CAPITULO PRIMERO

De la cárcel de Orán al Hotel Lux, de Moscú. Una conferencia en el viaje. El Estado especulador. Lujo y miseria. Corrupción sexual en la URSS Un pueblo sin libertad y un régimen sin democracia. Manuilski descubre el «juego» de Togliatti. Pregunta sin respuesta. La consagración de los cobardes.

NUESTRO avión descendió en un pintoresco pueblecito africano llamado Mostaganín. Las autoridades francesas nos dieron la bienvenida con un despliegue guerrero de senegaleses armados hasta los dientes. Éramos prisioneros de un nuevo adversario al que no hacíamos la guerra.

Y como a prisioneros nos trataron. Un registro minucioso, y un despojo total de cuanto llevábamos encima. Los dos oficiales franceses que comandaban a los senegaleses, ofrecían a éstos el espectáculo de disputarse con acaloramiento digno de mejor causa la apropiación de mi pistola Walter. Al enterarse de que yo era un ex ministro, de la República hicieron gala de la politesse francesa y con muchos pardon monsieur le ministre para arriba y pardon monsieur le ministre para abajo, me encerraron en un cuartucho que habilitaron como cárcel. No tardó en llegar un ómnibus que nos transportó hasta Orán, distante unos noventa kilómetros del lugar de aterrizaje. Allí nos condujeron derechitos a la vieja prisión de Orán, desde hacía ya algún tiempo desechada como tal por considerarla totalmente inhóspita hasta para los delincuentes moros, a quienes no solían guardárseles muchas consideraciones que digamos.

Distiguióseme con un trato de favor y me dieron por alojamiento lo que antaño fuera cocina de la prisión y por cama el suelo, sucio de toda suciedad. Ni colchón ni manta. Con unos cuantos papeles de periódicos mi mujer y yo improvisamos un terreno neutro entre la basura y el cuerpo, y nos tendimos a dormir. Hacía cuarenta y ocho horas que no había cerrado los ojos. Y dormí, dormí profundamente, como si aquellos periódicos fueran el mejor lecho de miraguano.

No sé las horas que llevaba durmiendo. Me despertó un guardia de la prisión diciéndome que un grupo de periodistas quería hablar conmigo. Entraron como media docena de reporteros y un fotógrafo. Charlé de lo que quisieron. Tiraron algunas placas y se fueron deseándome buena suerte.

Trajeron la comida. Como no teníamos plato nos facilitaron unos botes vacíos de tomate enlatado. Miré el condumio: agua y macarrones. Me comí el pan. Ni mis amigos ni yo teníamos un céntimo: imposible, pues, comprar nada para suplir la bazofia que se nos daba. La esposa de Diéguez vino al cabo de un rato y nos dio unas tabletas de chocolate logradas no sé por qué generoso conducto. Me volví a tirar en el suelo y logré sin dificultad reanudar el sueño.

Me levanté muy temprano. Comencé a recorrer las dependencias de la prisión. Gran número de refugiados llegados en el «Stambrook» y en el «African Trade» poblaban las grandes galerías de la inmunda cárcel. Dormían hacinados, tirados por el suelo, todos ellos sucios y hambrientos. La Francia oficial nos acogía como una calamidad nacional. ¡Qué contraste con el gran pueblo francés!

Al día siguiente, haciendo valer su pasaporte de ciudadano soviético, Togliatti fue puesto en libertad.

Pocos días después nos trasladaban a orillas del mar cabe un campo arenoso cerrado con alambres de púas. Hasta allí llegó un mensajero de la dirección del Partido Comunista francés que me facilitó unos cientos de francos y me informó que sus gestiones cerca del ministro del Interior para libertarme del campo habían fracasado. Me permitirían salir para Moscú o para México. Al cabo de dos meses las autoridades francesas consintieron en mi liberación bajo promesa formal de mi parte y amenaza penal de la suya, de no pisar la Metrópoli más tiempo del indispensable para tomar pasaje y ausentarme de Francia.

Decidí partir para México. No me agradaba la Unión Soviética como lugar de asilo. No por hostilidad política con el régimen —que entonces no sentía, pese a todas las decepciones sufridas durante nuestra guerra, pues se limitaban estas decepciones a los hombres y no alcanzaban al sistema—, sino por tenerme bien sabido, merced a las experiencias adquiridas en mis repetidas visitas a la URSS, que este país era el menos indicado para residencia de un revolucionario «profesional». La Unión Soviética era, para el militante comunista extranjero, un remanso demasiado tranquilo, donde las mareas revolucionarias fluían por diques o embalses canalizados hacia playas prevenidas y planificadas. Tenía el convencimiento de que las tareas revolucionarias del pueblo soviético eran diametralmente distintas a la de los comunistas del resto del mundo: ellos luchaban por construir un nuevo mundo y nosotros por destruir el viejo. Esta diferenciación de objetivos implicaba inevitablemente diferencias en las formas, métodos y procedimientos de vida y de lucha, que hacían difícil la adaptación aunque se intentara soldar el ensamble con la flama del más acendrado entusiasmo.

Cierto que para los dirigentes comunistas quedaba un refugio donde acogernos: el centro de la Internacional Comunista. Pero la sola idea me horrorizaba. Nada más ajeno a mi temperamento, educación y apetencia que el transformarse en un burócrata. No niego la utilidad del trabajo de despacho sobre todo cuando es creador, dinámico, dirigente, pero siempre he creído que para ser un buen burócrata se requiere cierta vocación, si no tanta como para el sacerdocio, sí la suficiente para avenirse a vivir la lucha por reflejos o a intervenir en ella un tanto «técnicamente». Yo no tenía ninguna aptitud para dirigente oficinesco. Toda mi vida había sido hombre de calle; mi ambiente la tribuna, la redacción, el mitin, el contacto con las multitudes; mi vocación la agitación y la propaganda.

Nada de esto podría hacer en la URSS, pues estas tareas las atendía con celosa exclusividad el Partido Bolchevique.

Tales eran las razones por las que no pensaba exiliarme en la URSS, y, a decir verdad, tampoco en México. Pensaba en Francia, no obstante mis promesas y las amenazas de las autoridades. Francia era la proximidad a España y el contacto con medio millón de españoles refugiados. En aquella y cerca de éstos estaban nuestros deberes.

Pero el hombre propone y… circunstancias enteramente ajenas a mi voluntad dispusieron las cosas de modo que hube de permanecer casi cuatro años en la URSS, en función de representante del Partido Comunista de España en la Internacional Comunista.

De Orán me trasladé a Marsella, de Marsella a París y en París se hicieron añicos mis propósitos de residenciarme ilegalmente en Francia. Vittorio Codovila me esperaba. Apenas iniciados los saludos me mostró un telegrama de Moscú requiriendo mi presencia para informar, discutir y contestar a esta pregunta: «¿Por qué ha terminado la guerra del pueblo español en forma tan inesperada y luctuosa?». La pregunta, según me hizo saber, había sido formulada por Stalin.

La contestación a la pregunta tenía para mí un doble incentivo: el estudio de nuestros propios errores como españoles y como comunistas, y el esclarecimiento del juego de la Unión Soviética en nuestra guerra.

El mismo día me trasladé de París al Havre y, juntamente con un centenar de compatriotas, gente joven toda ella, muchachos y muchachas de nuestro Partido, severamente seleccionados para su envío a la URSS, me instalaba a bordo de un confortable barco soviético que horas más tarde zarpaba rumbo a Leningrado.

* * *

Navegamos por las siempre grises e inquietas aguas del Mar del Norte cuando me apercibí de un fenómeno singular: a medida que nos aproximábamos a las fronteras soviéticas la ilusión óptica sobre el País del Socialismo degeneraba en una alegre despreocupación que ganaba a la totalidad de mis compañeros de viaje. La despreocupación tuvo su más eufórica expresión en el despilfarro de prendas de vestir, que hombres y mujeres arrojaban cada mañana por la borda del barco al mar. Volaban a las aguas zapatos, abrigos, pantalones, camisetas, medias, y cuantos objetos pueda uno imaginarse; sonoras carcajadas amenizaban aquellas fiestas de lanzamientos, hasta que las prendas despedidas se perdían en la lejanía, pasto del turbulento oleaje.

Una mañana vi a la esposa de Stepanov, una joven madrileña que iba a Rusia a reunirse con su marido, tirar con la mayor naturalidad al mar los pañales que ensuciaba su tierno hijito. Al preguntarle por qué los tiraba me contestó: «Todavía me quedan un par de docenas y con ellos tengo para llegar a Moscú. Allí me darán o compraré los que necesite». Eran pañales de finísima batista adquiridos en el Louvre de París.

A uno que se paseaba descalzo por la cubierta del buque le pregunté qué había hecho de sus zapatos y me dijo tan campante que los había tirado al agua «porque le venían un poquito grandes; que al llegar a la URSS le darían unos a su medida».

Aquella misma tarde convoqué una reunión en «El Rincón de Lenin» del barco. Tapices rojos adornaban los muros del pequeño salón de lectura del buque. En simétrica alineación pendían una serie de fotografías de todos los miembros del Buró Político Bolchevique. Al fondo del cuadrilátero dos grandísimos cuadros, representando el uno el asalto de los marinos al Palacio de Invierno, y el otro, la llegada de Lenin a Petrogrado dirigiendo la palabra a las multitudes armadas desde la plataforma de un carro blindado. Todo ello daba al saloncito un aire de museo provinciano. En el estrado que servía de tribuna un imponente busto de Lenin, con dos jarrones de flores artificiales a los lados, miraba con sus ojos mongólicos y sus pupilas de granito a la apretada y bulliciosa concurrencia de aquella tarde, que hablaba, reía y gritaba y que, con la natural despreocupación del español, hacía caso omiso de un gran cartel que decía «Nie Kuryt» —no fumar—; aquellos extraños pasajeros fumaban y tiraban las colillas en el suelo, con no poco asombro de aquellos sencillotes marineros soviéticos, que consideraban un agravio a la solemnidad del lugar y a la «Kulturni» soviética la jovial indisciplina de los excombatientes de la España republicana.

