La matanza de Catyn y el martirio de Polonia. ¿Fue verdad o mentira la disolución del Komitern? Los móviles públicos y los móviles secretos de la disolución. Muerte del internacionalismo proletario. La «disolución», al servicio del expansionismo soviético. Los Partidos Comunistas, apéndices del Comisariado de Negocios Extranjeros de la URSS
DESPUÉS de la publicación del documento, que ha pasado a la historia con el nombre de «Llamamiento a la Unión Nacional», comencé a organizar mi salida de la URSS.
A un cable sucedía otro y después otro y así hasta no sé cuántos y, la delegación de nuestro Partido en México daba largas al tiempo en incomprensible y absurda acumulación de dificultades para lograr el permiso de entrada. Transcurrió la segunda mitad del año 1942 sin haber adelantado un solo paso.
Pasé el invierno, y con él los intensos fríos, más fríos que nunca en la ciudad sin leña ni calefacción, que había sufrido temperaturas de ocho y diez grados centígrados bajo cero en el interior de las habitaciones, en las que un vaso de agua se convertía en bloque de hielo en menos de cinco minutos y donde la acumulación de mantas en las camas pesaba sin llegar a abrigar. Derretíanse los alargados montículos de nieve en las calles, produciendo imponentes barrizales. En los cielos plomizos de Moscú un sol pálido ponía notas de primavera en los árboles, ahora verdosos. También en las gentes, que, presurosas, se despojaban de sus informes harapos de invierno y comenzaban a desentumecer sus ateridos cuerpos a la caricia de aquella miseria de sol que retozaba allá arriba empenachado de nubes de ceniza.
* * *
Por aquellos días un mensajero personal me trajo la invitación de Vichinsky, vicecomisario de Relaciones Exteriores, para cenar en su casa.
Al filo de las ocho de la noche llegué al imponente bloque del edificio que forma la llamada «Casa del Gobierno», residencia del que fuera implacable fiscal en las grandes «purgas» de la vieja guardia bolchevique. Encontré allí, entre otras gentes conocidas, al escritor Eremburg, a Constantino Umansky, a la sazón jefe de la Agencia de Información Soviética «Tass»; también saludé al temible comisario del Interior, Beria, y a su ayudante en los asuntos de espionaje en América Latina, Sudoplatov. Momentos después llegó Losostzky. Más tarde llegaron cuatro o cinco personajes más.
Vichinsky me dijo que se trataba de despedir a Umansky, quien debería partir al cabo de unos días para hacerse cargo de la Embajada de la URSS en México.
La mesa del amplio comedor ofrecía un panorama policromado: era un bufett frío en el que podían contarse una treintena de distintos platos confeccionados a base de conservas y de ensaladillas típicas del país.
—Según me han informado, también usted sale dentro de unos días para México —me dijo Umansky.
—Hace meses que estoy esperando el visado norteamericano y no terminan de mandarlo.
—Es usted demasiado conocido; de otra manera le hubiéramos provisto ya de un pasaporte tan perfectamente bien falsificado que ni el mismo Roosevelt podría objetarlo —terció riendo Sudoplatov.
—Quiero que cuando llegue usted a México ayude a Umansky a comprar las mejores biografías de los próceres de la independencia de los países latinoamericanos. Las necesito para ilustrar algunos aspectos de la Historia de la Diplomacia que estoy escribiendo juntamente con un grupo de historiadores y de diplomáticos —me dijo Vichinsky.
Le prometí hacerlo de buen grado.
Se comía y se bebía con alegre despreocupación. Los brindis se sucedían con tal frecuencia que sospeché que en una hora más todos estaríamos borrachos. Cada uno de los comensales se sentía obligado a levantar su copa por la salud de Stalin. Hacerlo uno y no repetirlo los demás hubiera sido estimado como grave desacato al «jefe» y, ni como olvido, se hubiera perdonado al infractor. Eran, pues, una veintena de brindis. Es sabido que, conforme a la etiqueta rusa, hay que trasegar hasta la última gota del vaso en cada uno de esos brindis.
Hartos de comer y ya bien bebidos, la charla de sobremesa versó sobre el inevitable tema de la guerra.
Eremburg peroraba:
—Estos tiempos de prueba unen a los pueblos. Hoy todos los pueblos de Europa están unidos por un odio común. Mañana lo estarán también en la magna tarea de la reconstrucción y en la de asegurar la libertad e independencia de los pueblos. Tenemos un solo enemigo común y tenemos un destino común…
—Camarada Eremburg, creo que está usted incurriendo en desviaciones oportunistas y pequeño-burguesas: nuestro destino es único y nada tiene que ver con el de nuestros aliados. El de ellos es el mundo en decadencia, el mundo que muere. El nuestro es el mundo naciente, en pleno vigor y con altos destinos que cumplir cerca de todos los países de la tierra. Para ellos la guerra será el fin: caerán poco después que nuestros enemigos, porque son parte del mismo sistema. Nosotros, en cambio, seremos árbitros de la nueva situación.
