La alarma por fin paró, después de atronar durante dos minutos enteros. Una multitud se había reunido en medio del patio, alrededor de las puertas de acero por las que Thomas, como advirtió sorprendido, había llegado el día anterior.
«¿Fue ayer? —pensó—. ¿Hace tan sólo un día?».
Alguien le dio unos golpecitos en el codo y, al mirar, vio que Chuck estaba de nuevo a su lado.
—¿Qué tal, judía verde? —preguntó.
—Muy bien —contestó, aunque no podía estar más lejos de la verdad. Señaló las puertas de la Caja—. ¿Por qué está todo el mundo alucinando? ¿No es por eso por lo que todos estáis aquí?
Chuck se encogió de hombros.
—No sé, supongo que siempre ha sido muy regular. Una vez al mes, cada mes, el mismo día. A lo mejor el que está a cargo de todo esto ha decidido que tú eras un gran error y ha mandado a alguien para que te sustituya.
Le dio un codazo en las costillas y soltó una risita, una risa aguda que inexplicablemente hizo que el chico le cayera mejor. Thomas le lanzó una mirada asesina en broma.
—¡Estás hecho un incordio!
—Sí, pero ahora somos colegas, ¿no? —esta vez, Chuck se rio de verdad con una especie de resoplido chillón.
—Según parece, no me dejas muchas más opciones.
Pero la verdad era que necesitaba un amigo y Chuck le venía bien.
El niño se cruzó de brazos, con aire de estar muy satisfecho.
—Me alegro de que lo hayamos aclarado, verducho. Todos necesitamos un colega en este sitio.
Thomas agarró a Chuck del cuello y siguió bromeando:
—Vale, colega, entonces llámame por mi nombre: Thomas. O te tiraré al agujero cuando se marche la Caja —aquello desencadeno una idea en su cabeza cuando soltó a Chuck—. Espera un momento, ¿alguna vez lo habéis…?
—¿Intentado? —le interrumpió Chuck antes de que Thomas pudiera terminar la frase.
—Intentar, ¿qué?
—Bajar a la Caja después de que deje la entrega —contestó Chuck—. No hace nada. No baja hasta que no está completamente vacía.
Thomas recordó que Alby le había contado lo mismo.
—Eso ya lo sé, pero ¿qué hay de…?
—Lo hemos intentado.
Thomas tuvo que reprimir un quejido; aquello le estaba resultando molesto.
—Tío, es difícil hablar contigo. ¿Qué es lo que habéis intentado?
—Atravesar el agujero que queda cuando se va la Caja. No se puede. Las puertas se abren, pero sólo hay vacío, oscuridad, nada. No hay cuerdas ni nada. No se puede hacer.
¿Cómo era posible?
—¿Lo habéis…?
—¿Intentado?
Thomas sí soltó un gruñido esta vez.
—Vale, ¿qué?
—Tiramos algunas cosas por el hueco y nunca las oímos ir a parar a ningún sitio, sino que cayeron durante mucho rato.
Thomas hizo una pausa antes de responder; no quería que le interrumpiera de nuevo.
—¿A ti qué te pasa, lees la mente o algo por el estilo? —puso todo el sarcasmo que pudo en aquel comentario.
—Soy brillante, eso es todo —el niño le guiñó el ojo.
—Chuck, no vuelvas a guiñarme el ojo —le dijo Thomas con una sonrisa. Chuck era un poco pesado, pero había algo en él que hacía parecer las cosas menos terribles. Thomas respiró hondo y miró al grupo que estaba reunido alrededor del agujero—. ¿Cuánto tiempo pasa hasta que llega el envío?
—Normalmente tarda una media hora después de la alarma.
Thomas se quedó pensando un segundo. Tenía que haber algo que no hubiesen intentado.
—¿Estás seguro de lo del hueco? ¿Alguna vez habéis…? —se calló para esperar una interrupción, pero no la hubo—. ¿Alguna vez habéis intentado hacer una cuerda?
—Sí, lo han hecho. Con la enredadera. La más larga que se podía hacer. Digamos que ese pequeño experimento no salió muy bien.
—¿A qué te refieres?
«Ahora, ¿qué?», pensó Thomas.
—Yo no estaba aquí, pero he oído que el chico que se ofreció voluntario sólo había bajado tres metros cuando algo pasó por el aire zumbando y le partió por la mitad.
—¿Qué? —Thomas se rio—. No me lo creo.
