El 9 de marzo de 1526 mi padre, cuya edad iba con el siglo, entraba triunfalmente en Sevilla. Llegó al Alcázar y sin parar a cambiarse irrumpió en los aposentos de su prima y prometida, la princesa Isabel de Portugal, mi madre. Al día siguiente se celebraron las bodas, entre la alegría de Sevilla entera. Mi padre ya poseía ancha experiencia en las lides del amor: por entonces tenía una hija bastarda, mi hermana Margarita de Parma, tan dotada después para el gobierno por su prudencia y realismo. Pero quedó prendado en la hermosura de mi madre, que además le supo comprender y amar como nadie en la vida. Pronto salieron para la Alhambra de Granada, junto a la que mi padre dirigió las primeras obras de un palacio con el estilo nuevo de inspiración italiana; pero con orden expresa de respetar las maravillas de los palacios moros, que a mi madre le hacían sentirse viviendo en el aire. Allí fui llamado a la vida, entre el amor del hombre más poderoso y la princesa más bella del mundo.
El César necesitaba acercarse a Europa, donde ardía contra él una confabulación poco natural: el rey de Francia, infiel a sus compromisos, había acordado con el Papa la humillación del Emperador, a quien suponían adormecido por sus amores de España. Pero lo que preocupaba más a mi padre eran los mensajes de sus ministros en Viena, que le anunciaban una invasión en regla de los turcos, con la que el propio Pontífice, olvidado de su misión suprema, parecía contar también, insensatamente, en beneficio de su aversión. Mis padres recibían estas noticias gravísimas en Valladolid, corazón de Castilla, donde yo nací en presencia de mi padre y de toda la Corte el 21 de mayo de 1527. Mi madre sufrió un parto sumamente difícil durante trece horas interminables, hasta que cerca ya del desenlace pidió que la cubrieran el rostro para que nadie viera cómo se desencajaba. «Puedo morir —repetía— pero no gritaré ante el Emperador». No gritó, y mi padre se sintió el hombre más feliz del mundo cuando dos semanas más tarde, el 5 de junio, me bautizó en San Pablo el arzobispo de Toledo, cardenal Ta-vera. En las crónicas de aquella jornada se registra la triple proclamación de un heraldo de la Casa Real:
«Don Felipe, por la gracia de Dios Príncipe de España». Sin embargo, ante un correo de Italia, mi padre ordenó suspender abruptamente los festejos por mi nacimiento.
Y es que el 6 de mayo las tropas imperiales, en que formaban muchos herejes soliviantados por las prédicas de Lutero, se habían lanzado sobre Roma, tomada ya y castigada poco antes por los españoles de Nápoles, que replicaban así a la inexplicable alianza del Papa Clemente VII con el rey vencido de Francia y varios príncipes de Italia. Mandaba a los imperiales desmandados el condestable de Borbón, que cayó muerto en la escalada de los muros; pero asumió entonces el mando el príncipe de Orange, quien ni siquiera intentó cortar el espantoso saqueo a que se dedicaron las tropas. Nunca había sufrido Roma tal azote desde tiempo de los bárbaros, y el Papa quedó prisionero de los nuestros en el castillo de Sant’Angelo. Mi padre proclamó solemnemente en Valladolid su inocencia en tan grave crimen, pero nadie le creyó.
