenso servicio de mis bisabuelos los Reyes Católicos a España, y ni por asomo emprendieron una reforma profunda de la Iglesia, que yacía en sus corrupciones y su degradación, desvinculada ya espiritualmente de todo sentimiento de unidad con la Iglesia de Roma y de Europa. Al repudiar a Catalina y bastardear a su hija María, Enrique VIII tomó por mujer y reina a una dama de la más alta nobleza inglesa, Ana Bolena, de la que también se hartó hasta el punto de decapitarla por adulterio, que no hubo tal, y declarar igualmente bastarda a su hija Isabel. Diez días después de la ejecución Enrique se casó con Jane Seymour, después con Ana de Cleves y luego con Catalina Howard, a la que también decapitó pese a su inocencia y a su extrema juventud. A los cincuenta y dos años hizo reina a la muy experimentada Catalina Parr, y cuando murió en Whitehall, en medio de sus espantosos remordimientos, que se le desbordaron por el cuerpo, le sucedió su único hijo, el enfermizo Eduardo. María me contaba con horror, porque pese a todo no logré arrancarle una sola condena contra su padre, cómo al dejar solo su féretro en la iglesia se reventó y esparció su sangre por el suelo, que fue lamida por los perros, lo cual los obispos que habían permanecido fieles ante el cisma interpretaron como una nueva versión del castigo de Ahab, por el repudio a la reina legítima Catalina. María tenía entonces 31 años y seguía soltera, pero Enrique había hecho jurar a sus consejeros que si faltaba alguna vez el heredero varón, le sucederían por orden de edad sus dos hijas María e Isabel, por encima de toda consideración religiosa. El grupo de nobles protestantes que pretendían mantener el cisma destinaba como esposa del pobre heredero Eduardo a una damita de la Corte, Jane Grey, delicada y bellísima, hija de los duques de Suffolk. Pero como se esperaba por su mala salud, Eduardo murió en 1552 y entonces el duque de Northumberland declaró heredera a Jane Grey, con la intención de casarla con su hijo. Sin embargo el pueblo aclamó a María, designada para la sucesión por Enrique VIII y los nobles fieles al trono de los Tudor, sin distinción de religiones, encerraron en la Torre de Londres a Jane y a su frustrado suegro Northumberland.
Entonces subió María Tudor al trono de su padre. La nueva reina había intimado, durante su común bastardía, con su hermana Isabel, hija de Ana Bolena que, aunque parecía favorable a los cismáticos, no se había declarado expresamente infiel a la Iglesia de Roma. Cuando mi padre quiso entroncarme con la dinastía de Inglaterra, Enrique II de Francia pensó en casar a su heredero el delfín con la reina de los escoceses María Estuardo, permanentemente fiel a su fe católica, para intervenir por su medio en los asuntos de las islas británicas; María Estuardo pretendía también, y no sin derechos, la sucesión a la Corona de Inglaterra. María nombró ministro principal al obispo Gardiner y obligó a Isabel a que asistiera a la misa solemne por el alma de Enrique VIII. Después de hacerlo, sin mucho entusiasmo, la princesa, que todo el mundo decía que era igual a su padre, se retiró al campo. Desde su voluntaria reclusión se fue convirtiendo poco a poco en el ídolo y la esperanza de los protestantes de Inglaterra contra la restauración que impulsaba, sin desmayo, la reina María.
Mi esposa me convenció por completo de la verdad y la justicia de su causa, cuando se empeñaba en que yo asumiese con mayor decisión las funciones de Rey de Inglaterra; pero de momento, mientras me informaba con detalle, yo le aconsejaba prudencia y sosiego, sin adoptar por mi parte posturas que pudieran enconar más el ya gravísimo pleito religioso. Apenas asentada en el trono, María hubo de enfrentarse con la rebelión de un aventurero protestante, Thomas Wyatt, que conspiraba con un gigante rubio, Edward Courtenay, heredero único de la anterior y venerada dinastía inglesa de los Plantagenet, a quien pretendía casar con la princesa Isabel para continuar la rebelión religiosa de Enrique VIII. Wyatt marchó sobre Londres con cuatro mil hombres, que eran para la Inglaterra de entonces un contingente militar irresistible, pero no contaba con que María le iba a dar pruebas inesperadas de su temple. La reina invocó al pueblo en nombre de su padre y de su familia, provocó un alzamiento armado y derrotó al rebelde Wyatt que ingresó en la Torre. Entonces la reina, con fundadas sospechas sobre la complicidad de su hermana Isabel en la maniobra (aunque ella pudo probar que había rechazado una visita de Wyatt) trajo a Isabel a Londres y la encerró en la Torre tras hacerla pasar por la Puerta del Traidor, por lo que ella protestó airadamente. Los consejeros de María insistían para que con este motivo ordenase la ejecución de la pobre Jane Grey, acusada también (falsamente) de complicidad con Wyatt, pero ella se negó. Isabel fue encerrada en la torre de la campana y de momento se salvó del verdugo por la intercesión de varios nobles protestantes y católicos: el conde de Arundel, Pembroke, Sussex y el almirante William Howard, con todos los cuales departí largamente durante mi estancia. Arundel sobre todo, que era un católico ferviente, pero no fanático, me convenció de que deberíamos llamar a Isabel a la Corte, y me contó maravillas de su inteligencia, su prudencia y su altiva belleza inglesa.
