Un relato impresionante. Por qué Stalin asesinó a la vieja guardia. La nueva casta de señores. El Estado policiaco. ¿Se puede conspirar en la URSS? Leyes infrahumanas. El miedo de Stalin. Ojos y oídos de la NKVD.
EN el círculo de mis relaciones en Moscú y Kuibychev —capital provisional de la URSS durante la guerra— se contaban algunas personalidades del régimen, tales como Losostzky, vicecomisario de Relaciones Exteriores; Vichinsky, el temible y cruel fiscal que empujó «legalmente» al patíbulo a los amigos más íntimos de Lenin; Sudoplatov, subjefe de la temible NKVD; Manuilski, miembro del Comité Central y representante del Partido Bolchevique en la Komintern; Vorochilov, el sencillote mariscal que se extasiaba viendo películas americanas del Oeste en las sesiones privadas que organizaba Losostzky; la hija de Stalin, una joven pelirroja, feúcha, que se aburría mortalmente con la nurse que constantemente la acompañaba y que prefería la compañía de mi mujer, que le hablaba de modas y de bailes en el mundo burgués y que la enseñaba a tejer sweaters; Dimitrov, jefe de la I. C. y héroe de Leipzig; diplomáticos como Umansky, muerto trágicamente en México; escritores como Eremburg y otros de menor nombradía, figuras claves en el régimen staliniano.
Concurría a reuniones donde las invitaciones eran muy restringidas, de prohombres del régimen que daban cita en sus casas a los más íntimos, en torno a espléndidas cenas y a generosos y abundantes vinos. En sobremesa se charlaba o se jugaba al billar o se improvisaban bailes al son del gramófono. La mayoría de los concurrentes hablaba francés y ello me permitía mezclarme en las conversaciones, que generalmente versaban sobre temas intrascendentes. Las mujeres formaban rancho aparte, y siempre, siempre, discurrían en torno a las costumbres en el mundo exterior. De ahí que mi mujer llegara a ser un elemento esencial en sus charlas.
Estas relaciones me abrieron otras. Y trabé amistad íntima con algunos que no titubearon en distinguirme con confidencias cuya revelación les hubiera costado el pescuezo.
Un atardecer de espantoso frío en Kuibychev, donde el termómetro marca temperaturas de hasta 60 grados centígrados bajo cero, uno de estos amigos, cuyo nombre y características debo silenciar para no ofrecer carnaza a la NKVD, me había invitado a tomar el té en su casa. Mi mujer departía con la suya por algún lugar de la casa. Quedamos los dos en torno a un enorme samovar de plata, del que escanciamos no sé qué mares de «chay» en las largas horas que pasamos conversando. Mi anfitrión tenía un humor de perros, consecuencia de las negras noticias que se recibían del frente. Sin proponerme llevarle al terreno de las confidencias, le expresé mi extrañeza de que hombres de su categoría política y de su representación oficial estuvieran tan a oscuras en cuanto a los planes y proyectos de Stalin como podía estarlo el último koljosiano del país.
—Aquí no pintamos nada, amigo Hernández. Vivimos bajo el imperativo de la obediencia y del silencio. Hacemos lo que se nos manda, sin tener derecho a formular una pregunta o hacer una objeción —contestó con amargura.
—Ustedes tienen la culpa. ¿No son ustedes los cuadros dirigentes del Partido? ¿Por qué toleran el sistema? No es que yo sea partidario de que se divulguen ciertas cosas al público, pero sí me parece inexcusable el que los responsables del Partido sepan a dónde se conduce al pueblo.
—Usted piensa con criterio de comunista extranjero; aquí eso significa la muerte política y hasta el exterminio físico.
—Entonces, ¿qué valor tiene su representación? —pregunté.
—Eso me pregunto yo y nos preguntamos cada uno para nuestros adentros, ¿qué representamos?… ¡Nada!