Hecho el silencio rompí a hablar; y hablé casi dos horas en medio del más angustiado asombro de quienes me escuchaban.

«… En la Unión Soviética se está realizando la más grandiosa transformación de todos los tiempos… El régimen soviético se enfrenta a enormes dificultades… el cerco capitalista… la amenaza de guerra… el atraso industrial… la herencia zarista… la incultura… el atavismo… las exigencias del Plan Quinquenal… la creación de la gran industria… el inmenso costo de crear los nuevos cuadros técnicos de la industria y de la agricultura, de la ciencia y de las artes… la obligatoriedad de mantener un potente aparato policiaco y un gran ejército… todo ello impone una vida de privaciones y de sacrificios heroicos al pueblo soviético…»

Este preámbulo —aun siendo la explicación oficial que por entonces daban y dábamos a las miserables condiciones de vida del pueblo soviético— dejó un tanto perplejo a mi auditorio. Era comprensible. No estaban habituados a estas descripciones, sino a las exaltadas loas a la «felicidad en el Paraíso Socialista».

En sus miradas había curiosidad y en su quietud interés por el tema. Preparado ya el ambiente entré de lleno en la médula de mi disertación.

«… Cuántos os habéis imaginado a la Unión Soviética a través de las bonitas estampas de la revista La URSS en Construcción, podríais sufrir un amargo desengaño… La vida en la URSS no son solamente bellas campesinas de largas trenzas y dientes blancos danzando al son de las balalaicas con apuestos cosacos de puñal taraceado al cinto… tampoco la de los imponentes ancianos que tremolan gozosos las banderas del triunfo en la emulación koljosiana… ni la algarabía multicolor de los vestidos nacionales… ni los suntuosos palacios transformados en sanatorios; ni las mansiones convertidas en Casas de Reposo, ni las preciosas y limpias “Casas Cunas” con criaturas maravillosas, ni las viviendas de elegante confort…

»Desgraciadamente todo eso existe hoy nada más que como una promesa abierta al futuro de la Unión Soviética y a la esperanza de todos los explotados del mundo capitalista…

»Ahora vais a contemplar la realidad soviética no con los ojos del ideal, sino con los de la verdad cruda… En la URSS queda poco tiempo para diversiones… la vida es de una dureza infinita… el nivel de vida de los proletarios muy bajo… se labora a destajo o mediante normas muy elevadas… con la producción de un obrero español en el curso de ocho horas, en la Unión Soviética difícilmente se podría untar de mantequilla una ración de 100 gramos de pan diarios… El triunfo del socialismo requiere máquinas… máquinas… máquinas… Las primeras generaciones proletarias están destinadas al sacrificio, a las penalidades… Todo el esfuerzo se dirige a la gran industria… Se carece de lo más indispensable… el pan, la leche, los huevos, la mantequilla, el azúcar, la carne, las legumbres, los cereales, todo, todo, está sometido a un severo racionamiento… Hay miseria y hambre en las capas de obreros menos calificados… Veréis infinidad de gentes vestidas con extremada pobreza en las ciudades y cubiertas de harapos en las aldeas… Es lastimoso, pero la gran misión del socialismo tiene que cumplirse sin sentimentalismos —dije para justificar las negras pinceladas del sombrío cuadro…

»… Sería grave error por vuestra parte hacer comparaciones entre el nivel de vida de un trabajador español y un trabajador soviético… Ellos eran todavía ayer un pueblo semibárbaro y nosotros arrastramos miles de años de civilización… Cualquiera de vosotros está habituado a vivir en un departamento con dos o tres habitaciones, cocina y baño. En la URSS, la familia que puede disponer de cuatro metros de espacio debe considerarse privilegiada aunque en ese reducido espacio convivan padres, hijos y abuelos… los muchachos y muchachas solteras, generalmente, viven en habitaciones colectivas… Muchos ni se casan porque tienen que vivir separados… Es la consecuencia de la afluencia de millones de campesinos a las ciudades en estos años de industrialización; el ritmo de construcción de viviendas es inferior al de las necesidades… Sucede con todo igual… Millones de hombres que antes no conocían los zapatos, ahora se han acostumbrado a ellos… no alcanza la producción… no sabían lo que era el jabón ni el cepillo de dientes y ahora los necesitan… y no hay para todos… No soñar, pues, con perfumerías, con zapaterías o con sastrerías y tiendas de confecciones… a las que podréis llegar y comprar lo que queráis o necesitéis… cuando tengan mercancía tendréis que disputársela a codazos a millones de ciudadanos ansiosos de adquirirla… Será dificilísimo que podáis encontrar alfileres u horquillas para el cabello, polvos para la cara o lápices de labios… En la URSS no se tiene idea ni de las medias de seda ni de los calcetines de hilo, ni de las plumas fuentes ni de los relojes de pulsera… El régimen —volví a aclararles, con la explicación oficial— no pierde tiempo en esas minucias de los hábitos burgueses que le distraerían de sus grandes objetivos industriales.

»… Tampoco encontraréis salones de belleza, ni tiendas de modas ni modelos de vestidos… se fabrica en serie… se ofrece lo que hay y se compra lo que ofrecen… Tropezaréis con las mismas dificultades en las farmacias. Si el doctor os receta un específico de patente deberéis esperar a que os toque el turno para cuando puedan facilitároslo… millones de gentes esperan… El régimen no puede invertir sus divisas en medicamentos extranjeros…

»… Nuestras costumbres burguesas sufrirán ante la ausencia de cafés, restaurantes, bares y tabernas que abundan en todos los países en los cuales si se nos antoja beber bebemos y si comer comemos. En la URSS, eso es considerado superfluo en la etapa actual, y en los pocos restaurantes que encontraréis comeréis sin grandes posibilidades de selección y a precios prohibitivos… Cada ciudadano tiene su tarjeta de racionamiento y su comedor colectivo; lo demás es lujo, y el lujo en la URSS es muy caro… Encontraréis excelentes almacenes de víveres del Estado; en ellos hay todo lo que se carece en las cooperativas pero pagándolo con un mil por ciento de su costo normal…

»… A los espectáculos públicos: cines, teatros, circos, conciertos, etc., no podréis entrar jamás acercándoos a las taquillas en demanda de una entrada… Son insuficientes… asistir a ellos es un premio al buen comportamiento en la producción… las secciones culturales de las fábricas se los facilitan a aquellos obreros que se lo han merecido…

»… En la vida corriente tropezaréis con “las colas”… En la URSS, se hace cola hasta por lo más inverosímil. Las gentes están tan habituadas a esperar seis u ocho horas para adquirir cualquier producto o artículo, que ya las hacen por costumbre, sin saber lo que van a comprar… parten del hecho de que cualquier cosa les vendrá bien… les preguntaréis qué es lo que venden y os dirán que no lo saben, que están esperando porque han visto que esperan los demás… Y observarais un afán de compra como en ninguna parte del mundo: si venden gramófonos comprarán dos o tres… si lámparas de noche, media docena… si hornillos eléctricos, todos los que se puedan llevar… el dinero no lo aprecian, sólo quieren artículos manufacturados para cambiarlos por lo que necesitan. Todo esto ha dado origen al más fantástico de los mercados negros… Las autoridades lo toleran porque ello les releva de la obligación de producir chucherías…

»… En los tranvías y trolebuses viajaréis hacinados entre trescientas personas en un espacio calculado para cincuenta… sucede igual con los trenes… amontonados como ganado, tras esperas de días y semanas enteras en los andenes de las estaciones… ¡Tan grande es el desplazamiento de gentes de un punto para otro!… El Estado no puede proveer actualmente los medios de transporte que esa población trashumante le exige…

»Las costumbres también chocarán con nuestros prejuicios burgueses… Podréis ver en el río Moskova a las muchachas bañarse desnudas… y a los jóvenes hacerse el amor desde que tienen uso de razón… a las gentes emborracharse en las fiestas particulares como si fuese una necesidad… y en los W.C. públicos, donde no existen puertas ni separaciones, discutir o leer la Pravda mientras se aligeran el intestino o la vejiga…

»En las calles y en los parques hallaréis multitud de golfillos, los llamados “bezprizorniis”, niños abandonados, sin hogar, que vagan a través de todo el país, que constituyen una plaga heredada de los años de la guerra civil y que son delincuentes tan prematuramente pervertidos que llegan a todos los grados de la criminalidad… Es una tragedia que ha obligado al gobierno a establecer la pena de muerte para los mayores de 12 años…»

Los rostros de mis oyentes se habían puesto rígidos. Las risas y las alegrías de un rato antes habían caído degolladas por la fría cuchilla de mis palabras. El estupor se reflejaba en sus bocas entreabiertas, en sus ojos redondos por el asombro y en el aliento contenido de aquel centenar de comunistas, que a otro que no tuviera la autoridad, la historia y la representación mías, lo hubieran tirado por la borda del barco por calumniador, trotskista y contrarrevolucionario…

Declaro hoy que en aquel entonces no me movía ningún afán de desacreditar al régimen staliniano. Trataba simplemente de adelantarles una pálida visión de la verdad rusa, a modo de vacuna preventiva ante el brusco asalto a la realidad que iban a sufrir. En 1939 yo mismo encontraba una explicación a cada uno de estos hechos. Creía en la verdad oficial, en la necesidad de sacrificar lo más caro de la individualidad, las más elementales necesidades de la vida humana en bien de la felicidad colectiva, cifrada en la industrialización de la URSS Y aceptaba como un «mal transitorio» la miseria de los trabajadores soviéticos, con tal de sumar altos hornos y dínamos, de tener muchos aviones y cañones.

