El año antes de salir para su definitiva peregrinación europea, mi padre había pedido a sus íntimos de la Corte que le fueran buscando un retiro, como si presintiera que sólo volvería a España deshecho y vencido por la magnitud de su propio ideal. Poco después de asumir la regencia, uno de esos consejeros, alerta por ese primer indicio de un cambio del poder, me reveló que al Emperador le había gustado el lugar propuesto, en las estribaciones de la sierra de Gredos, y al margen de todos los caminos de Europa. Se llamaba Yuste, y decidí acercarme a verlo con motivo de cualquier viaje de Corte. En fin, que en mayo del 43 mi padre salió de España como Rey, para no regresar ya más que después de su abdicación. Me dejó por regente, pero bien rodeado de una imponente corte de consejeros, que desde luego me escuchaban siempre con respeto, e incluso mostraban alguna vez cortesana admiración, pero después hacían lo que les placía según instrucciones directas del Emperador. Que les había puesto allí para que, mientras gobernaban de hecho, me iniciasen suavemente en la práctica del gobierno, con lo que prolongaban mi período de instrucción. Formaban entre todos un consejo de regencia, y lograban concertar sus fuertes personalidades por temor a que yo me quejase de sus posibles desavenencias ante el Emperador, con quien mantuve una nutrida correspondencia, en la que radicaba mi verdadero poder. Dominaban el consejo los príncipes de la Iglesia: el cardenal de Toledo, Tavera, y el de Sevilla, Loaysa; quien pronto le sucedería en esa sede, Fernando Valdés, luego inquisidor; y mi maestro Siliceo, premiado ya justamente con un obispado. Además de mi ayo Juan de Zúñiga, formaban en el consejo el duque de Alba, don Fernando de Toledo, que era el primer soldado de España después de mi padre, con quien congenié bastante a pesar de su carácter esquivo e intratable; parecía seguro de dominar mi voluntad, pero me enseñó entretanto todos los secretos de la milicia y su arte. Completaba el equipo el secretario Francisco de los Cobos, cada vez más sorprendido por mi insospechada afición a los detalles administrativos, que yo le obligaba a precisar en los despachos, más largos con él que con ninguno de los otros. Todos eran hombres eminentes, lealísimos a mi padre, y desde el primer día de mi regencia me señalé el propósito de llegar a alternar dignamente con ellos. Luego no tuve la fortuna de reproducir, en mi reinado, un conjunto de colaboradores de tal magnitud. Cuando mi padre salía ya de España firmó en Palamós unas detalladas instrucciones para mi gobierno personal, que yo aprendí de memoria a fuerza de repasarlas devotamente. Me encomendaba el cuidado de mis hermanas que ya se van haciendo mujeres, me sugirió —nunca lo había hecho de palabra— que despidiera a mis enanos y bufones, en lo que nunca le hice caso porque nada me distraía como ellos, en cuyas mentes retorcidas supe adivinar siempre un amor profundo; y me insistía sobre todo en que dominase mis impulsos amorosos hasta mi próximo matrimonio, ya concertado con los reyes de Portugal, y durante su iniciación, para no repetir el agotamiento mortal del príncipe don Juan, ese malogrado hijo de los Reyes Católicos cuya temprana muerte en medio de sus excesos matrimoniales retrasó en tres cuartos de siglo la unidad de nuestra tierra. En las instrucciones, escritas de puño y letra del Emperador, con la orden tajante de guardarlas para mí como no fuera en confesión, me advertía sobre las ambiciones de Alba: «El pretende grandes cosas y crecer todo lo que pudiere, aunque entre santiguándose muy humilde y recogido. Mirad, hijo, qué hará cabe vos que sois más mozo». Llamaba sobre todo mi atención sobre los dos partidos que ya se formaban en la Corte de España; el de los intransigentes guiados por Alba; y el de los políticos en torno a Ruy Gómez de Silva, un caballero portugués muy inteligente que había venido a la Corte como menino de la emperatriz y se había ganado la voluntad de mi padre por su prudencia. Me aconsejaba no entregarme a uno de ellos; y no fiarme de nadie. Me animaba a que continuase enmascarando mis emociones, como me había inculcado Zúñiga, a quien ahora yo comprendía mucho mejor, y a que siguiera mostrándome devoto y justo, como él había ya comprobado. Creo que, cuando logré conjurar mis primeras tormentas interiores desatadas al conjuro del poder, logré ser fiel enteramente a las instrucciones de mi padre, durante toda mi vida.