—¿Y no serán un estorbo los Estados Unidos a nuestros planes? —intervino Sudoplatov.
—No —replicó rápidamente Vichinsky—. Los Estados Unidos no podrán sobrevivir a la terrible crisis económica que sobrevendrá como consecuencia de la postguerra y que pondrá el mundo a los pies de la URSS.
Eremburg recuperaba poco a poco el color del semblante, que se le volvió blanco a las primeras palabras de Beria. Umansky, su buen amigo, que le observaba, le alentó con estas palabras:
—Seguramente el camarada Eremburg quería decirnos alguna otra cosa más.
Eremburg, ya dueño de sí mismo, habló así:
—Quizá me he expresado mal. Yo no me refería a los imperialismos, sino a los pueblos. En la dura lucha que ahora libramos nuestros aliados son muchos. Recuerdo, sobre todo, a Jos que están batallando junto a nosotros desde el comienzo de la guerra: los ingleses. En el verano de 1940, en París, oí a los oficiales alemanes fanfarronear asegurando que estarían en Londres el día 15 de agosto. Hacían planes discutiendo la calidad de las telas inglesas y de otros objetos que allí podrían adquirir. Los ingleses no capitularon. Supieron defender el bien más precioso: la libertad.
—Pero otros muchos pueblos sufrieron su suerte amarga. He vivido en Francia durante varios años y tengo un cálido afecto al pueblo francés. El no puede ser culpado en modo alguno de la dura situación en que se encuentra. Fue traicionado, desarmado y dejado a merced del enemigo. Los alemanes en París… ¡Es difícil imaginarse semejante cosa! Fui testigo del odio y de las vejaciones desatadas sobre esa ciudad encarcelada. No nació París para soportar ese destino…
Vichinsky le interrumpió con marcada ironía.
—Magnífico tema para su artículo de mañana en Pravda… ¡Continúe, continúe!
Amoscado, Eremburg continuó con titubeos:
—Con nosotros están los curtidos noruegos, hijos de tormentas y montañas…
… con nosotros están los en otros tiempos pacíficos holandeses. Las bombas que han destruido Rotterdam han hecho de ellos hombres que anhelan la venganza…
… con nosotros están los belgas, cuyos padres conocieron la amargura de la ocupación alemana…
… con nosotros están los heroicos griegos…
… todos recordamos cómo lucharon los albaneses: David contra Goliath…
Sólo le escuchábamos unos cuantos comensales. Vichinsky, Beria y Sudoplatov, visiblemente aburridos con el tema, conversaban entre sí de no sabemos qué misteriosos secretos de Estado. De vez en cuando la palabra Catyn llegaba a nuestros oídos. Hubiera deseado saber de qué se trataba. Pero habría sido una descortesía abandonar también a Eremburg, que proseguía con entusiasmo:
—… yo he estado en Checoslovaquia y cada vez que pienso en ese país recuerdo la magnífica Praga y su terrible destino. La Universidad de Praga, la más antigua de Europa, ha sido puesta en manos de los sargentos cuarteleros de Hitler…
Recuerdo como si las estuviese oyendo aún aquellas palabras. ¡La Universidad de Praga! ¿Quién iba a suponer entonces que al arrebatársela a los sargentos cuarteleros hitlerianos iba a caer en manos de los fanáticos esbirros de la NKVD? Pero dejemos que siga hablando el escritor soviético:
—… la sola palabra «ruso» abre la puerta de todos los corazones en Checoslovaquia, como la abre en todos los países de Europa…
… con nosotros están Uzhorod y Munkachevo, un lugar en que la palabra «ruso» significa «uno de nuestra casa». Las mismas canciones se cantan desde el Danubio hasta el Volga, desde Dalmacia a Siberia; canciones eslavas al fin y al cabo. Y Rusia se ha transformado en el baluarte de los pueblos eslavos martirizados por los alemanes…
Beria, Vichinsky y Sudoplatov interrumpieron sus cuchicheos al oír exaltar lo ruso; este último intervino: —La Gran Rusia llegará pronto a sus fronteras naturales con Italia.
Gran alborozo. Alguien levanta la copa y brinda:
—¡Hurra por la Gran Rusia!
Contestamos todos a coro:
—¡Hurra…!
