CAPITULO IV

La guerra germano-soviética. Hitler ataca a su socio. Los traicionados, en ayuda del traidor. Stalin, «salvador» de la civilización. El chantaje del felón del Kremlin. Iván el Terrible y Pedro el Grande vuelven al Kremlin.

EL 22 de junio de 1941, quienes amagaban con poner la «camisa de fuerza» a los locos agresores se sobrecogieron de espanto. El servicio de información soviético había captado un radio a las 16,45 horas del día 21 de junio dirigido al I Ejército de tanques de Von Kleist, concentrado en el saliente de Sokal (región Grubeshow-Bieltz), que decía: «Narraciones sobre los héroes de Wotan. Nokar 15». Era la señal convenida para dar principio a la agresión contra la Unión Soviética. El Estado Mayor soviético no supo descifrar el contenido del despacho. Y durmió todavía unas horas tranquilo. A las 3,15 horas del día 22, la infantería alemana comenzaba su ofensiva, precedida por las explosiones de los obuses. Según los propios relatos de los alemanes, «el enemigo quedó paralizado por la sorpresa». La famosa «blitzkrieg» alemana se apoyaba ante todo en el factor sorpresa, en el impacto del primer ataque, en la rapidez del movimiento, a fin de evitar que el enemigo pudiera reponerse del poderoso golpe inicial, y aniquilarle en sucesivas y fulminantes batallas, acosándole sin tregua ni descanso, buscando la decisión final antes de que el adversario tuviera tiempo de reaccionar.

La URSS no entró en la guerra para «sacar del pozo» a las democracias. La URSS empuñó las armas solamente cuando fue agredida por su socio. No fue Stalin, fue Hitler el que empujó a la URSS al campo de las democracias. Que Stalin no tenía el menor propósito de luchar contra Alemania lo evidencian no sólo sus declaraciones sobre los «provocadores de la guerra» y la tenaz campaña llevada —vencida ya Francia— contra Inglaterra, que se sostenía heroicamente contra el acoso fascista, sino también las declaraciones de Molotov a las pocas horas de comenzada la agresión nazi: «El ataque sin precedentes contra nuestro país es una perfidia que no tiene paralelo en la historia de las naciones civilizadas. El ataque sobre nuestro país fue perpetrado a pesar del hecho de que se había firmado un tratado de no agresión entre la URSS y Alemania y de que el Gobierno soviético cumplió de la manera más fiel las condiciones de ese tratado». Y agregaba después: «Nos hemos visto obligados a ir a esta guerra no por el pueblo alemán, cuyos padecimientos comprendemos bien, sino por un grupo de gobernantes fascistas sedientos de sangre, que han esclavizado a los franceses, los checos, los polacos, los servios, los noruegos, los belgas, los daneses, los holandeses, a Grecia y a otras naciones».

Naturalmente, Molotov silenciaba que la esclavitud de Europa por «fascistas sedientos de sangre» había sido posible primero y facilitada luego por los que habían «cumplido de la manera más fiel» el pacto germano-soviético.

Y el 3 de julio Stalin declaraba: «La Alemania fascista ha violado inesperada y pérfidamente el pacto de no agresión firmado con la URSS Naturalmente, nuestro país, amante de la paz, no deseando tomar la iniciativa en la violación del pacto, no podía lanzarse por el camino de la traición»… «Al atacarnos, Hitler se ha desenmascarado ante todo el mundo como un agresor sanguinario».

Por lo visto, antes de haber sido agredida la URSS, cuando el estrépito bélico hitleriano trituraba pueblos y naciones bajo las cadenas de sus tanques; cuando cientos de poblaciones eran barridas de la superficie de la tierra, y silenciábase hasta el último latido de lo que fuera casa, museo, iglesia, jardín; cuando jalonaban sus avances con inmensas simas de cadáveres y hundían sus inmundas pezuñas en la sangre caliente de toda una generación; durante las infaustas calendas en que el mundo enloquecía de terror ante las hordas nazis, Hitler era para Stalin el honorable socio al que había que respetar y a quien, según su propia confesión, atacarle suponía el «lanzarse por el camino de la traición».

* * *

El Kremlin se estremeció de pavor. Todo el aparato oficial estiró las orejas hasta Londres, en anhelante espera de la reacción inglesa ante el ataque hitleriano a Rusia.