Abrí un período de preguntas. Nadie se decidía a hablar. Les coartaba el temor a descubrir en sus palabras el fiasco de muchas de sus ilusiones. Al fin, uno de ellos hizo esta pregunta:

—¿Vive todo el mundo igual, pasan todos las mismas privaciones?

—No. En la URSS se vive la primera etapa del socialismo, que se caracteriza por la fórmula clásica: a cada uno según lo que produce. Ello significa que, según cuanto das a la sociedad, así eres por ella remunerado. Y los que dan más viven mejor. Por ejemplo: un maestro de taller vive mejor que un simple oficial y un ingeniero mucho mejor que un maestro de obras. El trabajo está catalogado en una serie de escalas diferentes. Y cuanto más elevada sea la categoría más privilegios disfrutas Puedes tener automóvil, una casa con varias habitaciones, almacenes especiales para comprar artículos de comer o vestir de mejor género y calidad, disfrutar de vacaciones en sanatorios más lujosos; puedes comprar abrigos de pieles, tienes preferencia para la adquisición de boletos para la Opera o el cine, etc., etc. Así se estimula a los de abajo a que escalen categorías superiores.

—Pues eso mismo es lo que sucede en España —comentó osadamente una de las muchachas—. El que más tiene vive mejor que el que tiene menos. No es que a mí me parezca mal la desigualdad de salarios; creo que es una medida natural e inevitable durante todo el período transitorio del capitalismo al comunismo; pero en la sociedad socialista deberían nivelarse un poco esas tremendas diferencias.

—Cierto, con la única diferencia de que allí es muy difícil que un obrero se haga ingeniero: a la burguesía no le interesa; extrae los cuadros superiores de su propia clase, en tanto que en la URSS se facilitan todos los medios para que el simple peón pueda llegar a director de una fábrica y el soldado aspirar al generalato. Las diferencias se mantienen como un acicate.

—¿Eso quiere decir que existen clases? —aventuró tímidamente otro.

—Clases no; diferentes categorías de trabajo en el conjunto de los productores.

—¿Y no pueden esas «categorías» llegar a crearse intereses propios que las lleven a luchar por sus privilegios frente a los aspirantes? —preguntó otro.

—Entonces tendríamos que admitir que en un régimen socialista pueden crearse castas; cosa que reputo absurda, pues sería la negación de nuestros principios que dan a todos los hombres las mismas posibilidades.

En mi explicación repetía como un papagayo la vieja lección aprendida en los textos de la propaganda exterior soviética.

Con otra serie de preguntas de este tenor, a las cuales contesté con la misma convicción, dimos por concluida aquella reunión, nuncio de la sucesión de adversidades y pesadumbres que habrían de trocar en un calvario el paso de los emigrados españoles por el paraíso de Stalin, el presagio de la tragedia que acabaría con muchos de ellos en los campos de concentración y en las cárceles y a otros conducirían a la locura; que había de convertir a nuestros muchachos en bandidos y en prostitutas a las niñas.

* * *

Las últimas cuarenta y ocho horas fueron menos alegres y optimistas que las de los cuatro días anteriores. En corrillos y tertulias mis camaradas de viaje comentaban con diversas interpretaciones los conceptos de mi conferencia. Por lo que pude saber predominaba el tono de la incredulidad y la mayoría se inclinaba a creer que había dado mi charla en un momento de depresión, cargando las tintas de mis amarguras de España a la cuenta de la URSS Pero no volvieron a tirar al mar ninguna otra prenda de vestir.

Nos acercábamos a Kronstadt. La máquina del barco dejó de trepidar. Se oyó el chirrido de la cadena del ancla. Hacia nosotros venía veloz una lancha motora llena de aduaneros soviéticos uniformados de color verduzco. Examinaron nuestros modestos equipajes. Se despidieron y el barco se puso nuevamente en marcha. Horas después avistábamos la ciudad de Leningrado. Todos nos agolpamos a proa del buque. Todos queríamos contemplar las primeras manifestaciones de la vida en la histórica ciudad edificada por Pedro el Grande, sede a la vez de los fastos zaristas y de los más destacados episodios revolucionarios del pueblo ruso.

Un sol mañanero, desganado, descendía sobre las cúpulas doradas de los templos ortodoxos y ponía reflejos pajizos sobre las pétreas murallas de la fortaleza de Pedro y Pablo. A la derecha, infinidad de barcos de mediano tonelaje movían sus cabrias en trajinera faena de carga y descarga. Montañas de carbón se alineaban a lo largo de los muelles. Un hormiguero de gentes sucias y desarrapadas paleaban el carbón, cargaban cajas y sacos, arrastraban pesadas carretillas y se movían febriles de un lado para otro. El aspecto de aquellos trabajadores de ambos sexos era por demás deprimente. Sucios de toda suciedad, rotos y remendados, descalzos unos y con zapatones de hombres la mayor parte de las mujeres, daban la impresión de ser unos condenados a trabajos forzados, pues por todas partes pululaban los soldados con fusil y bayoneta calada vigilando los depósitos de mercancías.

—¿Por qué tanta vigilancia? —me preguntó con marcada extrañeza Puente, un joven camarada de Madrid.

—Porque como en todas las partes del mundo, también aquí abundan los ladrones.

—¿Ladrones?…

—Tantos como prostitutas. Si no fuera por esos soldados, todos esos sacos, cajas y montones de carbón desaparecerían en menos que canta un gallo —dije.

—¿Pero qué ladrones pueden existir en un país socialista donde todo el mundo tiene el trabajo asegurado? —me compelió aún más atónito.

—Reminiscencias del pasado. Gentes inadaptadas socialmente que prefieren la vida a salto de mata a enrolarse en la disciplina del trabajo colectivo.

—¿Y las prostitutas también son reminiscencias del pasado? —se explanó riendo. Y agregó—: Serán ancianas, pues hace más de veinte años que el régimen prohibió la prostitución.

—Desgraciadamente son jóvenes, jovencísimas. En Moscú las podrás ver paseando por las proximidades de los grandes hoteles, bien vestidas y ofreciéndose con la misma impudicia que en las encrucijadas de Madrid.

—¿Y las toleran?

—Las autoridades hacen la vista gorda. Al fin comercian con lo suyo y resuelven ciertos problemas a los extranjeros y a los funcionarios de provincias que llegan a la capital y que son los únicos que pueden darse esos caprichos, pues la prostituta soviética es bastante cara. No dispone de tarjetas de racionamiento, debe adquirir los productos en los «Gastronoms» del Estado y pagar precios fabulosos por cualquier cosa.

—¿Y son hijas de proletarios?

—Las hay de todo. Unas porque no quieren avenirse a ganar doscientos o trescientos rublos al mes en la fábrica, cuando pueden en una o dos noches obtener esa suma. Otras porque las gusta vestirse bien, y un par de medias les cuestan quince días de trabajo. Las más porque provienen de familias burguesas y pequeño burguesas de antes de la revolución y prefieren esa degradante profesión a ensuciarse las manos en un taller o encorvarse ante una máquina de escribir.

El barco había atracado. Una avalancha de chiquillos y de mujeres increíblemente andrajosos se aproximó a la borda gritando «¡Jliep!»… «¡Jliep!»… Así sonaba a nuestros oídos lo que decían.

—¿Qué dicen? —me preguntó mi mujer.

—Piden pan.

Llegaron unos cuantos soldados y a empellones alejaron a los pedigüeños. Aquellas primeras estampas de la vida soviética debieron hacer recapacitar a mis camaradas sobre mis palabras. Ninguno decía nada. Miraban como avergonzados aquel espectáculo de miseria que ofrecía el muelle de Leningrado.

Desembarcamos y fuimos llevados a un edificio en cuyo frente se veían grandes pancartas rojas con consignas alusivas al plan quinquenal. Pasamos a un comedor donde nos fue servido un excelente almuerzo. Por los cristales de las ventanas veíamos los rostros sucios y macilentos de aquellos chiquillos y mujerucas que nos tendían las manos…

Llegaron gentes del «aparato» del Partido. Sin perder tiempo nos condujeron a dos vagones de primera clase que nos esperaban en una vía muerta. Allí vendría la máquina del expreso de Moscú a engancharlos y conducirnos a la capital de los soviets. Una inmundicia sin paliativos era todo cuanto se ofrecía a los ojos asombrados de aquel centenar de comunistas españoles. Arrancamos. El paisaje era monótono y mustio, y jugaba pareja con el alicaído entusiasmo de mis compañeros. En cada estación la misma visión, idénticas escenas. Gentes escuálidas, desnutridas, miserablemente vestidas, cargando enormes bultos y sacos. Muchos soldados y alguno que otro ciudadano regularmente limpio y trajeado, esperando turno para tomar un tren con escasa impedimenta: los rusos casi no utilizan maletas para viajar.

A la mañana del siguiente día llegábamos a Moscú. Allí comenzaron las primeras protestas de los nuestros. Nadie, excepto mi esposa y yo y la mujer de Stepanov, estaba autorizado para descender en la capital. Deberían seguir su viaje hasta Jarkov, donde se les había habilitado alojamiento. Todos deseaban conocer Moscú, ver la ciudad, contemplar el Kremlin y visitar la tumba de Lenin en la Plaza Roja. Los compañeros del «aparato» de la Internacional Comunista traían mandato terminante. Nuestros compatriotas tuvieron la oportunidad de escuchar las primeras instrucciones en un lenguaje para ellos hasta ahora desconocido: «¡Camaradas españoles: en la Patria del Socialismo la disciplina es sagrada, nadie tiene derecho a romperla. Ustedes van a Jarkov porque así ha sido dispuesto y no podrán salir de allí si no es con especial autorización de la KOMINTERN!»