Quedamos en silencio. En la amplia frente de mi interlocutor se dibujaba una profunda arruga que la partía en sentido vertical, imprimiendo a todo el rostro una expresión de intenso sufrimiento moral. Sirvióse otro vasito de «chay» (té), que bebía a pequeños sorbitos, con la mirada clavada en una perdida lejanía. Comprendí por sus palabras y por su abstracción que aquel hombre estaba librando un combate penoso con sus propios pensamientos. De pronto dijo:
—Hubo un tiempo en que el Partido era una organización viva, creadora, democrática. ¡Venturosos tiempos aquellos!… En aquel entonces el Partido Bolchevique era una auténtica autoridad… Discutíamos con Lenin cuanto se nos antojaba discutible, sin que nadie sintiera inquietudes de ningún género. Se llegaron a publicar periódicos como El Comunista, donde figuras como Radek, Osinsky, Kolontai y otros dirigentes combatían públicamente la política de Lenin. Después vinieron las duras controversias con Trotsky, Bujarin… Lenin discutía, derrotaba a la oposición o era derrotado, pero jamás usó de su poder o prestigio para aniquilar a sus opositores. En los sindicatos se criticaba la política del Partido Bolchevique y los bolcheviques respondíamos con razonamientos para tratar de convencer a los criticantes de que nuestra línea era la justa. Nadie pensó jamás que por disentir de los comunistas podría exponerse a sentir el frío cañón de un revólver en la nuca. Se discutía apasionadamente en los Soviets. Todo el mundo pensaba en voz alta. El derecho a la crítica era la base de nuestra democracia y la fuente de nuestras energías y de nuestra firmeza ideológica. Ahora… ahora todos estos organismos no son ya otra cosa que gigantes burocratizados sin autoridad, sin vigor y sin fe. No hay debates políticos. Todo individuo teme «salirse de la línea». Toda la ingente superestructura mental y orgánica de la revolución tiene la huidiza traza de un animal asustado.
—Quizá hayan sido los temores a esta agresión que hoy sufre la URSS los que han determinado esa severa supresión de la crítica —dije por alentar las reflexiones de mi anfitrión.
—En vida de Lenin nuestra situación nacional era infinitamente más débil y peligrosa que lo es la de hoy mismo, a pesar de tener 200 divisiones alemanas en nuestro territorio. Además, esta supresión de libertades no la ha motivado un estado de emergencia; vienen de muchos años atrás. Cuando la GPU dejó de liquidar a los rusos blancos y comenzó a exterminar a la vieja guardia, la libertad, la democracia, las esencias de nuestra revolución socialista comenzaron a caer asesinadas. Empezaron las «purgas», la era del terror. Colgándole uno u otro sambenito al cuello: trotskistas, bujarinistas, zinovietistas, saboteadores, agentes del fascismo y no sé cuántas cosas más, la vieja guardia fue siendo progresivamente acusada de traición y conducida a los paredones de ejecución. Stalin se erigió en «intérprete exclusivo de la línea del Partido».
—En verdad —corroboré—, los comunistas en el mundo nos preguntábamos cómo era posible que todos los amigos y colaboradores más íntimos de Lenin se hubieran transformado en contrarrevolucionarios.
—Stalin se propuso suprimir a todos los líderes que desde el interior del Partido pudieran desplazarle del mando. La tarea le resultaba difícil cuando tenía que medirse con las armas polémicas, cuando estaba en vigor la disposición de Lenin que impedía que se aplicara la pena de muerte a los miembros del Partido. Los disidentes u opositores podían ser desterrados, encarcelados, pero la norma establecida por Lenin les garantizaba la vida. Pero Stalin utilizó el asesinato de Kirov para instaurar la pena de muerte contra los bolcheviques. Y comenzó a exterminar a todos cuantos compartían con él la herencia de Lenin.
—Pero no solamente ha liquidado a los cuadros políticos, sino también a los militares —aclaré.
—Dueño de los resortes del Partido, Stalin sólo podía temer a los prestigios del Ejército o a los jefes de la Policía, por el poder que representaban. Decidió poner de rodillas a las dos instituciones armadas y se valió de la patraña de que sus generales estaban conspirando a favor de una potencia extranjera, y el 11 de junio de 1937 todos los ciudadanos de la Unión Soviética nos sobrecogimos de espanto al saber de los fusilamientos del mariscal Tukjachesky, jefe del Estado Mayor del Ejército Rojo; del general Yakir, jefe de la Región Militar ucraniana; del general Uborevich, jefe de la Región Militar de Rusia Blanca; del general Kork, jefe de la Academia Militar Rusa, y de los generales Putna, Endemann, Feldmann y Primakov, juzgados sumarísimamente en secreto. En cuanto al mariscal Gamarnik, comisario adjunto de guerra y comisario político general del Ejército, se informó que se había suicidado. Después fue Bluecher, fue Yogoda, Iéjov…
—No puedo creer que esos hombres de prestigio tan sólido y de un historial revolucionario tan brillante, de la noche a la mañana se hicieran fascistas —indiqué.
—¡Qué fascismo ni qué niño muerto! —exclamó mi informante—. Stalin les temía no sólo por su popularidad entre el pueblo, sino porque a cada una de las «genialidades» de él, los generales le habían hecho conocer su opinión, a veces en tonos muy severos. Tal sucedió durante la colectivización forzosa, que dio origen a infinidad de sublevaciones campesinas, al hambre y al terror. En ese tiempo, 1933, Bluecher, comandante militar del Lejano Oriente, dirigió a Stalin una especie de ultimátum, haciéndole saber que el descontento era tan general entre los campesinos de la Siberia Oriental que le era difícil poder responder de las defensas de aquella región en caso de ataque del Japón. Y Stalin hubo de hacer concesiones a los campesinos de aquel distrito. Tukjachesky, al igual que Gamarnik y otros generales, exigían sin cesar la motorización del Ejército Rojo, siempre regateada por Stalin; se expresaron contrarios a la cesión a los japoneses del ferrocarril estratégico chino-oriental.
