CAPITULO II

Pacto germano-soviético. Antecedentes diplomáticos. Stalin opta por Hitler. La «entraña» del compromiso. Rusia ayuda al «Führer». Imperialismo soviético. La traición de Stalin.

EN Moscú es imposible saber nada de nada. En toda la URSS sucede igual. El ciudadano extranjero que viva unos meses consecutivos en los dominios de Stalin termina por olvidarse hasta de la rotación de la tierra. Ni prensa extranjera, ni radio, ni informaciones del mundo, ni rumores o cuchicheos, ni declaraciones de políticos, ni indiscreciones de «allegados». Nadie habla. Nadie sabe. Nadie dice. Nadie curiosea ni se preocupa por enterarse; pues saber algo es peligroso. Si algún indiscreto pregunta la cosa más inocua corre el riesgo de verse detenido por sospechoso de espionaje. Se vive en el más definitivo de los limbos. Las noticias de Izvestia o de Pravda dicen sólo lo que quieren decir e informan de lo que quieren que se entere la opinión pública. Como no existe posibilidad humana de conocer distintas opiniones de las oficiales, resulta que la política soviética siempre es la más justa y adecuada y que lo que dicen, hacen o dejan de hacer las potencia extranjeras es abominable o es estúpido. El ciudadano soviético no conoce otra verdad que la establecida por la sección de propaganda del Comité Central del Partido Bolchevique. El juicio de las gentes es dirigido hacia unas conclusiones preconcebidas. Puede creer o no creer, pero no tiene más base de orientación que el instinto. Resulta casi imposible enterarse de lo que sucede en la casa del vecino, del acontecimiento ocurrido a diez pasos de nuestro lugar habitual. Un pueblo puede ser trasladado íntegramente a Siberia y se necesitarán meses enteros para que los propios parientes que habiten a diez leguas de distancia se enteren del hecho.

La vida exterior no tiene dentro de las fronteras soviéticas ninguna repercusión en su espontaneidad. No se proyectan películas extranjeras, ni circulan libros o revistas de autores extranjeros, ni se leen novelas modernas ni se hacen representaciones teatrales de actualidad. Las mismas limitaciones se observan en la divulgación científica, artística o profesional. Al mismo tiempo, ningún ruso puede viajar de un lado para otro en el territorio nacional sin previa aprobación de la NKVD, y salir al extranjero sólo es privilegio que se concede a diplomáticos o a contadísimos enviados especiales del Gobierno, quienes a su regreso deberán abstenerse de todo comentario que no sea para denigrar lo que han visto y para enaltecer lo que tienen en la propia patria.

En esta supina ignorancia de lo que acontecía en el mundo, nuestras conjeturas de cómo marcharían las complejas y amenazadoras intrigas internacionales que ensombrecían el horizonte de Europa en la primavera de 1939, se alimentaban en la fantasía, en los supuestos y en las deducciones de lo que sabíamos antes de trasponer la frontera soviética. Unos u otros sabíamos que la garra de Hitler se extendía con trágicos presagios sobre Polonia; que la opinión pública en las democracias occidentales presionaba a sus gobiernos con vistas a concertar una pronta alianza con la Unión Soviética para frenar los desmanes del nazi-fascismo. Sabíamos que desde los primeros días de mayo de 1939, los políticos y la prensa de mundo capitalista hablaba insistentemente de la existencia de conversaciones entre Hitler y Stalin; que en esos mismos días el embajador francés en Berlín, M. Coulondre, había advertido a su Gobierno que Rusia y el Tercer Reich trataban de concertar un pacto de amistad. Sabíamos también que el 13 de abril Churchill había pronunciado un discurso en la Cámara de los Comunes en el que había dicho: «Si la paz ha de ser preservada deberemos incluir inmediatamente a Rusia en nuestro bloque defensivo».

Venían asimismo a nuestra memoria los parloteos entre Inglaterra, Francia y la URSS, en torno a la propuesta de las primeras sobre si Rusia estaba dispuesta a otorgar una garantía unilateral a Polonia y a Rumanía en términos semejantes a los otorgados por ellas a dichos países. Y conocíamos la respuesta negativa de la URSS, así como la contrapropuesta consistente en la formación de una triple alianza para resistir a la agresión, propuesta que después de muchos dimes y diretes, había sido aceptada con fecha 27 de mayo por Inglaterra y por Francia, culminando en el envío por Inglaterra de Mister Strang, funcionario del Foreign Office, como auxiliar del embajador inglés en Moscú para concertar los términos de dicha alianza[3].