Ante la pujanza del ejército español en Italia el marino genovés Andrea Doria se vino a nuestro bando y acabó de decidir la guerra. Nuestras tropas pasaron a la ofensiva tras la humillación al Papa, que pudo escapar de su prisión pero se mantuvo neutral desde entonces y aconsejó la paz a los franceses, que por fin se firmó en Cambrai, ya en el año 1529. El Emperador tenía prisa en concluirla; por temor a una nueva ofensiva de los herejes en la Dieta imperial convocada en Spira; y sobre todo para atajar el peligro turco, que tras haber deshecho a los húngaros en la batalla de Mohacz se desencadenaba ya contra Viena. El prestigio de la infantería española, revalidado en las guerras de Italia, era tan alto que cuando los Tercios del Marqués del Vasto se acercaron a Viena, capital de nuestra Casa, el sultán ordenó levantar el campo y se retiró vergonzosamente. Aquel año, asegurada la sucesión en España, mi padre salió para Europa. Ya no regresaría para estancias largas; todo el resto de su vida fue un viaje en pos de su ideal. Yo fecho entonces mis primeros recuerdos, tan confusos, de cuando despedimos al Emperador en Valladolid. Era un enorme revuelo pero las gentes parecían felices y colmadas; y es que mi padre había cumplido, como luego supe, todas sus promesas a Castilla, que ya jamás se desviaría de él, ni de mí. Durante aquellos años de ausencia, mi madre me daba casi todos los días noticias del Emperador quien combatía por nosotros y por España desde lejos, para conjurar con su presencia la amenaza de nuestros enemigos. Ahora España celebró como cosa propia la coronación de Bolonia, el 24 de febrero de 1530, cuando el Papa Clemente, reconciliado con nosotros, impuso a mi padre la triple corona del Sacro Imperio. Fortalecido con ella su espíritu, dejó imponerse a su afán de tolerancia, que nunca consideró como contradictoria con su firmeza; y sorprendió a los herejes, que desde la Dieta del año anterior se llamaban, por su actitud, protestantes, en la Dieta de Augsburgo, en ese mismo año 1530 de la coronación, tanto que alguien le motejó, desde el campo intolerante, como discípulo del gran Erasmo, lo que mi padre tomó como un cumplido. Yo no lo considero así; porque en el testamento político de Erasmo se incluía aquel Non placet Hispania que jamás le echamos aquí en cara, cuando le queríamos en nuestras cátedras. La benignidad de mi padre daba sus frutos y los protestantes parecían acceder a presentarse en un gran concilio que restaurase la unidad. Pero el Papa Paulo III, menos político que su antecesor, exigía retractaciones y sumisiones previas que los herejes repudiaban. Y cuando por fin se convocó el concilio ya era tarde.
Mientras tanto mi educación para suceder dignamente a tan alto príncipe se desarrollaba con serenidad en el corazón de Castilla, bajo la dulce dirección de mi madre, la emperatriz. Yo me aficioné, desde que nacen mis primeros recuerdos, a la vida en el campo, y nada me resultaba más grato, desde que al cumplir los tres años me regaló mi madre una ballestilla, que probarla en los bosques de Aranjuez. Para seguir el ejemplo de mi padre se empeñaba mi madre en viajar conmigo. Pasamos en Ávila el verano del 31, acompañados por el duque de Gandía, un enamorado de la perfección que hubiera dado toda su sangre por preservar uno de los cabellos de la emperatriz. Cuando hablé con la madre Teresa me dijo que entonces, a sus dieciséis años, se había colado hasta la primera fila para presenciar el momento en que mi madre me presentó a la Corte caminante vestido ya de greguescos como un joven caballero, tras quitarme para siempre las faldetas. Lo que sí recuerdo son mis riñas de entonces con mi hermana María sobre cuál de los dos tenía más ropa; yo la llevaba un año pero me hacía rabiar mucho. También recuerdo que cuando yo pegaba a mi hermana en estas discusiones, mi madre me dio varias bofetadas para enseñarme cómo tratar a las damas. Se me hacen entretanto cada vez más precisos los recuerdos sobre noticias acerca de mi padre, que por entonces, asegurada de momento la paz en Europa, donde ya no pretendía ser dominador sino árbitro desde el trono imperial, trataba de convocar a todos los príncipes para una cruzada que descuajase el peligro turco. Cuando en 1532 se produjo un segundo intento de los infieles contra Viena, toda Alemania se unió bajo la espada del Emperador y nuevamente el anuncio de la inminente llegada de los Tercios de Italia al valle del Danubio puso a los otomanos en fuga; y desde entonces ya no volvieron más a intentar la agresión terrestre, aparte de algunos amagos. La lucha se planteó entonces en el mar nuestro. Durante toda mi infancia y adolescencia el Emperador trató de expulsarlos de nuestras costas de España e Italia. Yo viví entre mis juegos toda la emoción de España y de Europa ante la gloriosa jornada de Túnez en 1535; cuando regresaba para su triunfo, el Emperador estaba seguro de convencer al Papa de que convocara urgentemente el Concilio y, asegurada así la paz en Europa, él podría conducir a toda Europa a la gran empresa de liberar el Santo Sepulcro del dominio infiel. Por desgracia las noticias que encontró al desembarcar le obligaron al aplazamiento de tan altos designios; todo esto lo tengo ya muy vivo en mi memoria porque en ese mismo año de Túnez empezó formalmente mi educación.
