Preparando la salida. Provocadores en el PC de España. La política de «Unión Nacional». «Abrazo de Vergara» con Falange. Stalin apoya a Franco. El Kremlin subasta a la República en el exilio.
A comienzos del verano de 1942 una llamada telefónica me hizo abandonar Kuibychev y acudir presuroso hasta el despacho de Dimitrov. La primera cosa que éste me dijo fue que Antonio Mije era un provocador al cual había que quitar lo antes posible de la dirección del Partido. Me mostró la copia del cable que había remitido a Mije dándole órdenes de interrumpir todos los contactos que, según informaciones obtenidas, había éste establecido con la policía norteamericana, y el cable del servicio especial soviético en México, en el que se le daba cuenta de la reacción de Mije al recibo de las instrucciones de Dimitrov. Leí. Decía este último textualmente: «¡Qué c… sabe Dimitrov de todo esto!» Dimitrov estaba enojadísimo. Resumió sus observaciones con estas palabras:
—Será necesario que vaya usted personalmente a poner orden en la dirección del Partido que actúa en México. Reiteradas informaciones de nuestro servicio especial confirman que existe una corrupción escandalosa entre los camaradas de la dirección. Y lo que es más grave aún, elementos de provocación actúan abiertamente en el «aparato» de envío clandestino de compañeros a España, lo que origina la caída en manos de la policía de la casi totalidad de cuantos llegan a las pocas horas de pisar territorio peninsular.
—En efecto —dije—. Algo anormal sucede. No puedo admitir que nuestros camaradas sean tan torpes o la policía de Franco tan inteligente que se haga imposible a nuestros enviados de América la permanencia y la actuación en España durante unas semanas al menos.
—Sí, es que se valen para documentarles de ciertos «favores» de algunas Legaciones latinoamericanas y de algunos agentes de embarque norteamericanos, previamente denunciados como espías de Franco. De tal suerte que antes de salir del puerto de embarque la policía franquista tiene ya la relación exacta de quiénes son y en qué barco llegarán. Todo ello lo saben los camaradas de la dirección de México, porque se les ha comunicado a través de Brauwder, y sin embargo no han hecho caso alguno —explicó Dimitrov.
—Dispuesto estoy a salir inmediatamente —dije conteniéndome para no bailar de contento ante la inminencia de dejar para siempre los dominios del Zar Stalin.
—Envíe usted un telegrama cifrado a sus compañeros pidiéndoles que le gestionen la entrada en México lo antes posible y que no reparen en gastos para conseguirla.
—De acuerdo. Hoy mismo saldrá el cable —respondí radiante. Estoy seguro de que Dimitrov se percató de mi alegría. Ignoro, en cambio, la interpretación que pudo darle.
—Pero no es solamente esto lo que ha motivado su llamada a Moscú. Hay problemas de orden político general que es preciso solucionar de inmediato. Necesitamos cambiar toda la línea táctica del Partido en lo que a España se refiere. Alemania está haciendo presión sobre los elementos falangistas más germanizados para arrastrar a España a la guerra. Deberemos realizar una política inteligente para tratar de evitar que el hecho se produzca. El momento es el más peligroso para nosotros. La ofensiva alemana hacia Stalingrado y sur de la Unión Soviética, en la que el Ejército Rojo va cediendo terreno, está creando a la URSS una situación dificilísima. Por diferentes razones, el mundo entero está pendiente de la gigantesca batalla que se libra a orillas del Volga, Al mismo tiempo, Rommel, en África, empuja a las tropas aliadas hacia el valle del Nilo. En el Pacífico, los japoneses muestran toda su insolente agresividad, sin que podamos asegurar que estamos libres del riesgo de un ataque traicionero por ese frente. El desaliento cuartea los espíritus más templados de los demócratas. La audacia de los partidarios del nazi-fascismo crece en todas partes. España es pasto de la desenfrenada demagogia de los que quieren acabar con su «neutralidad» y lanzarse a la guerra para conseguir algunas migajas en el botín del para ellos inevitable triunfo de Alemania. Hay que impedir la acumulación del refuerzo que tanto moral como materialmente puede representar una España abiertamente beligerante al lado de Alemania.
—No veo ningún inconveniente. Pero ignoro qué es lo que podamos hacer que no estemos haciéndolo ya. Por todos los medios y procedimientos denunciamos sin cesar los horrores de la guerra y la inevitable destrucción de España si Franco cumple su promesa de poner dos millones de españoles a disposición de Hitler.
—Ahora se precisa algo más.
—¿Por ejemplo?
