He de aclarar aquí algunas realidades que yacen bajo un montón de consejas y calumnias acerca de mis amoríos fuera de mis matrimonios. Y lo diré con toda claridad: desde la muerte de María Manuela, que me sumió en un extraño letargo de voluntad, al matrimonio con la princesa de Francia, la tercera Isabel de mi vida (ya tendré ocasión de recordar a la segunda), incluyendo en esos catorce años mi enlace político con la pobre María Tudor, yo me comporté, en punto de amoríos, como casi todos los grandes de mi Corte, como varios príncipes de la Iglesia que seguían, aunque sin tanta ostentación, el lejano ejemplo del cardenal Mendoza en la católica Corte de mis bisabuelos, la cual llenó de apuestos hijos a quienes se refería la reina Isabel como «los bellos pecados del cardenal»; de alguno de ellos me sobrevino, en mi reinado, no pequeña perturbación y disgusto. Mi padre tenía razón al corregirme, mientras vivió, por estos excesos, pero no me había dado tampoco ejemplo de continencia, como lo prueban mis famosos hermanos bastardos, y los amoríos que sembró por Europa en sus continuos viajes.
No pretendo con todo esto excusar mis culpas, que bien confesadas y purgadas las tengo, sino enmarcarlas en el ajetreo amatorio de una Corte juvenil, la mía como príncipe y como joven Rey, que con toda su solemnidad resultaba mucho más mundana, alegre, jugadora y escabrosa de lo que han pintado mis enemigos, como Antonio Pérez, quien por cierto se llevó, a su destierro, la palma de la licencia, la deshonestidad y el desenfreno. En la España de mi tiempo aceptábamos la fe de cuerpo entero, pero la cultivábamos solamente de cinto y espada para arriba, donde laten el corazón y la cabeza; donde se concentran la sangre y la vida. El resto del cuerpo lo utilizábamos demasiado para caminar, para danzar, y para pecar.
Este reconocimiento, y la satisfacción por haber cortado de raíz mis devaneos cuando, tras la tristísima muerte de mi amadísima Isabel de Francia, alguien me hizo comprender que con mis desórdenes estaba comprometiendo mi misión ante Dios, no quita para que me resigne a cargar con todos los desafueros que me atribuye la Corte y la opinión más maledicente de la tierra, como no sea la de Florencia o la del Papa. Dije que llegué virgen a mi primer matrimonio, aunque bien instruido por mi confesor y mis médicos; por eso no sé quién pudo inventarse los dos hijos que me atribuyen con otra Isabel que jamás anduvo en mi vida, la Ossorio, dama de la Corte a cuya pretendida fama de liberal en sus costumbres convenía sin duda una preferencia del Príncipe, de que jamás gozó. Mucho más fantástica es la difundida historia de mis amoríos con doña Eufrasia de Guzmán, a cuyo esposo, según el infundio fraguado en la embajada de Venecia, agracié con el principado de Ascoli antes de eliminarle. Éstas fueron rivalidades y frustraciones de los italianos en Madrid, que cuando no podían, como lograban de costumbre, dar una noticia importante, solían fingirla. Otros rumores tienen mayor fundamento, y ya trataré en su momento lo que de verdad hubo entre mi persona y la princesa de Éboli, un rumor que ha llenado las habladurías de Europa durante la mitad de mi vida, quizá porque se enrosca en una de las grandes tragedias íntimas de mi reinado. Pero en cambio debo confesar ya de una vez que uno de mis amoríos verdaderos surgió, en los primeros momentos, como un gran amor: me refiero, sin contener la emoción después de tantos años, a mi encuentro con Elena de Zapata, la mujer más hermosa de todo este siglo.
Era hija de uno de mis monteros, y emparentó por matrimonio con una de las familias más nobles de Madrid, los Zapatas, que no cejaron hasta inclinar mi decisión —ya muy meditada y favorecida— de trasladar a la acogedora y aireada villa la Corte de todos mis reinos. Mi montero era, naturalmente, de familia hidalga pero sin recursos; mas la belleza de su hija deslumbraba de tal modo en la Corte que con los dineros que recibió de un hermano que medraba en Nueva Castilla compró un coto en las afueras de Madrid, frente al cerro de Buenavista, donde empleó las mandas del hermano para construir un pequeño palacio conocido por sus siete chimeneas, donde reinase tan impar beldad. Entonces y entre centenares de pretendientes, la casó con Zapata, un capitán de mi guardia, de la que ella se enamoró perdidamente. Yo les conocí cuando una tarde mi montero me condujo a la casa, después de holgarme entre las gentes que llenaban el cerro vecino con sus juegos y corros; y quedé tan embelesado que sin pararme a recordar el ejemplo del rey David hice que se ofreciera al capitán un jugoso destino en los Tercios de Italia, de los que nunca volvió. No me ofrecieron obstáculos ni la bella ni su padre, y gocé varios meses de mi amor ardiente, con mengua de la discreción y hasta peligro para mi salud. Sospecho que el jefe de aquella familia, el Zapata que llevaba el título de conde de Barajas, no me perdonó jamás la deshonra y a eso atribuyo tanto sus maniobras rayanas en la traición, aunque explicables por el rencor, como mi condescendencia en ahorrarle el castigo. Dejé de ver a Elena, la más honda pasión de mi vida, al partir para la jornada de Inglaterra, y allí supe que otro pretendiente despechado ante sus negativas la apuñaló en la cama. El padre, enloquecido, ocultó el cadáver y sospecho que llegó a emparedarla, como dijeron por Madrid algunos de la casa. Ordené desde Inglaterra que se buscase al cadáver y al asesino, pero inútilmente; y el padre se colgó a poco allí mismo. Luego la casa de las siete chimeneas fue comprada por alguien que no temía a las leyendas, Juan de Ledesma, secretario de Antonio Pérez; y otros potentados que contribuyeron a su triste fama con nuevas desventuras. Quién sabe si allí sigue insepulto el gran capricho, la gran pasión de mi vida.
Mientras maduraba su designio en los caminos sin descanso, se alarmaba mi padre por las cartas de Zúñiga, sobre el desorden y tiempo que pierde el Príncipe en acostar y levantar, desnudar y vestir, sin que dejase de insinuar, aunque con pocos detalles, otras muestras mucho más graves de tal desorden, pero les preocupaba más —a mi antiguo ayo y a mi padre— mi persistencia en la desidia que mis accesos de lujuria. Por una y otra causa ordenó en pleno verano de 1548 que con un lucidísimo séquito emprendiera yo un detenido viaje por Italia, para subir desde ella hasta Flandes a través de uno de los «caminos españoles» que nos unían militar y comercialmente a nuestros territorios del mar del Norte; el camino que atravesaba las primeras ciudades del Imperio. No les gustaba a los orgullosos alemanes servir de camino a los españoles y por eso mi llegada se rodeó de cierta prevención, no exenta sin embargo de creciente curiosidad. La partida se fijó para el otoño de 1548 desde Valladolid, donde estaba entonces con mayor frecuencia la Corte de España.