Y Stalin, temeroso de la reacción de sus generales ante la política exterior que iba a inaugurar con el pacto germano-soviético, los enredó en la siniestra tela de araña de su fraguado «complot», y los eliminó físicamente.
—¿Pero cómo no se produce una reacción unánime de cuantos como usted están convencidos de que Stalin es el cáncer de la revolución? —pregunté.
Mi informante sonrió levemente y mientras encendía un cigarrillo movía la cabeza con gesto desalentado. Me sirvió más té y prosiguió de esta manera:
—Para la mentalidad occidental hay cosas inexplicables en nuestro país. Ustedes viven una etapa de desarrollo cultural y político que en Rusia apenas si hemos logrado iniciarla. Nuestro pueblo era un pueblo semibárbaro cuando ustedes sabían lo que eran los derechos del hombre y disfrutaban de constituciones más o menos democráticas, que educaban al ciudadano en el ejercicio de sus derechos políticos y civiles y le facilitaban la adquisición de la conciencia necesaria para saber defender sus libertades conquistadas. Los rusos somos quizá el pueblo cuyas nociones sobre la democracia y la libertad son más ínfimas. Bajo el régimen zarista vivíamos sometidos al despotismo más acabado. Después, la revolución de febrero de 1917, con Kerensky al frente, brilló como un relámpago en la noche negra de la opresión. Al cabo de pocos meses tomamos nosotros el poder. Hubo libertad, pero también comunismo de guerra. Murió Lenin y con él murió la democracia soviética. Después… después vino la era staliniana. La libertad se trocó en dictadura. Y en un pueblo en el cual no se ha forjado sólidamente el concepto de democracia, una prolongada dictadura termina por entumecerle las facultades críticas. Se ha dicho, y con razón, que la capacidad de usar de la libertad se adquiere con el ejercicio de la libertad. Es triste tener que confesarlo, pero al cabo de veinticinco años de revolución la mayoría de los ciudadanos soviéticos carecen del estímulo que representa tener conciencia de lo que se carece.
Hizo una pausa, y tras de decirme que quizá no comprendiera bien qué relación tenía todo aquello con la pregunta que le había formulado, prosiguió diciendo.
—… para intentar una sublevación contra Stalin deberíamos buscar el apoyo en las masas. Trato, pues, de evidenciarle lo difícil que ello es, independientemente de otras razones que examinaré más tarde.
—Hable, hable —le dije—. Todo cuanto usted me está diciendo descubre ante mí un mundo de realidades que hasta hoy eran sólo vagas sospechas y suposiciones.
—Esto no es fatalismo en nuestro pueblo, es hábito a estar mandado, a obedecer siempre. Ello crea costras de indiferencia, a veces, de inconsciencia y de cinismo. «Es igual —se dicen. Así ha sido antes, así es ahora, así seguirá siendo». Otros, los que tienen más conciencia, se preguntan: «¿Para qué? ¿Quién se hará eco de mi protesta?» Y la sensación de la impotencia les desmaya el ánimo. No faltan tampoco los que a fuerza de repetirles y de escuchar en todas partes y de leer en todos los periódicos y revistas que estamos disfrutando de la más amplia y generosa libertad y de que fuera de nuestras fronteras los obreros viven bajo el azote del hambre y del látigo del capitalismo, se dicen a sí mismos como consuelo a sus dificultades: «Cualquier otra libertad sería peor. Aquí tengo dificultades, pero nadie me apalea y, mal o bien, como». La dictadura de Stalin opera como un corrosivo en la voluntad de las gentes. Tiene, además, de todo lo criminal de cualquier dictadura, la virtud de no generar rebeldías, sino de asesinarlas antes de aflorar…
—… una usted a este cuadro la fuerza de penetración en los espíritus de las gentes sencillas, de nuestras nuevas generaciones, de ese gigantesco aparato de propaganda empeñado en glorificar a Stalin. Se han batido todos los récords de la alabanza, de la adulación y del servilismo. Se han roto todas las medidas del encomio y del aplauso. Nada grande, nada meritorio, nada se crea ni se produce, nada se concibe o se realiza en la vida soviética que no haya sido por el soplo «genial» de la inspiración del más «grande hombre» de todos los tiempos.
Y el martillo de la propaganda clava en las mentes de millones y millones de gentes simples, o de nuestros niños y jóvenes, que Stalin es la bondad y la sabiduría, el nuevo dios de nuestra paganía.