Lo que hubiera sucedido en el mes de julio y primera quincena de agosto, era riguroso «tabú» hasta para quienes teníamos destacada representación política en las altas esferas de la Komintern.

Del intrincado laberinto diplomático deducíamos que Stalin estaba jugando una peligrosa partida en un poker de tres: Francia e Inglaterra de un lado, el Tercer Reich de otro, y la URSS contra las habilidades de los otros dos. Razonábamos así: las potencias democráticas con su política de apaciguamiento constituyen una amenaza para la seguridad soviética y Stalin las va sujetando con sus amagos de acuerdo con Hitler. El «Führer» —a nuestro entender— era tan imbécil que no se apercibía de la red en que le estaba envolviendo Stalin. Tal era nuestro convencimiento. En nuestros cálculos entraba todo menos la posibilidad de un entendimiento del Kremlin con «el perro sarnoso de la más sangrienta reacción», como oficialmente se le había denominado a Hitler.

Suponíamos también que si Stalin no podía sostener el tambaleante tinglado de la paz intentaría que la guerra se desarrollara entre las potencias imperialistas, buscando quedarse al margen de la misma. Lo suponíamos todo menos la posibilidad real de un pacto entre nazis y bolcheviques. Nuestra falta de información de la marcha de los acontecimientos, no nos permitía tener una visión más aproximada a la verdad.

Ignorábamos, pues, que Stalin se servía de las conversaciones con las potencias democráticas, no para «agarrar del cuello» a Hitler, sino para cotizarse ante el «perro sarnoso» y acogotar a las democracias occidentales. Stalin tuvo la opción de elegir entre un bando u otro. Los rusos llevaban las conversaciones simultáneas con demócratas y con fascistas. Optaron por los fascistas. Con un grosero realismo Stalin comprendió que situarse al lado de las democracias significaba afrontar la guerra junto a ellas contra Alemania. Por el contrario, situarse cerca de Hitler le daba la seguridad de quedarse «neutral». ¿Cuánto tiempo? No lo sabíamos, quizá Stalin tampoco, ya que al parecer sus «geniales» cálculos llegaron incluso a descartar la inminencia de la guerra. Si esto último era cierto, el maquiavelismo de Stalin no pasaba de ser una auténtica zapatilla rusa. Al pactar Hitler con Rusia no lo hacía sólo por crearse una zona de seguridad en el Este, sino para tener las manos libres en el occidente. Luego la guerra era inevitable. Si Stalin pensó en un nuevo Munich a costa de Polonia, repartiéndose la presa con los nazis, con el refrendo de las espantadas democracias, Stalin erró el tiro.

Entre la desorientada emigración española en la URSS, cayó como una bomba la presencia de Ribbentrop en Moscú, la publicación de risueñas fotografías de nazis y bolcheviques juntos y revueltos y la noticia de la firma del pacto germano-soviético, cuyo texto decía así:

«Los Gobiernos alemán y soviético, guiados por el deseo de consolidar la paz entre Alemania y la URSS (obsérvese que no dice de mantener la paz en el mundo, sino entre ambos nada más), y fundándose en las prescripciones fundamentales del tratado de neutralidad de 1926, han decretado lo siguiente:

«Artículo primero. Las dos partes contratantes se comprometen a abstenerse entre ellas de todo acto de violencia, de toda acción agresiva y de toda agresión y esto, tanto aisladamente como en unión de otras potencias.

»Artículo segundo. En el caso de que una de las partes contratantes fuese objeto de un acto de guerra por parte de otra potencia, la otra parte no asistirá, bajo ninguna forma, a esta tercera potencia.

»Artículo tercero. Los Gobiernos de las dos partes contratantes permanecerán en el futuro constantemente en contacto, por vía de consulta, para informarse recíprocamente de las cuestiones que afecten a sus intereses comunes.

»Artículo cuarto. Ninguna de las dos partes contratantes participará en un grupo de potencias dirigido, directa o indirectamente, contra la otra parte.

»Artículo quinto. En el caso de que surgiesen diferencias o conflictos entre las dos partes sobre algunas cuestiones, cualquiera que sea su naturaleza o su origen, las dos partes resolverán esas diferencias o conflictos exclusivamente por medios pacíficos, es decir, por un cambio amistoso de puntos de vista o, si fuera necesario, por comisiones de arbitraje.