—¿Ah, no, chico listo? He visto los huesos de ese imbécil. Le cortaron por la mitad como un cuchillo corta la mantequilla y lo guardaron en una caja para advertir a los chicos de que en el futuro no fueran tan estúpidos.
Thomas esperó que Chuck se riera o sonriera, pues aún creía que era una broma. ¿Quién había oído alguna vez que hubieran cortado a alguien por la mitad? Pero no se rio.
—¿Lo dices en serio?
Chuck se le quedó mirando fijamente.
—Yo no miento, verd…, eeeh, Thomas. Vamos, acerquémonos a ver quién viene. No puedo creer que sólo hayas sido judía verde por un día. ¡Qué giliclonc!
Mientras caminaban, Thomas hizo la única pregunta que no había planteado hasta entonces:
—¿Cómo sabes que no son provisiones o cualquier otra cosa?
—Entonces, no hubiera sonado la alarma —contestó Chuck simplemente—. Los suministros llegan todas las semanas a la misma hora. Eh, mira —Chuck se calló y señaló a alguien del grupo. Era Gally, que tenía los ojos clavados en ellos—. Foder —dijo—. No le gustas ni en pintura, tío.
—Ya —masculló Thomas—. Me he dado cuenta.
Y el sentimiento era mutuo.
Chuck le dio un golpecito a Thomas con el codo y ambos siguieron caminando hacia el grupo; luego esperaron en silencio. Cualquier pregunta que tuviera Thomas se le había olvidado. Se le habían quitado las ganas de hablar al ver a Gally.
A Chuck, por lo visto, no:
—¿Por qué no vas y le preguntas qué problema tiene? —preguntó, intentando sonar duro.
Thomas quería pensar que era lo bastante valiente para hacerlo, pero en aquel momento le parecía la peor idea del mundo.
—Bueno, por lo pronto, tiene más aliados que yo. No es alguien a quien me quiera enfrentar.
—Sí, pero tú eres más inteligente. Y seguro que más rápido. Podrías con él y con todos sus colegas.
Uno de los chicos que estaba delante de ellos miró por encima del hombro con cara de enfado. «Debe de ser uno de los amigos de Gally», pensó Thomas.
—¿Quieres callarte? —le espetó a Chuck entre dientes.
Una puerta se cerró a sus espaldas. Thomas se dio la vuelta para ver a Alby y Newt acercándose desde la Hacienda. Ambos parecían agotados. Al verlos, Ben le vino a la cabeza, así como la horrible imagen de él retorciéndose en la cama.
—Chuck, tío, me tienes que contar qué es todo eso del Cambio. ¿Qué han estado haciendo ahí dentro con el pobre Ben?
Chuck se encogió de hombros.
—No conozco los detalles. Los laceradores te hacen cosas malas y tu cuerpo pasa por algo espantoso. Cuando se acaba, eres… diferente.
Thomas sintió que era la oportunidad para conseguir una respuesta en firme.
—¿Diferente? ¿A qué te refieres? ¿Y qué tiene que ver con los laceradores? ¿Es lo que Gally quería decir con que te «pican»?
—Shhh —Chuck se puso un dedo en la boca.
Thomas casi gritó de frustración, pero permaneció en silencio. Ya haría que Chuck se lo contara más tarde, quisiera el niño o no.
Alby y Newt habían llegado al gentío y se abrieron camino hacia delante para quedar justo al lado de las puertas que daban a la Caja. Todo el mundo estaba en silencio y, por primera vez, Thomas notó los chirridos y el traqueteo del ascensor que subía, lo que le hizo recordar la pesadilla que había sido su viaje el día anterior. Le envolvió la tristeza, casi como si estuviera reviviendo aquellos breves minutos terribles al despertar en la oscuridad y haber perdido la memoria. Sentía lástima por quienquiera que fuese el chico nuevo, pues iba a pasar por lo mismo que él.
Un ruido sordo anunció que el extraño ascensor había llegado.
Thomas observó, a la espera, cómo Newt y Alby se colocaban el uno enfrente del otro, junto a las puertas del hueco, para separar la rendija que había en el cuadrado de metal, justo en medio. Los dos tiraron de los sencillos asideros en forma de gancho que había pegados a ambos lados. Con un chirrido, las puertas se abrieron y una polvareda se levantó en el aire por la piedra de alrededor.
Se hizo un silencio absoluto entre los clarianos. Cuando Newt se inclinó para mirar con más detenimiento el interior de la Caja, el débil balido de una cabra a lo lejos resonó en el patio. Thomas se inclinó hacia delante todo lo que pudo con la esperanza de echarle un vistazo al recién llegado.
