Mi mejor retrato se debe al mejor pintor de nuestro siglo, Tiziano, pero el que llevaron de España a la reina María de Inglaterra, y que según ella me dijo luego encendió su amor y su deseo sobre todas las cosas, debía proceder de un artista, cuyo nombre nunca indagué, más adulador que sincero. Después de nuestra boda en Inglaterra, la reina María, sabedora de mi gusto irresistible por toda clase de papeles, me dejó repasar el legajo de los informes y descripciones que había recabado sobre mí antes de decidirse no sólo a casarse sino a enamorarse de un príncipe español. Ahora reproduciré algunas de estas informaciones con nostalgia, que excluye, Terrones, toda complacencia. Estoy ante la muerte próxima, que sólo es un principio para nuestra resurrección con los mismos cuerpos y almas que tuvimos.
John Elder, un enviado secreto de la reina María que no sé si llegó a verme en persona, pero desde luego hubo de conocer el favorable retrato que por entonces me había hecho Tiziano, me describía así:
«De rostro es bien parecido, con frente ancha y ojos grises (yo me los veía más azulados), de nariz recta y talante varonil. Desde la frente al extremo de la barbilla, su cara se afina; su forma de caminar es digna de un príncipe. Y su porte tan erguido que no desperdicia una pulgada de altura. Pelo y barba son rubios. En resolución, su cuerpo está perfectamente proporcionado, así como los brazos, piernas y los demás miembros, de forma que la naturaleza no parece capaz de labrar modelo tan perfecto».
Otras observaciones alababan mi forma de sonreír, si bien algunos informantes menos benévolos advertían que mi sonrisa cortaba como espada, aunque yo no recuerdo haber sonreído jamás por ironía, sino por felicidad. Es verdad, como dice otro billete, que me acariciaba la barba puntiaguda, y que, sobre todo en mis conversaciones y despachos de estado, hablaba en voz baja y miraba fijo a mi interlocutor; siempre desconfié de los hombres que no se atrevían, por falsa modestia, a mirarme a los ojos, al menos alguna vez. Todos los informes citan mi minuciosidad, unos como virtud, otros como defecto; y es verdad que me preocupé siempre de los detalles, pero siempre traté de no perder la visión del conjunto. Otros dicen que recelé habitualmente de los fuertes —Alba, Farnesio, mi hermano Juan— y en cambio me confié a los aduladores y sinuosos, como Ruy Gómez o los Pérez. Algo hay de verdad; pero nunca temí elevar a personas de valía, y ante los de carácter más enérgico sólo me opuse a sus intentos de imposición, jamás a su firmeza. Unos exaltaban mi prudencia, otros criticaban mi timidez, como si hubiera en mí dos naturalezas; el apocamiento natural y la conciencia de mi enorme poder. Nunca me sentí apocado sino responsable; muchas vidas y haciendas podrían depender de una lejana decisión mía, y por ello tardaba a veces demasiado en resolver. Pero en mis diez o doce horas diarias de trabajo despaché, alguna vez, más de trescientas cédulas o asuntos, que me venían bien preparadas de los consejos. La experiencia del terrible desánimo de mi padre en el 51 me enseñó a dominar, a fuerza de voluntad sin límites, abatimientos semejantes que me sobrevenían cuando se cerraban todos los horizontes a la vez. Poco a poco, al comprobar que Dios me enseñaba la salida de las situaciones más difíciles, renació la confianza en mi destino y en mi misión.
María de Inglaterra se admiraba de mi amor a los papeles, porque ella no leía apenas alguno; se limitaba a firmar lo que le ponían delante las personas de quienes se fiaba. Yo creo en los papeles; no sólo porque los archivos y documentos son la memoria del pasado y yo, que jamás temí al juicio de la Historia, quiero dejarlo bien abastecido; sino sobre todo porque ante un escrito se puede meditar más profunda y eficazmente que en medio de una nube de palabras, en las que interviene el arte de la persuasión y del engaño.