»Artículo sexto. El presente tratado se concluye por un período de diez años, en la inteligencia que si uno de los contratantes no lo denuncia un año antes de la terminación de este período, la duración de la validez de este tratado se considerará prolongada automáticamente por un período de cinco años.

»Artículo séptimo. El presente tratado será ratificado en el plazo más breve posible. Los instrumentos de ratificación serán cambiados en Berlín. El tratado entra en vigor desde el momento de su firma».

¡Así rezaba el cartel del infamante pacto, que el mundo no podrá olvidar jamás y que la clase obrera recordará siempre con el nombre afrentoso de la traición de Stalin!

En la noche de aquel mismo día hablé con Manuilski, en cuya casa me alojaba. Nos conocíamos de antiguo. Manuilski era cordial, y su mentalidad, ágil, concebía como un occidental. Era de los pocos hombres de la vieja guardia y amigo de Lenin que todavía se mantenía como figura de gran relieve en la era staliniana.

—¿A qué se debe este viraje, camarada Manuilski? —pregunté.

—Tratamos de evitar la entrada de la URSS en una guerra para la que no estamos preparados… Necesitamos ganar tiempo.

—Pero si el pacto deja las manos libres a Hitler, las consecuencias, a la corta o a la larga, serán terribles para la URSS

—No lo creas —dijo con cierta suficiencia. Nuestro propósito inmediato es liquidar a este gendarme polaco que siempre ha hecho de su espalda un puente para la agresión imperialista contra la URSS

—¿Liquidarle?…

—Esa será la inmediata consecuencia del pacto. Polonia dejará de ser un Estado. Tendremos frontera común con Alemania —dijo sonriendo con sus ojillos un poco mongólicos y atusándose el bigote que le caía en cortina sobre la boca.

—Pero eso es la guerra. Sobre todo después de las garantías concedidas por Francia e Inglaterra a Polonia —observé.

—Sólo una banda de locos suicidas se atrevería a desencadenar la guerra contra Alemania y la URSS, por defender a Polonia. Están demasiado asustados los Chamberlain para aventurarse en tal empresa. Harán ahora como hicieron en Munich. Chillarán y patalearán, pero no creo que se decidan por la guerra —afirmó.

—¿Y ya han previsto ustedes la posibilidad contraría?

—Todo está previsto y calculado. Nosotros no podemos perder.

Como observara en mí un gesto de extrañeza y de incomprensión, se apresuró a aclararme el misterio. Y suyas fueron estas palabras:

—Si los capitalistas quieren degollarse entre sí, mejor que mejor. Llegado el momento oportuno, cuando ambos bandos estén destrozados, nos veremos solicitados por las dos partes. Podremos decidir lo que mejor nos convenga. La intervención de nuestro ejército no será para sacar las castañas del fuego a ningún país capitalista, ¿comprendes?…

—Comprendo. Mi única reserva es ésta: si el poderío alemán logra devorarse a Europa entera ¿no se verá la URSS expuesta a tener que hacerle frente cuando la máquina fascista se haya reforzado con los hombres y el trabajo de una Europa esclavizada?

—Si tal sucediera, Hitler tendría que distraer la mitad de su ejército para asegurarse tan extensa y peligrosa retaguardia, y nosotros contaríamos con la alianza de veinte naciones que nos acogerían como sus libertadores. Lo que no habrán logrado los capitalistas lo lograremos nosotros: los pueblos se alzarán en masa contra los invasores —afirmó con gran énfasis.

—Pero toda la estrategia de Hitler está montada en librar la lucha en un solo frente y este pacto viene a favorecer sus planes —observé.

—Momentáneamente, sí; pero también nos favorece a nosotros porque necesitamos ganar tiempo, tiempo y tiempo.

Hizo una pausa y agregó.

—No olvidamos las lecciones del pasado. El Kaiser Guillermo fue derrotado por la guerra en dos frentes. Y fueron las tropas del Zar en el Este las que impidieron que los alemanes descargaran toda su potencia contra París. Lo sabemos, pero no tenemos opción. Hoy sería una aventura arriesgarnos a participar en la guerra con unos aliados tan vacilantes como los ingleses y franceses, que hasta ayer mismo han estado tratando de hacer con Hitler lo que hemos hecho nosotros. Si lo hubieran logrado, hoy tendríamos sobre nuestra frontera a doscientas divisiones fascistas.

