Expulsado del Partido. De Moscú a la cárcel de Seattle. Apoteosis en México. Mi ruptura con el Partido. La escuela de Stalin. Entre la razón y la pistola. Lo que muere y lo que vive.
LLEGÓ el anhelado día de la partida. En la estación de Moscú multitud de camaradas me abrazaron y fundieron sus lágrimas con las mías. Se puso en movimiento el tren. Mis angustias comenzaron a ahuyentarse conforme se alejaban y desaparecían las siniestras torres del Kremlin. Se iniciaba mi definitiva ausencia, física y política, de la Unión Soviética. En aquellas horas sólo me embargaba una pesadumbre: allí quedaban sepultados en vida multitud de seres queridos. Aún hoy veo como una pesadilla agitarse por última vez los pañuelos que tremolaban el adiós angustioso de aquellos compatriotas.
Allí quedaban entrañables compañeros de lucha, a muchos de los cuales ya no volvería a ver. Sucumbirían allí, consumidos por el trabajo y por el hambre, o abatidos por el frío de la glacial Siberia, o rematados por el balazo en la nuca en los sótanos de la Lubianka, compañeros a quienes poco después el terror policíaco de la NKVD obligaría a renegar de mi amistad y a maldecir mi nombre para librarse de los campos de concentración siberianos.
Allí quedaban mi anciana madre y mi hermana, muy lejos de sospechar que unos meses después comenzarían a ser las víctimas inocentes de una persecución implacable que las convertiría en rehenes de Stalin y en prenda de chantaje para amordazar mi lengua y sujetar mi pluma.
Allí quedaban las torres del Kremlin, en cuyas sombrías oquedades se incubaban ya los más ambiciosos planes imperialistas de la nueva casta de señores que subyugan a todas las Rusias y que se disponían a esclavizar a los pueblos que ocuparan como libertadores y que hoy languidecen tras los muros carcelarios de la Cortina de Hierro.
Allí quedaban las fuentes y las raíces de una gran mentira que ha sembrado la confusión más espantosa en las mentes socialistas y, como consecuencia, la desconfianza y la inacción en las filas del proletariado mundial y desconcertado ante esa inaudita negación del internacionalismo, la fraternidad y la igualdad entre los hombres y los pueblos, y esa entrega del stalinismo al más sombrío furor expansionista, de los que habían de cambiar la dialéctica por esa nueva escolástica que sustituye la práctica revolucionaria por el practicismo más grosero, ávido y rapaz.
Allí quedaban muertas y sepultadas mis ardientes ilusiones de veinte años de intransigente lucha en defensa del «País del Socialismo», ilusiones a cuyo cadáver seguiría encadenado todavía durante mucho tiempo, en la loca creencia de que con todos los errores y todos los crímenes de sus dirigentes, la URSS constituía un señuelo que mantenía viva la esperanza y que impulsaba a los hombres a luchar por un mundo mejor.
Dos cómodos apartamentos pullman en el Transiberiano y unas cajas bien provistas de víveres, tabaco y coñac hicieron menos pesados los once mil quinientos kilómetros sin escala que separan Moscú de Vladivostok. Once días y medio después descendíamos en la terminal de nuestro viaje y me instalaba en el Hotel «Intourits», de la costeña ciudad del Pacífico, cuya travesía constituía la meta ambicionada de cuatro años de silenciosa pesadilla. En Vladivostok hube de esperar más de dos meses para embarcar. Los Estados Unidos no acababan de enviar el visado de tránsito. Escribí a Dimitrov diciendo que era inútil toda esperanza en una solución favorable de los norteamericanos, y le pedía permiso para embarcar sin el indispensable requisito, aun sabiendo que la falta del mismo me conduciría a la cárcel en el primer puerto americano. Dimitrov se mostró de acuerdo conmigo. Veintitrés días después nuestro barco atracaba en Vancouver. Allí me esperaba la policía. Tras infinitos interrogatorios acudió a bordo un juez, que me condenó a regresar al puerto de origen, y al capitán del barco a devolverme sin costo alguno en las mismas condiciones que me había traído.