Con una repentina sacudida, Newt volvió a ponerse derecho, con la cara arrugada por la confusión.
—Hostia… —musitó, mirando a su alrededor nada en concreto.
Para entonces, Alby también había echado una ojeada y había tenido una reacción similar:
—¡Qué fuerte! —murmuró, casi en trance.
Un coro de preguntas inundó el aire cuando todos empezaron a echarse hacia delante para mirar por la pequeña abertura.
«¿Qué ven ahí abajo? —se preguntó Thomas—. ¡¿Qué ven?!».
Sintió una ligera punzada de miedo, parecida a la que había experimentado aquella mañana, cuando caminó hacia la ventana para ver el lacerador.
—¡Esperad! —gritó Alby para que se callara todo el mundo—. ¡Esperad!
—Bueno, ¿qué pasa? —le preguntó alguien.
Alby se levantó.
—Dos novatos en dos días —respondió casi en un suspiro—. Y ahora, esto. En dos años no ha habido nada diferente, y ahora esto —entonces, por alguna razón, miró directamente a Thomas—. ¿Qué pasa aquí, verducho?
Thomas se le quedó mirando, confundido, con la cara roja como un pimiento y el estómago encogido.
—¿Cómo voy a saberlo yo?
—¿Por qué no nos dices qué coño hay ahí abajo, Alby? —gritó Gally.
Hubo más murmullos y otro empujón hacia delante.
—¡Callaos, pingajos! —chilló Alby—. Díselo, Newt.
Newt bajó la vista hacia la Caja una vez más y luego miró a la multitud, serio.
—Es una chica —dijo.
Todos empezaron a hablar a la vez y Thomas sólo pudo captar algunos fragmentos sueltos:
—¿Una chica?
—¡Me la pido!
—¿Cómo es?
—¿Cuántos años tiene?
Thomas se ahogaba en un mar de confusión. ¿Una chica? Ni siquiera se había planteado por qué en el Claro sólo había chicos y no chicas. Lo cierto es que ni había tenido tiempo de darse cuenta.
«¿Quién es? —se preguntó—. ¿Por qué…?».
Newt volvió a hacerles callar:
—Eso no es todo —dijo, y señaló hacia la Caja—. Creo que está muerta.
• • •
Un par de chicos cogió unas cuerdas hechas de enredaderas y bajó a Alby y a Newt hacia el interior para que pudieran rescatar el cuerpo de la chica. Una atmósfera de sorpresa afectaba a la mayoría de los clarianos, que daban vueltas con caras de circunstancias, dando patadas a las rocas sueltas, sin apenas decir palabra. Nadie se atrevía a admitir que se moría de ganas de ver a la chica, pero Thomas suponía que todos tenían tanta curiosidad como él.
Gally era uno de los jóvenes que sujetaban las cuerdas, preparado para sacar a los que ahora se encontraban en la Caja. Thomas se fijó en él. Tenía los ojos llenos de algo oscuro, casi una fascinación enfermiza, y aquel brillo hizo que de repente Thomas estuviera más asustado que hacía unos minutos.
Desde el fondo del hueco se oyó la voz de Alby, que avisaba de que ya estaban listos, y Gally y unos cuantos más empezaron a tirar de la cuerda. Tras unos resoplidos, sacaron a rastras el cuerpo sin vida de la chica, por el borde de la puerta, hacia uno de los bloques de piedra que formaban el suelo del Claro. De inmediato, todos corrieron hacia delante y el grupo se reunió a su alrededor, donde el entusiasmo se palpaba en el aire. Pero Thomas se quedó atrás. Aquel inquietante silencio le puso los pelos de punta, como si acabaran de abrir una tumba recién cavada.
A pesar de su curiosidad, Thomas no se molestó en intentar abrirse camino para echar un vistazo; los cuerpos estaban demasiado pegados entre sí. Pero había alcanzado a verla antes de que le bloquearan el paso. Era delgada, pero no muy pequeña. Por lo que había visto, quizá medía un metro sesenta y ocho. Parecía tener unos quince o dieciséis años y tenía el pelo negro como la brea. Pero lo que más le había llamado la atención era su piel: pálida, blanca como las perlas.
Newt y Alby salieron como pudieron de la Caja tras la muchacha; luego se abrieron camino hasta el cuerpo sin vida y la multitud volvió a aglomerarse detrás, impidiéndole a Thomas verlos. Tan sólo unos segundos más tarde, el grupo volvió a separarse y Newt señaló a Thomas directamente.