Aquel mismo día abandonaba yo la clínica del Kremlin, donde una doble pulmonía me había postrado en cama durante varias semanas. El mismo Manuilski pasó a recogerme y juntos nos trasladamos a Kunsevo, distante una veintena de kilómetros de Moscú, donde ambos teníamos nuestra «dacha».

—Comenzó la danza —dije a Manuilski sin poder ocultar la satisfacción que el hecho me producía.

—La situación es gravísima: 170 divisiones han hendido nuestras fronteras y nuestros ejércitos de cobertura han sido destrozados —dijo con tono sombrío.

—Las guerras, camarada Manuilski, no se deciden con los primeros éxitos territoriales conseguidos al calor de la sorpresa. En la guerra lo decisivo es ganar la última batalla. Y ésta la gana el que dispone de mayores reservas humanas, el que logra superioridad en la producción y se rodea de mejores aliados —aclaré con la convicción que me daba nuestra propia experiencia española.

—Hitler nos impondrá una guerra «relámpago» que le permita acabarla con éxito antes de que podamos movilizar todos nuestros recursos humanos e industriales, y antes de que nuestros probables aliados puedan poner en pleno rendimiento su colosal potencialidad.

—Ustedes pueden ceder terreno, que tienen de sobra, para ganar tiempo. En cualquier parte que se detenga a los nazis, será la muerte de los estrategas del vértigo. Precisamente, la «Blitzkrieg» sobre el frente soviético antes revela miedo que seguridad. Hitler teme encontrarse entrampillado entre dos frentes, el inglés y el soviético.

—¿Pero cuál será la posición inglesa y norteamericana? Ahí está la incógnita —dijo con desaliento.

—En mi opinión —dije—, Inglaterra no puede dudar. El ataque a la URSS demuestra que Hitler quiere asegurarse el asalto a Inglaterra.

—Veremos… veremos… El discurso que tiene anunciado Churchill para dentro de un rato nos sacará de dudas.

Llegamos a Kunsevo. En «la Casa Roja» había mucha gente esperando a Manuilski. Los rostros reflejaban preocupación. Entre los presentes, Togliatti, Piek, Golwad, Marty, Pasionaria y algunos otros colaboradores del aparato de la Internacional Comunista que pasaban sus vacaciones en Kunsevo. Todos querían oír a Churchill en la única radio que podían oírle: la de Manuilski.

Nos saludamos en voz baja como si estuviéramos en un velatorio fúnebre. Cuarenta ojos miraban el ojo mágico del aparato de radio, que debería indicarnos la perfecta sincronización con la BBC de Londres. Parte del «cerebro de la revolución mundial» esperaba, con la angustia apretándole la garganta, las palabras de Churchill, a quien Stalin había caracterizado como el primero «entre los estranguladores del movimiento de liberación de los pueblos», de los que «siempre han preferido hacer la guerra con manos ajenas».

La estancia estaba débilmente alumbrada por el camuflaje de la luz. Me sentía cansado y sobreexcitado. No podía exteriorizar lo que pensaba. Me hubieran tomado por loco o por antisoviético. De no haberme contenido ese temor les hubiera gritado mi contento por el ataque nazi a la URSS Era un contrasentido, pero lógico. Estaba harto de aquella mordaza que había agarrotado nuestras lenguas y encadenado los puntos de nuestras plumas, impidiéndonos exteriorizar nuestro odio contra el Canciller de Sangre que había pisoteado la libertad del pueblo español y aupado al poder a Franco. Moscú nos lo había prohibido. Al pactar con Hitler no sólo le brindó la amistad soviética, sino la sumisión de todo el movimiento comunista internacional. La alta dirección de la I. C. caracterizó la guerra de imperialista contienda, pero a los comunistas se nos ordenó atacar solamente a los que se defendían de Alemania.

Piek gruñó:

—¿Qué nos irá a decir ese viejo zorro?

Nadie contestó. Piek esperó un momento, luego me preguntó con curiosidad:

—¿Qué opinan los camaradas españoles?

—¿De Churchill o de los alemanes? —pregunté a mi vez con cierta ironía.