Hasta entonces mi madre, preocupada por mi salud (yo me criaba endeble, pero no sufrí durante mis primeros años enfermedad alguna) insistía en tenerme todo el tiempo posible al aire libre, con gran contento mío; creo que por entonces nacieron en mi dos grandes amores que me han acompañado siempre, a la naturaleza y a la soledad. Por temor a que una actividad intelectual prematura comprometiera mi salud, lo cierto es que hasta los siete años nadie se preocupó de enseñarme a leer y escribir. Una vez alguien se lo dijo a mi padre que montó en cólera y ordenó que se supliera con urgencia tal retraso. Un cortesano, nunca he sabido cuál y por eso nunca se lo he podido agradecer, compuso para mí una cartilla preciosa con dibujos y una adaptación infantil de la gramática de Antonio de Nebrija, que aprendí casi de memoria. El mismo benefactor anónimo tradujo la Institutio principis christiani que Erasmo de Rotterdam había escrito para la educación de mi padre en 1516; y mi misma madre se encargó de explicármela, con multitud de ejemplos sacados de la historia de nuestra Casa, que ella mandaba preparar y repasaba en unos cartones. Mi padre supo con satisfacción de mis rapidísimos progresos en la lectura, y respondió feliz a mis primeros borrones. Quiso nombrar mi tutor al maestro Juan Luis Vives, que había ejercido poco antes tan alta misión con la princesa de Inglaterra María Tudor; pero los consejeros españoles del gobierno se empeñaron en designar a don Juan Martínez del Guijo, que había latinizado su sonoro nombre castellano como Siliceo, el cual sustituyó al bondadoso obispo de Salamanca, don Pedro González de Mendoza, que como ayo interino me había enseñado las primeras letras.
Mi educación empezó solemnemente con una misa del Espíritu Santo celebrada el 1 de marzo de 1535; en la misma fecha se inauguraba también la casa del príncipe, bajo el mando de don Juan de Zúñiga como ayo y jefe de la casa. Entonces pasé de pronto de la sencillez familiar junto a mi madre a la rigidez de una casa vastísima, dotada con ocho capellanes, 51 pajes que estudiaban, en su mayoría, conmigo, y numerosos servidores hasta cerca de doscientas personas; cuando nos trasladábamos, se necesitaban seis carros y 27 mulas, como noté en el primer viaje. Don Juan de Zúñiga cumplía su misión educadora con suma dureza, que me obligó a protestar ante mi padre, sin resultado alguno; porque deseaba compensar así la condescendencia del buen Siliceo, de quien mi padre me escribía en 1543:
«Cierto que no ha sido ni es el que más os conviene para vuestro estudio; ha deseado contentaros demasiadamente». Mi padre pensaba tal por maledicencias de los amigos de Vives, pero aunque tenía razón en mantener a Zúñiga, no acababa de comprender la maestría de don Juan Siliceo, a quien debo el haberme convertido, pese a tantas tentaciones de indolencia, en un verdadero humanista capaz, si no de alternar con los grandes humanistas de mi tiempo, al menos de entenderlos y valorarlos. Entre Siliceo y Zúñiga prepararon para mí una educación completamente española. Zúñiga, además de dirigirme en el ejercicio del cuerpo, y el manejo de la espada y demás armas, me daba ejemplo permanente para la demostración de dignidad, gracia y autoridad que mi padre exhibía de forma congénita, y yo en cambio tuve que aprender puntualmente. Se empeñaba sobre todo Zúñiga en que yo considerara como suma de todas las virtudes de un príncipe el dominio de mi palabra, de mis reacciones y hasta de mi pensamiento; lo cual logré bajo su dirección hasta tal punto que luego algunos observadores extranjeros de la Corte: lo han confundido con timidez. Siliceo aceptó de buena gana, porque no temía a los rivales de altura, la imposición por el Emperador de varios maestros adjuntos a quienes dirigió con equilibrio: Cristóbal Calvete de Estrella, que me enseñó latín y humanidades, Honorato Juan, un soñador que muchas veces me guiaba por nubes de magia y maravilla, pero sin descuidar su misión de enseñarme matemáticas y arquitectura, mis lecciones preferidas; y Juan Ginés de Sepúlveda, experto en geografía e historia, que me enseñó el arte de la mnemotecnia y logró convencerme de que un príncipe destinado a gobernar el mundo tiene que conocer todos sus rincones y dominar todo su pasado. Este maestro me hablaba casi siempre de nuestras Indias, y me enseñó a preocuparme por ellas como si estuvieran a este lado del océano. Yo hablé desde la primera infancia el portugués de mi madre; llegué a comprender bien el francés y el italiano, y aprendí tan rápidamente el inglés, sin llegar a hablarlo, que me enteré de muchas cosas por las conversaciones de aquella Corte enrevesada, cuando nadie pensaba que comprendía. Llegué a entonar el griego, sin dominarlo como el latín; y me encantaba la libertad y la alegría de esa lengua.