En cambio el obispo Gardiner hizo lo imposible para lograr que la reina María ordenase la ejecución de su hermana, a quien suponía renegada y traidora, cuando realmente no era entonces más que una joven aterrada e indecisa; aunque con una sorprendente fe en su destino personal. A los dos meses de vivir Isabel en la Torre de Londres María ordenó que la trasladaran a Richmond, donde habló con ella y por sugerencias de la Corte imperial le propuso el matrimonio con un príncipe católico y aliado nuestro, Manuel Filiberto de Saboya. Isabel se negó en redondo no ya a Filiberto en particular, sino a todo matrimonio. «He nacido —dijo a su hermana— en la cámara de las Vírgenes bajo el signo de Virgo». Y al darle su hermana a elegir entre el matrimonio y la cautividad, escogió sin vacilaciones la cautividad. Entonces la llevaron al castillo de Woodstock y allí estaba, en prisión atenuada, cuando yo llegué a Inglaterra.
Durante las celebraciones de la boda conocí, por las confidencias de María, todos estos detalles y encargué por mi parte a mi mejor diplomático, Ruy Gómez de Silva, que ampliase mi información sobre la vida y los propósitos de la princesa Isabel, cuyo misterio me fascinaba desde que tuve noticia de ella. Ruy Gómez, que había llevado a la reina María de mi parte las joyas que lució en la catedral de Winchester, y que desde entonces no se las quitaba ni para dormir, intimó pronto con el principal valedor de Isbael en la Corte de María, el conde de Arundel, quien por su parte me había ofrecido, en nombre de la reina, la Orden de la Jarretera y un precioso caballo que luego me traje a España. Con motivo de la Navidad, cuando estábamos en la Corte de Hampton, cerca de Londres, conseguí que María llamase a Isabel. Asistí a la entrevista de las dos detrás de unas cortinas, pero la princesa lo advirtió. En vista de ello me permití irrumpir al final de la conversación y entonces pude conocerla, aunque mi esposa no nos quiso dejar solos ni entonces ni en ningún otro momento. Debo resumir mis impresiones en una sola palabra: Isabel me fascinó, y creo que yo también le causé una impresión profunda y duradera.
Isabel Tudor, princesa de Inglaterra, recordaba, según toda la Corte, a su padre Enrique por su pelo rojizo y sus ojos de azul acerado. Trataba de aparecer tímida pero realmente poseía un carácter firmísimo y decidido, con una gran seguridad en sí misma que nadie se explicaba. Desde el primer momento surgió una corriente de simpatía entre ella y yo, como pudo demostrar en el enojoso asunto de Magdalena Dacre, una dama de la Corte que rechazó mis insinuaciones y que al jactarse de ello ante Isabel recibió una reprimenda terrible. Cuando pudimos eludir la vigilancia de Marea, que no la dejaba junto a mí ni a sol ni a sombra, me expresaba sus dudas sobre la represión de su hermana contra los protestantes, a quienes creía muy arraigados por el despego de Roma que había mostrado la Iglesia de Inglaterra desde un siglo antes. Llegó a confesarme que lo que más temían los ingleses, incluso los católicos, era la implantación de un tribunal como la Inquisición en Inglaterra, y que desde la lejanía de sus islas consideraban al Papa, por encima de todo, como un soberano temporal que había abdicado de su misión espiritual. Me confesó que durante su encierro en la Torre de Londres había creído próxima la muerte, pero que una fuerza misteriosa le habla sostenido por dentro. Se mostró agradecidísima a mi solicitud por ella, y cuando me atribuía su restablecimiento en la Corte después de mi llegada me besó en la frente como una hermana verdadera. Muchas cosas nos unían: amaba a Inglaterra como yo a España, sobre todas las cosas; y creía en su destino sin adivinarlo por entero. Cuando yo le insistía en que aceptase el matrimonio de Saboya, me indicó, con elegancia, que las experiencias matrimoniales de su padre la hicieron concebir un rechazo instintivo a toda coyunda con un hombre: aunque admiraba y comprendía el desbordante enamoramiento de su hermana por mí. Me preguntó muchas cosas sobre España y sobre los proyectos de mi padre, y me dio abundantes muestras de su sentido común y de su prudencia. Se divertía con mis aventuras por los barrios de Londres, de las que se mostró sorprendentemente informada. Me indicó veladamente que algún familiar mayor había intentado abusar de ella, lo que le provocó desde entonces aborrecimiento a los hombres.