—Naturalmente —observé—, así se les inmuniza contra cualquier tipo de propaganda subversiva contra «el padrecito».
—Ese es el objeto. Para estos millones de seres, la palabra de Stalin es el evangelio bolchevique. ¿Comprende usted ahora por qué le es difícil a cualquier oposición apoyarse en las masas del pueblo?
—Perfectamente —dije.
—Pues oiga usted ahora el otro aspecto de la misma cuestión —dijo mientras se levantaba y tiraba con fuerza del pasador que cerraba el respiradero de la doble ventana, que, al abrirse, dio paso a una bocanada de aire helado en la estancia, donde la calefacción, el samovar y el humo de los cigarrillos hacían la atmósfera pesada. Llenos de nuevo los vasos de té, reanudó su impresionante información como sigue:
—Cualquier cosa podrá negársele a Stalin menos talento maquiavélico y rara habilidad para la intriga. Planea las batallas políticas y el exterminio de sus opositores con la misma técnica que un excelente jefe de operaciones militares. Sus principios fundamentales los hace descansar en este triángulo: Dónde, cuándo y cómo. ¿El Partido? ¿El Ejército? ¿La NKVD? Resuelto el punto donde quiere golpear se plantea el segundo de los aspectos: ¿Hoy? ¿Mañana? ¿Dentro de un año? Maduradas las condiciones, resuelve el tercero: ¿Proceso público? ¿Tiro en la nuca? ¿Muerte «casual», con grandes ditirambos, lujo de crespones y viñetas negras marginando la fotografía impresa en Pravda?…
—… en el proceso de estas tres etapas logra posiciones previas: desorganiza al enemigo y organiza sus propias fuerzas; desmoraliza al adversario, haciéndole presentir el golpe, sin permitirle adivinar de qué lado y cuándo le puede llegar. Así los divide, los inmoviliza y los confunde. Tal ha sido su técnica en los golpes contra los más poderosos. Odiándoles a todos por igual los ha ido destruyendo por partes. Y cuando golpea a unos halaga a los otros. Si el procedimiento resistió la prueba de los poderosos, ¿quién osará desafiar a este felino político con su sola fuerza personal?
—Conociendo el procedimiento, se puede hallar la forma. No dejarse golpear por separado, sino ofreciendo un solo bloque —insinué.
—Las posibilidades de una organización seria de la oposición las ha reducido Stalin casi al mínimo. Todo el sistema le auxilia en su vesánica autarquía. Ningún organismo político, sindical, cultural o cooperativo tiene vida propia o independiente; no hay empresa particular o privada, ni grupos específicos de productores con independencia económica; todo depende del Estado, todo está controlado por la bien alimentada burocracia de Stalin, por los «técnicos», los representantes del Partido o de los sindicatos, por los directores de empresa y por la NKVD Esta burocracia constituye el pilar en que se asienta el poder omnímodo y tiránico de Stalin. La mima y la cultiva, la corrompe y la deshumaniza. Estas gentes, provenientes en su mayoría de las capas humildes del pueblo, que por mil circunstancias o por talento natural, por los estudios o por su ausencia de escrúpulos han escalado los más altos puestos de la administración, estas gentes, digo, viven en tales condiciones de lujo y bienestar que por no perder sus privilegios son capaces de las más infames villanías No sienten ambiciones de otro tipo, porque todas se las han satisfecho; no desean un cambio de la situación, porque saben que cualquier solución de carácter democrático pondría en peligro sus «conquistas» ya logradas. Son los grandes beneficiarios de la revolución. Que el pueblo reviente de hambre les parece la cosa más normal, pues ellos no la pasan; que el pueblo viva en chozas, hacinado en un cuartucho antihigiénico y en la más espantosa promiscuidad, les tiene sin cuidado: ellos disfrutan de amplias y ventiladas casas, disponen de automóvil, de casas en el campo para pasar el fin de semana, comen hasta la hartura, se emborrachan y tienen queridas y el dinero y el poder —aunque sea poder delegado— les sobra por todas las partes. Son los que llenan los restaurantes, los teatros y la ópera, los que comparten las tribunas donde se exhibe el jefe; los que llenan los grandes sanatorios, los que visten con espléndidos abrigos de pieles a sus mujeres y a sus hijos. En una palabra, son la nueva casta de señores que ha sustituido a la derrocada burguesía. Estos son los actuales cuadros del Partido, no diré todos, pero sí la mayoría.
—¿Pero ha sido posible tal degeneración? ¡La mente se resiste a creerlo! —exclamé.