Me despedí de aquellos camaradas en cuyos ojos entristecidos asomaban los primeros reflejos del desencanto. Tardaría más de un año en volverles a ver, dispersos ya por diferentes lugares y fábricas de la URSS Y aquellos ojos que ahora reflejaban la angustia de la primera desilusión me mirarían entonces con destellos de rabia y lágrimas de desesperación.

* * *

Moscú. Me instalé provisionalmente en el hotel Lux. Me dieron algún dinero para gastos personales y me ofrecieron habilitarme una «dacha» en Kunsevo, lugar de veraneo y descanso de los altos funcionarios de la Komintern.

Enseguida vino a saludarnos Barneto, miembro del Comité Central de nuestro Partido y viejo líder del Sindicato de Obreros Portuarios de Sevilla, que habitaba en el mismo hotel y trabajaba en Moscú en calidad de representante de nuestro Partido en el Socorro Rojo Internacional. Obrero sevillano típico, amigo personal de José Díaz, provenía, como aquél, del campo del anarcosindicalismo. Sus opiniones sobre la Unión Soviética eran poco favorables y menos ortodoxas; le habían ocasionado ya más de un serio disgusto con las gentes del «aparato» de la Komintern; por ventura se habían limitado a clasificarle benévolamente de «anarcoide», y aún le toleraban con este calificativo; por muchísimo menos había millares de hombres en Siberia. Digamos en honor a la verdad que los stalinistas sólo conocían del pensamiento de Barneto facetas relativamente insignificantes.

Nos abrazamos. Me contó que su salud era muy mala. Padecía de una úlcera en el estómago, que había de llevarlo a la tumba inmediatamente de ser operado en la clínica del Kremlin. Renegaba contra todas las instituciones y contra todos los burócratas que desde hacía meses no habían sido capaces de resolverle el problema de su dieta, consistente en un litro de leche, unos huevos y un puré de patatas o legumbres, únicos alimentos que toleraba su estómago. En la habitación del hotel tenía él mismo que cocinarse sus alimentos.

Le invité a que nos acompañase a trotar calles para apreciar los cambios habidos en los tres años transcurridos desde mi última visita a Moscú. A simple vista se apreciaban notabilísimas transformaciones. La gigantesca aldea, de casas de madera y de calles empedradas con guijarros, cedía el paso ahora a una modernización con trazos de gran ciudad. Enormes avenidas asfaltadas y grandiosas construcciones, algunas de tipo del rascacielos, embellecían la capital. Había aumentado considerablemente la circulación de automóviles y hasta se habían fijado «puntos» de taxis. Nuevos y elegantes comercios, con gran variedad de artículos de comer y de vestir, se apreciaban por todas partes. Las gentes, en general, iban vestidas con mayor decencia, aunque sin gusto y con pesada monotonía de color.

Mi mujer me abrumaba a preguntas. La impresión del primer momento la llevó hasta censurarme mis palabras en el barco.

—Aquí hay de todo. Mira: vinos, juguetes, comida, tabaco, calzado, libros, abrigos de pieles… ¡barrenderos con mandil blanco! ¡ni en Nueva York! —exclamaba gozosa.

—Cierto, cierto —concedí—. Existe mucho más de lo que yo había visto hace tres años. Hay un notabilísimo progreso en todos los aspectos.

—Pero no te entusiasmes —terció Barneto—. Mira los precios. Compáralos en pesetas para que te sea más fácil la comprensión. Un obrero y un empleado modesto en España gana 300 o 400 pesetas al mes. Con ellas vive toda la familia y, sin grandes lujos, comen decentemente. Veamos ahora los precios de los artículos de vestir en el más importante de los comercios de Moscú que es ese que tiene enfrente de ti —dijo señalando un enorme almacén que ocupaba toda una manzana en la calle de Petrovka, esquina a la plaza de Sverdlov y frente al suntuoso «Bolshoi Theatro». Las gentes se abalanzaban torrencialmente en las cinco plantas del edificio. En este «Komerchiski» había enorme cantidad de artículos a la venta. Desde objetos de platería fina hasta prendas íntimas de señoras, prendas de buena calidad.

—Ahora —dijo— vete haciendo cuentas. Toma como punto de partida que un obrero medianamente calificado gana 400 a 500 rublos por mes que, con descuentos, cuotas y pagos de empréstitos al Estado, etc., etc., se le reducen en un veinticinco por ciento, es decir, dispone al mes de 300 o 375 rublos. Con ello debe pagar sus alimentos y la habitación. Mira el precio de esas corbatas; 40 rublos, o lo que es igual, cuatro días de trabajo. Mira esa camisa corriente, 200 rublos, o sea, quince días de trabajo. Un traje de caballero: 2000 rublos, o sea, cinco meses de trabajo. Un carrete de hilo de zurcir: 20 rublos, dos días de trabajo. Un par de medias toscas, de seda artificial: 100 rublos, o sea, diez días de trabajo. Un par de zapatos de caballero: 1000 rublos, casi tres meses de trabajo.

Mi mujer había enmudecido: comenzaba a rendirse ante aquellos exponentes logarítmicos.

—Observa el fenómeno —insistía Barneto—. La mayoría de la gente se apretuja para ver, no para comprar. Les fascina contemplar lo que no pueden adquirir y llenan los almacenes por el afán morboso de atormentarse con el deseo. Vamos ahora al departamento de comestibles.

Descendimos a la planta baja. El público se empujaba bárbaramente. Los milicianos se las veían negras y deseaban para poner orden en aquella marea humana que se aplastaba contra las bien surtidas vitrinas de mantequilla, salchichón, pescado ahumado, latas de conservas, caviar, vodka, coñac, galletas, chocolates, pasteles, huevos, té, etcétera, etc. Leímos los carteles de los precios: mantequilla 180 rublos kilo, es decir 18 rublos los 100 gramos, que es el mínimo que debe consumir una familia. «Si ganas doce o trece rublos diarios —decía Barneto— no puedes gastar día y medio de trabajo para untar el pan con mantequilla». Salchichón, 150 rublos kilo. Galletas, 25 rublos la caja de 400 gramos. Chocolates, 300 rublos kilo. «¡Y ten en cuenta que este año de 1939, marca el punto más elevado de existencia de artículos de primera necesidad!»

—¿Cuánto tienen que ganar los que quieran comprar aquí?, preguntó toda extrañada mi mujer.

—Ganan miles de rublos —contestó Barneto—. En la URSS hay un tipo de gentes que pueden permitirse el lujo de gastarse de 5000 a 10 000 rublos al mes. Son cierta categoría de técnicos, funcionarios, intelectuales, artistas, etc. Para ellos son estos almacenes. Los trabajadores se surten en otro tipo de almacén: en los anexos a las fábricas o almacenes cooperativos. En ellos rigen otros precios, pero están sometidos a un racionamiento, que difícilmente les permite obtener lo necesario para el consumo diario. Además, la mayor parte del tiempo ni siquiera pueden cubrir las normas de racionamiento fijadas en las tarjetas.

—¿Y qué precios rigen en esos establecimientos cooperativos?

—Según las tarifas hechas públicas por el Gobierno, la mantequilla debe expenderse a 28 rublos kilo; el pan a 2,80 kilo; el azúcar a 5,30 kilo; un par de zapatos a 300 rublos —puntualizó Barneto.

—Son razonables —observé—. Lo que importa es saber en qué medida es posible adquirir esos artículos. Por lo que las estadísticas oficiales dicen, el racionamiento en dichos almacenes es el siguiente: 550 gramos de pan diario; 2200 gramos de carne al mes; 500 gramos de azúcar al mes; 2 kilos de pasta de sopa al mes; 400 gramos de sal al mes; 800 gramos de grasas al mes; una docena de huevos al mes; un litro de leche diario. Ahora bien, de estas ya raquíticas cifras debes segregar lo teórico de lo práctico. Lo que se ofrece y lo que se da. El obrero ruso se alimenta de pan negro. Es un pan tan áspero y pesado que parece plomo terroso. De un día para otro, sobre la corteza de ese pan florece un verdín mohoso que provoca náuseas. La carne, la leche, los huevos, el azúcar y otros artículos indispensables escasean tanto en las cooperativas de consumo que normalmente hay que salir a comprarlos en los «Gastronoms» o «Komerchiskis».

—¿Y las verduras, los cereales y las frutas? —inquirió mi mujer.

—Eso corresponde al reino de los cielos. Si con esfuerzo logras encontrarlas habrás de pagarlas a precios astronómicos. Lo único que está a tu alcance, relativamente barato, es el pepino en sal y la col agria —repuso Barneto.

—¿Y ese racionamiento es por cada individuo de la familia? —siguió inquiriendo mi mujer.

—Ese es para el que trabaja. Los niños, no siendo lactantes, tienen derecho a la mitad.

—Resulta entonces que en este «delicioso» país los ricos son más ricos y los pobres son más pobres que en ninguna otra parte del mundo —apostilló mi mujer.

—Esta política distributiva —me creí en el deber de explicar— responde al propósito de provocar el incentivo al dinero, o lo que es igual, a un mayor rendimiento en la producción. El Estado ha introducido una serie de primas a la sobreproducción y al cumplimiento del plan quinquenal, que determina una mayor circulación del dinero. El Estado procura recuperar ese dinero a precio más barato que lo ha dado, para evitar la inflación. Y se vale de este tipo de comercio en el que hace pagar las mercancías que valen 100 a un precio de 1000. Significa que recupera el dinero pagando por él solamente una décima parte de su valor efectivo. Es un tipo de impuesto indirecto que el pueblo paga. Gana en la sobreproducción, gana al apropiarse la plusvalía del trabajador y gana al recuperar el dinero en esos almacenes «recolectores».