Los abogados nombrados por el Partido Comunista norteamericano trabajaron bien, y antes de zarpar el barco de regreso lograron mi traslado a la prisión de Seattle, en la frontera del Canadá. Un mes de prisión, de intervius y de reportajes en la prensa de los Estados Unidos movieron a la opinión pública a mi favor a tal grado que el Departamento de Estado hubo de acceder a mi tránsito por tierra hacia la frontera mexicana. Moría el año 1943 cuando logré pisar la libre y hospitalaria tierra de México.
Una imponente muchedumbre de enardecidos camaradas me dio la bienvenida en la capital de México. Proviniendo de Moscú, todos presentían que yo era el hombre fuerte del futuro de la organización y el que estaba llamado a poner coto a la vida de disipación y de escándalo de la delegación de nuestro Partido en el exilio. Y me rindieron unos honores como no los había recibido ni en las épocas de mayor popularidad en España.
Llegué enfermo de pulmonía. Los solícitos camaradas de la dirección del Partido me encerraron en una habitación del Hotel Roosevelt, con guardias a la puerta para no dejar pasar a nadie por «prescripción médica», y me aislaron de la masa de militantes del Partido. Mientras tanto, Antón, que me acompañaba, fue informándoles de cuáles eran mis propósitos y de cuál podría ser la suerte de cada uno de ellos si no cerraban filas contra mí y me obligaban a someterme. Se redoblaron las guardias y se hizo más severa la «recomendación» médica. Sin perder tiempo me prepararon una excelente casa de reposo y convalecencia en la pintoresca población de Cuernavaca. Yo vivía en las nubes, completamente ajeno a lo que se tramaba.
Aislado, más aislado que nunca de todo contacto exterior, dieron comienzo las discusiones. Yo mismo les facilité la tarea al conducirme sin malicia y con absoluta lealtad con mis sentimientos. Les informé de cuanto había sucedido y visto durante cuatro años en la Unión Soviética, de las penalidades y sufrimientos de nuestra emigración a la URSS Mezclé a Pasionaria y a Stalin, a la emigración española y al régimen soviético, a la guerra y a la prostitución de nuestras niñas, a nuestros técnicos barriendo fábricas y pereciendo de hambre y a los aviadores encerrados en campos de concentración, a mis luchas y a mis desilusiones.
Candentes, como lava hirviendo, eran mis juicios y mis opiniones, sin apercibirme de que aquella crítica abrasaba antes que nada mi propia posición política. Creía hablar a mis viejos camaradas de lucha, sensibles y humanos y me encontré ante un puñado de degenerados que habían trocado hasta el último atisbo de dignidad revolucionaria por un confortable modus vivendi.
Cuando llegaron las primeras referencias hasta Moscú, Manuilski y Dimitrov se alarmaron. Ellos estaban dispuestos a auxiliarme en la lucha contra la delegación del Partido en México, estaban dispuestos a apoyar mi candidatura para la Secretaría General del Partido, pero nunca pudieron sospechar que yo haría un todo común de mi crítica a los métodos de la dirección del Partido con los del mismo Stalin. Su situación no era nada airosa. La mía tampoco. Ellos tendieron a salvarse condenándome. La dirección del Partido también. Yo, aunque entonces y hasta mucho tiempo después no lo comprendí, me salvé con la condena.
Hasta dos meses se alargaron las incesantes y estériles discusiones. Ungidos y aconsejados por Moscú me condenaron por ambicioso y antisoviético, por arribista y por trotskista. Mi ruptura se hizo inevitable, mi expulsión también.
Cuando regresé a la ciudad de México, aquellos viejos camaradas que tan entusiasmados me habían recibido con vítores y aclamaciones en la estación, me miraban con odio salvaje. No sabían por qué, pero les habían dado la orden de odiarme y me odiaban hasta en los entresijos de su alma. Sin transición alguna, sin pararse a meditar qué podía haber sucedido para que el héroe de la víspera fuera ahora un «traidor», aceptaron mi expulsión del Partido por ser un «perro antisoviético», un ambicioso sin escrúpulos, un degenerado moral y político. Quienes se atrevieron a hacer la más leve objeción, a apoyar mi petición de que se me juzgara ante una asamblea del Partido, de que se me oyera como a cualquier acusado, fueron fulminantemente excluidos por «liberalismo podrido». El aislamiento más perfectamente organizado dejó sin eco mis palabras y sin defensa mi posición.