—Novato, ven aquí —dijo, sin molestarse en ser educado.
El corazón de Thomas le saltó a la garganta y las manos le empezaron a sudar. ¿Qué querrían de él? Las cosas no paraban de ponerse cada vez peor. Se obligó a caminar hacia delante, tratando de parecer inocente sin actuar como alguien que es culpable pero intenta parecer lo contrario.
«Cálmate —se dijo a sí mismo—. No has hecho nada malo».
No obstante, tenía la extraña sensación de que quizá sí lo hubiera hecho sin darse cuenta.
Los chicos que bordeaban el camino hasta Newt y la chica le fulminaron con la miraba mientras él pasaba por su lado, como si fuera el responsable de todo aquel lío del Laberinto, el Claro y los laceradores. Thomas se negó a mantener contacto visual con ninguno de ellos, por miedo a parecer culpable.
Se acercó a Newt y a Alby, que estaban arrodillados junto a la chica. Thomas, que no quería mirarles a los ojos, se concentró en la muchacha; a pesar de su palidez, era muy guapa. Más que guapa. Preciosa. De pelo sedoso, piel impecable, labios perfectos y piernas largas. Le ponía enfermo pensar de aquel modo sobre una chica que estaba muerta, pero no podía apartar la vista.
«No tendrá este aspecto durante mucho más tiempo —pensó con el estómago revuelto—. No tardará en empezar a pudrirse». Le sorprendió tener un pensamiento tan morboso.
—¿Conoces a esta chica, pingajo? —preguntó Alby como si le fastidiara.
Thomas no se esperaba aquella pregunta.
—¿Que si la conozco? ¡Desde luego que no! No conozco a nadie. Salvo a vosotros.
—Eso no es… —empezó a decir Alby, y luego se detuvo con un suspiro frustrado—. Me refiero a que si te resulta familiar. ¿Tienes la sensación de haberla visto antes?
—No. Nada.
Thomas cambió de postura, bajó la vista hacia sus pies y, después, volvió a mirar a la chica. Alby arrugó la frente.
—¿Estás seguro?
Daba la impresión de que no se creía una palabra de lo que Thomas le decía. Casi parecía enfadado.
«¿Por qué se le ha ocurrido que tengo algo que ver con esto?», pensó. Miró tranquilo a los ojos llenos de ira de Alby y contestó del único modo que sabía:
—Sí. ¿Por qué?
—¡Foño! —refunfuñó Alby mientras miraba a la chica—. No puede ser una coincidencia. Dos días, dos verduchos, uno vivo y otro muerto.
Entonces las palabras de Alby comenzaron a tener sentido y el pánico se apoderó de Thomas.
—No creerás que yo… —ni siquiera pudo terminar la frase.
—Corta, verducho —intervino Newt—. No estamos diciendo que hayas matado a la puñetera chica.
A Thomas la cabeza le daba vueltas. Estaba seguro de que nunca la había visto antes, pero entonces le surgió una ligera duda.
—Os juro que no me resulta nada familiar —insistió de todos modos. Ya había tenido suficientes acusaciones.
—¿Estás…?
De pronto, antes de que Newt pudiera acabar, la chica se sentó. Mientras respiraba hondo, sus ojos se abrieron de golpe y parpadeó, mirando a la multitud que la rodeaba. Alby soltó un chillido y se cayó hacia atrás. Newt dio un grito ahogado y un salto para apartarse de ella a trompicones. Thomas no se movió; siguió con la vista clavada en la joven, paralizado por el miedo.
Sus brillantes ojos azules se movían arriba y abajo a la vez que respiraba hondo. Los rosados labios le temblaban mientras no paraba de farfullar algo indescifrable. Entonces, dijo una frase con una voz apagada e intranquila, pero clara:
—Todo va a cambiar.
Thomas permaneció mirando fijamente, asombrado, mientras los ojos de la joven se ponían en blanco y se caía de espaldas al suelo. Su puño derecho salió disparado al aire, rígido, después de que ella se quedara en silencio, apuntando hacia el cielo. Tenía asido un trozo de papel enrollado.
Thomas intentó tragar saliva, pero tenía la boca demasiado seca. Newt se acercó corriendo y le separó los dedos para coger el papel. Con las manos temblorosas, lo desplegó; luego se dejó caer de rodillas y estiró la nota sobre el suelo. Thomas se colocó a su lado para echar un vistazo.
Garabateadas en el papel, con letras negras y gruesas, había siete palabras:
Ella es la última.
No llegarán más.