—En España le llamamos a esos por su nombre: atraco; un atraco, simple y llanamente —comentó Barneto.

Preferí no darme por enterado del exabrupto.

—¿Y para qué quiere el Estado todo ese demonial de dinero? —preguntó mi mujer.

—Para electrificar, industrializar, cubrir los enormes gastos de la defensa, para instrucción, seguros sociales, etcétera —aseveré.

—Y para pagar sueldos fabulosos a esa clase de señores que lo administran todo —replicó Barneto, agregando enseguida:

—Lo lógico debería ser que esas cargas contributivas fueran equitativas entre todos los ciudadanos, pues tal como ahora se aplican resultan gravosas exclusivamente para los obreros, para las capas más humildes de la población. Si un ciudadano puede ganar 10 000 rublos, ¿qué le importa pagar la mantequilla a 180 rublos el kilogramo?; pero el trabajador que no gana arriba de 400 rublos y tiene que pagarla a ese precio resulta saqueado brutalmente por el Estado. De hecho, el sacrificado es el más pobre. De hecho, pues, lo que aquí se denomina construcción del socialismo determina el hambre en unos y hartura en otros.

Volví a hacer oídos sordos a estas manifestaciones tan poco ortodoxas y que eran gravísimas en boca de un dirigente.

Habíamos salido a la calle y caminábamos hacia la plaza de Pushkin, cuando nos llamó la atención un tipo singular de comercio cuyo rótulo de grandes dimensiones anunciaba: «Komisioniskis». En su interior se exhibían los más raros y variados artículos. Desde zapatos usados hasta abrigos de petigris, hornillas eléctricas y libros de texto. Era una especie de rastro con cierta decencia.

—¿Y esto? —preguntó mi mujer, insaciable en la curiosidad.

—Si tienes un objeto que te sobra, o que sin sobrarte quieres vender, lo traes a estos almacenes, propiedad también del Estado. Te tasan el valor del objeto. Te dan un plazo de ocho o diez días para que pases a recoger el dinero. En el entretanto ellos lo venden con un recargo del 100 por 100.

—¡Caray! Eso es peor que los «Gastronoms». Eso es especular con la propiedad ajena sin arriesgar nada —comenté yo ahora, yéndome del seguro.

—¡Bolsa negra; Hernández! ¡Ni más ni menos! —dijo Barneto.

—La bolsa negra especula, pero a veces pierde. Arriesgan hasta sanciones penales los que a ella se dedican. Pero aquí se ejerce legalmente por el Estado —apostillé.

—Pues si preguntas a algún funcionario te dirá que son exigencias de la «Piatiletka» —comentó irónico Barneto.

—¿Y qué es eso? —preguntó mi mujer.

—El plan quinquenal.

—El plan quinquenal también tiene su precio. Todo esto es irritante e injusto, pero la construcción de la sociedad socialista, la nobleza del objetivo, lo hace más tolerable. Una vez alcanzado desaparecerán todas estas miserias —dije a modo de consuelo para ellos… y para mí.

Y como se acercara la hora de cenar propuse a Barneto que nos llevara a uno de los buenos restaurantes de Moscú. Entre los cuatro más notables: el «Metropol», el «Astoria», el «Aragbi» y el «Moskova», nos decidimos por este último, situado en el primer piso del hotel del mismo nombre y encuadrado en una de las esquinas que dan acceso a la Plaza Roja. Montado con gran lujo, amenizado con música y baile, y atendido por camareros que conocen su profesión, era uno de los preferidos por los escasos extranjeros con dinero para costear los exorbitantes precios y por los no tan escasos altos funcionarios del Partido, la milicia y la tecnocracia, quienes podían permitirse estos y mayores dispendios sin merma apreciable en su economía personal. Es una casta mundana o mundanizada, aristocracia proletaria o que pretende serlo, la que aquí viene a distraerse, a aturdirse, a despilfarrar, a exhibir su propiedad comprada a costa de tanta pobreza.

El amplísimo salón-comedor, profusamente adornado con pequeñas palmeras, estaba repleto de comensales. Abundaban los ciudadanos vestidos con la «guinnastioska», típica guerrera de corte militar cerrada hasta el cuello, y calzados con altas botas de montar. El atuendo les denunciaba como funcionarios del Partido. En la mayoría de las mesas, una o dos jovencitas de equívoca estampa coqueteaban con unos y otros, sin perder ripio en los suculentos platos que al final pagaría el Creso «cliente» que las había invitado.

A medida que pasaba el tiempo se iba caldeando el ambiente. Las mesas se atiborraban de botellas de vodka, coñac, vinos y champaña. Las abundantes libaciones y los candenciosos ritmos de una orquesta de zíngaros incitaban a la danza. Primero una que otra pareja, luego algunas más, y finalmente, casi toda la concurrencia se entregó al placer del bailoteo con tan poco arte como desbordante pornografía. Las «profesionales» del amor no se distinguían de las otras mujeres. El alcohol y la «ausencia de prejuicios» las igualaba. Ni pudor ni recato. La «libre educación» de aquellas señoras que habían acudido con sus respectivos maridos, les daba licencia para enroscarse lascivamente y unir sus bocas en apasionados besos con cuantos galanes las invitaban a bailar, ante nuestros ojos estupefactos y la mirada bonachona de sus esposos que, a la vez, buscaban su pareja con idénticos fines.

Con todo cuanto tenía de licencioso y repulsivo el espectáculo de aquella «alta sociedad» soviética, no hubiera merecido mayores comentarios de nuestra parte a no mediar la presencia de algunas parejas de «machos» que bailaban con desmayados contorneamientos y estrechamente enlazados y que, al final, se despedían con prolongados besos en la boca.

—¡Maricones! —gritó Barneto que reventaba de indignación.

—¡Esto es asqueroso! —bramó mi mujer. ¡Ni en los más ínfimos cabarets de Shanghai se presenciaría un espectáculo tan indecente!

—Y en cualquier restaurant a que vayas, si es de cierto postín, te encuentras con la misma gentuza y los mismos espectáculos —ilustró Barneto.

—¿Y la gente del pueblo también? —preguntó mi esposa.

—No sé lo que hará la gente del pueblo, pues ellos no tienen acceso a estos lugares, aunque es de suponer que el hacinamiento y la promiscuidad entre gentes extrañas en que se ven forzados a vivir inevitablemente fomentará la amoralidad. Pero para todas estas señoras no hay excusa posible: son las que pasean en los automóviles por Moscú, las del privilegio, las esposas de los más encopetados dirigentes del Partido y de los altos cargos; las que deberían dar el ejemplo… ¡Y ya lo ves! ¡Corrompidas como vulgares cortesanas!

—En cualquier país meterían a esos tipos en la cárcel —comentó mi mujer refiriéndose al degradante espectáculo de los homosexuales.

—Desgraciadamente, el relajamiento sexual no es patrimonio exclusivo de la corrupción burguesa. La nueva sociedad lo arrastra como lacra heredada. Ese estúpido concepto del «amor libre», que hizo a Lenin exponer la «teoría del vaso de agua», diciendo que a ninguna persona normal se le ocurre beber en un charco sucio cuando puede beber en un vaso el agua limpia, se refería a estas desbordadas pasiones sexuales, que nada tiene de común con nuestra limpia interpretación sobre las relaciones amorosas y la moral en la familia proletaria —aclaré a modo de explicación.

—Pues la tía gorda que está con ese coronel de la NKVD, a nuestra derecha, ha abrevado esta noche en más de doce charcos; no sé en cuál de ellos se zambullirá —indicó riendo Barneto.

Pagué la cuenta, que ascendió a 600 rublos, sin más bebida que tres botellas de cerveza.

Como hacía una espléndida noche, nos adentramos en la Plaza Roja para acercarnos hasta la orilla del río Moscova. Pasábamos frente a las murallas del famoso y legendario Kremlin. Sobre sus cinco imponentes torres brillaban otras tantas estrellas que durante el día tiene reflejos de oro y de noche rutilan con destellos de rubí.

—¡Qué aspecto de solemnidad, de misterio y de grandeza, tienen estas torres y estas murallas! —exclamó mi mujer.

—Yo diría que son el símbolo del miedo al pueblo. La autocracia zarista, despótica y odiada, gustaba encerrarse entre amurallados torreones para aislarse del pueblo. Estas torvas y obscuras murallas antes producen temor que admiración —decía Barneto.

—Como quiera que sea, luce aquí grandiosa la arquitectura nacional rusa —terció mi mujer.

—¿Nacional rusa? —intervine yo—. No tanto, no tanto… Hasta el siglo XV el Kremlin era una fortaleza de madera. El Zar Ivan III trajo artistas italianos, y fueron éstos quienes edificaron esta joya arquitectónica. Más que una obra nacional rusa, es hija del renacimiento italiano. Las torres posteriores a Iván III, son obra de un inglés llamado Gallosway, quien sustituyó las garitas de madera por esas admirables eminencias. Por dentro, el Kremlin es precioso. En la época de Lenin se permitía visitarlo. Desde que Stalin trabaja en él, los permisos de entrada se dan a contadísimas personas.

Mi mujer cortó en flor estos pinitos de erudito para interrogar:

—¿En cuál de esas habitaciones estará ahora Stalin?

—¡Cualquiera lo adivina! Sólo sus más íntimos colaboradores lo saben. Para el pueblo es misterioso secreto —respondió Barneto.

—Eso no se hace por casualidad —dije—. El alejamiento del pueblo es una manera muy particular de cultivar el prestigio.