Vaciadas las copas, continuó Eremburg:
—Con nosotros están el pueblo de Yugoslavia y su caudillo, el heroico camarada Tito. Los servios, los eslovenos, los croatas, los montenegrinos, los macedónicos, los bosnioherzegovinos, no han sido vencidos, no han inclinado la cerviz. Los yugoslavos han entablado un desigual combate con el mismo orgullo que glorificó al príncipe Jenko, del folklore servio. Las sendas de las montañas son recorridas por guerrilleros, hermanos de nuestros propios guerrilleros ucranianos y bielorrusos Hace un cuarto de siglo los alemanes asolaron Servia. Pero el país volvió a resurgir, y ahora, de nuevo, volverá a la vida fuerte, libre y seguro de la justicia de su causa…
Una voz interrumpió a Eremburg para brindar:
—¡Hurra por Yugoslavia y su gran jefe el camarada Tito!
—¡Hurraaaa…!
Una catarata de optimismo se desborda entre toda aquella gente. Alcé mi voz para decir:
—El camarada Eremburg no ha terminado. Falta entre sus menciones honoríficas el nombre de un gran pueblo: Polonia…
—Polonia —corroboró Umansky.
Prosiguió Eremburg:
—Herzen dijo una vez que nosotros y los polacos estamos divididos solamente por la sombra del pasado…
—Por desgracia —interrumpió Umansky—, creo que también el presente nos separa. Toda nuestra propaganda paneslava no logra borrar siglos de luchas sangrientas entre ellos y nosotros. Nuestra comunidad de raza eslava no puede borrar este odio común. Creo que toda nuestra propaganda en este sentido es absolutamente ineficaz.
—En toda propaganda hay siempre una buena dosis de mentiras. Siempre ha sido así —replicó riendo Eremburg.
—Pues esta propaganda —intervino Vichinsky— hay que sostenerla hasta el fin, camarada Eremburg. Procure redoblar la suya. Hay que borrar muchas cosas. Y sólo el paneslavismo puede borrarlas en lo que a Polonia se refiere.
El lenguaje de Vichinsky era harto enigmático para que no llamase mi atención. Me acordé de que unos momentos antes la palabra Catyn era pronunciada en secretos. Mis reflexiones fueron interrumpidas por el giro que la voz de Beria imprimía al caso de Polonia.
—Yo, como el camarada Stalin, soy más radical en el asunto polaco. Creo en la necesidad de la propaganda, pero para reforzarla nada mejor que unas patrullas de la NKVD Por lo demás, el caso de Polonia tiene una sola solución que todos conocemos: su ocupación por el Ejército Rojo y el establecimiento de un poder adicto a la URSS De esta manera acabará la vieja historia de Polonia y comenzará una nueva: la que nosotros hagamos.
—¿Y el general Anders y el Ejército polaco de liberación? —inquirió una voz.
—Ya nos encargaremos de que no constituyan un estorbo para nosotros —replicó Beria en un tono que ponía la carne de gallina.
—Me parece una buena medida —aseveró Eremburg, que quería a toda costa congraciarse con el temible Beria—. El general Anders y todos esos polacos que hacen el coro a los nazis alemanes en el asunto Catyn son unos cerdos que merecen su propia suerte: el matadero.
¿Catyn? Ya había salido a relucir la palabreja que venía hacía rato machacando mis tímpanos. La oía por vez primera en aquella reunión. ¿Catyn? ¿Qué quería decir ese nombre?
—¿Catyn? —musitó entre dientes Beria—. Creo que cometimos una gran torpeza.
Yo seguía sin comprender del todo. ¿De qué se trataba en realidad? Hubiera deseado saberlo, pero no me atreví a preguntar nada.
La conversación siguió por distintos derroteros hasta que la reunión terminó. No se volvió a mencionar la palabra Catyn. Yo mismo la olvidé poco después. Años más tarde el mundo se estremecía de horror al evocar esas cinco letras que ocultan uno de los crímenes más espeluznantes de la pasada guerra.
Los más abominables asesinatos de todos los tiempos palidecen ante la sevicia de la matanza del bosque de Catyn. Se han escrito bibliotecas enteras de libros para llevar hasta la conciencia del mundo las crueldades de los nazi-fascistas. Es verdad, los nazis asesinaron millones de seres humanos, montaron los hornos crematorios y las cámaras de gases letales; o convertían en grasa a sus víctimas y se solazaban haciendo pantallas con la piel de los judíos. Pero los nazis eran eso: nazis.
A Gorki le costaba trabajo encontrar la palabra exacta para definir el fascismo. Le llamó lo más vil, lo más abyecto, lo más canalla de cuanto había conocido la Humanidad, y empleaba estos términos, según el gran escritor reconocía, por no hallar otros más exactos.
