Funcionario del Komintern. Viaje ilegal a Suecia. El miedo en la Unión Soviética. Yo vi llorar a nuestros hombres. El infierno de las fábricas rusas. Españoles condenados en la «Estepa hambrienta». Prostitución y bandidaje en nuestros jóvenes. ¡Dos mil tumbas de niños españoles en la URSS!
HABÍA dado comienzo la afrentosa guerra contra Finlandia. Moscú se conmovía enardecido a conjuro de bélicas arengas, en las que se exaltaba hasta al frenesí la sin par heroicidad de los combatientes rojos contra «la soldadesca fascista» de Mannerheim. Los partes de guerra relataban a diario y en serie hazañas inigualables. La URSS se defendía con estoicismo espartano de sus poderosos y temibles enemigos: ciento ochenta millones de rusos veíanse compelidos a hacer frente a cuatro millones de finlandeses. ¡Gloria al Ejército Rojo!
Era quizá relativamente fácil hacer comulgar a los rasos con descomunales ruedas de molinos: la poderosa propaganda staliniana es capaz de conseguir esto y mucho más. Pero en el exterior las cosas tomaron un cariz distinto. La impopularidad de esta guerra hacía más bajas en las conciencias de los hombres simpatizantes de la URSS, que todo el fuego de los defensores de Vivorg en las filas del Ejército Rojo. En la Unión Soviética se redoblaba el ritmo del trabajo y se reducían las normas de racionamiento a los ciudadanos.
Salí para Suecia acompañado de mi mujer y de Juan Comorera, Secretario General del Partido Unificado de Cataluña. Nuestros documentos nos acreditaban como turistas latinoamericanos que íbamos a embarcar a Noruega. La policía sueca no prestó mayor interés a quienes, según los visados, deberían salir para el vecino país en un término de setenta y dos horas. Se limitó a hacernos objeto de una discreta vigilancia hasta el mismo momento de atravesar la frontera hacia Noruega. Al llegar a Oslo el «aparato» nos hizo desaparecer en los mismos andenes de la estación. Al día siguiente la policía noruega nos buscaba por todas partes. Turistas provenientes de la Unión Soviética que habían «perdido» el barco y que no habían comparecido en la compañía naviera, ni reclamado ni hecho gestión alguna para anular sus pasajes o renovarlos, resultaban harto más que sospechosos. En aquellas mismas horas un automóvil nos aproximaba a los lindes geográficos de Suecia, mientras se esperaba la caída del día para poder atravesar la frontera por caminos de clandestinidad y contrabando. Llegó la noche envuelta en nieve. Una ventisca de horror, que helaba los huesos, protegió nuestro penoso regreso a Suecia. Otro automóvil y, horas después, nos calentábamos en una burguesa residencia de Estocolmo. La eficiente policía sueca no podía sospechar nuestro rápido regreso. Hicimos desaparecer nuestros falsificados pasaportes, obra maestra de la NKVD Ya no nos servían y en cambio nos comprometían.
Nunca hubiera creído, de no haberlo palpado tan de cerca, que se pudiera odiar tanto a un pueblo como se odiaba en Suecia a la Unión Soviética. No eran los burgueses ni los reaccionarios, ni los pequeño burgueses. Eran Lodos ellos juntos a más de todas las masas populares comenzando por la clase obrera. La guerra contra Finlandia había sublevado la conciencia de los suecos, sin distinción de ideología, contra el País del Socialismo. El minúsculo Partido Comunista se había convertido en el blanco de todas las iras. Los comunistas eran excluidos de los sindicatos, y hasta los carteros se negaban a distribuir los paquetes de prensa comunista. Las «razzias» contra los supuestos o reales agentes de Moscú eran incesantes; espontáneamente colaboraban con ellas los porteros de todas las casas, que denunciaban a la policía a todo extranjero o elemento sospechoso. Nuestro trabajo se hacía dificilísimo. Nos delataba nuestra traza inconfundible de tipos mediterráneos. No podíamos salir a la calle más que amparados en la sombra de la noche. Pronto nos convencimos de que nuestra estancia en ese país era tan arriesgada como ineficaz. Sin embargo, Comorera y yo no queríamos regresar a Moscú ni a rastras. Solicitamos permiso y pasaportes a Moscú para dirigirnos a México. Moscú, de manera incomprensible para nosotros, insistía en que permaneciésemos en Suecia. Al cabo de seis meses de infructuosos empeños para conseguir nuestro desplazamiento a América, nos ordenaron regresar a la Unión Soviética.
Lo curioso de la orden de retorno era que se nos ordenaba el valernos de nuestros propios medios para efectuar el viaje. El hecho era insólito en las prácticas conspirativas por las que el «aparato» se regía. Teníamos dinero pero carecíamos de pasaportes. Resolvimos ponernos al habla con el senador socialista Branting, al que yo había tenido ocasión de conocer en sus frecuentes visitas a España durante la guerra. Le expusimos nuestra situación, los medios de que nos habíamos valido para introducirnos ilegalmente en su país y nuestro deseo de salir hacia la URSS Nos prometió someter nuestra demanda al ministro del Interior. Al día siguiente nos comunicaba que el ministro estaba preocupadísimo, pues de saberse que dos agentes de la Komintern habían podido permanecer durante seis meses burlando la vigilancia de la policía en el mismo Estocolmo, se vería obligado a dimitir como consecuencia del escándalo que se armaría. Todo cuanto podía hacer por nosotros… y por él, era «ignorarnos», facilitamos la salida en avión hacia la URSS, sin trámites ni pasaportes. Embarcar y desaparecer. El ministro «no sabía nada de nada». Y así volvimos sin tropiezo alguno hacia los dominios de Stalin.
Comorera fue más afortunado que yo. Poco después lograba salir por la ruta del Pacífico hacia América. Yo encontré una oposición cerrada. El Ejecutivo de la I.C., de acuerdo con Pasionaria, estaba empeñado en retenerme en Moscú. Alegaban aquél y ésta que los anarquistas habían escrito una serie de libros en los cuales se atacaba furiosamente la gestión soviética en España, se insultaba a Stalin y se denigraba la actuación de los comunistas en la guerra, hasta presentamos como responsables de la derrota. Se precisaba una réplica implacable contra anarquistas, socialistas y republicanos, y esa réplica debería ser yo precisamente quien la diera en un libro, que sólo podría ser escrito en Moscú. Una vez concluida la obra se decidiría sobre mi salida al extranjero.