No debió agradarle mi pregunta y volvió a quedar silencioso. Yo veía solamente su gruesa y blanca nuca. Cerca de él, Golwad tenía la boca abierta y su granujienta nariz, en la luz incierta, parecía más gruesa que de ordinario. Los demás fumaban silenciosos o cuchicheaban en voz baja. El gesto taciturno y severo de Manuilski les imponía respeto. La radio transmitía musiquilla bailable que sonaba a herejía en nuestros anhelantes oídos. De pronto, el speaker anunció algo en inglés. «¡Churchill!», exclamaron varias voces. Un remolino humano de alientos contenidos envolvió el aparato de radio. Todos estábamos de pie, mirando el ojo verde de la pantalla, como si por él fuera a filtrarse la oronda humanidad del premier inglés. Vibró una voz recia, viril. Churchill había comenzado su histórico discurso. Yo ponía la misma atención que los demás, aunque no entendía una palabra. Una secretaria tomaba rápidos apuntes. Miré el rostro de Manuilski. Sus ojillos relampagueaban y sus dedos índice y pulgar atusaban su boscoso bigote. Era un gesto de contento en él.

El discurso fue breve y preciso. La traducción me hizo saber que Churchill había dicho:

«… Daremos toda la ayuda que esté a nuestro alcance a Rusia»… «Si Hitler se imagina que su ataque contra la Rusia Soviética provocará la más mínima discrepancia en nuestros objetivos o una disminución en los esfuerzos de las grandes democracias que han decidido su eliminación, está lastimosamente equivocado»… «El peligro ruso es nuestro peligro»…

El amplio «hall» se había llenado de optimistas y ruidosas manifestaciones de contento. La velada se prolongó entre supuestos y conjeturas sobre la posibilidad de la desmantelada Inglaterra para poder saltar sobre el continente europeo. Se recordó la suerte de Guillermo y se habló del lastimoso fracaso de las previsiones de Hitler en el «Mein Kampf». El segundo frente era una realidad.

Pocos hechos en la historia más dignos de admiración que la heroica lucha del pueblo y del Ejército soviéticos contra los invasores nazi-fascistas. Fueron semanas, meses, años de fragor constante, de acoso alemán en su furia desbordada, de resistencia soviética en su valentía sin dimensión, en que los sitiadores resultaban sitiados, en que los que habían entrado no sabían cómo salir, en que los generales de la «Blitzkrieg» vieron al fin a sus soldados fugitivos delante de la contraofensiva soviética.

De este hecho innegable que el mundo admiró, Stalin y sus corifeos han tratado de deducir dos conclusiones tan estúpidamente pretenciosas como éstas: la Unión Soviética ha salvado la civilización; la Unión Soviética ha demostrado su superioridad sobre todos los demás sistemas sociales.

Con esta atronadora propaganda se intentaba hacer olvidar al mundo la infamia del pacto germano-soviético y se intenta justificar toda la política expansionista de los señores del Kremlin, pues «el mundo se lo debe todo».

Veamos de cerca estos dos leit motiv de la propaganda staliniana.

Creemos haber demostrado que no fue Stalin, sino Hitler, quien obligó a la Unión Soviética a entrar en el campo de las democracias. Stalin mismo lo reconocía el día 3 de julio de 1941 al declarar: «Nuestra guerra por la libertad de la patria se fundirá con la lucha de los pueblos de Europa y América por su independencia y por las libertades democráticas. Será el frente único de los pueblos que luchan por la libertad». Luego hacía dieciocho meses que el mundo estaba en guerra por la defensa de la libertad y de la democracia. Hacía dieciocho meses que los hombres morían por lo que Stalin calificaba de «locura criminal», esto es, la lucha por destruir al hitlerismo.

El «salvador» de la civilización, al pactar con Hitler, no desconocía la índole de sus aliados; sabía que en su engreimiento salvaje eran capaces de mutilar un busto de Miguel Ángel, ensuciar un museo, tirar al blanco sobre el busto de Gogol o limpiarse el fango de sus botas en un autógrafo de Tolstoi, aun a sabiendas, aunque jamás los hubieran leído, de que se trataba de dos genios de la literatura rusa y universal. Su crimen, su odio, era un rencor consciente contra la cultura. Eran como sus émulos, los fascistas españoles, que al asesinar a García Lorca no procedían ignorantes de la significación genial del poeta, sino que esto, su nombre, su fama y su gloria, les removía aquel limo del alma que se desbordó en uno de los crímenes más repugnantes y odiosos del fascismo español.