A María le agradaba mi escrúpulo por la limpieza y el aseo y la sobriedad de mis vestidos, casi todos de terciopelo negro sin más adorno que el Toisón de nuestra familia. Y le admiraba mi completo descuido por mi seguridad en una Europa convulsa donde se producían con tanta frecuencia atentados, a veces mortales, contra los reyes. Quizá yo prolongaba indebidamente fuera de España mi certeza absoluta de que jamás levantaría contra mí su mano un español; y que jamás permitirían los españoles, presentes hoy en toda Europa, que un extranjero me amenazase. También comprendía mi esposa inglesa, que había sido una gran solitaria, mi gusto y mi culto por la soledad, que siempre compensé con un intenso acompañamiento interior. Se divertía con mi afición a plantar árboles de sombra y ornato, más que frutales, en todos los palacios donde residía más de una semana. Esto lo aprendí en Flandes, donde viven los mejores jardineros del mundo, si bien de Inglaterra saqué para toda mi vida un gran amor a los bosques, que abundan allí como en parte alguna fuera de las montañas alemanas. Quise sembrar también de bosques a España, donde por ventura no faltaban; y prohibir la torpísima tala de los árboles mejores, porque los que vinieran después de nosotros han de tener mucha queja de que se los dejemos acabados. Me admiré de que con esos bosques y esos árboles Inglaterra careciera de una buena escuadra de guerra; pero mi enigmática cuñada Isabel, de quien he de hablar luego detenidamente, debió recordar luego mis confidencias sobre este punto, y convirtió a su isla en la peor enemiga de nuestros mares. Ya su padre Enrique VIII había empezado a aficionar a los sedentarios nobles ingleses con las aventuras de la mar, y empezaban a cundir entre ellos buenos navegantes, que aprendían de nuestros vascos y cántabros.
Cuando gracias al consejo y ejemplo de mi padre, tras mi viaje del 48, recuperé un vivir ordenado, casi nunca me salté las normas que entonces me impuse. Me despertaba, casi sin ayuda ajena, sobre las ocho, y pasaba leyendo en la cama una hora. Entonces me levantaba y con la ayuda de un solo mayordomo me afeitaba y vestía. Después de la misa y el almuerzo despachaba con mis consejeros y secretarios por turno riguroso, y luego recibía varias audiencias hasta el breve refrigerio del mediodía. Nunca dejé la siesta, ni en mis viajes, tras de la cual pasaba ocho horas sobre mi escritorio, con la ayuda de mis secretarios. Cenábamos a las nueve y durante mi vida de matrimonio solía visitar a la Reina en sus aposentos o antes de misa, que me apetecía más; o después de la comida o bien antes de retirarme.
María de Inglaterra quiso comer siempre conmigo y adaptó generosamente las costumbres de su Corte a mis preferencias. Apenas tomábamos nada fuerte en el refrigerio de mediodía. Las comidas de verdad, con casi los mismos manjares, eran el almuerzo y la cena. Allí se servían invariablemente pollo frito, perdiz o paloma; piezas de caza, pollo asado y filetes de vaca de cuatro libras, casi crudos; excepto los viernes, en que nos veíamos forzados a tomar pescado, hasta que obtuve del Papa dispensa para tomar también carne los viernes, excepto el Viernes Santo, donde ayunaba casi por entero. También gustaba de las sopas variadas y el pan blanco, y en la cena venían frutas y ensaladas, por más que recelaba de frutas y verduras, como del pescado, por miedo a corrupciones que alguna vez me pusieron en grave peligro, como ya relaté. Con frecuencia se me producían atascos que remediaba con trementina y otros vomitivos. Exigí siempre que se cambiase el orinal en el excusado cada dos semanas; y que se guardase en tal lugar una limpieza exquisita, sin que nadie, ni siquiera la reina, pudiera compartirlo conmigo. Casi siempre padecí de almorranas, y mal de estómago. A veces los catarros se prolongaban durante semanas, y no paraba de toser incluso cuando había desaparecido la fiebre. Desde que ceñí la corona sentí dificultades en las articulaciones, que luego degeneraron en esta terrible gota que me tiene ya postrado sin remedio. Ya maduro se me declararon un verano tremendas ansias de beber y comer a todas horas, signo de hidropesía que logré contener, por el acierto de mis médicos, con una fuerte reducción en las comidas y un ejercicio corporal menos violento pero más sistemático. No hace mucho se me alborotó la bilis, caí varios veranos con fiebres recurrentes que se me curaban como por milagro con las aguas de esta sierra; hasta que la hidropesía y la gota se combinaron para postrarme como veis desde hace ya más de mes y medio.