—El Partido —prosiguió no es ya otra cosa que un gigante castrado, un eunuco político al que las «purgas» han desposeído de toda virilidad. Es una máquina acobardada que registra mecánicamente las órdenes y las transmite y las hace cumplir sin piedad. La proporción de afiliados al Partido no alcanza al 2 por 100 de la población. ¿Es que no existen en la Unión Soviética hombres dignos de merecer el carnet del Partido más que en esa ridícula proporción? Existen. Pero Stalin no quiere un Partido de masas. Escoge meticulosamente cada uno de los miembros. Cuando cree que se han podido filtrar elementos vacilantes a sus mandatos o gentes con criterio propio, ordena una «depuración» y limpia el Partido de cuantos individuos no se han mostrado enteramente fieles u obedientes. De este 2 por 100 selecciona a los de «temple staliniano» y ¡os sitúa en los puestos de máxima responsabilidad, aunque exista un millón de hombres más aptos e idóneos que el designado! ¡Al fin ellos no tienen que pensar! ¡Piensa el «jefe», que no se equivoca nunca!
—En consecuencia, como usted verá, amigo Hernández, no existe ningún medio orgánico para oponerse al poder de Stalin. Desde el Buró Político para abajo cualquiera de los ciudadanos soviéticos está en las manos de Stalin y de su doble garra: la burocracia y la NKVD
—¿Pero existen hombres que piensen como usted? Si existen, ¿por qué no relacionarse y tejer poco a poco la red donde se aprisione a este nuevo Gengis Kan? —objeté.
—Si usted conociese un poco más nuestro sistema policiaco, no lo vería tan sencillo. La Policía del Estado, la NKVD, es la organización más perfecta y eficiente que ha podido concebir la mente de un sátrapa sanguinario. Sus ramificaciones se extienden desde las torres del Kremlin hasta la «isba» del más alejado rincón de la URSS Y los mismos vigilantes se saben vigilados. Beria es el jefe y a su vez no sabe quién es el encargado de vigilarle a él. En ese sistema reside la eficacia.
—¿Quiénes pueden conspirar? Los que tienen en su mano fuerzas que poder mover: militares, policías o altos cuadros del Partido. Puedo asegurarle que en esas tres instituciones, de cada tres hombres de cierta graduación existe uno que vigila a los otros dos. Un hombre puede confiar a otro hombre —como yo lo estoy haciendo con usted en este momento— sus pensamientos más íntimos y secretos y proponerle cualquier tipo de organización o de acción, pero en cuanto se reúnan con un tercero ya comienza la desconfianza. Incluso es admisible que la cadena pueda estirarse a media docena, pero el eslabón se quebrará inevitablemente. Uno de ellos, después de consultado, se planteará el problema de si no habrán ido a «probarle». Este sistema de la prueba se ha prodigado con tanta frecuencia que nadie se fía de nadie. El consultado se dirá: «Si no denuncio me denuncian y soy hombre muerto». Y sin otro propósito que el de demostrar que ha sabido resistir la «prueba» y cumplir con su deber de lealtad, se apresurará a delatar a sus amigos. Cuando la «prueba» es «prueba», generalmente se recompensa con algún ascenso; pero cuando la intención es honesta y se produce la delación, el delator manda sin querer al patíbulo a sus mejores amigos y descubre el complot.
—¿No se ha dado usted cuenta de que es muy difícil ver en cualquier café, restaurante, teatro o paseo a más de dos hombres juntos? —me preguntó.
—Es cierto —dije—, pero nunca pude suponerme que ello tuviera un origen en el miedo a la delación, a la falta de confianza entre los ciudadanos y amigos.
—Pues lo que sucede en las instituciones principales tiene su reflejo también en la vida del trabajo, en el campo, en la fábrica, en la oficina o el laboratorio. Allí donde haya más de dos existe un confidente inkavedista. En cualquier brigada de koljosianos o de obreros, indefectiblemente existe el agente policiaco. ¿Quién es? Nadie lo sabe, pero están convencidos de que existe. Y cada uno desconfía del otro. Cuando un obrero se queja por cualquier circunstancia, los demás guardan silencio porque no saben si es un provocador que los está «probando» para descubrir sus opiniones. Pero si quien le escucha es miembro del Partido, obligatoriamente, sea o no inkavedista, deberá denunciar al quejoso, pues de lo contrario puede verse envuelto en la acusación de encubridor…
Mientras me hablaba este viejo revolucionario, recordaba que allá por el año 1932 asistí invitado a una depuración de la fábrica «Lakokraska», de Moscú. Aunque me impresionó el procedimiento, no le concedí otra significación que la de un exceso de vigilancia revolucionaria. Pero ahora comprendía todo el contenido de la escena que presencié. Hela aquí.
El secretario de la Organización del Partido en la fábrica tenía ante sí una serie de carpetas. Tomó una y pronunció el nombre de Markulov. En la sala se hizo un silencio sepulcral. El mencionado se puso de pie. Era un hombre como de cuarenta años.
—¿Desde cuándo eres miembro del Partido? —preguntó el secretario.
