De acuerdo con las órdenes del Emperador, salí de Valladolid para Cataluña el 1 de octubre de 1548. Quería mi padre que conociera bien Cataluña, la Marca Hispánica que los primeros príncipes del Sacro Imperio recuperaron para la Cristiandad y sembraron de castillos. Solía decir mi padre que en Cataluña empezaba ya Europa; una Europa en casa que me convenía valorar precisamente para mantener el equilibrio de mis reinos. Entre nuestros títulos figuraba, no por mero símbolo, el condado de Barcelona, que había vertebrado la Corona de Aragón.
Por expreso designio del Emperador mi séquito resultó mucho más lucido y solemne que los que le acompañaban en sus viajes por España. Toda la grandeza pugnó por viajar conmigo. Con este motivo fue nombrado mayordomo mayor y jefe de la casa del regente don Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba, de quien ya he hablado; gracias a su lealtad y dedicación, compatibles con sus accesos de ira y su pésimo humor habitual, le retuve en ese honroso puesto (que por cierto le costó muchísimo dinero, de lo que se quejaba amargamente pero en secreto, porque su lealtad igualaba a su tacañería) hasta su muerte en 1582. Poco antes, cuando al comienzo de mi regencia se declaró una rebelión entre los levantiscos jefes españoles en Nueva Castilla, como llamábamos al reino del Perú, Alba aconsejaba el envío inmediato de un ejército que aplastase la revuelta; se impuso mi criterio de solucionarla con un simple oidor casi sin escolta, y resultó. Desde entonces el duque me tuvo un sorprendido, pero sincero respeto. A las órdenes de Alba marchaban en mi cortejo el duque de Sessa, el conde de Cifuente, el mayordomo de servicio Antonio de Toledo; el caballerizo mayor, Ruy Gómez de Silva, ese cortesano portugués a quien mi padre tenía por oráculo y que, siempre inclinado a métodos de concordia, disputaba incansablemente en los Consejos con el grupo acaudillado por Alba. Venían también el Almirante de Castilla que se mareó después copiosamente en los trayectos por mar porque jamás había subido a un barco; el nuncio Poggio, que me observaba casi con impertinencia y lo escribía todo; el cardenal arzobispo de Trento, que me hizo comprender como nunca la amenaza protestante; mi preceptor Siliceo, a quien encantaba viajar y Antonio Cabezón, mi organista ciego, que tuvo un éxito sin precedentes en las grandes ciudades del Imperio, donde me lo querían arrebatar, y que logró escribir varias de sus composiciones más inspiradas en los descansos del viaje. Con una formidable escolta de mil quinientos infantes, a quienes Alba mantenía permanentemente en pie de guerra y hacía maniobrar por sorpresa a la menor ocasión, descendimos por el valle del Ebro, velamos armas, como hacían los grandes caballeros entonces, ante la Virgen de Montserrat y embarcamos en Castelló de Ampurias, donde nos esperaba, con todas las flámulas y gallardetes de Italia, la flota genovesa de Andrea Doria. Por la celeridad del viaje, que mi padre urgía, casi no pude conocer entonces de Aragón y Cataluña más que el fervor de sus gentes, que me aclamaban unos en su lengua recia, otros con la suya tan suave. En aquel viaje apenas pude detenerme en la ciudad de Barcelona, que había conocido a los cinco años, en 1533, cuando fui con mi madre y mi hermana María a recibir a mi padre que venía de Italia; recuerdo que entré en la ciudad con un ramo de rosas en cada mano, la flor que adoran en aquella ciudad, a la que volví para jurar sus privilegios en el 42, para recibir a mi esposa Isabel en el 60 y para despedir a mi hija Catalina en el 85. Barcelona me ofreció siempre con generosidad sus justas en el Borne, y una vez me invitó a presidir su procesión del Corpus. Siempre me encomendé a su Virgen de la Merced, y de sus Atarazanas vinieron a mis escuadras las mejores galeras del mundo. Algunas me esperaban ahora en la costa de Ampurias, donde flameaban sobre la mar las banderas de Génova en las cincuenta y ocho galeras de Doria; flanqueadas por cinco naves de Vizcaya, cuatro de Flandes, once carabelas portuguesas y varias naves catalanas de guerra y transporte. Los exploradores de Doria nos presentaban un mar enteramente libre de enemigos, y arribamos a Génova con toda felicidad.