De haber vivido Gorki, ¿cómo hubiera calificado a unos bárbaros que en nombre de la «civilización» asesinan a sus semejantes sin haber siquiera mediado la eximente de la pasión de la lucha y cuando a los que se asesina se les está llamando «hermanos», exaltando los «vínculos raciales» y «lazos de sangre» y convocándoles a Congresos Paneslavos?
La matanza del bosque de Catyn subleva la conciencia honrada del mundo. Los crispantes relatos que en estos últimos años se han hecho de las bárbaras condiciones en que fueron asesinados la casi totalidad de los cuadros de mando del Ejército polaco, revelan que en punto a crueldad Stalin podía demostrar a Hitler que la escuela soviética poco tenía que envidiar al salvajismo de las bestias pardas.
Lo que Beria calificaba de una «torpeza» había significado la muerte para 10 000 jefes y oficiales del Ejército polaco, capturados por las tropas soviéticas en su invasión de Polonia en septiembre de 1939, jefes y oficiales que se rindieron sin lucha ante el Ejército Rojo.
No es difícil comprender ahora la razón por la que Beria calificaba de «torpeza» la matanza de Catyn. El desenfreno expansionista de Stalin le llevó a repartirse el botín de Polonia con Hitler. Al rendírsele el Ejército polaco, el señor del Kremlin no ignoraba qué semillas de odio había sembrado en el corazón de aquella oficialidad patriota, que se vio arteramente agredida por la Rusia neutral, cuando Polonia se batía por su libertad y por su independencia contra todo el poderío de los nazis.
Rusia alegó entonces que la ocupación soviética de Polonia respondía al deseo de preservar el Este del país de la invasión hitleriana. Si esto era cierto, ¿por qué asesinó Stalin a 10 000 cuadros de mando del Ejército polaco, asesinato cometido a los pocos meses de tenerles en cautiverio? Stalin les asesinó porque no pensaba soltar la presa hecha en Polonia y porque sabía que aquella oficialidad representaba el brazo y el cerebro militar del pueblo polaco, capaz de batirse a muerte por la independencia de su patria en cuanto se presentara una coyuntura favorable. Stalin los asesinó en el período de su alegre compadrazgo con Hitler.
En los primeros meses de 1943, cuando la URSS necesitaba de todos los auxilios para contener el empuje bélico de los nazis, y cuando en su rebusca desesperada de ayuda recurrió al paneslavismo para levantar una barrera de odio racial contra los invasores hitlerianos, los señores del Kremlin comprendieron la «torpeza» de aquel crimen monstruoso que Hitler les lanzaba al rostro, mostrando a la URSS como verdugo de los pueblos «hermanos».
El crimen de Catyn tiene una reprisse en el verano de 1944. El Ejército Rojo había empujado a la soldadesca hitleriana hasta el oeste del Vístula; se encontraba a un tiro de fusil de Varsovia. Millones de octavillas de propaganda arrojadas desde aviones soviéticos incitaban al pueblo polaco a sublevarse contra los invasores nazis y a sincronizar su alzamiento con la ofensiva soviética. El ejército clandestino de los patriotas polacos, previo convenio de fecha, inició la heroica sublevación, seguro y convencido del apoyo de los ejércitos rusos. Durante días y noches de fiera batalla callejera los patriotas polacos se batieron con la rabia y el estupor de saberse traicionados por aquellos ejércitos que desde el otro lado del Vístula, sin disparar un solo tiro, contemplaban la desigual contienda. Agotadas las municiones de los insurgentes, los soldados de Hitler pasaron a cuchillo a decenas de miles de combatientes polacos.
¿Por qué Stalin mantuvo sus ejércitos inmóviles? ¿Por qué no acudió en ayuda de los hombres que había incitado a sublevarse? ¿Por qué contempló impasible el degüello de los patriotas polacos? ¿Por qué esperó a reanudar su ofensiva hasta después de producirse la masacre de los insurgentes?
Stalin dejó conscientemente a la soldadesca de Hitler la tarea de librarle del estorbo de los patriotas polacos. Stalin, una vez más, no quería soltar la presa polaca. Aquel ejército clandestino le dificultaba sus planes. Sincronizar su ofensiva con la sublevación interior hubiera supuesto compartir la gloria de la liberación de Polonia con los mejores hijos del pueblo polaco. Stalin quería ser el «liberador» absoluto. Aquellos patriotas que obedecían a su Gobierno exiliado en Londres querían proclamar la legitimidad y el derecho del pueblo polaco a darse un Gobierno propio y hubieran llamado a Varsovia a sus gobernantes refugiados en Londres. Los cálculos de Stalin eran muy distintos.