—Desde 1917.
—Relátanos tu historia —demandó el secretario.
Markulov habló un gran rato. Se había batido en casi todos los frentes de la guerra civil. Tenía tres cicatrices de otras tantas heridas. Después se había ido a su casa y trabajado en una serie de fábricas hasta que en 1930 se trasladó a Moscú y entró a trabajar en la fábrica donde ahora estaba. Nunca había sido sancionado por el Partido y se creía un buen bolchevique.
Terminado que hubo de hablar se sentó, mientras el secretario blandía un papel extraído de la carpeta.
—Camarada Markulov, ¿con quién hablaste el día 19 de enero de 1931 durante la comida en el restaurante colectivo?
—No me acuerdo.
—¿No estuviste conversando con Alexis? —aquí un apellido que no recuerdo.
—No lo recuerdo, pero admito que así fuera, ya que solíamos comer juntos.
—¿De qué hablasteis?
—No tengo ni idea.
—¿No te acuerdas de que Alexis se quejaba de que en la cooperativa de la fábrica no había chanclos de goma mientras que en el almacén de los técnicos sobraban?
—Sí, ahora recuerdo. Efectivamente me habló de ello.
—¿Por qué no lo denunciaste? ¿Estabas de acuerdo con él? —rugió el secretario.
—No le di ninguna importancia, pues lo que me decía era cosa sabida por todos los compañeros.
—¿Y la vigilancia bolchevique? ¿No sabías que los perros inmundos de la contrarrevolución, las hienas trotskistas se habían dado como tarea fomentar el descontento entre los trabajadores por cualquier simpleza? —aulló encolerizado el secretario.
—Si hubiera sospechado de las intenciones de Alexis le hubiera denunciado —se defendió Markulov.
—Alexis ha sido arrestado por bulista y desmoralizador, por ser vocero de las ideas del enemigo de clase. ¿Sabes el castigo para sus cómplices?
—Yo… yo… soy un comunista sincero —balbuceaba el infeliz mortalmente pálido y descompuesto.
—Tú fuiste su cómplice. Tu silencio demostraba aprobación a la obra de los contrarrevolucionarios —barbotó el secretario. Y volviéndose a la asamblea la exhortó a que aprobara la expulsión del Partido de Markulov, y de su puesto en la fábrica por indigno de pertenecer al colectivo, así como su consignación al Tribunal del Pueblo para que depurara responsabilidades.
Un rugido unánime de la espantada asamblea aprobó las conclusiones del cacique burócrata, mientras Markulov era sacado del local por dos milicianos de la guardia de la propia fábrica.
Y después le tocó el turno a otro de los que antes habían aullado contra Markulov, y la asamblea volvió a rugir. Cada cual creía salvarse clavando los dientes de su miedo en la carne del caído. La escena —no obstante mi fanática fe en aquella época— me impresionó desagradablemente.
La voz de mi interlocutor me arrancó al recuerdo de diez años atrás.
—… luego la delación se ha instituido como una forma de autodefensa personal. El régimen staliniano ha matado la amistad. Stalin es un lobo solitario que no tiene ningún amigo íntimo. Esa necesidad que sentimos los humanos de conversar, de confiarnos nuestros sentimientos, de reír y de llorar en el seno del afecto y del cariño de los amigos él no la ha sentido nunca. Vive alejado de sus hijos. En su casa sólo convive con su viejo ayudante, que le sirve de camarero y de ayuda de cámara, que cuida de su ropa y limpia las habitaciones que ocupa. ¡Ni el cocinero ni ningún otro sirviente le ven la cara de cerca! Y lo que él no siente lo considera superfluo para los demás. Somos, por obra y gracia de Stalin, un pueblo sin conviabilidad, sin civilidad. Y, aunque le parezca monstruoso a usted y al mundo civilizado, por ley se ha establecido la obligatoriedad, bajo penas severísimas a los infractores, de la delación en el seno de la familia. Los hijos deben denunciar a los padres y los padres a los hijos, y los hermanos entre sí.
—¡Pero cómo es posible tal regresión a la barbarie! —exclamé indignado—. ¡Si hace siglos que la legislación penal de los pueblos ha barrido de sus leyes el monstruoso concepto de la responsabilidad colectiva de la familia por delitos de cualquiera de sus componentes, y ha establecido la eximente de responsabilidad en los familiares de primero y hasta de segundo grado para casos de encubrimiento!
—Pues la legislación staliniana ha establecido, por decreto del 8 de junio de 1934, el principio que voy a leerle.
Tomó de uno de los estantes de su biblioteca un pequeño libro, hojeó sus páginas y leyó en alta voz:
«3. En caso de evasión o fuga al extranjero de un militar, los miembros adultos de la familia, si de algún modo hubieran intervenido en la preparación o comisión del acto de traición, o hubieran tenido noticias sin denunciarlo a las autoridades, serán castigados con la pena de cinco a diez años de prisión, con confiscación de bienes.