Durante muchas semanas recorrimos el norte de Italia. Era pleno invierno, y aproveché el viaje para repasar El Príncipe de Nicolás Maquiavelo, que pretendían interpretarme, de manera contradictoria, Siliceo y Gómez de Silva. Esta meditación me produjo gran enojo con los príncipes italianos, tan indignos entonces y ahora de su tierra bellísima, y sin poder reprimirme traté con altanería, en Mantua, al duque de Ferrara y al embajador de Venecia que pretendían darme lecciones en presencia de mis consejeros. Aprecié en cambio la lección militar de Alba en el castillo de Milán, ciudad que me definió como la plaza de armas de España (él no decía nunca el Imperio) en el sur de Europa, y me prometí volver a ella detenidamente; porque allí como en ninguna parte se me mostraron complacientes las hermosísimas mujeres de aquella tierra, mucho más preparada para la paz que para la guerra que suele asolarla, por la manifiesta incapacidad de sus príncipes para unirse y defenderla de extranjeros. En las ciudades del Imperio se me recibió al principio con frialdad, como si quisieran devolver el rechazo de los castellanos a mi padre cuando vino de Flandes por primera vez. Parece que le informaron sobre mi carácter adusto y altivo, cuando lo que realmente me sucedía es que llegué a sentir en mi carne la proximidad y los zarpazos de la herejía, al cruzar por tantos campos de batalla teológica y militar: Innsbruck, Múnich, Augsburgo, Heidelberg, Spira. Todo cambió al entrar en Luxemburgo, que era ducado de mi padre por herencia. Y ya entrábamos en los Países Bajos, la tierra de Flandes, donde por fin rendimos viaje en Bruselas, junto a mi padre, el 1 de abril de 1549.
En tan largo recorrido empecé a comprender los enrevesados problemas de Italia; pero me sentí ajeno en Alemania. Como mi padre adivinó que el sentimiento era mutuo, se inclinaba cada vez más a la solución sucesoria que finalmente adoptó; designaría a su hermano Fernando como heredero en el Imperio; y me encomendaría a mí sus reinos de España con Italia y las Indias. Le quedaba por asignar la sucesión de los Países Bajos, que reclamaban los imperiales como fachada comercial y estratégica de Alemania en el mar del Norte y frente a la desconocida Inglaterra, donde pronto reinaría venturosamente, después de las enormidades de Enrique VIII, su hija católica que llevaba nuestra sangre, María Tudor. Aunque de momento ocupaba el trono su débil y enfermizo hermano Eduardo.
Pues bien, en Flandes, Brabante y Holanda, en nuestros Países Bajos que años después se convirtieron en la espina y la pesadilla de mi reinado, pasé los meses más felices de mi vida hasta entonces. Allí llegué a comprender lo que significan realmente los palacios y los jardines; allí me inicié en el gusto y los misterios del arte nuevo, y envié a España los primeros cuadros para mi colección, que inauguré con la mayor sorpresa artística de mi viaje, El Descendimiento de micer Van der Weyden, que parece pintado en medio de una visión. Mi tía Margarita, regente de los Países Bajos en nombre de mi padre, organizaba en el palacio de Binche unas fiestas según los relatos del Amadís que convertían en juegos infantiles los ingenuos torneos de Castilla. Pero al entregarme a las mayores dulzuras de la vida, porque las damas de aquella Corte practicaban las artes amatorias del Amadís de forma mucho menos alambicada, no descuidé nunca examinar con mis consejeros las noticias semanales que venían de España. Así me enteré, por ejemplo, de cómo la moneda de plata arrinconaba, gracias a la regularidad de las flotas de Indias, al propio oro; y de los progresos de la orden fundada por nuestro antiguo capitán Ignacio de Loyola, que sería principal colaborador de mi padre para la defensa de la fe en Alemania, y que según las noticias de mis consejeros «se había hecho lenguas del hálito de bondad y santidad que emanaba del joven príncipe de España». Una piadosa exageración que sin duda debo a los informes de mi amigo Francisco de Borja; y menos mal que el finado general y fundador de los jesuitas no supo de mi conducta entre los festejos de los castillos del Hainaut.