Pasamos frente al sobrio mausoleo de Lenin. Un bloque macizo de mármoles rojos pulimentados encierra el cuerpo embalsamado del jefe de la Revolución de Octubre. Casi todos los días, los campesinos que llegan a Moscú, forman largas filas para entrar a ver al «padrecito», y frente a la urna de cristal que encierra su cuerpo el pueblo reza oraciones con el mismo fervor que a sus sagrados iconos. La sencilla mentalidad del campesino ruso baraja confusamente lo místico con lo profano. Dios se les representa como la felicidad en el otro mundo. Lenin en la tierra. El recuerdo de Lenin va asociado a su liberación y a la entrega de la tierra. En infinidad de casas particulares de campesinos se encienden velas al santo de su devoción y al «padrecito» Lenin. El hecho me llamó vivamente la atención cuando allá por 1931 hice una serie de visitas a los más remotos koljoses de la Unión Soviética. En aquellas adecentadas «isbas», se adoraba a Lenin. En muy pocas se veía el retrato de Stalin: las colectivizaciones forzosas, las sangrientas represiones, han hecho temido a Stalin, pero no amado por los campesinos.

Nos detuvimos un rato contemplando las cúpulas doradas de la iglesia bizantina de San Basilio, al fondo de la gran plaza.

—Vamos a visitar el «Metro». Verás qué maravilla de ferrocarril subterráneo —dije a mi mujer.

Allí mismo, junto a la Plaza Roja teníamos una estación. Descendimos por unas hondísimas escaleras mecánicas. Al entrar en el andén impresiona la majestuosidad de aquellos palacios de mármol, llenos de preciosos adornos, profusamente iluminados.

Tomamos al azar una de las líneas. Resultó ser la que conduce a las proximidades de la fábrica «Stalin» a orillas del río Moscova. Al llegar a la terminal montamos en la escalera mecánica. ¡Cuál no sería nuestro asombro cuando al ir ascendiendo íbamos descubriendo ante nosotros una especie de bóveda inmensa en la que, entre nubes celestes, aparece Stalin en actitud de un dios proyectando su mirada omnisciente desde los cielos a la tierra, algo así como ese Jehová que hemos visto en burdas litografías policromas dictando a Moisés las tablas de la Ley!

Glosamos la estampa con palabras no muy reverentes para el nuevo dios. Mi mujer se hacía un lío calculando los millones que aquel fastuoso «Metro» habría costado.

—No hubiera estado de más un poco de modestia aquí y un poco de mayor atención a la construcción de viviendas para obreros. Aquí nadamos en espacio y nos aturdimos con el derroche de lujo; allí, donde habitan los trabajadores, en cuatro metros cuadrados vive una familia, separada de otra por unos trapajos colgados de cordeles. ¡Una vergüenza! —murmuró Barneto.

Regresamos. Al enfilar la calle de Gorki, en dirección a nuestro hotel, la insaciable curiosidad de mi mujer, que todo lo veía y observaba, le llevó a preguntar:

—¿Aquí no venden periódicos? No he visto en ninguna parte un solo puesto ni un solo voceador callejero.

—¡Cá’! —dije riéndome. Aquí, al revés que en todo el mundo, las gentes hacen grandes colas para adquirir uno de los diarios, Pravda o Izvestia, el uno del Partido y el otro del Gobierno. La tirada de menos de un millón de ejemplares es insuficiente.

—Insuficiente, no —aclaró Barneto. Sobrarían periódicos si no fuera porque cada uno de los burócratas necesita informarse de las disposiciones superiores para estar constantemente en la «línea» y no dar una opinión que difiera de la oficial, pues se arrepentiría para toda su vida. Los periódicos soviéticos son espantosamente aburridos. Stalin para arriba y Stalin para abajo; Stalin en la primera página y Stalin en el pie de imprenta. Elogios, alabanzas, ditirambos, encomios al dios infinitamente sabio y justo, Padre, Hijo y Espíritu Santo de todo lo divino y de todo lo humano, de lo acontecido, de lo que acontece y acontecerá —comentó sarcástico.

—¡Barneto! —exclamé bromeando. ¿Quieres ir a palear nieve a Siberia?

Barneto pasó por alto el trágico fondo yacente en aquella broma y continuó impertérrito:

—¡Les puedo tolerar que le quiten a Edison la invención de la lámpara incandescente, a Marconi la telegrafía sin hilos, pero que le quiten la del submarino a Isaac Peral, eso no se los aguanto!

Barneto, no lo olvidemos, era andaluz como Isaac Peral.

—¿Pero aquí no llega ninguna prensa extranjera? —preguntó mi mujer.

—Ni prensa, ni revistas, ni libros, ni nada. Aquí no hay más verdad que la verdad oficial —explicó Barneto.

—¿Entonces qué idea se tiene del mundo exterior?

—Ninguna. Caminamos como esos burros a los que les ponen viseras para que no vean más que en una sola dirección —insistió implacable Barneto.

—¡Bonita democracia!

—Vine aquí como un imbécil, por culpa de todos éstos —decía Barneto refiriéndose a mí—. Venía muerto de afanes de llegar a ver la tierra de promisión y no sabes lo hartito que estoy de estar aquí. ¡Lo malo es que no sé cómo salir! —dijo con amargura.

Llegamos al hotel. Al quedarnos solos mi mujer me confesó sin ambages que si a Barneto le habían hecho falta unos meses para inferir que la URSS no era más que una ficción y una mentira, lo que ella había visto en unas horas le sobraba y bastaba para estar contando los días que tardaríamos en trasponer sus fronteras.

Con frialdad de cuchillo, sentía yo también la muerte progresiva de mis entusiasmos.

* * *

Al día siguiente, mi primera visita, obligada tanto por la deferencia como por la amistad, fue a José Díaz, que se hallaba convaleciente de gravísima operación quirúrgica en el sanatorio de Barbija, en los aledaños de Moscú.

Fue un Himalaya de preguntas. José Díaz, postrado en el lecho, con la garra de la muerte clavada en las entrañas, seguía interesándose con la misma pasión de siempre por cada detalle y episodio de nuestra lucha.

Hablé con objetividad y crudeza de lo bueno y de lo malo. Entre infinitas preguntas me formuló estas dos:

—¿Cuál fue la actitud del Partido la noche del cinco de marzo? ¿Es cierta la acusación que se hace contra Pasionaria, Togliatti y Stepanov?

—Desgraciadamente es cierto. La noche del 5 de marzo la dirección del Partido Comunista nos hicimos reos de deserción, de huida cobarde ante el enemigo, después de haber contribuido con nuestra pasividad y nuestra conducta a desbaratar las posibilidades de resistencia.

Hubo un momento de silencio. No sé lo que se agitaba en el alma de José Díaz. Su ceño de pobladas cejas se había fruncido profundamente. Reclinado en la almohada me hizo un gesto para que le alcanzase una voluminosa carpeta en cuya portada se leía a lápiz rojo, esta inscripción: «Muy confidencial». Extrajo unos manuscritos y, siempre en silencio, me los entregó. Eran unas declaraciones escritas de Castro, Modesto, Líster y Ciutat.

Modesto reconocía haber sido uno de los acompañantes de Pasionaria en la partida de naipes durante la dramática noche del 5 de marzo, cuando anunciaron la llegada de Castro con una información urgentísima de Hernández y Pasionaria no se molestó en recibirle. Confesaba el error —del cual él había sido partícipe— de considerar «que nada se podía hacer contra la Junta».

Líster, más agresivo en el tono y en la forma, calificaba de «intolerable la actitud de Pasionaria» y de «pánico» el acuerdo tomado en Monóvar.

El comandante Ciutat daba un cuadro del estado de fuerzas de la zona Centro-Sur que demostraba, sin ningún margen a dudas, que teníamos todos los elementos precisos para haber acabado en una hora con el golpe casadista.

Castro afirmaba lo mismo que Líster y Ciutat.

Esta declaraciones tenían el doble valor de haber sido escritas por testigos presénciales del desfonde de la dirección del Partido, y porque tres de los cuatro informantes eran miembros del Comité Central del Partido.

Al devolverle aquellos documentos, una vez leídos, José Díaz hizo esta manifestación: «Tu información coincide enteramente con las de estos camaradas. Cierto, la Junta pudo ser aplastada y no lo fue. El hecho reviste tales caracteres de gravedad política para la dirección del Partido, y especialmente para quienes olvidaron sus deberes de dirigentes comunistas, que las medidas a tomar tendrán que estar a la altura de los hechos. Es penoso derribar pedestales tan trabajosamente levantados. Pero nosotros, como los árboles, nos robusteceremos también con la poda».

¿Sabía Pasionaria esta opinión de José Díaz? No tenía en aquellos momentos ningún elemento de juicio para afirmarlo. Ulteriores acontecimientos trabados y enlazados por la intriga, iban a encargarse de revelarme poco después que no sólo Pasionaria, sino las más altas autoridades del Komintern estaban en el secreto de la intransigencia revolucionaria con la que Díaz pretendía sancionar el derrotismo y la deserción de los dirigentes del Partido que hicieron viable el fin desastroso de una guerra tan titánica y heroica como la nuestra

* * *

Una llamada telefónica me hizo saber que Dimitrov me invitaba a cenar aquella noche, y que su automóvil pasaría a recogerme al sanatorio de Barbija, donde me hallaba.

Al filo de las nueve llegó el automóvil. En la «dacha» de Dimitrov, muy próxima al sanatorio, encontré al héroe de Leipzig acompañado de Manuilski y de la búlgara Blagoyeva, encargada de la Sección de Cuadros del Komintern, que iba a ocuparse de traducir del ruso al español y del español al ruso lo que allí se hablara aquella noche.

Me recibieron con demostraciones de gran afecto. Manuilski me habló del sentimiento que les había producido la noticia de mi fusilamiento, publicada en casi toda la prensa del mundo en los confusos días del final de nuestra guerra.

Dimitrov me notificó que Stalin estaba preocupadísimo por «el fin luctuoso de nuestra guerra», y que se hacía necesario darle una contestación clara de lo sucedido.