—Pero si la URSS fuera un aliado de las potencias occidentales…

—El panorama variaría poco. Serían unos aliados muy sui géneris: contemplarían cómo nos batíamos alemanes y rusos y si las cosas iban mal se apresurarían a buscar una paz por separado con Alemania a costa de nuestras costillas. ¡No! —exclamó riendo—. Dado el caso de que así nos conviniera, nos aliaríamos cuando toda su capacidad de maniobra estuviera rota y nos suplicaran que les sacáramos del pozo.

—Otra cuestión, Manuilski: ¿Qué repercusiones políticas producirá este pacto en los medios proletarios y democráticos en general? —pregunté con cautela.

—En los primeros momentos provocará confusión. Pero movilizaremos todas nuestras fuerzas para hacer comprender que los pactos diplomáticos nunca suelen inspirarse en razones ideológicas, sino más bien en rigor de ciertas conveniencias nacionales…

Al oírle tan cínica confesión no pude evitar el recuerdo de muchos acontecimientos en España. También allí habían jugado preferentemente las «conveniencias nacionales»… de los rusos. Manuilski estaba derribando las últimas bambalinas que velaban la comprensión de nuestra tragedia.

—… Además —seguía diciendo—, a lo largo de los tiempos y de la historia siempre se han producido alianzas y pactos extraños. Cuando así les ha convenido, los protestantes se han aliado a los católicos y los católicos a los protestantes. No han faltado príncipes católicos que se han aliado al Turco para luchar contra otros príncipes de la cristiandad. Luis XIV fue aliado de los protestantes y revocó el edicto de Nantes. Y, en política, no lo olvides, la razón del que triunfa, siempre es la mejor razón.

La explicación no hizo sino alimentar mis recelos. Los hechos vendrían a demostrarme que toda la argumentación de Manuilski no era otra cosa que una cínica humareda para ocultar la más desaforada política imperialista de quienes habían cambiado a Marx por Pedro el Grande.

* * *

No han faltado escritores «simpatizantes» o rusófilos que han pretendido encontrar en el pacto germano-soviético la fría razón de un estadista que se valió del único medio que era viable para salvar a su pueblo de la guerra, y reputan la maniobra de genial. No cabe duda que desde el punto de vista de egoísmo nacional, del chauvinismo más cerril y de la negación de todos los valores éticos y políticos de un Estado, el pacto germano-soviético puede encontrar justificación. La URSS recelaba de las democracias y tenía miedo a Hitler. Para ella, desde el punto de vista ideológico, la diferenciación entre ambas fuerzas eran simplemente de matiz. Si pactando con una se veía libre de las dos y, al mismo tiempo las empujaba a destrozarse mutuamente, la ganancia era segura, no tenía pérdida posible. Hasta ahí la felonía envuelta en el celofán de la razón de Estado. Pero fuera de ahí no queda otra cosa que la sucia ambición imperialista, el afán de destrozar a otros pueblos, de aplastarlos y subyugarles; queda la traición a los principios del internacionalismo. Stalin al pactar con Hitler, rompía definitivamente con las débiles amarras que le ligaban a los principios socialistas. Facilitando el aplastamiento de las democracias burguesas, condenaba al exterminio los movimientos progresivos y revolucionarios de Europa. No era, pues, una simple «neutralidad» la que había pactado Stalin. Un Estado socialista que facilita el imperio de la barbarie con su «neutralidad», no hace sino proclamar su beligerancia contra todos los valores de la civilización y cultura humanos. Stalin no ignoraba que su entendimiento con el fascismo crearía el caos más espantoso en los medios del proletariado internacional, que rompería todos los pactos de unidad y que enterraba definitivamente la política de Frentes Populares. Sabía que el odio y el desprecio ahogarían a los comunistas en cada país y que serían tildados de traidores y quintacolumnistas al servicio de la traición nacional y del fascismo. Stalin llevaba la desmoralización y la guerra civil a los pueblos amenazados por los nazis. Stalin ayudaba a Hitler.

La beligerancia de Stalin quedó demostrada no sólo en la ayuda práctica de trigo, forraje, petróleo, grasas, etcétera, que le suministraba en exclusividad, sino en declaraciones públicas como éstas: Izvestia, diario oficial del Gobierno soviético, escribía el 9 de octubre de 1939: «Iniciar una guerra con el fin de destruir el hitlerismo es cometer una locura criminal en política».