Comprendí la situación. En el Ejecutivo de la Internacional Comunista se tenían algunas reservas sobre mi fidelidad y firmeza. Mi retención en Moscú sería la «prueba». La «prueba de la retención» en Moscú era entonces, y sigue siéndolo hoy, un método muy usual en los medios stalinianos. Cuando se tenían dudas sobre un compañero se le obligaba a permanecer indefinidamente en el «aparato» del Komintern. Sin que nadie se lo dijera, el confinado en Moscú se sabía prisionero, vigilado y en «desgracia». Cumplir con desgana el trabajo asignado, mostrar deseos de salir de la Unión Soviética para incorporarse al trabajo activo en su Partido, o no evidenciar el más encendido entusiasmo por cualquier simpleza soviética, eran motivos más que suficientes para el aniquilamiento político del «probado». Si el confinado no demostraba una sumisión absoluta se comenzaba el acoso más implacable para hacerle comprender que no era nadie y que el último empleado era más digno de consideración que él. Progresivamente se le iría degradando hasta reducirle a la función más subalterna. Y al descendérsele de rango, automáticamente reducíansele también sus haberes, y hasta en el hotel o en la casa en que viviera se le desalojaría obligándole a trasladarse a otra de inferior condición.
Cuando el «probado» no tenía los nervios bien templados él mismo precipitaba el desenlace. Generalmente insistía en sus deseos de abandonar la Unión Soviética. La reiteración del propósito «confirmaba» a los encargados de la «vigilancia bolchevique», la peligrosidad del compañero. Y el cerco se apretaba hasta que la desesperación inducía al hombre a la protesta abierta. En ese momento el «probado» pronunciaba su propia sentencia política… y física.
Cualquier ciudadano del resto del mundo puede suponer que en tal caso, el aceptar o el rechazar la permanencia en a URSS, es un problema puramente personal. Eso es posible en cualquier país capitalista, pero en la «libre» patria de Stalin esa opción la resuelve el dilema: vivir o morir.
Yo había expresado dudas sobre la política de la Komintern en España, sobre la conducta seguida con Largo Caballero y con Prieto; había criticado la actuación de Pasionaria, Togliatti y Stepanov; había condenado el crimen de Nin y la persecución contra el POUM.; había manifestado disgusto por la intromisión de los «consejeros» soviéticos y mostrado poco entusiasmo por la forma en que se nos proveyó de suministros soviéticos. Todo esto debería ser puesto en claro. Lo comprendí y me apresté a salir bien de la «prueba». Era mi pasaporte de salida. Me alentó el saberme acompañado, el no estar solo. Una serie de compañeros habían hecho de la simulación su mejor arma de defensa contra los sabuesos del «aparato» de la I.C. No obstante, en mi casa, aunque con las debidas precauciones, nos reuníamos casi todos los miembros del Comité Central y de la dirección de las juventudes y sometíamos al fuego de la crítica todo lo que hallábamos criticable en la URSS y, sobre todo, la conducta servil de algunos de los miembros del Buró Político de nuestro Partido, tales como Pasionaria y Antón. Nuestras críticas a la URSS dejaban indemne la esencia del régimen staliniano. Lo que era una conducta política conscientemente estudiada y metódicamente aplicada, lo atribuíamos a simples errores de los hombres, y, como tales, de fácil rectificación. Este error de apreciación debería reflejarse en algunos de nosotros hasta mucho tiempo después de nuestra ruptura con los dirigentes soviéticos. Rechazábamos sus métodos pero defendíamos su obra. La Unión Soviétic a —nos decíamos— pese a todo, es el baluarte del socialismo mundial. No comprendíamos el proceso degenerativo de la Revolución de Octubre.
No obstante, en nuestro silencio en la URSS no solamente había incomprensión, sino también temor. Cuando fuimos comprendiendo ciertos hechos reveladores de una política criminal, seguimos callados. En nuestro silencio había miedo.
Quien no conozca la vida interna de la Unión Soviética no sabe hasta qué grado la impotencia y la más desesperada nulidad rodean al hombre. En cualquier país un gesto de resistencia o protesta puede llevar al ciudadano a la expulsión de su organización o conducirlo hasta la cárcel. Pero el hombre sabe que su protesta tiene un significado, un eco o una explicación ante los tribunales; sabe que él y nadie más que él es responsable de sus actos, que su familia queda a salvo de toda culpa y que, aun encarcelado, sigue siendo un hombre. En la URSS, el que se hace reo político no solamente siente la muerte política, sino la infinidad de su soledad. Si alguien se entera de su «gesto» es para condenarlo y para renegar de toda amistad con el «trotskista», «bujarinista», «zinovietista», «perro antisoviético», etc., que se ha atrevido a decir, por ejemplo, que «el pacto germano-soviético fue un crimen», o que «la URSS ha provocado la guerra coreana».
No hay ciudadano, ni compañero, ni amigo, ni periódico, ni nadie que sea capaz de repetir estas verdades, ni siquiera en voz queda, aunque las sienta tan inconcusamente como que ellos son hijos de madre… El más profundo desaliento se adueña de la voluntad de uno. La sociedad te rechaza y el régimen te aniquila y aniquila a tu familia, te condena al ostracismo en las más infernales lejanías, absolutamente aislado de tus seres queridos, que a la vez son condenados a la miseria y al aislamiento más insufrible y degradante. Te quedan tres alternativas: el suicidio, la muerte lenta en un infierno de torturas morales y físicas en la gélida Siberia, o, si persistes en la discrepancia, el tiro en la nuca. Y el ánimo se empavorece, la entereza se humilla y el instinto de conservación se sobrepone a la dignidad.