El Partido Comunista polaco había sido disuelto y sus dirigentes fusilados o desterrados a Siberia por discrepancias con la táctica de los rusos y de sus peleles en la Komintern. Stalin no podía disponer de servidores seguros en el país conquistado. En esas condiciones, las fuerzas de los patriotas polacos usufructuarían la dirección de los destinos de la Polonia liberada. Y eso, ¡nunca! Polonia debería ser una provincia más de Rusia. Para ello necesitaba ser el amo absoluto. Ocupar y estructurar el nuevo poder de manera que no pudiera escapársele de las manos. Por eso propició el asesinato de los sublevados en el verano de 1944.
Cuando los hombres de pensamiento libre puedan llegar a conocer toda la infamia soviética en relación con Polonia, un grito de indignación surgirá de todas las gargantas en clamor de reivindicación del pueblo polaco y de execración para sus verdugos. Quizá con ningún otro pueblo los rusos han mostrado tanta ferocidad. Después de la «liberación», las «purgas» se suceden contra los mismos comunistas y la nueva oficialidad del ejército polaco. En su desvergüenza, Stalin ha llegado a lo que no se ha atrevido o no ha tenido necesidad de llegar en ninguno de los otros países satélites: a nombrar a un mariscal soviético, Rokosovski, ministro de Defensa de la República Popular Polaca. Y es que Stalin sabe que allí donde palpite un corazón auténticamente polaco, alienta un implacable enemigo de los nuevos opresores de su patria.
Comenzaba el mes de mayo de 1943. Los compañeros de México seguían sin dar señales de vida. La llegada del señor Luis Quintanilla, embajador de México en la URSS y gran amigo personal mío, obvió todas las dificultades en ocho días. Los norteamericanos tampoco tenían ganas de facilitarme el visado de tránsito. No decían que sí ni que no, pero no me lo daban. Este involuntario retraso me permitió vivir de cerca un nuevo acontecimiento de resonancia mundial fraguado en la turbia mente de los señores del Kremlin.
En mayo de 1943 la Tercera Internacional fue declarada disuelta. El acontecimiento conmovió al mundo. Lo único que no se conmovió fue la médula de los Partidos Comunistas. La «liberación» de la obediencia a Moscú no produjo entonces ni una sola voz disonante ni un gesto de independencia frente al Kremlin. Ningún Partido Comunista se conduce de manera diferente a la que seguía cuando marchaba uncido al yugo de la Komintern. La razón es clara: la dependencia de Moscú no había sufrido variación alguna. Stalin, contestando a las preguntas del corresponsal en Moscú de la agencia Reuter, declaraba el 28 de dicho mes: «La disolución de la Internacional Comunista es acertada y oportuna —¡si lo sabría él!—, ya que facilita la organización de la ofensiva común de todas las naciones amantes de la libertad contra el enemigo común: el hitlerismo; desenmascara la mentira de los hitlerianos de que “Moscú” tiene, según ellos, la intención de inmiscuirse en la vida interna de los otros Estados; desenmascara la calumnia de que los Partidos Comunistas no actúan en interés de sus pueblos, sino obedeciendo órdenes de fuera; facilita el trabajo de los patriotas de los países amantes de la libertad, encaminado a la unión de las fuerzas progresivas de sus países, independientemente de credos políticos y religiosos, en un frente único de liberación nacional, a fin de desplegar la lucha contra el fascismo»…
El Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista utilizó otros argumentos. Por ejemplo éstos; «Los Partidos Comunistas han adquirido suficiente madurez»… «disponen de eficientes cuadros de dirección»… «la unidad ideológica de los comunistas es firme, no existen posibilidades de desviaciones doctrinales», etc.
En todos los países se hicieron las mil y una conjeturas sobre los motivos reales o supuestos de la acordada disolución. Los más coincidían en considerar el hecho como una concesión de Stalin a las potencias democráticas en pago del segundo frente.
¿Fue verdad o mentira la disolución de la Komintern?
Yo era representante del Partido Comunista de España en la I. C. Solamente los miembros del Secretariado tenían un rango que podía considerarse superior al mío. Me enteré de la disolución por la prensa de Moscú. El procedimiento no pudo ser más humillante. Pero a Stalin le tenían sin cuidado las opiniones o los sentimientos de sus servidores. Los «mujiks» del movimiento internacional habíamos demostrado una obediencia tan incondicional al señor del Kremlin que el humillado hubiérase considerado él de ocurrírsele pensar que merecíamos ser consultados.