Como la mesa estaba servida optamos por cenar primero y dejar la discusión para los postres. Transcurría la cena sin más especial interés que el que dedicábamos a los exquisitos guisados preparados por la esposa de Dimitrov, cuando Manuilski me preguntó cuál era mi opinión sobre la gestión de «Ercoli» (con este nombre era conocido Togliatti en los medios de la I. C.) en el período de la Junta de Casado.

Relaté cuanto había sucedido, omitiendo solamente las conclusiones a que yo había llegado. Con no poco asombro de mi parte hube de escuchar estas palabras de Manuilski:

—Todos los actos de los hombres pueden ser enjuiciados críticamente después de conocerse los resultados, pero me extraña que Hernández no haya comprendido la sutileza de la táctica de Ercoli en la famosa reunión del aeródromo de Monóvar.

—Allí no hubo táctica ni Dios que la confunda a no ser la del derrotismo y la fuga —afirmé.

—¡Esa es tu incomprensión! —aclaró Manuilski—. A Ercoli podemos criticarle por cualquier otra cosa menos por el acuerdo de «entregar las posiciones» el 5 de marzo.

Me rebullí nervioso e intrigado. Un gesto de calma de Manuilski me mantuvo en silencio. Prosiguió:

—La guerra la tenían ustedes inexorablemente perdida. El Partido mantenía la consigna de resistir con muy buen criterio, a pesar de que era evidente que ni un milagro podía salvar la situación de derrota en que se hallaba la República. La esperanza de un posible conflicto europeo era una ilusión totalmente errónea, pues tal conflicto no podría surgir mientras no se decidiera totalmente la situación española…

—No era eso lo que nos decían entonces —aclaré.

—Si no se os explicó, fue una falta de nuestra delegación —contestó Manuilski.

—Se nos decía exactamente lo contrario —respondí.

—De cualquier manera, el hecho no cambia el fondo de la cuestión. Aceptado el principio de que la derrota era inevitable, se trataba de salvar el prestigio del Partido del descrédito en que iban a hundirse todas las organizaciones del Frente Popular, que tanto habían intrigado durante la guerra. No era justo que nuestro Partido español compartiera la misma responsabilidad que los demás, cuando había sido el que mayor contribución de sangre y entusiasmo había dado a la lucha. Y Ercoli utilizó una táctica que reputo de habilísima. De un lado, mantuvo la consigna de resistir, demostrando así que los comunistas no deponían las armas contra Franco, y, de otro, dejaba el campo abierto a quienes, al sublevarse, evidenciaban hallarse dispuestos a poner fin a una resistencia —que creían inútil— y buscaban una paz negociada con Franco —solemne disparate a tales alturas. Ercoli dejó que las cosas se produjeran como era previsible que hubieran de suceder. Los casadistas cayeron en la trampa. Se sublevaron, atacaron a los comunistas porque los comunistas querían resistir hasta lograr la paz con la fuerza de las armas. Perseguidos los comunistas y alejados de toda participación en las gestiones de «paz digna» que prometían obtener los juntistas, el Partido quedó a salvo de toda responsabilidad por la catástrofe final y de la estúpida pretensión de los juntistas.

Manuilski hizo una pausa para encender un cigarrillo, y mientras nos ofrecía otro a Dimitrov y a mí, prosiguió:

—Ahora que las masas españolas están sintiendo la brutalidad de la sanguinaria represión franquista, lógicamente han de pensar que era preferible haber seguido las indicaciones de los comunistas, resistiendo hasta morir si era preciso, para negociar una paz con las armas en la mano, a caer asesinados en esa guerra sucia, sorda, de tropillas falangistas y de patíbulos contra los hombres vencidos y desarmados. Y se revolverán indignados contra anarquistas y socialistas, contra todos los componentes de la Junta de Casado. La maniobra de Ercoli ha salvado el porvenir y el prestigio político de los comunistas españoles —concluyó Manuilski.

El estupor me tenía paralizado. No podía dar crédito a lo que estaba oyendo. La indignación me nublaba el entendimiento. ¿Era posible haber envilecido la táctica comunista hasta ese punto de criminal deslealtad? Recordé a Togliatti, al jesuítico y maquiavélico tercer secretario del Komintern, en su cínica e incomprensible conducta durante aquellos aciagos días del final de nuestra guerra. No cabía duda. Entre la actuación de la «troika» y las palabras de Manuilski había una relación lógica, monstruosamente lógica, pero clara y precisa. Y Manuilski era miembro del Comité Central del Partido Bolchevique, luego la continuidad de la deducción lógica llegaba hasta la cumbre, hasta Stalin.

—¿Entonces para qué se nos ha llamado a Moscú? ¿Para qué esa pregunta de Stalin? Explíquenle la táctica de Ercoli y todo le será tan comprensible como lo es ahora para mí —grité encolerizado.

Dimitrov alargaba e inclinaba el cuello hacia el lado de la traductora para recoger mis palabras. Cuando se hubo enterado quedó mirándome con sus ojos claros y acuosos y dijo:

—Naturalmente, la opinión de Manuilski es una opinión personal. Yo tengo mis dudas sobre la justeza de esa «táctica». A mi modo de ver la cosas debieron orientarse de diferente manera.

Manuilski se apresuró a interrumpirle hablando en alemán, idioma del cual ni la traductora ni yo conocíamos una palabra. Una réplica y un gesto malhumorado de Dimitrov, fue todo cuanto pude captar de aquel diálogo entre el jefe nominal y el jefe efectivo de la Internacional Comunista. Era visible que había una disparidad de opiniones entre aquellos dos hombres.

—Algunos de ustedes tienen opiniones distintas, ya lo sé. A veces los árboles impiden ver el bosque —dijo Manuilski un tanto irónico.

—Claro que las tenemos. Y si el camarada Stalin quiere saber nuestra opinión se la daremos con toda precisión y franqueza —contesté.

—Discutiremos, discutiremos todo lo que sea menester —dijo Dimitrov, poniendo fin a la cuestión. Seguidamente, variando el tema, me preguntó cómo se encontraban nuestros compatriotas en los campos de concentración.

Le expliqué las dantescas condiciones en que se hallaban. Hablé de las mujeres que parían a sus hijos sobre la arena de las playas cercadas, de los heridos a quienes se les pudrían los miembros y morían gangrenados por falta de asistencia médica, de los millares de disentéricos que agonizaban y contagiaban a sus compañeros de infortunio. Hambre, frío, piojos y senegaleses por todas partes. Cientos de miles de combatientes republicanos esperan su salvación de la solidaria acogida que les pueda brindar la Unión Soviética —dije a modo de resumen.

—Es un complicadísimo problema al que deberemos buscarle una pronta solución. Esos hombres entre los cuales se encuentran millares de Internacionales son un tesoro humano de incalculable valor para nuestra lucha —indicó Dimitrov.

—Esa podrida democracia francesa primero os dio la «No intervención» y ahora os da campos de muerte —gruñó Manuilski.

—¿No sería posible enviar unos cuantos barcos y traer a la Unión Soviética a cuantos quisieran refugiarse aquí? —pregunté.

—No es posible. En la URSS nos crearían mil enojosos problemas. No conocen el idioma, no les sería fácil aclimatarse a nuestros fríos, están habituados a otra disciplina de trabajo, tiene los hábitos y costumbres burgueses, y no comprenderían nuestros ritmos de producción. Serían una complicación. En cualquier país latinoamericano se encontrarán más en su ambiente que en nuestra patria —explicó Manuilski.

—Excepto México nadie se ha brindado a admitir un gran contingente de refugiados. Una emigración política de la significación de la nuestra no es muy grata para los países capitalistas por democráticos que sean —aclaré.

—Eso es cierto —indicó Dimitrov.

—La URSS, abriendo sus fronteras aliviaría inmediatamente la desesperada situación de la mayoría de los refugiados. Las dificultades de que habla Manuilski no las creo tan considerables, pues además de que la URSS cuenta con zonas templadas, estoy seguro de que nuestros hombres comprenderían las diferencias de situación y costumbres entre el mundo burgués y el mundo socialista, y se conformarían con labrar tierras mientras superasen las dificultades del idioma, y después podrían ocuparse en sus respectivas profesiones —porfié.

—Ya hemos tenido la experiencia de otras emigraciones europeas, menos numerosas y más seleccionadas políticamente que pudiera serlo la española, y han terminado descomponiéndose y hasta volviéndose antisoviéticas —replicó Manuilski.

—Eso es cierto —indicó Dimitrov. Pero de cualquier manera hay que proceder rápidamente a auxiliar a la emigración republicana española y traer aquí, si no a toda, a una gran parte.

—Lo más urgente es atender a los enfermos, heridos, mutilados e inválidos, pues cualquier dilación es para ellos la muerte. Traerlos a la URSS, prestarles atención médica inmediata y, cuando sanen que se queden los que quieran y que se vayan los que así lo deseen —insistí.

Manuilski meneaba la cabeza con signos negativos. Después dijo:

—Es un problema del Socorro Rojo Internacional. La Sección francesa, de acuerdo con el Gobierno de la República, deberá ocuparse de ese asunto y allegar los fondos necesarios.

Estaba claro que la URSS no quería dar asilo a la emigración republicana española ni a los héroes de las Brigadas Internacionales. Lo que el Presidente de México, Lázaro Cárdenas, pudo hacer, Stalin no quiso hacerlo.

Cárdenas era una personalidad casi desconocida para el pueblo español durante nuestra guerra. Stalin era tan popular que nuestros hombres morían con su nombre en los labios. Hoy, por el contrario, Stalin se ha hecho odioso para una gran parte de los españoles y la de Cárdenas es la figura más amada por todos los republicanos sin excepción; su nombre traspasó los muros de las cárceles de España, llena de luz los sombríos hogares, alienta a los hombres en lucha y es para todos nosotros un símbolo vivo de la solidaridad humana.