Cuantos han conseguido salir de la Unión Soviética han dejado reflejados en sus relatos verbales o en las cuartillas el ansia de fuga, la angustia de las horas, los miedos de cada día.
Es un miedo que nada tiene que ver con la cobardía.
Es el miedo del hombre que se ve inerme y se sabe completamente impotente frente a la acometida de una manada de lobos hambrientos contra los que toda valentía resulta quimérica y perdida de antemano toda lucha. Es el miedo del condenado a vivir minuto a minuto su propia muerte. Un miedo sin otra perspectiva que el miedo mismo.
No es otra cosa lo que nos revelan los crispantes relatos de hombres como Ettore Vanni, Castro, Rico, «El Campesino», o como Krivintsky o Kravchenko, o Jan Valtin. ¿Podemos tildar a estos hombres de cobardes? No, de ninguna manera. Su propia denodada pelea para perseverar sin desmayo en la esperanza de la huida les acredita ya de audaces y hasta de temerarios. En la Unión Soviética el «desviado» político siente miedo a la espantosa tortura de la soledad, de verse solo, atrozmente solo en medio de multitudes que lo ignoran por completo y a la impotencia frente a un miedo colectivo asfixiante. Tengo a la vista un ejemplo: Enrique Castro. Me consta que no era cobarde físico. Y, sin embargo, le he visto en Moscú palidecer, descomponerse hasta enfermarse ante la inminencia de mi salida de la URSS El acobardamiento provenía de su miedo político que, en Rusia, provoca estados anímicos semejantes al miedo físico. En la URSS es más cruel la muerte política que el pistoletazo en la nuca. Por lo demás, es de sobra sabido que a veces, la mayoría de ellas, a la corta o a la larga, lo uno conduce a lo otro.
El temor de Castro no era producto de una actitud de enfrentamiento contra Stalin o contra el régimen soviético. Lo inspiraba, simplemente, el tener que enfrentarse a Pasionaria en la arena del país soviético, donde el vencido pierde todo lo que tiene que perder, si el vencedor goza del favor oficial. Castro refleja su miedo con estas palabras que transcribo de su libro «Mi fe se perdió en Moscú»: «… Sigo preocupado. Hernández insiste en salir rápidamente para América. Los descalabros del núcleo dirigente en México y en Cuba son motivos sobrados para aconsejar una reorganización incorporando nuevos elementos… Temo que Hernández logre salir y dejar esto en una situación en la que Dolores tenga todas las posibilidades de aplastar a los descontentos… Estoy seguro de que si este golpe se produce, la primera víctima seré yo». Y más adelante, contestando a una pregunta de Líster acerca de las consecuencias que pudiera acarrearles mi marcha, contesta Castro: «Fuera él de aquí, desaparecerá toda esperanza en los compañeros, vendrá el desfonde y comenzará, sin duda, el aplastamiento del descontento».
Ese tipo de miedos sólo en Rusia puede darse. Y lo más tremendo es que, al igual que entre los soviéticos, también entre los españoles el temor lleva a renegar de la amistad, acusar para salvarse y hasta infamar por cobardía.
* * *
Debo dejar bien sentado que los dirigentes soviéticos, con reservas o sin ellas, me trataron en todo momento con excepcionales atenciones. Personalmente disfrutaba de privilegios que le estaban vedados a los mismos secretarios del Ejecutivo de la I.C. Aunque me nombraron representante del Partido Comunista de España en la Komintern, para mí no existía la disciplina burocrática, pues el día que quisieron imponérmela contesté diciéndoles que no concebía el trabajo revolucionario y político comenzándolo a horas fijas y terminándolo a una concreta del día, por jornada de ocho horas. Como funcionario de la Komintern me asignaron un sueldo elevado. Y en mi calidad de colaborador y comentarista de la Radio de Moscú en sus emisiones para América Latina, ganaba el dinero que quería. Disponía de habitaciones permanentes en el Hotel Lux y de la «dacha» junto con Manuilski, los dos únicos a quienes se nos reconocía ese derecho.
Durante los meses que siguieron a mi retorno salí varias veces de Moscú haciéndome acompañar de Castro, para visitar los colectivos donde se hallaban trabajando los camaradas españoles. Las continuadas protestas de nuestros compañeros creaban inquietud en la Komintern. Nuestra misión era la de ir a tranquilizarles y a reprenderles por su «indisciplina».
Sería preciso la pluma de un Dostoyewsky para relatar la trágica odisea de aquellos cientos de españoles desparramados por las más distantes regiones de la inmensidad soviética. Se comprenderá mejor si advertimos que todos ellos fueron escrupulosamente seleccionados para ir a estudiar a diferentes escuelas (políticas, militares, técnicas) de la Unión Soviética. Ninguno había sido llevado para que trabajase en la producción. Los habían concentrado en una casa de reposo en la ciudad de Jarkov. Una veintena habían sido destinados a la escuela política; otros tantos, a las Academias Militares. Al resto, las autoridades soviéticas los lanzaron a las fábricas.
Quien no haya conocido de cerca las fábricas soviéticas no puede tener una idea del ritmo enloquecedor con que allí se trabaja. En mis primeras visitas, cuando iba como simple turista, me maravillaba el esfuerzo colosal de los obreros, cuyo afán por rendir mayor cantidad de producción lo atribuía al entusiasmo y alegría de los proletarios, conscientes de que la propiedad colectiva era, al igual que el fruto de su trabajo, una parte integrante del mismo productor. ¡Cuán lejos estaba de la verdad! Ahora sabía por boca de mis compatriotas que aquellas extenuadoras formas de trabajo respondían a la desesperada búsqueda de unos rublos más para poder aumentar la ración de pan negro o para poder endulzar el té.
En la URSS se trabaja, generalmente, a destajo. Las normas de producción y el valor de la producción de las mismas las determinan los jefes de la industria y los directores técnicos. «La fijación de las escalas de salarios debe quedar por completo en manos de los jefes de la industria. Son éstos los que deben fijar las normas». (Andreiev. Pravda, 29 de diciembre de 1935).