»Los demás miembros adultos de la familia del traidor que vivieran con él o dependieran de él al tiempo de cometerse la traición, serán privados de sus derechos electorales y deportados por cinco años a las remotas regiones de Siberia».
—Si eso es aplicable a los simples desertores militares —comentaba mi informante— ¡qué no sufrirán las familias de los disidentes políticos, de los que conspiran de cualquier manera contra Stalin! ¡Ni en el seno de la familia se puede hablar sin temor a que el miedo pueda llevar a uno de la misma a delatar al otro!
—¿Y se han producido casos de delación familiar? —pregunté espantado.
—Desgraciadamente, sí. El miedo es ciego —afirmó.
—Es para sentirse nihilista. A un loco furioso se le pone, por humanidad, la camisa de fuerza y se le recluye en un manicomio. Pero si el loco está armado y dispara contra las gentes, si no queda otro remedio, también, por humanidad, hay que exterminarle —grité enfurecido ante tanta infamia.
—También algunos han pensado en ello —aclaró aquel viejo bolchevique—. Pero Stalin conoce el paño. Sus entradas y salidas del Kremlin nunca son regulares. Tan pronto acude a las diez de la mañana como a las doce de la noche. Nadie conoce de antemano sus proyectos ni su ruta. Poquísimas personas conocen en Moscú la casa donde vive este hombre. ¿Conoce usted la carretera Moscú-Polonia? —me preguntó. Como contestara que sí, prosiguió—. Pues bien, a la altura del kilómetro doce o catorce hay una desviación a la izquierda que se adentra en un paraje boscoso cerrado por diferentes empalizadas y barreras de alambre de púas. Nadie vive en los alrededores ni la carretera tiene comunicación con parte alguna que no sea la casa de Stalin. Todo el bosque está vigiladísimo y, pasada la primera empalizada, en la segunda se ven ya las garitas de los centinelas de la NKVD Los espacios entre las distintas barreras están vigilados por hombres y mastines que destrozarían al infeliz que por error, ignorancia del lugar o curiosidad se le ocurra saltar una empalizada.
—Cuando Stalin tiene que asistir a un lugar determinado y el hecho es público, todas las viviendas, todas las ventanas y todas las terrazas de las casas del trayecto son ocupadas por la NKVD Por las calles no transita un alma…
Al oírle evocaba mis propios recuerdos, mi asistencia a algunos actos a los que concurría Stalin. En mi calidad de representante del Partido Comunista de España en la I. C. disfrutaba de este privilegio. El procedimiento era complicadísimo y misterioso. La invitación se me facilitaba a nombre personal cinco minutos antes de partir en el automóvil que había de conducirme, junto con otros invitados, al lugar determinado. La primera vez fue al Gran Teatro de la Opera de Moscú. El motivo, el XXIV aniversario de la Revolución de Octubre. Las sombras de la noche habían descendido sobre la Plaza Sverdlov, en uno de cuyos lados se yergue la imponente fachada del «Bolshoi Theatro». Al aproximarnos a la plaza nuestro vehículo fue detenido por un cordón de guardias. Una joven «miliciana», de abundante melena y guantes escrupulosamente blancos, nos pidió con mucha corrección nuestros documentos personales. Vista la fotografía del pasaporte, escrutaba nuestros rostros para cerciorarse que correspondía a la misma persona. Nuestros carnets del Ejecutivo de la Internacional Comunista no nos salvaban de la pesquisición. Al llegar a una de las puertas laterales del teatro, nueva revisión de documentos. Entramos en el zaguán y fuimos invitados a dejar nuestros portafolios y cualquier clase de armas que pudiéramos portar. Dejamos los portafolios, que era cuanto llevábamos. Subimos al primer piso, que da acceso a un amplio «hall», y allí un registro personal convencía a la NKVD de que habíamos cumplimentado la invitación de desprendernos de cualquier clase de armas. Entrada a la sala. En la puerta, una última comprobación de la personalidad con la tarjeta de invitación y el nombre del pasaporte. Después, amablemente, nos acompañaban hasta el numerado asiento, donde por cada dos extranjeros se intercalaba un ruso vestido de civil, pero con el aspecto inconfundible del inkavedista.
Este procedimiento no era exclusivo para los comunistas extranjeros, pues tuve ocasión de observar que los mismos requisitos se exigían de los generales y personajes civiles que habían sido invitados.
Al parecer, en la vida diaria, para llegar al despacho de Stalin se pasa por la misma vejatoria pesquisición.
Stalin fue el último en llegar al «Bolshoi Theatro» y fue el primero en salir.