El «salvador» de la civilización, al pactar con Hitler, al nutrir la máquina que aplastaba los pueblos de Europa con el petróleo ruso, sabía que con ello alimentaba a unas fieras entre las fieras, sin clasificar aún en los tratados de zoología, puesto que las fieras no acometen más que por instinto de conservación o para procurarse sustento. La bestia hitleriana mataba y asesinaba como norma de conducta, por crueldad, por desprecio al hombre, azuzada por su bárbara teoría racial, que declaraba que «todo lo que no pertenece a la buena raza (germana) es basura». (Mein Kampf).

El «salvador» de la civilización, al pactar con Hitler, sabía que pactaba con el monstruo que había declarado y escrito que «la guerra es el estado natural del hombre»…, «la vida es la guerra»…, lo que era igual a decir «asesinar es mi modo de vivir». Y su secuaz Franco, en la vileza del plagio, había de decir: «La paz es un accidente». Es decir, para los fascistas de todos los colores el trabajo, la familia, el amor, la alegría, todas las conquistas y afectos que distinguen y afirman al hombre en la vida, eran y son un fenómeno circunstancial. Y Stalin ayudaba a la obra de los que consideraban que el ingeniero no construía los puentes para que por ellos transitaran los mensajes del trabajo, sino para que los saltasen las bombas de la aviación; a los que consideraban que el arquitecto no trazaba ciudades para la comodidad y recreo del hombre, sino para que las arrasasen las batallas; que el labrador no araba los campos para recoger el fruto eterno de la tierra, sino que tenía que abonarlos para que los pisoteasen los ejércitos y los segasen las balas; que el obrero no forjaba una pieza para perfeccionar la máquina que manumita al hombre pesados trabajos, sino que tendría que construir las máquinas de muerte; que el sabio no investigaría para aliviar el dolor humano o para ensanchar los dominios de la ciencia, sino para supeditar todo eso al descubrimiento de los métodos más rápidos de exterminio y destrucción; que las madres no crearían a sus hijos con un sueño de felicidad, sino para que los asesinasen en la guerra.

El «salvador» de la civilización, al pactar con Hitler, pactaba con quien había comenzado la guerra en Alemania contra los mejores hijos del pueblo alemán, contra los obreros, los campesinos, los profesores herederos de Hegel y de Marx, para dar paso a los curanderos de la filosofía como Rossemberg; la guerra a la ciencia, para sustituir a Einstein por Darré; la guerra a la cultura, para reemplazar la literatura de Goethe, de Mann, por los artículos de Goebels; Stalin pactaba con los que entre alaridos salvajes quemaban en la Alexanderplatz de Berlín los libros de Marx, de Lewy, de Croce, de Voltaire, de Rousseau, de las mentes más preclaras de la Humanidad.

Y el «salvador» de la civilización, convencido de todo eso, declaraba en su discurso del día 3 de julio de 1941: «Pueden preguntarnos: ¿cómo ha podido ocurrir que el Gobierno soviético se haya avenido a concertar un pacto de no agresión con gente tan felona y monstruosa como Hitler y Ribbentrop? ¿No habrá habido en esto un error por parte del Gobierno soviético? ¡Claro que no! Un pacto de no agresión es un tratado de paz entre dos potencias… incluso cuando esta potencia estaba encabezada por unos monstruos y caníbales como Hitler y Ribbentrop».

No se puede elevar a mayor altura de cinismo la justificación de un crimen de lesa Humanidad.

La civilización la salvaron los soldados y los héroes de El Alamein, Stalingrado, Iwo Hima, Dunkerque y Moscú, Coventry y Londres, y todos los hombres que en el mundo se alzaron en defensa de la libertad frente a la pesadilla concebida en la horrible noche del fascismo.