Los jefes de industria reciben pingües primas del Estado en cumplimiento de los planes de producción y por la economía conseguida durante el ejercicio mensual, semestral o anual. El obrero no percibe ningún beneficio. Esto excita la codicia de los altos burócratas de la industria[4].
Supongamos que se fija a un tornero la producción normal en el curso de la jornada en diez piezas X. Cada una de esas piezas se pagan a rublo. El obrero gana 10 rublos diarios. Como el precio de la pieza está conscientemente calculado bajo para incitar al obrero a producir más piezas si quiere obtener el mínimo que necesita para vivir, éste se afana y se agota en el esfuerzo por aumentar la producción. Y en vez de producir diez produce quince. Y aquí entra en juego la extorsión y el atraco de los jefes de industria. Cuando sudando sangre y extenuado por el esfuerzo el trabajador consigue estabilizar su producción en 15 piezas, la dirección de normas de la fábrica estima que la «norma» de producción en una jornada deben ser 15 y no 10[5]. Y al modificar la norma se reajusta el pago de las mismas, nunca en la misma proporción al viejo valor establecido, sino a menor precio. El trabajador deberá producir ahora veinte piezas para estabilizar su salario en lo que percibía por la producción anterior de 15. ¡Ese era el secreto de aquel ritmo enloquecedor que yo observaba en las fábricas soviéticas y que lo atribuía al entusiasmo, cuando no era otra cosa que la consecuencia de la explotación más despiadada y científica de la clase obrera y la manera de succionar la plusvalía del trabajo por el Estado y la casta burocrática! En definitiva, el sistema era una acabada manera de apropiación capitalista en las condiciones del capitalismo de Estado.
—Nos convocan, a veces, a algunas asambleas de producción —me explicaba un camarada español que trabajaba en la fábrica de locomotoras de Krematorsk—. Habla el director o el representante sindical. Someten a la aprobación de los obreros las modificaciones de las normas y del precio de cada pieza. Después piden nuestra opinión. Si alguien objeta la propuesta, surge inmediatamente algún miembro del Partido que comienza a decir que «para los bolcheviques no hay nada imposible», que «los bolcheviques sin Partido» deben marchar al mismo paso que los que ya tienen el «glorioso» carnet, que los que se oponen a las nuevas normas son «saboteadores» de la construcción del socialismo, etc., etc. Te amedrentan. Se pone a votación y preguntan quién está en contra. Nadie osa significarse. Y se aprueban por «unanimidad» esas disposiciones antieconómicas que lesionan los intereses del obrero. Después se manda un telegrama a Stalin diciendo que los obreros de la fábrica de Krematorsk, llenos de espíritu bolchevique han acordado aumentar sus normas y retan a emulación a otras fábricas. Los trabajadores preferirían no asistir a estas asambleas. Pero se da el caso curioso de que diez minutos antes de acabar la jornada, milicianos armados cierran las puertas y no dejan salir a nadie hasta que la reunión acaba. ¡A la fuerza, Hernández, a la fuerza nos obligan a asistir a esas mascaradas de asambleas!
—Así se estimula el stajanovismo —comenté irónico.
—¡A la m… el stajanovismo! —gruñó.
—No es mala cosa —insistí.
—Mira, los stajanovistas que conozco en la fábrica son unos cuantos tipos a los que los directores han dado algunas facilidades técnicas para que nos jeringuen a los demás. Los obreros los odian con toda su alma, pues basándose en ellos nos bajan más y más las normas hasta reventarnos como mulos de carga. El stajanovismo no es otra cosa que el descubrimiento soviético de ciertas y elementales formas de distribución y racionalización del trabajo, del empleo de procedimientos que estamos cansados de practicar en España y en cualquier país medianamente desarrollado. Hay una sola diferencia: allí nos sirve para aliviar la fatiga, para disminuir el esfuerzo físico; aquí para destrozar nuestros músculos, para agotarnos de cansancio y para morirnos de hambre. En la fábrica no hay más de un uno por ciento de stajanovistas que ganan unos 1000 ó 1200 rublos al mes. Otros que superan los índices de producción y que ganan unos 500 a 600 rublos (al tipo medio de salario reconocido por Stalin en el XVIII Congreso del Partido Bolchevique, en marzo de 1939, era de trescientos rublos al mes. J.H.). El resto, ganamos de doscientos cincuenta a trescientos cincuenta rublos por mes.
—¿Y por qué no utilizáis vosotros los mismos procedimientos que los stajanovistas, puesto que tenéis una mayor cultura de trabajo? —pregunté.
—Si los extranjeros hiciéramos eso nos asesinarían los mismos obreros. De otro lado, las facilidades no las da la dirección a todos. Ganan más forzándonos las normas y pagándonos salarios de hambre.
—Quizá lo hacen para educar al campesino recién llegado a la fábrica en los ritmos de la producción industrial, tan diferentes a los de la agricultura —observé.
—¡Qué educación le van a dar y qué cariño pueden tomar a las máquinas si comienzan por reducirle a la más negra miseria! En el campo es difícil que el labriego no tenga algo que comer. En la fábrica se come los puños. La odia. ¡No es la mejor manera de educarlo! Tan verdad es lo que te digo, que a no ser por ese decreto publicado hace todavía unos meses, mediante el cual se castiga con la pena de trabajos forzados el hecho de abandonar el empleo sin previa autorización y hasta los retrasos en acudir al trabajo[6], aquí no paraba nadie. Los campesinos venían, veían, comprobaban, y se volvían a sus aldeas. ¿Crees que nosotros estamos aquí por amor al arte? Si no fuera porque nos habéis cerrado toda posibilidad de salir, haría mil años que nos hubiéramos ido de la URSS haciendo lo de San Vicente Ferrer: sacudiéndonos los zapatos.
—¿Tan insufrible es vuestra situación?
—¡Insufrible no, infernal!
Y comenzó a relatar.