—Necesitamos emplear una táctica muy sutil, muy audaz y muy clara. Dentro de la Falange española existe una corriente de opinión opuesta a la participación de España en la guerra. Esa es también, sin duda, la opinión de la mayoría del pueblo español, y, naturalmente, la unánime de los emigrados. Ello hace posible un entendimiento entre sectores que se han combatido a muerte hasta ahora: hay algo de común entre fuerzas tan diversas. Esa es la primera conclusión. La segunda, ésta otra: Serrano Súñer y sus bandas germanizadas acusan a sus opositores de estar haciendo el juego a la Komintern, al no percatarse de que si la victoria se inclinase del lado de las Naciones Unidas los comunistas se apoderarían de España y les cortarían a todos ellos el pescuezo. Necesitamos al mismo tiempo tranquilizar a unos y desarmar a los otros.
—No me parece mal, ¿pero cómo?
—Ya he dicho que se precisa mucha audacia. Hay que proponer un desarme de odios y el cese de la guerra civil entre unos y otros. En lo sucesivo España y los españoles no deben diferenciarse por el color de la bandera o por la trinchera que ocuparon durante la pasada guerra. De ahora en adelante deberán clasificarse solamente en estos dos bandos: primero, el de los que están por la guerra, y segundo, los que defienden la «neutralidad»; han dejado de existir las tradicionales banderas de «izquierdas» y «derechas» para dar paso a ésta: patriotas o antipatriotas.
—¡Pero eso equivale a proponernos un «abrazo de Vergara» con los verdugos de España! —exclamé.
—Hoy ya no hay verdugos particulares de este o del otro pueblo; existe sólo un verdugo, y éste, de toda la Humanidad: el hitlerismo. Su triunfo será la afirmación del régimen por muchas décadas en España y de otros tantos Francos en todos los países. Esta contienda es una e indivisible para los que luchan y para los que no luchan. Contribuir a la derrota de Hitler es liberar a España de Franco.
—Pero esa táctica llenará de confusión a los antifranquistas españoles. ¿Cómo podremos los demócratas españoles estrechar la mano de los falangistas cuando chorrean sangre de nuestros camaradas, de nuestros padres y de nuestros hijos? Nuestra táctica no será aceptada y el descrédito volverá a aislarnos hipotecando gravísimamente nuestro futuro. Cada uno de los demócratas españoles está decidido, sin duda alguna, a empuñar las armas contra Hitler, pero también contra Franco: Franco y Hitler son dos conceptos inseparables para nosotros. Aliarse con éste y combatir al otro se les antojará a todos monstruoso por muchas que sean las razones que podamos alegar.
—Comprendo las dificultades. Pero es preferible correr ese riesgo al de ver a España alineada junto a Hitler. Por otra parte, no es difícil que la abierta beligerancia de Franco decidiera a Suecia y a Turquía a liquidar también su neutralidad. ¡No hay más remedio, camarada Hernández!
—Luego ya es cosa decidida.
—Sí, lo es; pero sería preferible que ustedes comprendieran la necesidad de aplicar esta política.
—Si he de ser sincero le diré que no será empresa fácil la de convencernos de la bondad de esa política. Empero, si de antemano es cosa ya resuelta, cumpliremos el mandato. No seremos los españoles quienes vayamos a crear dificultades a la victoria de las Naciones Unidas.
—Compréndame, Hernández, la aplicación de esta táctica no puede significar que las diferencias ideológicas y el ajuste de cuentas con la Falange vayan a desaparecer o a olvidarse, no. Es una especie de armisticio para salvar a España de los horrores de la guerra y privar a Hitler de un aliado abierto —trató Dimitrov de aclarar, contradiciendo en parte sus anteriores afirmaciones.
—Esa, me supongo, será una verdad que no podremos revelar.
—Pero que nosotros no deberemos olvidar —insistió—. Tiene usted tres días para reflexionar y redactar un proyecto de declaración política, que después someteremos a los demás miembros de la dirección —concluyó Dimitrov.
Este minúsculo remedo del pacto germano-soviético no lo había concebido la mente de Dimitrov: era un mandato del Buró Político del Partido Bolchevique. Una vez más, los intereses de la Unión Soviética, sus líos y jugadas internacionales iban a inferir a los demócratas españoles un nuevo golpe y a los comunistas un daño irreparable; íbamos a sembrar la discordia y a encender entre nosotros otra nueva guerra civil. ¡Así lo disponía Moscú!
¿Pero era solamente Stalin el mandatario? ¿Eran solamente intereses soviéticos los que influían en nuestro viraje táctico? Creemos que no. Semanas antes de esta conversación y de este mandato, Churchill había estado departiendo con Stalin en el Kremlin. Y el jefe de los conservadores ingleses reclamó para Franco y para España una política más «atemperada», «menos agresiva», «más cordial», que permitiera a Franco y a sus jenízaros tener desde ese momento la seguridad de que la victoria de los aliados no comportaría en modo alguno ningún tipo de represalias contra su régimen y la garantía de que los comunistas se plegarían a estos designios.