A poco de asumir la regencia del reino, cuando ya me sentía afianzado en ella, gracias a la exquisita cortesía y respeto de mis consejeros, que me hacían creer que gobernaba, se celebraron en Salamanca mis bodas con la princesa de Portugal, mi prima María Manuela, hija del rey Juan III y de Catalina de Austria, la hermana de mi padre. La verdad es que ni en los engañosos retratos ante los que se concertó, sin pedirme parecer, el noviazgo parecía mi prima, tan adornada de virtudes, un trasunto de belleza como la que resplandeció en mi madre. Yo llegué virgen al matrimonio, como ella, pero su presencia real me atrajo tan escasamente que inventé, gracias a un corto sarpullido, una afección de sarna para retrasar la consumación de nuestro enlace. El cardenal Tavera, que nos había casado en noviembre del 43, se alarmó al no comprobar esa consumación y se permitió aconsejarme severamente, por averiguar si había surgido algún impedimento. Le confesé mi desvío y él lo puso en conocimiento del Emperador, de quien recibí una reprimenda por carta, lo mismo que de mis suegros los reyes de Portugal, a quienes se quejaba amargamente María Manuela. Menos mal que las bodas exigieron la celebración de varios torneos, al modo de los descritos en el Amadís, en los que yo participaba con frenesí, en vista de mis frustraciones matrimoniales. Una vez me empeñé en que las justas se tuvieran en la isleta que hace el Pisuerga cerca de Valladolid; cuando me acercaba, con mis compañeros, todos armados de punta en blanco, en una barca estrecha, dio el vuelco y caímos todos al agua, con temor de mi vida y luego de mi salud, por lo que hubo de suspenderse el festejo. No sé por qué me empeñaba entonces en combatir sobre ínsulas. Poco después el escenario de otro torneo fue una lengua de tierra sobre un lago de Guadalajara; allí logré arribar, pero me hirieron en las dos piernas y tuve que llevar bastón por dos semanas. En medio de tanta agitación mi prima María Manuela, aleccionada por sus padres, se deshacía en muestras de afecto que rompieron al fin mi costra de hielo. Yo empecé a acostumbrarme a ella, que me hablaba en portugués apasionadamente, y me hacía sentir cada vez más hondo su orgullo por ser mi esposa. Nos fuimos acercando poco a poco, y concibió un hijo que nació en el verano de 1545, en Valladolid, como yo. Pero la inmensa alegría de la ciudad, espejo de la que invadió a todos nuestros reinos y sobre todo a mi padre, se vino abajo cuando María Manuela, incapaz de soportar el parto, murió a los cuatro días y me dejó viudo a los dieciocho años. Traté de concentrar entonces mi afecto en el heredero Carlos, que ya mostraba desde la cuna reacciones extrañas, aunque nos parecían superables entonces. Nunca pude imaginar que en ese pobre niño venía la cruz más amarga entre las muchas que he sufrido toda mi vida.
Sepulté mi dolor en mi hijo y en una dedicación mayor a las tareas de gobierno. Mi consejo quedó atónito una mañana cuando les leí el borrador de una carta a mi padre en la que le recomendaba negociar con urgencia una paz definitiva con Francia; Alba se opuso a transmitirla, por temor a la reacción de mi padre, pero todos los demás se declararon a mi favor, porque suponían el contento de mi padre al verme discurrir con criterio sobre un problema tan complejo. Así fue y mi padre me dio la razón en su respuesta.