Para que no cupiera duda inventaron documentos, falsificaron cartas y ofrecieron fotomontajes de estupideces sin fin en las que yo mismo me confesaba autor de los más horrendos pecados y de las más fantásticas autocríticas.
Cada día las renovadas injurias e infamias me presentaban como un monstruo de la más negra reacción. Yo era agente del imperialismo desde los catorce años, en que contribuí a formar el Partido Comunista de España; era un provocador pagado por tales y cuales Embajadas; un espía de Franco durante la guerra; era un maniobrero que quería escalar la jefatura máxima del Partido y por eso criticaba a Pasionaria, atacaba a Mije y había conducido al suicidio a José Díaz.
¡Cuánta basura! Y me entristecía pensando que hubiera bastado que yo silenciara la crítica a la corrupción de los dirigentes y a la mentira del socialismo soviético para haber continuado siendo el «gran camarada Hernández» y el «genial dirigente». Pero no podía ni tenía derecho a lamentarme. Durante veinte años había contribuido a formar a aquel tipo de militante, a lograr hacer del Partido aquella secta tan estúpidamente sectaria. ¡Era la escuela stalinista!
Escuela stalinista que admite como normal y que enseña al hombre a convertirse en el espía de su padre y en delator de su amigo y en el verdugo de su propio pueblo, como un deber revolucionario; que prepara al hombre para que no sienta ningún escrúpulo en retractarse de lo que hasta la víspera ha aceptado como verdad inconcusa y a que sienta gozo cuando las «purgas» conducen al patíbulo a los ídolos que hasta ayer ha glorificado; que prepara al hombre para que admita como normal el gritar hoy «¡Viva Tito!» y mañana, sin transición, sólo por mandato, gritar «¡Muera Tito!», y a considerar el summun del internacionalismo proletario las vociferantes amenazas de guerra de Stalin contra los pueblos yugoslavos por haberse opuesto a ser colonias o provincias de Moscú; escuela stalinista que hace al militante sentir un odio zoológico contra el disidente, odio irracional, animal, que le empuja hasta el crimen como método de combate ideológico. Para el hombre staliniano la calumnia, el insulto, la difamación, son procedimientos lícitos de lucha. Refractario a todo razonamiento, abdica de la facultad de pensar y obedece como fuerza ciega movida por instintos primarios que le conducen a la intolerancia más inquisitorial ante todo pensamiento que no se ajusta al suyo.
Yo mismo experimenté las excelencias de esa escuela. En mi propia carne, rota por el hierro alevoso del asesino emboscado, pude comprobar que el stalinismo y los stalinistas no tratan nunca de convencer; prefieren exterminar la oposición. A la argumentación polémica contestan con el insulto. Entre la discusión y el tiro en la nuca, dejan el razonamiento y empuñan la pistola.
* * *
Mi condena fue mi salvación. Salía definitivamente de la noche negra del engaño y de la mentira hacia luces de realidad invisibles hasta entonces para mí. Limpia la retina de prejuicios sectarios, al amortajar mis ilusiones con el frío sudario de la decepción, sepultaba un pasado, cancelaba una vida, pero sobrevivía el hombre socialista que había en mí.
En alguna de aquellas amargas horas de aislamiento, y como ráfagas retrospectivas de un pretérito ya lejano, evoqué mi vida desde el arranque de mis recuerdos. Una infancia huérfana, una niñez de harapos y de pies desnudos, de días sin pan y noches de hambre en el frío camastro de una buhardilla bilbaína de la calle de Belosticalle, donde cinco criaturas y dos ancianos nos acogíamos al amparo —¡pobre amparo!— de mi madre viuda, que en los amaneceres crudos y lluviosos de Bilbao salía de casa para regresar por la noche harta de limpiar suelos y de lavar ropa en las viviendas contiguas para traer bajo el brazo un kilogramo de pan, que con angustiada matemática repartía entre ocho bocas, que devoraban en un santiamén aquel fruto de doce o catorce horas de penoso trabajo. Y nos acostábamos hambrientos y amanecíamos con hambre.
Tenía cinco años. Las lágrimas rodaban silenciosas por mis infantiles mejillas cuando acurrucado en la cama sentía el beso maternal que me anunciaba la tempranera salida de mi madre. Una sensación de angustia anudaba mi garganta y con los dientes apretados ahogaba los sollozos. Todo mi pequeño ser se rebelaba contra aquella injusticia que yo no comprendía, que obligaba a mi buena madre a lanzarse mucho antes del amanecer, especialmente en los meses de las noches largas, a la búsqueda de aquel miserable pedazo de pan.