En abril de 1549, cuando las impresiones favorables que suscitó mi llegada terminaron de convencer a mi padre, recibí el juramento de fidelidad como sucesor por parte de los Estados Generales de Flandes. Maduraba mi padre su política matrimonial como principal instrumento de su estrategia. Quería para mí, como segunda esposa, una princesa de Francia; para su hija María un entronque imperial; y para mi hermana Juana la corona portuguesa. Logró todos esos propósitos sucesivamente; porque entonces nada se resistía a su poder. Sin embargo cuando decidió investirme como heredero de Flandes, contra las apetencias de la nueva dinastía imperial que iba a encabezar su hermano Fernando, ya tenía meditada una nueva orientación estratégica para el conjunto de nuestras coronas. Comprendía de lejos, cada vez con mayor claridad y hondura, la fuerza inmensa de las Indias para el futuro del mundo; y por eso, sin abandonar por ello la defensa de la fe en Europa y en el Mediterráneo, quiso construir, mirando más a Occidente, un imperio del océano. Por eso me quiso entregar Flandes, que no sería la fachada imperial, sino la avanzada de España en el mar del Norte. Por eso, sobre todo, pretendió y logró después que yo fuera, antes de ceñir la corona de España, rey de Inglaterra. Creía que entre Madrid, Londres y Bruselas (con la posibilidad siempre acariciada de Lisboa) podría tenderse un solidísimo pilón de puente sobre el mar para enlazar con las Indias al otro lado. Quizá por eso estalló su cólera de forma terrible cuando le contábamos, como una broma del viaje, los mareos del almirante de Castilla. Al tomar cuerpo en su mente y su corazón este maravilloso proyecto, aflojó un tanto su indomable presión sobre los príncipes protestantes en la Dieta de Augsburgo, el año 1550, cuyo Interim trataba de atraerles, sin resultado, mientras los católicos lo tomaron a claudicación.
Plenamente logrados por mi padre los fines de mi viaje a Europa, regresé a mi regencia de España en 1551, pero ya con otro aire. No era más un aprendiz sino un gobernante pleno. Me prestaron juramento de fidelidad las Cortes de Navarra en Tudela como ya lo habían ofrecido, desde mi infancia, las de Castilla y luego las de Aragón. Desde mi regreso de Flandes establecí, con mi padre, un sistema de cogobierno que funcionó admirablemente. Le consultaba las decisiones más graves que admitían espera; y tomaba personalmente las urgentes, tras oír a mis consejos y despachar con los secretarios de tales consejos. Se logró, con este procedimiento, una identidad casi absoluta de criterios y políticas entre mi padre y yo, lo cual hizo revertir sobre mí todo el inmenso prestigio del Emperador.
Sin embargo el mismo año de mi regreso a España el Emperador se derrumbó por dentro ante la degradación religiosa del Imperio, que cundía como la peste. Fueron años de sequías y catástrofes que no lograban compensar ni de lejos las flotas de Indias, más escasas y menos provistas que nunca. Se vaciaron las arcas imperiales y Castilla, esquilmada, no era capaz de responder a mis insistentes peticiones ni pagaba los impuestos con la facilidad de los tiempos de abundancia. Mi padre tuvo que retrasar los proyectos sucesorios en el Imperio, licenció a la mayoría de sus tropas, con excepción de los Tercios más selectos; y se tuvo que encerrar en la fiel ciudad de Innsbruck, mientras los príncipes herejes, acaudillados por el joven elector Mauricio de Sajonia, que era un gran soldado, se unían en la Liga de Chambord con el también joven y ambicioso rey de Francia, Enrique II, que con olvido de las obligaciones sagradas de su fe aportó a la coyunda una alianza pérfida: la del Gran Turco. La política más rastrera pasaba sobre la religión, por primera vez en la Cristiandad; herejes e infieles se unían al Rey cristianísimo para eliminar a la Corona del Sacro Imperio. Más afectado moral que militarmente, mi padre quedó como paralizado cuando la infame liga recuperó, tras algunas victorias, el control de Alemania central. Carlos Quinto, por primera vez en su vida, tuvo que huir a uña de caballo para no caer prisionero de sus súbditos rebeldes y perjuros. Salió silenciosamente de Innsbruck y tuvo que refugiarse en la fortaleza de Milán, desde donde contemplaba, sin medios, la catástrofe de su Imperio, el hundimiento de sus sueños.