El 1.° de agosto de 1940, en la séptima sesión del Soviet Supremo, Molotov, Presidente entonces del Consejo de Comisarios del Pueblo, declaraba: «Nuestras relaciones con Alemania, en las que se produjo un viraje hace casi un año, continúan manteniéndose plenamente, según estipula el pacto soviético-alemán. Este pacto, al que nuestro Gobierno se atiene plenamente, eliminó la posibilidad de rozamientos en las relaciones soviético-alemanas en la aplicación de medidas soviéticas a lo largo de nuestra frontera occidental y, al mismo tiempo, garantizó a Alemania una seguridad tranquila en el Este». El desarrollo de los acontecimientos en Europa no sólo no debilitó la fuerza del pacto soviético-alemán de no agresión, sino que, por el contrario, hizo resaltar la importancia de su existencia parados. En ese mismo año de 1938, comienza una nueva etapa de actividad militar caracterizada por la agresión armada a los pequeños estados, Austria y Checoslovaquia. Es éste un período de transición hasta el comienzo de la guerra en 1939 en el que Hitler despliega sucesivamente su fuerza militar, que pasa de 44 divisiones después de la agresión a Austria, a 51 después de la ocupación de Checoslovaquia, a 100 al comenzar la guerra con Polonia, a 210 al inicio de la lucha con Francia, y llega a su máximo, 260 divisiones cuando ataca a la URSS, sobre cuyas fronteras lanza 170 divisiones. Era una fuerza colosal, pero, o Stalin era un embustero o a la URSS le habían sobrado siempre fuerzas para someter a Hitler.

En el discurso de Vorochilov en el XVIII Congreso del Partido Bolchevique, celebrado en marzo de 1939, después de afirmar que en 1938 la aviación soviética era el doble de poderosa que la alemana (ver la cita del segundo capítulo, de la primera parte, página 57) informaba que desde el XVII Congreso, celebrado en 1934, al XVIII Congreso, es decir, en cinco años, el ejército soviético había aumentado el doble. Según información de Stalin a la nueva promoción de oficiales de la Escuela Frunce de Moscú, en 1941, antes de la agresión alemana, el Ejército Rojo contaba con 300 divisiones, la mitad motorizadas. Quiere ello decir, aunque le supongamos un crecimiento de 50 divisiones por año, que en 1939, cuando hablaba Vorochilov, la URSS contaba con 200 divisiones, lo que es igual a 100 divisiones en 1934, cuando Hitler apenas si disponía de una veintena.

En 1938 Hitler tenía 44 divisiones. Suponiendo que la URSS no hubiera aumentado un solo soldado en su ejército le sobrepasaba en más del doble. En 1939, al comenzar la guerra con Polonia, Hitler contaba con 100 Divisiones. Y en ese período la URSS con 200. El máximo de fuerzas Hitler lo alcanza en el momento de la agresión a la URSS, sumando 260 divisiones. Según las palabras de Stalin, en aquel momento la URSS, sin haber desplegado sus fuerzas, contaba con 300 divisiones.

Vorochilov sigue diciendo: «Toda la artillería de acompañamiento de un cuerpo de infantería alemán, compuesto de tres divisiones, dispara, en una sola descarga, 6,070 kilogramos y el cuerpo de infantería del Ejército Rojo 7,136 kilogramos». «El peso de las granadas que puede lanzar en un minuto un cuerpo de infantería del tipo mencionado es de 48,769 kilogramos en la alemana y de 66,505 kilogramos en la soviética». «Calculando en 100 la descarga de toda clase de armas de los tanques y carros de asalto en 1934, tenemos en 1939 un aumento cuatro veces mayor».

Y Vorochilov sigue dando cifras impresionantes del poderío soviético, para hacer esta terminante conclusión: «Estas cifras pueden servir como magnífica camisa de fuerza soviética para todos los agresores delirantes que, en un ataque de locura, pretendan lanzarse contra la tierra soviética».

En todas las conciencias honradas del mundo levantó un vendaval de indignación el pacto germano-soviético, pero en los españoles que se habían batido durante tres años contra los fascismos de todos los colores, las consecuencias fueron infinitamente más penosas y las reacciones más violentas. En el interior del país, los combatientes que sobrevivían en las cárceles, en espera de ser llevados a los patíbulos fascistas, saborearon todas las hieles de la decepción al saber a Stalin en alegre compadrazgo con quienes habían hecho posible en España el sangriento régimen de terror en que vivían. Al mismo tiempo, el pacto germano-soviético rompió en mil pedazos la unidad de los comunistas con el resto de las fuerzas políticas de la emigración republicana, integrada por medio millón de combatientes que se hallaban en Francia, los que poco después al derrumbarse la débil resistencia francesa, habían de quedar a merced de los piquetes de la Gestapo.