—No tienes idea de lo que es vivir en esta maldita estepa cuando los lobos del frío bajan aullando y te muerden en las carnes mal abrigadas, y cuando sientes los espasmos del hambre en el estómago vacío. De la casa a la fábrica hay exactamente una hora de camino por senderos de nieve cristalizada que le fuerzan a marchar tambaleándote, resbalando, y cayendo en cuanto das una mala pisada. Cuando sopla el aire, una ventisca de millones de agujas penetra hasta los huesos y los papeles de periódicos con que enfundamos nuestras piernas se quiebran como si fueran de vidrio. Al respirar sientes que el taladro del hielo te punza en los pulmones. Tu propio aliento se congela y tienes que refregarte nieve sobre la cara para que no se paralice la circulación de la sangre. Nuestras orejas, pies y manos se hinchan espantosamente y los sabañones se nos revientan produciéndonos llagas, que con el calor de las mantas en la cama te pican ferozmente impidiéndote dormir. En esas condiciones llegas al trabajo. Una temperatura glacial inunda las naves. Las herramientas te queman de frías. Las manos entumecidas se niegan a sostenerlas. El trabajo resulta un suplicio, lo aborreces. A las 11 de la mañana estás desfallecido. Tocan la sirena y sales corriendo para el comedor. Pasas por delante de las mesas bien servidas de los técnicos y de los directores. Cubiertos limpios y flores en los centros. Sigues adelante hasta unas amplias corralizas donde en mesas corridas sin mantel y con cubiertos roñosos y mal aseados te sirven un borsh, sopa de col agria condimentada con trozos de patata, y alguna huella de carne, y con ella devoras cien gramos de pan negro y te bebes un vaso de «chay» (té). Algunos privilegiados pueden acompañarse de un poco de kolvasak, especie de salchichón de pésima calidad. Pagas por esa comida 4 rublos, de un promedio de siete u ocho que, descontados los impuestos, te quedan para todo el día. Con los tres o cuatro rublos restantes debes alimentarte por la mañana y por la noche, debes fumar y vestir, debes comprar jabón y cortarte el pelo de cuando en cuando, y si tienes algún hijo o la mujer en la casa, la garra del hambre y de la desesperación se clavará irremediablemente en los tres. Por eso nuestros zapatos están deshechos y no podemos renovarlos, nuestras camisas están hechas hilachos, los calcetines los sustituimos por trapos o periódicos enrollados, nuestras ropas son andrajos. ¡Y trabajamos como bestias! La mayoría de nosotros ha perdido en menos de un año el cuarenta y hasta el cincuenta por ciento de su peso normal. De 14 niños que han nacido en el curso de un año en nuestro colectivo, trece han muerto sin más enfermedad que la desnutrición. El único que queda vivo es un hijo de Montoliú, puedes ir a verlo: un monstruo con una cabeza grande y unos hilos por piernas que se está alimentando con la pus que extrae del pecho enfermo de su madre…
—¿Pero no os facilitan leche ni para las criaturas? —pregunté horrorizado.
—Ni leche ni medicinas. Los médicos recetan sabiendo que no vamos a encontrar los medicamentos. Hemos recurrido a todos cuantos podemos reclamar: directores, jefes del Partido, responsables sindicales, al Socorro Rojo. Nadie nos atiende ni nos hace caso. Papeles, cartas, comunicados, plazos y esperas y mientras tanto nuestros hijos han muerto y nosotros también nos estamos muriendo de pie.
—Vamos a casa de Montoliú —dije.
De camino recogimos a Castro y los tres nos encaminamos hacia la pocilga que les servía de habitación. Era una casa de madera. En una pieza que no tendría más de tres metros cuadrados vivían dos familias. Dos matrimonios y el único niño superviviente del colectivo español. Adosadas a la pared unas camas individuales llamadas «turcas», que servían para que descansaran amontonados dos cuerpos. En un rincón, sobre unos ladrillos refractarios, el infiernillo eléctrico que les servía de fogón. En el suelo una caja de cartón llena de trastos de cocinar. En medio de las dos camas una mesa y cuatro sillas. Pendiente de una viga del techo, amarrado con cuerdas, una cuna improvisada de un cajón. De una serie de clavos que servían de perchas, colgaban las pobres ropas de aquellos dos matrimonios. Un espejo quebrado sobre la repisa de la ventana y una jofaina, completaban aquella estampa de miseria. No podíamos revolvernos sin tropezar unos con otros.
Me acerqué a la «cuna». Un niño de varios meses yacía inmóvil. Sus ojos era lo único que delataba vida en aquel cuerpecito macilento, un esqueleto que no iba a tardar en acompañar a los otros trece en la fosa común del cementerio del pueblo.
La esposa de Montoliú, deshecha en lágrimas, tomó a su hijito en brazos. La vista de «aquello» nos impresionó. El niño hizo una mueca como para llorar y no logró más que abrir la boca y emitir algunos apagados gemidos. No tenía fuerza ni para llorar. Era una calavera con la piel arrugada sobre los huesos. La madre deslió las ropitas que le cubrían. Una piel seca y escamosa servía de funda a un cuerpo sin forma donde no había músculos ni tejidos. El niño se había ido comiendo a sí mismo, consumiendo sus tejidos y sus músculos y todo él, por falta de nutrición. La poca leche que extraía de los pechos exangües y enfermos de la madre sólo habían servido para retrasar el fin.
La madre lloraba, Montoliú, sombrío, nos miraba con silencioso rencor.
—¡El País del Socialismo! —exclamó el camarada que nos acompañaba—. ¿Para qué se retrata Stalin con la pequeña Tatiana en brazos? ¿Para qué se hace dar el título de «Protector de la Infancia»?… ¿Para qué?… ¿Para qué, si deja morir a nuestros hijos de hambre? ¡Como éste —gritaba enardecido— como éste han muerto los otros! ¡Hambre, hambre y más hambre!
Montoliú se dirigió a su mujer y dando un tirón a sus ropas puso el pecho materno al descubierto.
Los pechos de la esposa de Montoliú eran dos enormes llagas purulentas con unos pezones cavernosos en que la carne daba la sensación de podredumbre. La escena era de horror. Jamás en mi vida habían presenciado nada semejante. Estábamos mudos. No sabíamos qué decir a aquellos padres a quienes nosotros habíamos elegido entre cientos de miles de refugiados españoles para llevarles a la Unión Soviética como un privilegio excepcional, como una meta ambicionada por muchos y asequible sólo a unos pocos.