El mismo día en que Pravda publicaba en un gran desplegado el comunicado de disolución, fui citado para una reunión a las seis de la tarde con el Secretariado de la Internacional Comunista, de cuerpo presente en la capilla mortuoria. En el curso del día habían sido convocados, asimismo, los diversos representantes de partidos para que fueran acudiendo a horas distintas.
Al entrar en el imponente despacho del héroe de Leipzig, vi a éste sentado junto con Manuilski y Togliatti. En la gran mesa que en forma de cruz llenaba la estancia se veían restos esparcidos de comida y ceniceros llenos de colillas. Saltaba a la vista que se estaba trabajando sin interrupción desde hacía muchas horas. Me ofrecieron un vaso de té, cigarrillos y dulces.
Al cabo de un rato de charla intranscendente, de bromas y chascarrillos a cargo de Manuilski, tomó la palabra Dimitrov:
—Camarada Hernández, sin duda estará usted deseoso de que le demos alguna explicación de las razones por las cuales hemos procedido tan irregularmente para hacerle saber la disolución de la Internacional, en cuyo engranaje directivo ocupa usted destacado puesto —y se quedó mirándome como para cerciorarse de que no se había engañado.
—Exactamente, camarada Dimitrov —contesté.
—Las cosas que son necesarias es mejor hacerlas que discutirlas. Se discute sobre la marcha. Por la índole del problema consideramos conveniente actuar con todo sigilo, en evitación de imprudencias que pudieran advertir al enemigo de lo que proyectábamos y que con ello nos destruyera mañosamente la fuerza de la sorpresa. Esta decisión es una medida tanto política como militar. Tratamos por un lado de restar elementos de propaganda contra la URSS y por otro de disipar reservas en nuestros aliados.
—Quiere decirse que es sólo una maniobra de diversión —apunté.
—En parte sí y en parte no. No es ni carne ni pescado —aclaró riendo Manuilski—. Hubiera sido necio entrar a discutir la conveniencia o la no conveniencia de la disolución de la I. C. Se hubiera precisado convocar congresos nacionales y después uno mundial para tomar la decisión. ¿Qué congreso podrían celebrar ustedes los españoles? ¿Qué congreso los alemanes o los italianos, los franceses, belgas, polacos, austriacos y demás? Hubiera sido tonto intentarlo. Entonces, ¿para qué convocar un Congreso de la I. C.? Eso en el aspecto formal. En el práctico, usted habrá comprendido que la disolución es una llamarada de artificio pirotécnico para los papanatas de la galería. La disolución debe ser efectiva en nuestra propaganda, no en nuestra vida orgánica. ¿Correcto? —preguntó.
—Correctísimo. Pero para mi mejor comprensión, dígame: ¿Cuáles son los verdaderos motivos de la supuesta disolución?
—En situaciones tan complicadas como la que vivimos no es posible que cada Partido pueda hallarse a la expectativa de una consulta con Moscú sobre cuestiones que deben ser decididas en el acto. En este aspecto habíamos dejado de ser un centro director y constituíamos en cierta medida un obstáculo. Los Partidos serán ahora más ágiles. La táctica podrá ser variadísima. En unos países podrán los comunistas entrar a formar parte de los Gobiernos, en otros, combatirlos; en ciertos países será recomendable la alianza con fuerzas tradicionalmente reaccionarias, pero patrióticas, que luchan contra el hitlerismo; en otros seguiremos la vieja táctica de clase contra clase. No es posible atenernos a las rígidas cláusulas de las resoluciones. En este sentido una mayor independencia de los partidos se hacía indispensable.
—Pero eso contradice la afirmación de que nada variará en nuestra vida orgánica —observé.
—De ningún modo. Nosotros seguiremos «ayudando» a los partidos por todos los medios, y si se quiere más eficazmente que hasta ahora. En Moscú funcionará una llamada «Comisión Liquidadora», integrada por Dimitrov, Togliatti y yo que discutirá con cada partido, siempre que ello no sea imposible, la línea a seguir. Serán líneas particulares y no generales. Es decir, que en lo sucesivo cada partido elaborará su propia política con nuestro consejo, sin atenerse a una orientación general, como se hacía hasta ahora. Esto dará mayor flexibilidad a los Partidos. Podrán existir tantas «líneas» como Partidos. Las contradicciones entre esas «líneas» serán consecuencia de las situaciones nacionales de los Partidos, no de una táctica multifacética de imposible elaboración común.
—Pero la responsabilidad de la política de los Partidos será compartida por la «Comisión Liquidadora» —insinué.
—La «Comisión Liquidadora» no existe como entidad política responsable. Seremos, simplemente, un órgano consultivo, de consejo y orientación. La responsabilidad será integra de cada Partido.
—Eso nos deja en libertad de consultar o no con Moscú —argüí.