Ante el fracaso de las soluciones políticas internas para lograr la concordia con los protestantes, el Emperador consiguió del Papa la convocatoria de un concilio universal. Pero como último gesto de aproximación recomendó al Papa que se celebrara en Trento, cerca del centro de la Europa convulsa; y para no obligar a los herejes que quisieran acudir a presentarse en Roma, a la que ya odiaban. El tiempo mostraría que ya no era tiempo de concordias sino de reafirmaciones, pero cabe a nuestra Casa la gloria de haber contribuido de forma decisiva a confirmar en Trento, frente a los errores de los herejes, la fe de nuestros padres y asegurar la de nuestros hijos. Por incitación nuestra, porque yo me asocié a mi padre con tan alto fin desde los primeros momentos del concilio, España se volcó en Trento, sin distinción de escuelas; los teólogos españoles, los tradicionales y los innovadores, los dominicos y los jesuitas, levantaron allí un baluarte formidable para la fe, contra el que se estrellaron los embates de la herejía. Mis teólogos impusieron allí la prioridad del dogma y su fijación, sobre todo en los puntos más controvertidos por los herejes, que no se atrevieron a defender en Trento sus desviaciones ante el pensamiento y la autoridad de toda la Iglesia. Ellos en cambio no serían capaces de convocar una reunión de tal importancia, aunque alguna vez invocaron precedentes cismáticos de tiempos recientes. Para mostrar su rabia impotente ante la convocatoria del concilio, los príncipes protestantes se agruparon alrededor del más osado de todos ellos, el elector Federico de Sajonia, campeón aparente del luteranismo, pero que en el fondo se sentía comprometido con sus rapiñas contra los bienes de la Iglesia, aprobadas cobardemente por Lutero en persona; y con sus deseos de acabar con el predominio imperial en beneficio de la independencia completa de los príncipes alemanes. Mi padre se puso inmediatamente en campaña para responder a la provocación, y con la ayuda financiera y militar del Papa emprendió desde Viena una audaz ofensiva que sorprendió al enemigo. El ejército español, reforzado por contingentes del Papa, hizo maravillas en Alemania. En 1546 la victoria de Ingolstadt dio al Emperador el dominio definitivo sobre el sur de Alemania; y al año siguiente ganó la admirable batalla de Mühlberg, su empresa militar más perfecta, donde descabezó a la Liga de los herejes al tomarles muertos o prisioneros a todos sus príncipes. Para colmo de bienes el heresiarca Martín Lutero había muerto poco antes con la íntima seguridad de su fracaso, que ocurrió en vísperas de que su alma condenada descendiese a los profundísimos infiernos. Toda Europa, desde el Báltico a los Alpes, reconocía de nuevo el cetro y el dominio del Emperador. Sin embargo él quiso asegurar, por encima de todo, el triunfo de la fe, y encargó a la nueva orden aprobada por su aliado el Papa Paulo, la Compañía de Jesús, la fundación de una red de sus famosos colegios de humanidades que marcaron, desde mediados del siglo, la frontera infranqueable para la herejía en Alemania. Convencido por mi padre yo contribuiría luego, de acuerdo con mi amigo Francisco de Borja, que me trataba como a un hermano menor antes de mi regencia, a la consolidación de esa barrera.
Como había desaparecido también el gran rival de mi padre, Francisco I de Francia, el Emperador vio por entonces a punto de cumplirse sus grandes designios en Europa. Que ahora se concretaban así: afianzar el sometimiento de los príncipes y el aislamiento de Francia; consolidar el Imperio hereditario en la Casa de Austria, sin someter la sucesión a la farsa corrompida de los grandes electores. Y continuar su proyecto imperial hispano-germánico bajo mi propia Corona. En la Dieta de Augsburgo de 1550, que se celebró como un consejo de familia, su hermano Fernando mostró generosamente su acuerdo con este plan; mi primo Maximiliano, su hijo, se opuso respetuosamente y propuso a mi padre la división de las coronas, sin mengua de la más cordial colaboración. Pero entretanto mi padre había acariciado con tal ilusión su idea sobre mi sucesión plena en su mismo Imperio que en 1548 me ordenó viajar hasta su Corte itinerante, que entonces radicaba en Bruselas, con el fin de presentarme a toda Europa como su futuro Emperador. También deseaba tomar a su cargo la última etapa de mi formación para tan altísimo destino, en vista de los informes muy severos y desalentadores que le llegaban desde España por mi comportamiento desde la muerte de María Manuela.