Un año después iniciaba los primeros trabajos de mi vida, voceando el precio de las sardinas que las lanchas pescadoras traían por la ría de Bilbao hasta los pretiles de los muelles del mercado de San Antón. Me daban veinte o treinta céntimos, y si al final sobraba pescado, un puñado de sardinas. En mi hogar constituía un acontecimiento el día que se podía encender el fuego y podíamos acompañar el mendrugo de pan con algo caliente.
A los siete años entré de aprendiz en un pequeño taller de pintura de automóviles. En esa fecha, 1914, dio comienzo mi vida de obrero. A los nueve años ingresaba en los grupos infantiles de la Juventud Socialista. Era un niño que pensaba como un joven.
No sabía leer ni escribir. No tenía ni idea de lo que era socialismo, pero me entusiasmaban los discursos de Indalecio Prieto, Oscar Pérez Solís y Facundo Perezagua. Aquellos hombres hablaban de que los socialistas luchaban porque en cada casa de obrero hubiera pan y carbón. ¿No era aquél mi «caso»? Pues mi puesto estaba junto a todos los que no estaban conformes con que las familias de los pobres vivieran una existencia tan desesperadamente miserable como la mía. Yo sería socialista.
En este tiempo, 1917, se produjo un acontecimiento de gigantesca repercusión social y política: la revolución rusa. Como un airón de victoria las banderas de los bolcheviques agitaban el artículo 18 de su Constitución, que decía: «El que no trabaja no come»; «nada es de nadie y todo es de todos; ni pobres ni ricos; todos iguales». No sabía quién era Lenin, pero le adoraba. No sabía quién era Trotsky, pero me entusiasmaban los relatos que le mostraban invencible al frente del Ejército Rojo batiendo a la soldadesca de la autocracia zarista. Hice de Rusia el símbolo de mi vida.
A los catorce años, aun prohibiéndolo las leyes de trabajo, era designado secretario del Sindicato de Constructores de Carruajes de Lujo de Bilbao. No era un adolescente, era ya un hombre, prematuramente un hombre. En este año de 1921 se producía la escisión en los viejos partidos socialdemócratas entre partidarios de la II y III Internacionales. Mi admiración por la Revolución Rusa me hacía ver como inmensa traición y como a traidores despreciables a cuantos pretendían oponerse a Lenin. Y formé junto a los primeros hombres que organizaron el movimiento comunista en España.
Comenzó una nueva vida para mí. La ausencia de una educación política nos llevó a odiar a nuestros camaradas de ayer, al punto de estimar como un gran acto revolucionario batirnos a tiros en las calles con los «social-reformistas», que rechazaban las 21 condiciones de Lenin. Fueron meses y años de sangre y de estupidez fratricida.
Vino después el golpe de Estado del general Primo de Rivera. La dictadura lanzó a nuestro joven partido a la clandestinidad. Comienzo a ingresar en las prisiones. De siete años que duró la dictadura pasé casi cinco entre muros y rejas carcelarias. Las cárceles fueron mi escuela. Aprendí a leer y a escribir. Me desesperaba la conciencia de mi ignorancia. Mi afán de saber era infinito. Como era lógico, mi educación política fue unilateral. Todo cuanto no provenía de los clásicos del marxismo me parecía despreciable; cuanto se oponía a la revolución rusa se me hacía insufrible. Me formé en el más cerrado fanatismo.
Participé en el primer Comité de Juventudes Comunistas de Bilbao. En 1927 me designaron miembro del Comité Central de las mismas. En este año fui procesado por intento de rebelión contra la seguridad del Estado y permanecería encarcelado hasta la caída del dictador, a finales de 1930. Durante esa época fui nombrado representante de las juventudes ante el Comité Ejecutivo del Partido y poco después incorporado a la suprema dirección del comunismo en España, en calidad de miembro efectivo.