—¿Qué dirección del Partido no sentirá la necesidad de aconsejarse en la enorme experiencia y práctica del Partido Bolchevique? —preguntó Togliatti—. Si tal dirección existiera demostraría una suficiencia pequeño-burguesa inadmisible. En este sentido deberemos saber interpretar y valorar la mayor libertad de acción en que quedan cada uno de nuestros Partidos.
—Pero puede darse ese caso —insistí.
—Lo corregiríamos en el acto —aclaró Manuilski—. Además cada uno de ustedes seguirá desempeñando la misma función, aunque aparentemente haya dejado de ser lo que es. El aparato se descentralizará y disminuirá. Dimitrov se instalará en la Sección Extranjera del Comité Central del Partido Bolchevique y desde allí mantendrá el contacto con todos ustedes, resolviendo conjuntamente las cuestiones de cada Partido.
—Luego todo queda igual menos la responsabilidad de los Partidos, que será exclusiva de ellos —comenté riendo.
—Precisamente por ser mayor su responsabilidad, también lo ha de ser su vinculación con Moscú —comentó Dimitrov. Y añadió—: Naturalmente, todo esto es rigurosamente secreto. No debe informarse más que verbalmente a los miembros del Buró Político. A la masa del Partido deberá dársele la explicación oficial, y nada más.
—Entendido —dije.
—Mañana celebraremos una reunión conjunta con todos ustedes para recabar su aprobación, y esa será la última reunión del Ejecutivo de la Internacional Comunista —concluyó Dimitrov.
Al día siguiente, por unanimidad, fue considerada Ja disolución de la Komintern como una medida «genial» del inspirador de su muerte.
La Internacional Comunista había quedado formalmente disuelta. Pero lo fue sólo en todo aquello que tenía de aparente independencia y de facultades para discutir la táctica del movimiento internacional de los comunistas. Ahora sería el Partido Bolchevique, sin estorbos ni intermediarios, quien decidiría por separado la conducta de los Partidos en los respectivos países. La dependencia de los Partidos sería más estrecha, su vinculación a Moscú más definitiva.
Al signar con nuestra aprobación el acta de defunción de la Internacional Comunista, los dirigentes de la Komintern refrendábamos también el fin del internacionalismo proletario, en la política de Moscú y en el seno del movimiento comunista meros formulismos desde hacía ya mucho tiempo. ¿Significó esto en la práctica ganar algo en el terreno de la nacionalización de los partidos comunistas? En absoluto. Si antes eran un conjunto de hombres de diversos países los que, aunque fuese de manera formal, determinaban la táctica y elaboraban la política de cada sección de la I. C., ahora sería exclusivamente el Partido Bolchevique el que la dictaría. De regimientos militarizados nos precipitaban a la condición de simples lacayos del Comisariado de Negocios Extranjeros de la URSS Los Partidos Comunistas no podrían ya discutir divergencias o diferencias entre sí, ni intercambiar experiencias entre unos y otros. En lo sucesivo no tendrían otro porte que aquel que les diera el Comité Central del Partido Bolchevique.
¿Cuáles fueron los propósitos de Stalin al decretar la disolución?
No dudamos que se privaba al Eje de uno de sus banderines de enganche y propaganda. Pero la disolución no se efectuó en los momentos en que la suerte de la contienda parecía más problemática e incierta, lo que hubiera hecho lógicamente aconsejable la medida, sino cuando soplaban vientos de victoria. Luego el argumento era poco convincente. La colaboración de los comunistas con las fuerzas nacionales de todos los colores en sus respectivos países se había producido desde el momento en que la URSS se había incorporado a la lucha de las Naciones Unidas. Tampoco tenía solidez esta razón alegada por Stalin. No, no eran esas las causas de la disolución de la Internacional Comunista.
Las verdaderas causas debemos buscarlas en la ya planeada política de postguerra de la URSS Stalin vio largo. Su golpe al internacionalismo era un golpe de perspectiva. El exacerbado nacionalismo de la burocracia del Kremlin comprendió que sus proyectos imperialistas podrían entrar en aguda contradicción con la política nacional de los partidos comunistas y de éstos entre sí. Si la URSS estaba ya afilando los dientes con que se iban a devorar porciones inmensas de territorios ajenos, era congruente eliminar por anticipado toda posibilidad de que esa política pudiera ser manoseada en un organismo de carácter internacional, por muy domesticado que fuese. Si las complicaciones futuras hubieran de relacionarse exclusiva y directamente con la política nacional de la URSS, no hubiese resultado excesivamente dificultoso, con todo y los riesgos inherentes, el lograr la bovina aprobación de los Partidos; pero si tenía, como había de tener, carácter de problemas nacionales divergentes, de choques de encontrados intereses patrióticos, ya no sería tan fácil lograr la conformidad en la familia comunista, que en su inevitable disputa podría poner al descubierto la verdadera enjundia de sus respectivas discordias.