—No nos importa trabajar hasta caemos muertos —decía Montoliú—. Estamos dispuestos a sufrirlo todo, pero la vida de nuestros hijos no os pertenece, es nuestra, nuestra —y las lágrimas corrían por las mejillas de aquel luchador que tenía el rostro curtido por el viento de plomo y de fuego de cien combates.
Al día siguiente nos entrevistamos con el secretario regional del Partido bolchevique. Nos escuchó con suma atención. Nuestras palabras silbaban como latigazos al dar airada expresión a nuestra indignación. Cuando hubimos concluido, aquel bonzo de frente achatada y pómulos salientes, comenzó a endosarnos un largo discurso en el que se refería a los sacrificios para la «edificación del socialismo», de las penosas privaciones impuestas al pueblo, para llegar a la conclusión de que «muchos niños soviéticos también morían por la imposibilidad de prestárseles las atenciones médicas y los alimentos necesarios». En Krematorsk, según él, la leche era escasísima y la botica estaba vacía. Había conocido la desgracia del colectivo español, pero nada había podido hacer para evitarla. Había escrito cartas y enviado informes a Moscú, y Moscú le había dicho que se arreglara con los recursos propios.
—¿No alimentan ustedes los cerdos con chivchivisas (lentejas)? —pregunté.
—Sí, se las echamos para engordarlos.
—¿No le han dicho los camaradas del colectivo español que ellos se sentirían felices si usted ordenaba que les facilitasen unos sacos de chivchivisas?
—Sí… Algo de eso me dijeron una vez…
—Y usted no les hizo caso. Era más importante alimentar a los cerdos que a los compañeros españoles. Luego las dificultades de la «edificación del socialismo» nada tienen que ver con el hambre de nuestros compatriotas, sino con la negligencia de usted.
—Si hubieran insistido, se las hubiese proporcionado.
—¿Y no hay en toda la región un Koljós de vacas?
—Los hay, pero la leche no alcanza para todos.
—¿Ni para alimentar a un niño cuya madre sólo puede darle de mamar veneno?
—¡Hay tantos casos semejantes, que es imposible atenderlos a todos! —trató de justificar el burócrata.
—¡Luego usted sabía que los niños españoles se morían de hambre y nada hizo para remediar la situación! Permítame decirle que hace falta tener hígados de hiena para condenar a muerte a unas criaturas cuya vida dependía de una cantidad de leche menor a la que usted consumirá diariamente en su casa y sin la cual podía usted seguir viviendo sin dificultad.
—Di órdenes al dispensario para que les facilitasen unos litros de leche cada día, ¿qué otra cosa podía hacer?
—Pero le constaba que el dispensario no disponía de ninguna leche, y que liquidarían el asunto diciendo que no tenían.
—Es posible que haya sucedido así, pero como el dispensario no ha insistido…
—A lo que se ve usted necesita que le estén insistiendo, rogando y suplicando, para que comprenda la necesidad de las cosas más elementales. ¿Comprenderá usted lo que va a significar que enviemos hoy mismo un telegrama al Comisariado de Salud, al Presidente de los Sindicatos, Shvernik, y a Dimitrov, diciéndole que el secretario del Partido en Krematorsk es un perfecto burócrata, sobre el cual pesa la responsabilidad de la muerte de todos los niños del colectivo español?
Palideció el bonzo. Su actitud arrogante se trocó en servil. Desencajado, dijo:
—Yo mismo, si es necesario, con mi propio coche recogeré la leche y la haré llegar al colectivo español. Ahora mismo ordenaré hospitalizar al niño y atender debidamente a la madre. El almacén de la fábrica suministrará las chivchivisas que sean necesarias a los españoles. Haré que en el dispensario sean examinados médicamente cada uno de los compañeros españoles. Pueden ustedes confiar en mi palabra de bolchevique. Váyanse ustedes tranquilos que la situación cambiará.
—No obstante —dije—, el cable saldrá y añadiremos una petición más: que venga una comisión especial para iniciar una encuesta y establecer las debidas responsabilidades.
Nuestras cartas y telegramas a Moscú dieron resultado. Moscú, alarmado, se apresuró a enviar en avión una comisión integrada por cinco miembros representantes del Comisariado de Salud, de los sindicatos, del Socorro Rojo y de la Komintern. Más tarde me informaron que habían destituido y encarcelado al bonzo de Krematorsk, un chivo expiatorio para cubrir el expediente. De momento mejoró la situación de nuestros desgraciados camaradas, pero informes posteriores nos revelaban que pasada la primera impresión todo había vuelto a la «normalidad». Y prosiguió la vida de tortura de nuestros compatriotas en el infierno de Krematorsk.
Visitamos otros colectivos en la ciudad de Gorki, en Jarkov y en Rostov. En todos ellos las mismas angustias, los mismos sufrimientos, las mismas hambres y miserias. Vi a jefes de escuela de aviación como Ramos (uno de los que pilotó el avión en que salimos de España Togliatti y yo) trabajando de peón en una fábrica, recogiendo chatarra y barriendo basura, cubierto de harapos y renegando de la hora en que había pisado la Unión Soviética. Vi a marinos y a muchos alumnos de las escuelas de pilotos a quienes sorprendió la conclusión de la guerra de España en la URSS y a quienes se cerró la frontera violentando sus deseos de salir del país y a pesar de no ser miembros del Partido Comunista. Muchos de estos muchachos murieron peleando como guerrilleros contra los alemanes durante la guerra en la URSS Los supervivientes, sabemos que fueron internados en el campo de concentración de Karaganda, en la llamada Estepa Hambrienta del Kasajstán[7] por el delito de insistir en el propósito de abandonar la patria de Stalin.