Decenas de miles de combatientes españoles siguieron sepultados en los «Campos de la Muerte». Y cuando Hitler se asoció con Stalin para poder desencadenar con toda tranquilidad la tormenta de sangre y horror sobre Europa, la URSS permaneció impasible ante el avance de las tropillas de la Gestapo, que eran un presagio de muerte para aquella multitud inerme y aprisionada por los Quisling de Francia. Los hombres que habían sido los soldados de la «causa de toda la Humanidad avanzada y progresiva» no vieron en aquellos días de angustia, un solo barco solidario con la bandera soviética en los puertos de Francia. Y algunos como Companys, presidente de Cataluña, Cruz Salido y Zugazagoitia, destacados socialistas, eran entregados a Franco, para su ejecución, por el aliado de Stalin, mientras ambos consumaban el reparto de Polonia.

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Por las referencias verbales y escritas que los dirigentes de la Internacional Comunista pudieron obtener de los miembros del Comité Central y del Buró Político del Partido Comunista de España, comprendieron pronto que discutir la gestión del Partido en el último período de la guerra motivaría un escándalo sin precedentes y de peligrosas consecuencias para la misma Komintern y para la autoridad del Partido Bolchevique. Por otro lado, y por motivos que al fin venían a coincidir en lo mismo, los dirigentes del Partido Socialista Unificado de Cataluña, Comorera y del Barrio impugnaban la actuación y conducta del Buró Político del Partido Comunista de España, lo que significaba atacar a la I. C.

Para eludir estos riesgos no quedaba más solución que la de no realizar la discusión, y si ésta no se podía impedir, alterarla y desfigurarla por completo. El desconcierto de los dirigentes de la I. C., se evidenciaba en las largas y aplazamientos que daban a la proyectada reunión. Para mí todo resultaba incomprensible. Habíamos sido requeridos con apremiante urgencia, y una vez en Moscú sólo se nos aconsejaba reposo, distracción y no tener prisa. A Stalin, por lo visto, ya no le interesaba conocer las causas del «fin luctuoso» de nuestra guerra.

Al cabo de varias semanas, para cubrir las apariencias, se nos encargó hacer por escrito la historia de nuestra guerra presentando conclusiones y deduciendo experiencias. El encargo no tenía pies ni cabeza. Ni nosotros éramos los más indicados para escribir en aquellos momentos la historia de la guerra del pueblo español, ni las conclusiones podían ser hechas, ni las experiencias ser deducidas sin mediar una amplia y profunda discusión sobre cada problema. La historia de nuestra guerra no era el relato episódico de la lucha, era, ante todo, para los comunistas, el análisis de los aciertos y de los errores en la política militar, económica, industrial, de unidad y de Frente Popular; era el estudio de la táctica seguida en cada etapa de la lucha y de la estrategia en su conjunto para impulsar, en las condiciones de la guerra, el desarrollo de la revolución democrática en España; era el estudio de la situación creada por el triunfo de Franco, a fin de delinear los nuevos métodos y formas de trabajo en la clandestinidad y la línea a seguir en la emigración.

Así se lo expuse a José Díaz y así me expresé ante Dimitrov. Insistió Dimitrov en las promesas de que se discutiría todo lo discutible. José Díaz, encadenado a su enfermedad, se revolvía en su impotencia física como un león enjaulado ante el acoso del hierro. Para él y para mí también, se comenzaban a dibujar claramente los perfiles de una maniobra dilatoria para rehuir la discusión. José Díaz se valió de toda su autoridad para exigir una y cien veces la celebración de una reunión conjunta del Secretariado de la Internacional Comunista y los miembros del Buró Político español. Al fin hubieron de acceder. Hacía más de dos meses que estábamos en Moscú.

Al dar comienzo las deliberaciones nos hallábamos presentes Dimitrov, Manuilski, Stepanov, Ercoli, Togliatti, Gueré, Pasionaria, Uribe, Checa y yo. No quisieron invitar a ningún otro miembro del Comité Central del PC de España, pretextando que nosotros integrábamos la Comisión que se había designado para llevar a cabo las discusiones.

Sería menester un libro exclusivamente dedicado a referir en detalle lo que fueron esas reuniones que se prolongaron más de un mes. Nunca en mis años de Partido —y había sido fundador de él— había presenciado o asistido o intervenido en reuniones tan absurdas, disparatadas y con una finalidad perfectamente planeada y decidida.

En vez de una reunión de camaradas responsables, de hombres políticos, que estudiaban unos acontecimientos históricos preñados de Utilísimas lecciones en las que podía aprender todo el movimiento comunista internacional, me encontré con una especie de tribunal con la misión de investigar la vida y milagros de cada uno de los dirigentes altos o bajos del Partido, para sacar la «experiencia» de si el paso por el poder en sus distintos aspectos (gobierno, ejército, policía, administración, política, etcétera) había operado corrosivamente en la entereza moral y en la solidez revolucionaria de cada titular. Mi asombro no tenía límites y mi indignación tampoco al ver a Pasionaria ejerciendo la función de fiscal, asistida y apoyada por los más altos jefes del movimiento comunista internacional, convertidos a su vez, en escribas y en jueces. Como comedia no estaba mal, pero como acto político aquello era una burla sangrienta al Partido Comunista de España y al mismo pueblo español.

Sería demasiado ensañamiento adentrarme en la descripción, aunque fuere somera, de esos debates. Allí no quedó títere con cabeza. Todos nos habíamos dejado contaminar, en mayor o en menor grado, por la corruptora influencia del poder. Todos, absolutamente todos… menos Pasionaria y ¡cómo no! «la revelación de nuestra guerra», Antón, como tuvo el tupé de declarar Pasionaria. A los ministros nos pusieron como chupa de dómine; a Checa, Cartón y Uribe, como no digan dueñas; a Líster y a Modesto, y con ellos al resto de los demás miembros del Comité Central, se les vapuleó de tal forma que sus barretas y entorchados no los hubiera envidiado un cabo furriel. A Mije, por tratarse de un caso especial de irresponsabilidad manifiesta, se decidió separarle del Buró Político y de toda actividad de Partido, debiendo pasar a ocuparse de problemas del Socorro Rojo en la sede de este organismo en Moscú.

Todos estábamos en «pecado», todos habíamos fracasado, todos tenido debilidades, todos cometido errores. La única que salió impoluta, canonizada, la que había cumplido con su deber y demostrado firmeza ejemplar fue Pasionaria, la «dirigente de temple staliniano», la integrante de la «troika» con Stepanov y Togliatti, la que jugaba a las cartas mientras se producía la sublevación casadista y la que rompía filas en la fuga hacia Francia en la madrugada del 6 de marzo de 1939. Y lo curioso fue que en las prolongadas e infinitas reuniones que celebramos en el curso de todo un mes no nos fue permitido abordar el tema de lo ocurrido en vísperas de la sublevación casadista y mucho menos de lo ocurrido en el aeródromo de Monóvar. El tema era «tabú». Allí no se pudo discutir más que aquello que dispusieron jueces y fiscales. La reunión se preparó con una doble finalidad. Primero, salvar toda la responsabilidad de la URSS y de la Internacional Comunista en su política hacia España durante la guerra y, segundo, eregir a Pasionaria como jefe efectivo del Partido, heredera de José Díaz en vida de éste, afianzando así la obediencia de la dirección del Partido a la I. C., frente a cuantos habíamos mostrado tendencias a la crítica y a la independización de la tutela de Moscú. Y una y otra razón acarrearon un sacrificio: el de la unidad política de la dirección del Partido.

A última hora se hizo un intento para soldar la dirección del Partido. Era comprensible que la discusión había agravado la división interna entre los miembros del Buró Político del PC de E. y se redujo el Buró Político a tres miembros: Pasionaria, Checa y yo, José Díaz continuaría siendo el jefe, pero residenciado en Moscú por razones de enfermedad. Los demás saldríamos para Francia.

¿Y la contestación a la pregunta que formulara Stalin? ¿Quién la dio? ¿Insistió Stalin en conocerla? Supongo que no. Cuando menos las reuniones sirvieron para escamotearla. La única voz que no se pudo acallar la que públicamente intentó, peleando con los censores del Komintern, opinar sobre «el fin luctuoso» de la guerra, fue la de José Díaz. En varios artículos recogidos en un folleto titulado «Las lecciones de la guerra del pueblo español» habló de «los lados débiles de Partido», de que «el Partido no previno a tiempo la conspiración», «el Partido descuidó movilizar a las masas»… «y no aplastó la rebelión aunque tenía a su disposición las fuerzas necesarias»[1].

La famosa reunión de Moscú fue el inicio de una política impunista en la dirección del PC de E. La gravedad del precedente había de hacer historia. Ungida Pasionaria con los óleos del Komintern, enfiló la proa hacia metas más ambiciosas: la secretaría general del Partido[2].

Nos preparábamos para salir de incógnito hacia París, donde deberíamos instalar nuestro cuartel general, cuando un acontecimiento de trascendencia mundial nos sorprendió: la firma del pacto germano-soviético. Surgió la guerra creando una nueva situación en toda Europa y obligándonos a revisar nuestra decisión de instalar en Francia la dirección del Partido. Preveíamos las dificultades para trabajar, dificultades que se agigantaron con la reacción de indignada hostilidad de los que se sintieron engañados y traicionados por la monstruosa coyunda Hitler-Stalin.

La dirección de la I. C., consideró que deberíamos permanecer a la espectativa en Moscú. Como protestara contra la decisión e insistiera en salir a trabajar fuera de la URSS, se convino en enviarme a organizar un «aparato de reserva» a los países escandinavos, que permanecían neutrales.