No me obsesioné, aunque sí me apasioné con mi salud, sobre todo antes de conseguir un heredero de la Corona que no se me muriera en la cuna; nunca llegué a imaginar qué sería de estos reinos sin mi sangre para regirlos. Más de una vez pedí el diario que llevaban mis médicos y consulté con ellos problemas de mi salud. Aquí veo, por ejemplo, un inventario de mi pequeña botica particular, que ordenaba personalmente: Cuerno de rinoceronte, coral, ámbar, bálsamo, coco, tres sortijas de hueso que dicen ser buenas para las almorranas, un limpiador de dientes de ébano, con dos engastes de oro esmaltado; una boseta de plata dorada, pequeña, para tener polvos de dientes; un palo de oro con las cabezas vueltas para dar cauterio a los dientes; un punzón y una paletilla para las orejas, y otra pieza para raer la lengua, todo de oro; una escobilla chiquita para limpiar los peines; dos dedales de plata para guarda de las uñas; un vaso de plata para tomar purgas.
El cuidado por mi salud se extendía a la de mis esposas e hijos, de quienes ya os hablaré. La impasibilidad aparente que nacía de mi dominio interior, que ya fue completo tras la muerte de mi amada esposa Isabel de Francia, encubría mis sentimientos, que de haber encontrado cauce sensible me hubieran destrozado. Me pasaba las tardes, y a veces gran parte de la noche, clavado sobre mi escritorio y en ocasiones graves me traía los papeles a la cama. Flaqueé muchas veces en la aplicación pero jamás se me oscureció la norma ni la guía interior. Procuré huir de la arbitrariedad y cultivar la justicia, sin mengua de mi poder real absoluto que me transmitió mi padre tanto en la práctica como en la idea; pero ese poder estuvo siempre al servicio de una misión, que identificaba la defensa de la fe y el prestigio de la Corona. Amé a España sobre todas las cosas de este mundo, quise al pequeño, cómodo y alegre Madrid, aunque no tanto como a esa Lisboa abierta al océano; y sobre todo me encontré en casa aquí, en el palacio del Monasterio, que yo quise levantar como prueba no ya de mi victoria sobre Francia sino de mi continua preocupación por ella. De Francia me han dicho algunos hugonotes que estoy en San Lorenzo del Escorial como la araña en el centro de la tela, pero las principales vibraciones que llegan hasta las mallas de esa tela han sido siempre los gritos de angustia de esa Francia auténtica en tan grave peligro de abandonar la Cristiandad. Si yo he contribuido, como creo, a evitarlo para siempre, mi vida tiene ya una justificación.
Muchos de los detalles que aquí recuerdo los conocía, tan bien como yo, la reina de Inglaterra, María Tudor. Nunca nadie había estudiado mi personalidad, por dentro y por fuera, con semejante cúmulo de datos, a veces reales, a veces fantásticos como aderezados por su ardorosa ilusión. Hora es ya de que relate mi jornada de Inglaterra, que, oscurecida por enemistades posteriores, casi nadie conoce en España.