Stalin preveía que podrían surgir «desviados» que criticasen la política soviética o la aconsejada hacer por el Kremlin a través de los acuerdos y resoluciones del Komintern. ¿Iba a darles esa posibilidad en un foro internacional? ¿Iba a descender a tener que justificar su política ante los comunistas extranjeros?
Ya sin una vinculación formal a la disciplina internacional no resultaría tan absurdo y escandaloso que los comunistas italianos disputaran con los comunistas yugoslavos sobre la soberanía en Trieste, o que los alemanes se peleasen con los franceses sobre la posesión del Ruhr, o que los polacos disputasen territorios a Alemania o que los rusos defendieran la línea Curzon. Serían disputas de carácter local, de intereses nacionales, que cada partido podría defender o impugnar, pero cuya extrema peligrosidad era patente de poder ser discutida frente a frente, en reuniones de carácter internacional y aparentemente, al menos, internacionalista. De esta suerte, Moscú podría ir sorteando la situación y aconsejando a los comunistas dependientes la táctica que mejor se acomodara a sus intereses en los diversos países y circunstancias, como hemos podido apreciar en el caso de Trieste, donde se produce esta voltereta circense. Al finalizar la guerra los comunistas italianos abogaban por la devolución de Trieste a Yugoslavia. Era lo patriótico, porque así lo decretaba el Kremlin. Pero en cuanto el Partido Comunista yugoslavo rompe con Moscú, los comunistas italianos cambian el rumbo de la interpretación del patriotismo, que ahora adscriben a una alianza con los neofascistas, exigiendo Trieste para Italia.
A la política expansionista de Stalin le era más útil el fraccionamiento del movimiento comunista que la unidad orgánica de los Partidos en la Komintern.
Los partidos comunistas pueden ahora dar volteretas como la efectuada por los italianos o como la últimamente dada por el PC francés. Las páginas de «L’Humanité» se cuajaban todos los días de alaridos contra las pretensiones anglo-americanas del rearme de la Alemania Occidental, por considerar este paso de peligro mortal para la seguridad de Francia. Así convenía a la política de Moscú. Pero un buen día Moscú cambia de táctica y propone la unificación de Alemania, el rearme alemán y la restauración del poderío industrial de Alemania. Y el PC de Francia grita a todo pulmón que esa posición de la URSS es la única que puede proporcionar tranquilidad al pueblo francés.
Otro caso. En un momento determinado Moscú aconsejó a los comunistas griegos alzarse en movimiento patriótico contra las fuerzas monárquico-fascistas de su país. Cuando a Moscú convino entrar en chalaneos sobre las esferas de influencia, permitió que las fuerzas inglesas ayudaran a la reacción griega a exterminar a sangre y fuego a las tropas de Markos, a las que Churchill combatía y llamaba «trotskistas» en medio del silencio cómplice de Stalin.
¿Cómo hubiérase podido, sin menoscabo para la Unión Soviética, pasar por alto estos y otros muchos hechos semejantes de existir una Internacional Comunista? ¿No tenía acaso Moscú la experiencia de España? Stalin no olvidaba que algunos de los hombres llamados a Rusia para contestar y discutir su pregunta de «por qué se había perdido la guerra de aquella manera tan luctuosa», nos dispusimos allí darle una respuesta categórica y sin tapujos; la inesperada contrariedad le forzó a realizar no pocos equilibrios para impedir la discusión sobre las causas de la derrota y las exigencias de la lucha del pueblo español, ya que para llevarla a efecto exigíamos tener a la vista los archivos de la I. C. Y como para muestra vale un botón, Stalin, que no permitió a los comunistas españoles extraer experiencias, sí supo deducirlas para su capote, y muy claras, por cierto. Y si a un Partido o a unos hombres era posible reducirles al silencio en lo particular, ya no hubiera resultado tan fácil forzar el enmudecimiento de un conjunto de hombres o Partidos cuando se les ofrecía una tribuna para poder hablar. Y Stalin tenía razón. Las crisis sucesivas habidas en todos los países de la cortina de hierro, las «purgas» y «depuraciones» en Polonia, Austria, Checoslovaquia, Bulgaria, Rumanía, Albania y China, sin contar con la valiente posición del PC. yugoslavo, han confirmado sus previsiones. La política imperialista de Moscú estaba reñida con toda apariencia de internacionalismo. La pervivencia de la I. C. era un peligro en ciernes y decidió enterrarla.