La segunda de las conclusiones stalinianas tampoco resiste la prueba del análisis crítico. Arthur Koestler la ha destruido con estas palabras «Si, como nos asegura la propaganda soviética, el éxito de los ejércitos rusos en 1944 es una prueba de la excelencia del stalinismo y de su superioridad sobre otros sistemas sociales, entonces podremos también llegar a la conclusión de que la victoria de 1815 probó la excelencia del régimen zarista y la superioridad de la servidumbre sobre los principios de la Revolución Francesa. La misma analogía puede aplicarse a cualquier nación que haya combatido en esta guerra. Ningún ejército puede rivalizar con la suicida devoción de los japoneses ante su bandera; ergo, los heroicos defensores de Salamaua, que murieron hasta el último hombre y que en su mayor parte eran simples obreros y campesinos como los de Stalingrado, probaron con su supremo sacrificio que el reino del Mikado es el más progresista de la tierra»… «Es obvia la falacia lógica; y, no obstante, tal es el poder emotivo del mito soviético que incluso los intelectuales aceptan sin discusión la fórmula de que los rusos se baten bien porque saben por qué están combatiendo, mientras que los equivocados y fanáticos japoneses, etc., se baten bien porque no saben porqué están combatiendo»[8].

A esta excelente refutación de la presuntuosa propaganda stalinista deberemos agregar algunos hechos vividos por nosotros mismos en la Unión Soviética durante este período. El primero y más sintomático fue el desposeer a toda la propaganda interior de cualquier manifestación de lucha por la defensa del régimen soviético. Se utilizó un concepto más amplio. Stalin lo inició en su discurso del 6 de noviembre de 1941 con estas palabras: «¡Y estos hombres, privados de honor y de conciencia, hombres con moral de bestias, tienen la desfachatez de exhortar al aniquilamiento de la gran nación rusa, la nación de Plejánov y Lenin, Belinski y Chernishevski, Pushkin y Tolstoi, Glinka y Tchaikossky, Gorki y Chéjov, Séchenov y Pavlov, Riepin y Súrikov, Suvorov y Kutúsov!» Por encima del carácter ideológico se situaba el sentimiento nacional, que es uno de los factores emocionales más poderosos con que se mueven los pueblos en las contiendas guerreras. Durante la guerra los soldados y los oficiales del Ejército Rojo no ambicionaban la orden de la «bandera de Lenin», sino las de Suvorov y Kutúsov, que eran la máxima condecoración y honor militares.

Los médicos españoles que se incorporaron al Ejército me confesaban un día su asombro porque el 90 por 100 de los reclutas al pasar la revisión médica llevaban pendientes del cuello escapularios y medallas religiosas. ¡Y se batían como leones contra los invasores de su patria! Stalin se congració con la Iglesia Ortodoxa, acabó con los museos antirreligiosos, concedió amplias prerrogativas al clero, se restauraron todas las iglesias. Durante la Pascua de 1942, cuando Moscú perecía de hambre, todos los almacenes de comestibles, las pastelerías y cooperativas obreras se llenaron de los simbólicos huevos de Pascua. Se celebraron concilios y se condecoraba a los Príncipes de la Iglesia por el Gobierno. Y los popes exaltaban a las multitudes que llenaban increíblemente las iglesias a luchar por la «santa Rusia» contra el invasor teutón. En un folleto que fue profusamente distribuido en aquella época, titulado «La Religión y la Iglesia en la URSS», se decía: «El Partido Bolchevique, como dirigente de la clase obrera, con la mayor consecuencia y audacia se levantó contra el salvaje régimen zarista y las persecuciones religiosas». En reciprocidad, en otro folleto titulado «La Iglesia Ortodoxa Rusa y la Guerra Patria», Nicolás, metropolitano de Kiev y Falich, decía cosas como éstas: «El poder de los soviets ha sido establecido por Dios».

Moscú fue, en estos años, sede de reuniones y congresos de eslavos. El Internacionalismo proletario cedió el terreno a los lazos de sangre, a los vínculos raciales. El himno de los trabajadores, la «Internacional», fue relegado al olvido. La URSS cantaba ahora con estrofas nacionalistas las glorias de la Patria Rusa.

Los hombres y las mujeres, los jóvenes y los ancianos rusos, con la nueva política oficial, sintieron renacer su ardiente patriotismo. La literatura oficial impuso nuevos modos. Las frases «camarada» y «comunista» dieron paso a las de «patriota» y «hombre ruso».

No criticamos esta política, constatamos un hecho. Tampoco criticamos al régimen por lo que pudiera tener de socialista. Simplemente, nos limitamos a observar que el régimen staliniano procuró disimular su propia esencia ideológica, que eliminó sus propias consignas, que se vistió con los ropajes de las «glorias del pasado zarista» para llamar al pueblo a luchar contra el invasor.