Tan obsesionante era el deseo de perder de vista el trabajo en las fábricas y tan imperiosa la necesidad de alimentarse un poco mejor, que se llegaba a casos de simulación de enfermedades y hasta de locura. En la fábrica de automóviles de Gorki, un aviador de bombardero y mecánico de motores de aviación, desesperado de trabajar en la «cadena», apretando las mismas tuercas cada día (única ocupación que pudieron darle a quien poseía tan alta calificación), ideó una treta para comer y descansar un par de meses en cualquier sanatorio. Un día espantosamente frío, cuando todo el mundo andaba por las calles arropado en cuantos harapos o prendas de abrigo tenía, Gómez, que así se apellidaba este compañero, se desnudó hasta quedarse en cueros vivos. Tomó un gran retrato de Stalin y se lanzó a la calle cantando las estrofas de la Internacional. Los rusos le seguían por las calles, pasmados ante el inusitado espectáculo de aquel «loco». El primer miliciano con el que topó lo detuvo y llamó a una ambulancia. Los doctores dictaminaron que sufría de accesos de enajenación mental y le recomendaron descanso. Fue enviado a un sanatorio. A su paso por Moscú me refería la treta entre grandes carcajadas.
Al comienzo de la guerra germano-soviética, vi la posibilidad de acabar con los sufrimientos de mis compatriotas en la URSS, incorporándoles al Ejército. De acuerdo con ellos propuse al Comisario de la Defensa la organización de varias unidades guerrilleras integradas por españoles. Todos eran gentes fogueadas y cargadas de odio hacia los nazis por la intervención de la «Legión Cóndor» en nuestra guerra. Era más humano morir peleando en la cruel guerra de emboscadas, guerra en la que no había cuartel para el guerrillero —a los que los nazis colgaban vivos de ganchos carniceros clavados bajo la barbilla—, que morirse de hambre y de frío en las fábricas soviéticas.
Tras no pocas gestiones obtuve éxito en mi propósito, con gran alegría de mis camaradas. La bravura de los españoles fue proclamada en los rabiosos bandos de los invasores nazis que pusieron premio hasta de 10 000 rublos por cada cabeza de «bandido español». Y fue también reconocida por el mando soviético que hubo de cargar el pecho de nuestros hombres de medallas y condecoraciones militares. Dos hechos revelan la gloria de los españoles y la vileza de Stalin: en las horas más angustiosas de la evacuación de Moscú, cuando todo era pánico y huida, caos y desconcierto, cuando los jefes asaltaban los trenes y taponaban de coches las carreteras de la fuga, cuando el pueblo desmandado desvalijaba los almacenes y se entregaba al más frenético saqueo de la capital; en aquellas horas en que se consideraba inminente la entrada de los alemanes en la ciudad, el alto mando militar, sin confianza en nada ni en nadie, receloso de su pueblo y de sus propias tropas, confió a las unidades españolas la defensa del corazón de la Unión Soviética, del Kremlin y de la Plaza Roja de Moscú, es decir, de la sede de Stalin.
Más tarde, en ocasión de la entrevista de Roosevelt, de Churchill y de Stalin en Teherán, las fuerzas de escolta de Stalin en el tren especial, la constituyeron españoles.
Concluida la guerra los españoles fueron nuevamente devueltos a las fábricas. Unos aceptaron en silencio la continuación del suplicio del sudor y del hambre; otros, una gran parte, especialmente los alumnos pilotos que no pertenecían al Partido Comunista, insistieron en salir de la URSS Fueron considerados antisoviéticos y condenados a trabajos forzados en los campos de concentración de Karaganda.
Así discurría la vida de nuestra emigración adulta en la Unión Soviética. La de los cinco mil niños repartidos en diferentes lugares y escuelas no era mejor.
Cuando la guerra comenzó a agravarse en el norte de España, la URSS nos hizo la oferta de estar dispuesta a recibir a unos cuantos millares de hijos de combatientes para salvarles de los horrores de los bombardeos y para educarles convenientemente. Yo era entonces ministro de Educación Pública y organicé la salida de varias expediciones de niños de ambos sexos, haciéndoles acompañar de profesores españoles para facilitar la educación en el propio idioma. Estaba convencido de que era una verdadera suerte la de aquellos niños tanto al alejarles de los riesgos de la guerra civil como de poder ser educados en el país del Socialismo.
Los primeros informes y cartas que nos llegaron tanto de los niños como de los profesores que les acompañaban eran altamente satisfactorias. Todos hablaban de la magnífica acogida que les dispensaron las autoridades y del cariño que les demostraban los ciudadanos de Leningrado y de Moscú, lugar este último donde estuvieron concentrados en una gran mansión de la calle de Piragovskaia hasta que fueron organizadas las distintas colonias donde deberían establecerse. Los niños gozaron de un excelente trato mientras en España hubo guerra. Al terminarse la lucha con nuestra derrota, las consecuencias comenzaron a reflejarse en las atenciones y cuidados de nuestras criaturas. Ya no eran los niños ante la perspectiva de regresar en cualquier momento a su patria y maravillar a sus padres con el relato de la exquisita hospitalidad de la URSS Ahora eran cinco mil refugiados más que de invitados pasaban a constituir una carga permanente para el Estado soviético. Y comenzaron los reajustes en los presupuestos y la introducción de medidas disciplinarias y de reglamentos educativos que trastornaron la vida y la enseñanza de nuestros niños y del personal docente español. Nuestros profesores pasaron a un plano secundario. La dirección de las Colonias se encomendó a burócratas rusos, la mayoría de los cuales no tenía ni siquiera nociones de pedagogía. El idioma español pasó a segundo plano. Los niños deberían estudiar fundamentalmente en un idioma que no les era conocido y con textos escolares propios para el infante ruso pero no para el niño español. Protestaron los niños y los maestros españoles y protestamos nosotros cerca del Comisariado de Educación, sin obtener éxito alguno.
Los burócratas rusos sometieron a nuestros niños a un régimen escolar en el que se alternaba el estudio con la tala de leña en los bosques en el invierno para el abastecimiento de la cocina y de la calefacción, y se obligaba a los pequeñuelos a levantarse en los gélidos amaneceres del invierno ruso para cumplir, antes del desayuno, con la «norma» de leña. En el verano les obligaban, desde que apuntaba el día, a realizar toda clase de faenas agrícolas y sembrar y recolectar para la atención de su propio consumo. Los pequeñuelos se resistían y como no podían eludir la realización de aquellas faenas impropias de su edad y de su condición de colegiales, se vengaban en sus propios estudios, especialmente del ruso, dando índices bajísimos de asimilación y capacitación.