Cuando a poco yo hube de abandonar la Corte y la isla, María mi esposa ordenó que Isabel se retirase al castillo de Hatfield, aunque no en condición de prisionera. Desencadenó entonces la persecución abierta contra los protestantes, y durante todo un año se encendieron para ellos las hogueras de Smithfield, a la salida de Londres. Isabel, temerosa, accedió a asistir habitualmente a misa y abrazó ostensiblemente la religión católica, pero sus confidentes dejaban entrever, sin llegar a comprometerla, su comprensión y simpatía por los protestantes perseguidos. Los consejeros de María ordenaron la ejecución de Nicolas Ridley, obispo de Londres; Hugo Latimer de Winchester, John Hooper de Gloucester y sobre todo el arzobispo Thomas Cranmer, que había abjurado por temor de la hoguera pero que después murió patéticamente, agitando los brazos en señal de protesta y aferramiento a la herejía. Cuando en el siguiente mes de febrero, preocupadísimo por estas noticias trágicas y estas medidas inoportunas, pude regresar a Inglaterra, María, a quien sus enemigos apodaban ya María la Sanguinaria, pareció humanizarse y buscó desesperadamente un heredero en sus efusiones conmigo. No pareció feliz cuando me empeñé en que Isabel regresara a la Corte, donde solía refugiarse en mi conversación como una paloma perseguida. Me vi obligado a insistirle en el matrimonio saboyano, que volvió a rechazar con una extraña determinación interior; y no hubo más, porque yo tuve que abandonar Inglaterra, pese a la debilidad creciente de María, que nada bueno presagiaba, cuando mi padre decidió acelerar sus proyectos sucesorios.
Ya no pude volver. El sordo rechazo de los ingleses, incluso muchos católicos, contra mi persona no me invitaba a obedecer a María, empeñada siempre en que yo actuase más directamente como Rey a su lado. Pronto fui plenamente Rey de mi propia Corona, y dudo que alguien pueda llamarse alguna vez, como yo hice durante dos años, Rey de España y de Inglaterra simultáneamente. María y yo tratábamos de enlazar por cartas que cada vez fueron más sentidas y sinceras el destino de nuestros dos tronos. Isabel nos observaba en silencio lejano desde su retiro de Hatfield, mientras la salud de María se apagaba inexorablemente. Yo conocía su aversión, hasta física, a la misma idea de matrimonio y por eso desengañé a mi padre que ante las noticias e informes de nuestro embajador, el conde de Feria, sobre la salud de María, trató de convencerme para que repitiese el intento matrimonial con Isabel, a sabiendas de que ella no me era indiferente, ni yo a ella y sin parar mientes en el fracaso de nuestra tía Catalina con los dos hermanos Tudor, sucesivamente. Pero los ingleses, sin distinción de religiones, clamaban contra España y el Imperio porque durante nuestra guerra con Francia, el duque de Guisa, les había arrebatado su último enclave francés, Calais, al que consideraban la perla de su reino, o para decirlo con el realismo militar del duque de Alba, su cabeza de puente en Europa continental. Me reprochaban el que yo, como Rey de Inglaterra, no hubiera sabido defender la plaza con los diez mil soldados de Inglaterra que, como explicaré, me había enviado María para mi guerra contra Francia, y no les faltaba razón.
Dos embajadas llegaron entonces al castillo de Hatfield, donde Isabel, que recibía cada vez más adhesiones de toda Inglaterra, esperaba la consumación de su destino. Una de su hermana María, ya casi desahuciada, que le ofrecía una declaración de heredera a su favor si se comprometía a completar el restablecimiento de la religión católica. Isabel respondió con firme respeto que la decisión sucesoria había sido ya adoptada por Enrique VIII, y dio una respuesta evasiva a la exigencia de su hermana. La segunda embajada fue la de Feria, que movido directamente por mi padre, sin consultarme, insinuó a Isabel la posibilidad de casarse conmigo a la muerte de su hermana. La princesa se deshizo en elogios, que Feria creía sinceros, porque seguramente lo eran, pero le repitió que no se casaría jamás, ni siquiera con el Rey de España. Mi padre me lo escribió desde Yuste poco antes de morir en ese mismo año 58; podía haberse ahorrado la gestión, si me hubiera consultado. Dos meses después de mi padre murió mi esposa María Tudor, y cuando apenas había expirado, el consejo en pleno, incluidos los nobles católicos, voló hasta el castillo de Hatfield no para ofrecerle la Corona, sino para reconocer unánimemente a Isabel Tudor como reina de Inglaterra. Jamás he olvidado desde entonces a María la Atormentada, tan española como inglesa. Ninguna reina de Inglaterra amó así a España; ninguna otra mujer me amó tanto a mí, por encima de la razón de Estado, y por mi propia persona.