Churchill —según se ha podido establecer después— estaba ya en tratos con Franco para que éste no creara dificultades suplementarias al proyectado desembarco de las tropas anglo-americanas en África del Norte. Franco, entre otras cosas fácilmente deducibles, alegaría que ello significaba reforzar las posiciones de su cuñado Serrano Súñer, quien acusaba a los «neutrales» de fomentar el peligro rojo. Franco se comprometería a destituir a su cuñado del puesto de ministro de Negocios Extranjeros a cambio de que Stalin le diese la garantía de continuidad actual y futura, en la guerra y en la paz, de que los comunistas, dentro y fuera de España, cesarían en su campaña contra él y su régimen. Si Moscú quería atacar y si los comunistas españoles querían seguir la campaña, deberían hacerlo exclusivamente contra los suñeristas. Y Churchill se lo prometió y Stalin se lo confirmó.
Y los comunistas españoles, estúpidamente, volvimos a hacer el juego antiespañol del señor del Kremlin.
Tres días después el proyecto de documento quedaba listo. En él se decía:
«Los momentos trascendentales que vivimos obligan a deponer las diferencias, los odios y las pasiones que nos separaron hasta hoy, para colocar por encima de todo los intereses supremos de España»… «Para lograr esa unidad de lucha el pasado no debe ser un obstáculo»… Y dejando a un lado toda reivindicación republicana, mejor dicho, renegando de ella, abogaba el documento por «la unión nacional hasta con las fuerzas más conservadoras» y por «la formación de un Gobierno de Unión Nacional».
Con pocas adiciones y modificaciones, el documento quedó aprobado. «Radio España Independiente, Estación Pirenaica», lo transmitió desde Moscú.
Franco podía ya respirar tranquilo. Churchill, también, y Stalin se refocilaría una vez más a costa nuestra. Pero… ¿y nosotros? Nosotros recibimos órdenes terminantes de cesar toda campaña adversa contra Franco y los «neutralistas» de Falange y centrar todos los tiros contra Serrano Súñer y los germanófilos, «que eran el peligro más inmediato»; recibimos la orden de disolver los grupos guerrilleros que hacían armas contra el régimen franquista por estar degenerando en auténticas partidas de «bandoleros». Y los disolvimos.
Franco cumplió la parte de su compromiso. Destituyó a Serrano Súñer del Ministerio de Negocios Extranjeros y no opuso ningún reparo al paso de los cientos de barcos que costeando el Sur de España llevaron soldados, armas y pertrechos hasta la costa africana el día 8 de noviembre de 1942. Era la apertura oficial del Segundo Frente[11].
En los medios de la emigración republicana española los resultados de aquella política de «Unión Nacional» no se hicieron esperar. La organización denominada Unión Nacional Española, que representaba en el exilio la continuidad del Frente Popular que existiera en España, saltó hecha pedazos. Aquellas fuerzas —todas— que no aceptaron la consigna de Moscú fueron lisa y llanamente calificadas de «enemigos del pueblo», de «traidores a la patria», y así, los comunistas, mientras destruíamos todos los vínculos que nos ligaban a nuestros compañeros de lucha, a los antifranquistas, cantábamos endechas a las fuerzas de la más negra reacción española.
La trama de esta nueva infamia se hace más comprensible cuando se recuerda la marcha de los acontecimientos en aquella época. A los comunistas españoles se nos impone el viraje político en los momentos en que se perfilaban dos hechos que habían de cambiar la perspectiva del mundo: la derrota de Von Paulus en Stalingrado y el desembarco aliado en el Norte de África. Dos acontecimientos que proclamarían la inevitabilidad de la victoria de las Naciones Unidas. Es decir, cuando todo aconsejaba arreciar en la lucha de la democracia española contra el tiránico régimen franquista.
Con esta moneda pagábamos los comunistas españoles la parte proporcional que nos fue asignada en la operación de compraventa de Franco y las democracias en el verano de 1942.
Toda la política posterior del Kremlin hacia España es una consecuencia del acuerdo establecido con Churchill en Moscú, acuerdo en el que se perfilaron los grandes lineamientos de la redistribución europea en nuevas zonas de influencia.