Una excesiva fatiga y una deficiente alimentación minaron la salud de los niños. En 1941-1942, una inspección médica que obligamos al Comisariado de Educación a realizar en todos los planteles de niños españoles, dio la proporción aterradora de más de un 50 por 100 de tuberculosos y de otro 30 por 100 de pretuberculosos. El porcentaje de mortalidad aumentaba de día en día, registrando en el primer año de guerra en la URSS, un 15 por 100, es decir, unos 750 fallecimientos. Algunos, los casos más graves, pudimos conseguir el trasladarles a sanatorios. Pero la mayoría siguieron un calvario de penalidades y sufrimientos inauditos arrastrándose a través de toda la inmensidad territorial soviética huyendo de los alemanes. No había un plan de evacuación. Cada director tiraba para donde se le antojaba y unas veces a pie y otras en furgones de tren, emprendían las repetidas huidas, sin organización ni aprovisionamiento, dándose casos de que pasaran días enteros sin probar bocado bajo el clima implacable del invierno ruso. En las cercanías de Krasnoarmeinsk, en Stalingrado, 16 niños que se quedaron rezagados por el cansancio de las tremendas jornadas a pie, con los alemanes en los talones, fueron atrapados por éstos. Los niños fueron conducidos a Alemania donde fue a hacerse cargo de ellos una comisión de falangistas españoles. Entre los pequeños prisioneros se encontraba la hija de Virgilio Llanos, dirigente socialista y comisario durante nuestra guerra. Asqueados de la vida soviética, resentidos por los tratos recibidos, estos niños fueron hábilmente utilizados por la propaganda hitleriana y por la Falange española.
Las colonias españolas fueron a parar a los lugares más distantes e inhóspitos de la Unión Soviética. Unas llegaron a Samarkanda y Kakan en la Rusia Asiática y otras hasta las estribaciones de los Urales, en Siberia Central.
Muchos de nuestros niños eran ya adolescentes de ambos sexos. Habían pasado seis o siete años desde que salieron de España. Los más pequeños sufrían llorando las terribles calamidades de aquellas marchas y contramarchas, de las huidas empavorecidas durante semanas y meses, muertos de hambre, comidos de miserias y ateridos de frío. Los mayorcitos con quince o dieciséis años rompieron todas las amarras de la cuartelera disciplina y comenzaron a vivir por su propia cuenta. En Taskhent (Asia) llegaron a organizarse en bandas de salteadores que robaban a mano armada y realizaban toda clase de tropelías entre los habitantes de la región. Preferían la muerte o el presidio a continuar pereciendo de hambre en los colectivos escolares. En Samarkanda y en Tibliss (Georgia) las jovencitas aprendieron que podían mitigar el hambre prostituyéndose, entregándose a los oficiales del Ejército o a los altos burócratas del Partido o de la Administración que eran los únicos que podían pagar sus caricias con un pedazo de pan. No pocas de ellas quedaron embarazadas.
Algunos de nuestros pilletes se dedicaron a robar en los trenes. Fueron a parar a las cárceles. En Kakan asaltaron una panadería. Aprehendido uno de ellos resultó ser el hijo de Carrasco, coronel del Ejército republicano y a la sazón coronel del Ejército Rojo en la Escuela Frunce de Moscú. El niño murió tuberculoso en la cárcel.
Gracias a la enérgica actuación de refugiados españoles adultos que, en la mayoría de los lugares, se hicieron cargo del cuidado de los niños y de los adolescentes, se pudo aminorar la tragedia de nuestros pequeñuelos y corregir en gran modo el bandidaje y la prostitución entre los jóvenes.
El anhelo de salir de la Unión Soviética se apoderó tan inconteniblemente de los jóvenes españoles que llegaban a extremos de desesperación como en el conocido caso de Florentino Meana Carrillo que, al perder las esperanzas de poder abandonar la URSS, escribió una carta en la que explicaba su decisión de arrancarse la vida antes de continuar encerrado «en el inmenso campo de concentración y de hambre» que era la Unión Soviética. Ingirió un vaso de ácido sulfúrico. Al enterarse su hermano, otro jovencito, tomó un cuchillo, se trasladó al Hotel Lux donde creyó encontrar a Pasionaria, que era la que le había denegado la autorización a su hermano para regresar a España (Pasionaria era la única persona autorizada por las autoridades soviéticas para conceder o denegar los permisos de salida de la URSS a los adultos y a los niños españoles) y al no encontrarla, descargó su furia contra el representante del Partido, cargo que desempeñaba en aquellos momentos, José Antonio Uribes, suplente del Buró Político, quien a duras penas pudo eludir la agresión del enfurecido muchacho, que fue a parar a la cárcel por intento de asesinato.
Cuando en 1943 salí yo de la Unión Soviética, el problema que más profundamente me había distanciado del resto de la dirección del Partido Comunista Español fue precisamente el de los niños y jóvenes, reclamados por sus padres o que habían expresado deseos de regresar a España junto a sus familiares, y que la obstinación criminal de Pasionaria y Antón, retenían en la URSS «hasta educarlos como buenos bolcheviques», pues —decía Pasionaria— «no podemos devolverlos a sus padres convertidos en golfos y en prostitutas, ni permitir que salgan de aquí en furibundos antisoviéticos».
Por referencias verbales de algunos jóvenes llegados desde Rusia a México, gracias a la porfiada reclamación de los padres a través de las autoridades mexicanas, he podido saber que un grupo de los que allí quedaron fueron enviados a estudiar a ciertas universidades y la mayoría destinados a las fábricas. Los cálculos de mis informantes elevaban los fallecimientos a la aterradora cifra de un 40 por 100 del total de los enviados a la URSS en los años 1936-1937. ¡Dos mil niños españoles no podrán ya regresar a España!