* * *

Stalin, el hombre que declaraba el 3 de julio de 1941 que «no podíamos violar el pacto» con Hitler, porque hubiera sido «lanzarnos por el camino de la traición», amenazó constantemente durante toda la guerra con romper el pacto con los aliados que habían acudido en su auxilio el 22 de junio de 1941 y buscar la paz por separado con la Alemania fascista.

Practicando la tan conocida táctica de que la mejor defensa es el ataque, los exégetas de Stalin escriben ahora: «Durante la guerra, los imperialistas anglo-norteamericanos practicaron una política ruin y farisaica, demorando a todo trance la apertura del segundo frente, a pesar de sus solemnes promesas. Más aún, como se ha aclarado posteriormente, a espaldas de la URSS mantenían conversaciones secretas con los hitlerianos para la conclusión de una paz por separado»[9].

No estará de más decir que no fueron los rusos los que abrieron el segundo frente. Los abrieron los anglo-norteamericanos. Y Stalin, el 1.° de mayo de 1943, con «olvido» de lo que escriben ahora los Malins, declaraba: «Al mismo tiempo, las victoriosas tropas de nuestros aliados derrotaron a las tropas italo-alemanas en la zona de Libia y Tripolitania, limpiaron estas zonas de enemigos y les continúan machacando ahora en la zona de Túnez, mientras que la valiente aviación anglo-norteamericana asesta golpes demoledores a los centros de la industria de Alemania e Italia».

Un día del mes de enero de 1942, hallándome en Kuybichev, capital provisional de la URSS, trabajando en función de corresponsal extranjero y de comentarista de radio, fui convocado, juntamente con otros periodistas comunistas, a una reunión especial con Losostzky, jefe de Información del Gobierno soviético. Losostzky nos planteó algunos problemas muy turbios e imprecisos. La médula de los mismos era la siguiente: nuestros aliados están retrasando la formación del segundo frente, pretextando que no están debidamente preparados. Deberemos darles un toque de atención muy discreto, pero comprensible. Busquen ustedes la forma más hábil para dejar entrever que la URSS no está dispuesta a soportar por más tiempo el peso principal de la guerra.

—¿Pero qué otro remedio queda sino pelear? —preguntó una jovencita norteamericana que se hacía llamar Ross.

—Nadie dice que vayamos a dejar de pelear —aclaró Losostzky—. Se trata de provocar cierta intranquilidad en nuestros aliados, al mismo tiempo que acentuamos nuestra propaganda cerca del pueblo y ejército alemanes, de que los rusos peleamos solamente por liberar nuestra tierra de invasores, que no ambicionamos ni una sola pulgada de suelo extranjero. También deberemos hacer una nítida diferenciación entre el Gobierno fascista y el pueblo alemán.

—Comprendo bien lo que se refiere al pueblo alemán, pero no tanto la relación que ello pueda tener con la premura del segundo frente —objeté.

—Ustedes saben que nuestros aliados han declarado repetidamente que lucharán hasta la rendición incondicional de los alemanes, que no habrá paz negociada; debemos, sin decir lo contrario, diferenciarnos un poco de ellos. Unidos, pero no revueltos. Así comprenderán que nuestros objetivos serán tanto más comunes cuanto más eficaz sea su colaboración en la guerra.

Las explicaciones de Losostzky no pasaron de esa nebulosa. No podíamos adivinar lo que se proponían, ni lo sospechábamos siquiera.

El 2 de febrero de 1942 Stalin precisaba: «En la Prensa extranjera se charla a veces de que el Ejército Rojo se propone exterminar al pueblo alemán. Esto, desde luego, es una mentira estúpida y una calumnia necia contra el Ejército Rojo. Este no abriga ni puede abrigar propósitos tan idiotas. El Ejército Rojo se propone expulsar de nuestro país a los invasores alemanes y liberar de los usurpadores germano-fascistas el territorio soviético»… «Sería ridículo identificar a la camarilla hitleriana con el pueblo alemán. La experiencia histórica nos dice que los Hitler vienen y se van, mientras que el pueblo alemán y el Estado alemán quedan».