Cuando mi padre regresó victorioso de la conquista de Túnez ya dije antes que topó con una sorpresa. El rey de Francia, sin el menor sentido por la defensa de la Cristiandad, buscaba frenéticamente la venganza de Pavía y sus tropas tenían ya ocupado el Piamonte. Con ello mi padre hubo de retrasar tanto la Cruzada como el Concilio por el capricho de un díscolo rey francés que vivía en otros tiempos y no veía más allá de sus narices. Entonces el Emperador quiso darle una lección definitiva y combinó una ambiciosa operación militar. Una potente escuadra desembarcó un contingente hispano-italiano en Provenza, mientras desde otras fronteras nuestras tropas amagaban contra las de Francia. Pero una guerra tan compleja no se podía organizar como cualquier otra, y la empresa fracasó no por falta de valor sino de organización. Yo no había cumplido aún diez años pero mis conversaciones con Zúñiga me hicieron comprender que las guerras del porvenir se tendrían que preparar tanto en la sede del gobierno como junto al campo de batalla. Y habría que pensar mucho más en los recursos que en los contingentes de tropa. Desde aquel momento mi padre cambió de idea; y para asegurar la cruzada y el concilio se propuso gobernar Europa, bajo su hegemonía moral, por medio de un directorio de familias reales, los Austrias, del Imperio y España, los Valois de Francia, los Tudor de Inglaterra y los Avis de Portugal. Soñaba ya con fomentar las bodas reales entre todas las casas. Pero cuando concertada la paz con Francia después del fracaso de la campaña combinada naval y terrestre pretendió formar una gran liga contra el Turco, solamente se le sumó la República de Venecia, y los resultados fueron indecisos.
En el verano de 1535 sufrí mi primera enfermedad. La alarma fue terrible en la Corte y salían correos urgentes para mi padre cada dos días. Alguien sospechó un envenenamiento pero seguramente todo se debió a la ingestión de pescado en malas condiciones, que desde entonces quedó proscrito de la Corte. Cuando me repuse sentí con más fuerza la religión, ya que me había salvado tras dos meses y medio de angustia, y nunca dejé desde entonces de oír misa cada mañana, con gran satisfacción de mi madre que nunca me había forzado a ello. Debo a mi madre el sentido profundo de la fe católica, y a mi padre la identificación de esa fe con la misión principal de la Corona. Durante mi enfermedad los cuidados de mi madre, un poco alejada de mí desde que comenzó mi educación formal, se intensificaron, y todavía recuerdo con viveza su preocupación por la apostasía del rey de Inglaterra, tan amigo y pariente nuestro, que rompió con Roma en 1533 después de declararse cabeza de su propia Iglesia en un rapto de locura. Enrique VIII repudió entonces y secuestró a su primera esposa, mi tía Catalina de Aragón, y mudaría en hostilidad la alianza que tan fielmente había guardado con nosotros. Esta nueva extensión de la herejía me hizo pensar muchas veces en el peligro que Francia corría de perder nuestra fe; porque de España estuve siempre completamente seguro. Y entonces, en 1539, cuando me hacía más falta, murió mi madre Isabel y con mi padre lejos, en pos de su ideal cada vez más comprometido, aprendí de veras lo que significa la soledad. Vestido de negro, color que ya nunca quise cambiar en mi atuendo diario, acompañé a los restos de mi madre desde Toledo a Granada, donde ella me había concebido. Al abrirse el féretro para el preceptivo reconocimiento, Francisco de Borja, marqués de Lombay y jefe de la comitiva, no se atrevió a testificar, al principio, que aquella había sido la emperatriz que adoraba; tan desfigurada quedó tras el viaje. Fui yo mismo quien hube de decirle con toda firmeza, en medio de mi dolor que me partía el alma, que aquella era mi madre, y entonces juró sobre mi palabra de Príncipe y pudimos sepultarla. Muchos años después me contaría en el Alcázar de Madrid que aquella misma mañana hizo otro juramento secreto; no servir más a señor que se le pudiera morir. Y durante los años siguientes se rumoreaba cada vez con más insistencia su propósito de sumarse a los teatinos, que se llamaban a sí mismos jesuitas, con espanto de mi preceptor Siliceo que les odiaba. Cuando mi padre supo la noticia pareció enloquecer, se encerró en un monasterio y guardó luto de ocho semanas, seguido por toda la Corte. Yo lo guardé toda la vida.