No hay ningún español progresivo que en voz alta o baja no se haya preguntado por qué la URSS, pudiendo declarar beligerante a la España franquista al fin de la guerra mundial, no quiso hacerlo; por qué la URSS, cuyo máximo dirigente, Stalin, proclamara un día que «la causa del pueblo español era la causa de toda la Humanidad avanzada y progresiva», olvidó esa verdad, precisamente en los momentos en que su intervención en los asuntos españoles pudo ser decisivamente favorable a la libertad del pueblo español. ¿Qué razones se han dado para justificar esa trágica «omisión»? Ninguna. A lo más que se ha llegado es a decir sotto vocce que ingleses y americanos pidieron a Stalin que dejase en paz a Franco en reconocimiento al servicio prestado por éste en el momento del desembarco aliado en el Norte de África. Admitido el argumento, cuya verosimilitud está respaldada por la pública parcialidad de Churchill, que no ceja en proclamar el «debido agradecimiento» al Caudillo por su comportamiento en los días brumosos de la guerra, llegamos a la conclusión, cualquiera que sean las razones, de que la «causa del pueblo español» fue canjeada por un extemporáneo y tardío servicio del vencedor de la democracia española. Servicio éste muy discutible, pues en aquellos momentos era Franco el primer interesado en no correr la aventura de aliarse con Hitler, y porque el desembarco pudo hacerse y se hubiera hecho con la benevolencia de Franco o sin ella.
Todo concuerda en evidenciarnos que los dirigentes soviéticos se avinieron de buena gana a prolongar la supervivencia del régimen franquista en España, a arrojar «la causa de la Humanidad avanzada y progresiva» en la esfera de influencia del conservadurismo inglés, lo que era algo peor que abandonar a su suerte al pueblo español: era venderlo.
En algún otro momento hemos dicho, refiriéndonos a este mismo tema, que puede haber momentos en la vida de los pueblos en que los compromisos, gratos o ingratos, se imponen a la voluntad subjetiva de los dirigentes. No somos nihilistas ni Quijotes y sabemos que la política no debe ser fruto de arrebatos pasionales ni de sentimentalismos suicidas. Pero por encima de todo debe haber una ética y una consecuencia en la conducta, una moral y unos principios. Podemos llegar a admitir que en los momentos del desembarco aliado la URSS no tuvo más remedio, por consideraciones de orden táctico y de alianza con sus coaligados en la guerra, que admitir la exigencia anglo-americana de dejar tranquilo a Franco en aquel preciso momento, por las mismas consideraciones que un hombre honrado se aviene a entregar su bolsa a un enemigo que le asalta y le amenaza con la pistola; al entregarle su dinero ha perpetrado un pacto con él: se libra circunstancialmente de Ja amenaza y procurará después poner en juego todos los medios para hacerle detener y condenar por atracador.
Stalin pudo, sin ningún contratiempo, declarar beligerante a Franco, teniendo, como tenía, a la División Azul peleando en territorio soviético. ¿Qué Churchill podía reclamarle el cumplimiento de su compromiso? Stalin pudo —de haber sido cierto que su voluntad fue atracada en 1942— someter su actitud a un veredicto de pueblos y de masas en el mundo entero. La Humanidad civilizada se hubiera volcado a favor de quien reclamaba a Franco ante el banquillo de los criminales de guerra en Nuremberg. Stalin no sintió esta necesidad. ¿Por qué?
Muy fuertes debieron ser las razones que indujeron a la Unión Soviética a desaprovechar la oportunidad de reivindicar en tan favorable coyuntura la «causa del pueblo español» y de ganarse el agradecimiento imperecedero de los pueblos ibéricos. Pero Stalin no cedió gratuitamente a sus aliados las ventajosas posiciones que tan fácilmente podía adquirir en España. Y tan elevado debió ser el valor del trueque que ni siquiera ha llegado la URSS a reconocer lo que otros pueblos han reconocido: la existencia de los distintos Gobiernos republicanos en el exilio. Y como esa es una concesión política más que a Churchill al mismo Franco, y como en política no se da nada por nada, está bien claro que Stalin hizo almoneda con la República española y que «la causa de toda la Humanidad avanzada y progresiva» fue nuevamente moneda de cambio en las innobles encrucijadas de la diplomacia imperialista del Kremlin.
Y hoy mismo, a los trece años del triunfo de Franco y a los seis corridos del fin de la segunda guerra mundial, la posición de la Unión Soviética hacia la democracia española sigue invariable. Stalin es consecuente en su posición pasada y reciente: no le interesa la desaparición del régimen franquista.
Entre un Franco que actúa desde la vertiente occidental de los Pirineos y que constituye un factor de disputas y desavenencias entre las naciones democráticas y, especialmente, de Francia e Inglaterra con los Estados Unidos, y una España democrática, progresiva y amante de la paz, el Kremlin prefiere el statu quo actual. Le es más útil la presencia de Franco en España que la de la misma Pasionaria.