La tesis era, en general, correcta y aceptable. Podía servir muy bien a la estrategia política de ahondar y provocar disidencias internas en la retaguardia del enemigo. Pero era también una invitación al pueblo y ejército alemanes a liberarse de la camarilla fascista y llegar a un arreglo con los rusos, que sólo peleaban «por liberar su tierra». Era también una sutil insinuación al mismo Hitler de que se podría llegar a una paz por separado a base del abandono del territorio soviético. Y era, al fin, una amenaza a los aliados, amenaza de una nueva felonía a la sombra de una titánica lucha; el puñal oculto bajo el manto de la amistad. Esta coacción de Stalin provocó una declaración de Churchill en Quebec el 31 de agosto de 1943, en la que decía: «Tuvimos en una ocasión un magnífico frente en Francia, pero fue destrozado por el poder concentrado de Hitler, y es más fácil la destrucción de un frente que reconstruirlo de nuevo». La alusión era precisa y clara.

Si en este tiempo Hitler hubiera deseado reconciliarse con su antiguo socio, no le hubiera costado ningún esfuerzo. Pero Hitler hizo oídos de mercader. Quizá después de Stalingrado se arrepintió, pero ya era tarde. Con el segundo frente en Occidente y con sus mejores tropas derrotadas en Rusia, era poco lo que podía ofrecer a Stalin. El señor del Kremlin aspiraba ahora a más. Sabía que su ganancia sería mayor con la derrota definitiva de Alemania que pactando con Hitler una paz separada.

Y comenzó el nuevo juego del tahúr. Las victorias le abrieron el apetito expansionista. Ya no se trataba de arrojar a Hitler de las fronteras soviéticas, sino de tragarse medio mundo. Siguió el juego fullero con los aliados. Cuanto más comprometida era la situación de Alemania, más precisa se hacía la amenaza de una paz separada de la URSS con el Tercer Reich. El truco dio excelentes resultados. Roosevelt y Churchill se movían bajo el temor de enojar a su aliado. Y fueron cediendo y transigiendo a sus demandas.

Stalin trazó nuevas rayas a la geografía mundial. Stalin, que en enero de 1942 se había adherido a la Carta del Atlántico, en la que se especificaba por los firmantes «que sus países no buscan el engrandecimiento territorial o de otra clase», tiró la carta al cesto de los papeles. Rusia exigió y obtuvo en las conferencia de Teherán, Yalta y Postdam extensos territorios en Europa y Asia. Se anexionó la zona oriental de Polonia, con lo que lograba alargar su frontera hasta Checoslovaquia. Se engulló limpiamente a los Estados bálticos y absorbió la Prusia Oriental, lo que le ofrecía una amplia zona fronteriza con la misma Alemania. Se anexionó la Rusia carpática, enlazando así con Hungría. Igual suerte cupo al Azerbaijan iraniano, lo que la situaba sobre los límites turcos. Con la «liberación» de Rumanía y de Bulgaria y la victoria del Mariscal «Tito» en Yugoslavia, que pensó explotarla para sí, como explota la de cualquiera de sus satélites, el nuevo Pedro el Grande se situaba sobre el Adriático y el Mediterráneo. En Asia logró las islas Kuriles y la Sakhalin, al norte del Japón. Exigió y obtuvo el «protectorado» sobre la Corea del Norte, y, en Europa, por derecho de ocupación, se situó en el corazón de Alemania, en el mismo Berlín.

Rusia se transformó así en la primera potencia de Europa, sin otro rival en el mundo que los Estados Unidos de América del Norte.

El expansionismo de la Rusia stalinista de la postguerra es, pues, un fenómeno natural. Abandonados los principios del socialismo, poseídos los hombres del Kremlin de una fiebre chauvinista que les ha llevado a renegar del internacionalismo, la URSS se comporta con la lógica de una potencia imperialista. Su lucha actual contra el bloque anglo-franco-americano no está inspirada en la defensa de un sistema social, sino en la disputa de zonas de influencia y predominio sobre los pueblos débiles. Es una rivalidad de iguales. La belicosidad de la URSS es la enfermedad de los fuertes. Su antiimperialismo, una forma de lucha más hipócrita, que nos recuerda aquello de que el mentiroso tiene dos males: que ni cree ni es creído.

Iván el Terrible y Pedro el Grande proyectaban sus sombras sobre las altas torres del Kremlin.