Pero en el momento más difícil de su vida le salvó España gracias a mi decisión sobre la paz en Nueva Castilla. Mi enviado, el licenciado Lagasca, calmó las guerras civiles del Perú, y nos remitió con toda felicidad el oro y la plata de varios años, incluido el que los conquistadores habían tomado en el templo del Sol, en la ciudad del Cuzco, capital de los incas. Nunca tanta riqueza había cruzado el océano. El oro y la plata de España devolvieron la savia al Imperio acosado y el ánimo al Emperador, que salió de Milán para convocar la Dieta de Passau, donde entre firmezas, amenazas y sobornos recuperó la obediencia y la iniciativa sobre los príncipes. Dios nos bendijo con la muerte de Mauricio de Sajonia y, restablecida la situación imperial, mi padre volvió a su designio oceánico, respaldado ahora por la opulencia de las nuevas minas abiertas por nuestros virreyes en Zacatecas de la Nueva España y Potosí, en el Alto Perú. Se ha dicho en Amberes que la riada de plata pasaba por España sin fecundarla. Pero no es cierto; por esos años los quince mil telares de Sevilla tenían encargos para tres temporadas, y se amasaban allí enormes fortunas en manos españolas. Cierto que nuestros incipientes banqueros no lograron llegar siquiera a la suela del zapato de los flamencos y genoveses, pero Génova y Amberes eran también ciudades de nuestros reinos.
Dominados los príncipes díscolos del Imperio, mi padre se revolvió contra Francia, la impúdica aliada del Turco. Logró brillantemente la recuperación de Estrasburgo pero fracasó en el asedio de Metz y tuvo que defenderse personalmente, con valor y éxito, de la contraofensiva francesa sobre Namur. Mi padre atribuyó el fracaso de Metz a que su salud, muy resentida, le impidió llegar a tiempo para ordenar el asalto; y al ver que yo no servía para soldado tomó secretamente la decisión de retirarse. Para frenar la osadía francesa ordenó a nuestra caballería de tres naciones —España, Flandes, Italia— la devastación de Champaña. Desde 1553 mi padre residía en los Países Bajos, donde proyectaba mejor sus planes que ya eran más oceánicos que continentales. Ruy Gómez de Silva leyó en uno de mis consejos una sentencia de Hernán Pérez de la Oliva sobre el cambio de España y Portugal en el conjunto del mundo: «Antes estábamos en un cabo del orbe pero ahora en el centro de él». Como para corroborar estas gloriosas palabras, que hice inmediatamente mías, el Señor se llevó al pobre rey doliente de Inglaterra, Eduardo, y subió al trono María Tudor, con la idea firmísima de reconciliar a Inglaterra con Roma. Entonces mi padre vio el cielo abierto, improvisó con los agotados franceses la tregua de Vaucelles, para tener las manos libres, y me propuso un segundo matrimonio con nuestra pariente la reina María de Inglaterra, que aceptó la idea no solamente con satisfacción, sino con verdadero frenesí, en cuanto sus enviados le informaron con exageración asombrosa sobre mis imaginadas perfecciones. Cuando vio que tan providencial proyecto se encauzaba, mi padre creyó cumplida su misión en la Tierra y con esa magnanimidad y serenidad que ningún otro monarca de la Historia había poseído como él, comenzó a preparar minuciosamente su retirada gradual, y me encargó acelerar las obras de su pequeño palacio en Yuste.