En 1931 el pueblo español derrumbaba la monarquía borbónica y proclamaba la República. De la acción en la clandestinidad pasé al contacto con las multitudes. Yo era uno de los oradores del Partido. En el verano de
1931 debí expatriarme a consecuencia de un hecho de sangre ocurrido en Bilbao entre socialistas y comunistas. La Unión Soviética me acogió y pasé un año estudiando en la Escuela Leninista de Moscú. Allí me enseñaron las primeras nociones metódicas y científicas de la interpretación staliniana del marxismo-leninismo. Cuanto pude ver de la Unión Soviética me entusiasmaba. Lo bueno era bueno porque lo hacían los bolcheviques, y lo malo era malo por culpa del «cerco capitalista». Stalin, el «discípulo de Lenin», era mi dios.
Regresé a España en 1932 en calidad de miembro efectivo del Buró Político. Me destinaron a la secretaría de agit-prop, y me nombraron director del diario «Mundo Obrero», puesto que desempeñé hasta ser nombrado ministro al comienzo de la guerra, en 1936. Mi nombre y mi popularidad se abrieron rápidamente paso en los medios obreros y políticos del país. Elegido diputado por Córdoba en febrero de 1936, pasé a ser, a los veintinueve años de edad, ministro de Instrucción Pública de la República.
Los siete años que median entre 1936 y 1943 están brevemente condensados en los acontecimientos que reseño en este libro. Fue preciso ponerme repetidamente en el yunque de mi propia patria para poder quebrar el acero de mi ciega fidelidad a Moscú. Fue necesario llegar por la acumulación de hechos a la convicción de la traición de Stalin para poder persuadirme de que la sumisión al Kremlin orilla a los hombres a la traición nacional.
Después de ser expulsado del PCE y de juzgárseme en Moscú por «perro antisoviético» y «agente del imperialismo» y «enemigo de la clase obrera», se abrió ante mi vida una nueva interrogación: ¿Qué es lo que ha muerto en mí, el fanatismo o los ideales?
Moría, sí, la fe en la gran mentira de Stalin, pero no podía morir mi ideal, porque en el mundo subsistían las mismas causas que varias décadas atrás me habían llevado a pisar los umbrales del Círculo Socialista de Bilbao. Mientras la injusticia social divida a la sociedad en explotados y explotadores, en ricos y en pobres, en hogares felices y hogares sin pan, las ideas socialistas no pueden morir. El sufrimiento y la miseria hacen a los hombres pensar en una vida más humana. Rusia es el fraude al ideal socialista, pero la grandeza de las aspiraciones a un mundo más equitativo y a unas relaciones sociales más justas están por encima de la accidentalidad de la interpretación de un fenómeno revolucionario. Yo seguía siendo socialista.
Mi «caso» era el reflejo del pensamiento de millones de hombres en el mundo que habiéndose entregado con todas las fibras de su ser a la causa que encarnaba la Revolución de Octubre en Rusia, habían de ir pedazo a pedazo desgarrándose en su fe hasta llegar a liberarse del gran mito que representa esa revolución bajo la égida de Stalin. Ni yo era el primero ni sería el último. Millones de hombres cargados de historia y de amargura se han desgajado de la organización stalinista y miran hoy hacia sus propios países, buscando en ellos la raíz de una razón socialista con alma nacional, inspirada en las tradiciones, en la historia y en la economía de sus pueblos.
¿Puede dudarse de que si los disidentes polacos, rumanos, checoslovacos, húngaros, búlgaros y albaneses, y también los que existen en la misma Rusia, que han sido y siguen siendo tan bárbaramente «purgados», hubieran podido en sus propios países escribir con la libertad que lo hago yo en México, no se hubieran expresado en forma semejante a la mía, o de haber tenido libertad para optar no hubieran llevado a sus pueblos por el camino de Tito? Sin duda. Todos ellos son hombres de la vieja guardia, esa vieja guardia que Stalin ha liquidado en Rusia y que está exterminando en todos los países de la «Cortina de Hierro», y en todos los Partidos Comunistas del mundo. Pero cada día son más los que se van que los que esperan ser «depurados». Es un proceso que se desarrolla sincronizado con la marcha política del Kremlin. Y ésta se desliza inconteniblemente por la pendiente del antisocialismo.
Pero ya no caminamos a ciegas. Un viejo proverbio latino dice que cuando está más oscuro es que va a amanecer.
La noche de nuestra fe en Moscú ha pasado.