—… cualquier clase de atentado terrorista contra Stalin es casi imposible —seguía diciendo el viejo bolchevique—. Y el complot en su forma clásica de varios conspiradores o conjurados tendría que darse entre el personal más adicto al señor de todas las Rusias, cosa muy improbable, por cuanto hemos examinado y por la calidad de los guardianes. Y si alguno lo intentara tendría que tener endurecidas las entrañas, pues sabe que no es sólo su vida, sino la vida de su esposa, padres, hijos, hermanos, parientes hasta la séptima generación, amigos y colaboradores, los que serían ferozmente martirizados y al fin asesinados.
La única vez que el pueblo ve a Stalin más cerca es durante los desfiles en la Plaza Roja. Lo ve montado en el alto estrado del mausoleo de Lenin. La distancia es considerable. Cualquier clase de atentado tendría escasísimas posibilidades de éxito. Prácticamente, ninguna —dijo mi anfitrión, quien deseando dejar bien claro su pensamiento al respecto, agregó aún—. Como marxista, usted convendrá conmigo, en que el atentado personal es estúpido. Stalin sería reemplazado en veinticuatro horas por otro Stalin de diferente apellido, que, en general, continuaría la misma política. Stalin y el staliniano son la consecuencia, no la causa, de la burocracia; luego a lo que hay que atacar es al origen, no al efecto. Contra eso de nada valen las pistolas individuales. La única arma eficaz es la acción consciente de las masas obreras decididas a liquidar todo el sistema burocrático.
Nuevamente se hizo el silencio. Deseando continuar la conversación insistí diciendo:
—Efectivamente. La URSS es un inmenso campo de concentración con cines, teatros, comercios, hoteles, elecciones y periódicos. Un perfecto Estado policiaco donde las gentes tienen la seguridad de vivir en libertad mientras la policía no decide lo contrario.
—Tenga usted la seguridad, amigo Hernández, de que su visita a mi casa será registrada en su expediente policiaco y en el mío. Nadie da un paso que no esté controlado. Cada casa tiene su portero. Cada portero es un agente de la NKVD que registra las visitas que se reciben, las horas que el visitante permanece en la casa, las entradas y salidas de cada vecino. Cuando se sospecha, los micrófonos se instalan en los lugares más inverosímiles de su propia casa y escuchan las conversaciones. Cada portero tiene doble juego de llaves de cada habitación y el derecho de entrar a inspeccionar si la conservación de la «propiedad socialista» es observada por el vecino o no. Y entra cuando le da la gana, cuando usted está y cuando no está. La vida de los ciudadanos está a merced de cualquier información tendenciosa de un portero.
Volví a recordar. Un día, allá por el invierno de 1931, siendo estudiante en la Escuela Leninista de Moscú, fui invitado por una amiga a su fiesta de cumpleaños. Nadia, así se llamaba la joven, reunió a un grupo de amigos. Pasamos una velada encantadora. Al día siguiente la Comisión de Cuadros (GPU) de la Escuela me llamó.
La conversación se desarrolló a este tenor:
—¿Se divirtió usted anoche? —me preguntó el encargado de la Sección, un tal Mijailovich.
—Lo pasé bien —dije un poco sorprendido por la rapidez con que les había llegado la información.
—¿Conocía usted a todos cuantos acudieron a la fiesta?
—Los veía por primera vez.
—No debe usted volver a tal tipo de fiestas.
—¿Por qué?
—Resultan peligrosas.
—No comprendo. Nadia es miembro del Komsomol —Juventud Comunista—. Ella sabrá a quien invita —dije.
—En el Komsomol hay menos vigilancia que en el Partido. Y siempre puede haber gente interesada en saber quién es usted, qué hace usted y cualquier imprudencia le puede llevar a romper la conspiración.
—Lo tendré en cuenta —dije.
—En cuenta no. Usted debe prometer no volver a tales fiestas.
—Creo que he ido a un par de ellas —aclaré.
—Usted ha ido a casa de Nadia siete veces —contradijo Mijailovich, mientras su grueso dedo recorría los renglones de un papel donde estaban registradas con fechas y horas mis visitas a la joven.
—Si es una orden la cumpliré, aunque no comprendo claramente la razón —objeté.
—Es una recomendación.
Y dejé de visitar a Nadia. Hubiera sido inútil tratar de burlar a la NKVD
La llegada de las mujeres puso fin con su presencia a la más impresionante revelación que hasta entonces oyera de persona alguna. Al despedirnos dije al viejo bolchevique que cualquier día que dispusiera de tiempo me llamara, pues quería hacerle una serie de preguntas que su información me había sugerido. Me citó para cuarenta y ocho horas después.
Al salir a la calle densos copos de nieve vestían de sudario las calles de Kuibichev. Ninguna nieve podría ser más gélida que el hielo que sepultaba mi ruptura con Stalin.