Traté de consolarme con la meditación durante la misa diaria, donde a veces sentía que mi madre me guiaba sin hablarme, y con dar rienda suelta a mi gusto, ya declarado, por la música, que me llevó a aprender la vihuela, mientras mi hermana Juana que movía bien la viola se concertaba conmigo. A mi padre le divertía, y le gustaba, mi afición por el órgano, y la orden que di a Zúñiga de reparar cuantos había en las casas reales. Zúñiga aceptó, incluso cuando me empeñaba en añadir, desarmado, un órgano mediano a la impedimenta de nuestros viajes. Como pese a mi pasión por las flores Dios me negó de nacimiento el sentido del olfato —lo cual, Terrones, puede resultar una bendición cuando se me derrama por el cuerpo, como ahora, la purulencia de la gota— llegué a estimar mucho más mi capacidad para la música, que relacionaba cada vez más con mi gusto por la poesía latina. Al morir mi madre, y por recuerdo de ella, frecuenté mucho más mis excursiones por el campo. Aquí tengo estos papeles de Zúñiga a mi padre enviados en 1540, cuando yo acababa de cumplir trece años:
«Anduvo en el monte a caballo bien seis horas. Que a él no se le hicieron dos, y a mí más de doce».
«Todo su verdadero pasatiempo era la ballesta». Todas estas listas de gastos en mi casa parecen llenas de ballestas, flechas y otras armas y arreos de caza, sobre todo perros de calidad. Me gustaba perseguir, en los bosques cercanos a Madrid, lobos, osos, cuervos y conejos. Nunca tiré a las águilas, por respeto a nuestro emblema familiar. Pero mi padre hubo de limitarme el número de piezas a cobrar por semana. Aquí hay otra lista de gastos de 1540: «joyas, perfumes, espadas de esgrima, lanzas para justas, una copita de vidrio de Venecia». Zúñiga, por orden de mi padre, me tenía asignados treinta ducados al mes para estos gastos, y yo empecé a llevar puntualmente las cuentas cuando advertí que el criado pagador me sisaba.
Aquel mismo año pasé algunos meses en la Universidad de Alcalá, que había fundado el cardenal Cisneros. Mi padre me repitió luego más de una vez su remordimiento por haberle dejado morir en los momentos de su llegada, por el sentimiento del lejano desdén real que nunca pudo ser más injusto. Siliceo, mi maestro, se hacía lenguas del cardenal, cuya memoria veneraba. En Alcalá escuché muchas lecciones, pero con poco método, y tuve después que aclarar la confusión que se me produjo, por estar acostumbrado al magisterio, más sencillo, que se impartía en la Casa del Príncipe. Recibí la primera comunión en 1541, a los catorce años, y sentí desde entonces una fuerza distinta. Por entonces Francia se puso de nuevo en guerra con nosotros con la excusa de que nuestro gobernador en Milán había permitido o incluso tramado el asesinato de un agente francés. Francia imitó la estrategia de mi padre en la campaña anterior y atacó simultáneamente en el Artois al norte, el Piamonte, desde los Alpes y en la Provenza contra el Rosellón, al sur. El fracaso fue completo, pero mi padre, que había regresado por breve tiempo a España para comprobar los progresos de mi educación y allegar fondos, como siempre que estaba en apuros, consiguió recuperar la alianza del rey inglés dejando al margen las diferencias religiosas, y en vista de la decisión de Enrique por mantener a su hija católica, María Tudor, en la línea sucesoria. Al abandonar España en 1543 para envolver a Francia desde el norte, decidió que yo estaba ya maduro para el gobierno y me designó regente de España y las Indias durante su ausencia. Recibí casi con alegría esta inmensa responsabilidad, que sin embargo contribuyó a desquiciarme por dentro ante el contacto con el poder; pero mi primera reacción fue pensar cómo me habría visto, entonces, mi madre.