Capítulo 7

Empezaron por la Caja, que en aquel momento tenía cerradas las puertas dobles de metal, planas en el suelo, pintadas de blanco, descoloridas y agrietadas. El día se había aclarado considerablemente y las sombras se habían extendido en dirección contraria a lo que Thomas había visto el día anterior. Todavía no había localizado el sol, pero parecía como si fuera a asomar por el muro del este en cualquier momento.

Alby señaló las puertas.

—Esto de aquí es la Caja. Una vez al mes llega un novato, como tú; nunca falla. Una vez a la semana, nos llegan provisiones, ropa, algo de comida. No necesitamos mucho, nos las arreglamos bastante bien en el Claro.

Thomas asintió; se moría por hacerle un montón de preguntas.

«Necesito cinta adhesiva para ponérmela en la boca», pensó.

—No sabemos ni jota sobre la Caja, ¿me entiendes? —continuó Alby—. De dónde viene, cómo llega aquí o quién está a cargo de ella. Los pingajos que nos la envían no nos dicen nada. Tenemos toda la electricidad que necesitamos, cultivamos y criamos la mayoría de nuestra comida, hacemos nuestra ropa y esas cosas. Una vez intentamos devolver con la Caja a un verducho gilipullo, pero la cosa no se movió hasta que no le sacamos.

Thomas se preguntó qué había debajo de aquellas puertas cuando la Caja no estaba, pero mantuvo la boca cerrada. Sentía una mezcla de emociones: curiosidad, frustración y asombro, unidas al horror persistente por el lacerador que había visto aquella mañana.

Alby siguió hablando sin molestarse en mirar a Thomas a los ojos:

—El Claro está dividido en cuatro partes —levantó los dedos para contar las cuatro zonas—: los Huertos, la Casa de la Sangre, la Hacienda y los Muertos. ¿Lo pillas?

Thomas vaciló y negó con la cabeza, confundido. Alby parpadeó un instante mientras continuaba. Era como si estuviera pensando en mil cosas que preferiría estar haciendo en vez de estar allí. Señaló el rincón noreste, donde estaban situados los campos y los árboles frutales.

—Los Huertos, donde tenemos los cultivos. El agua llega a través de unas tuberías en el suelo. Siempre han estado ahí o, si no, nos hubiéramos muerto de hambre hace mucho tiempo. Aquí nunca llueve. Nunca —señaló hacia el rincón sureste, hacia los establos y los corrales de los animales—. La Casa de la Sangre, donde criamos y sacrificamos a los animales —señaló la lamentable residencia—. La Hacienda, un estúpido lugar que es el doble de grande que cuando llegamos aquí, porque seguimos añadiéndole cosas cuando nos mandan madera y otras cloncs. No es bonito, pero hace su función. Aunque muchos de nosotros dormimos fuera.

Thomas se sintió mareado. Tenía tantas preguntas en la cabeza que no podía controlarlas. Alby señaló hacia el rincón suroeste, la zona boscosa revestida de bancos y varios árboles enfermos.

—A eso lo llamamos los Muertos. El cementerio está en esa esquina, en la espesura del bosque. Y no hay mucho más. Puedes ir allí a sentarte y descansar, a pasar el rato o lo que sea —se aclaró la garganta, como si quisiera cambiar de tema—. Pasarás las próximas dos semanas trabajando con un guardián diferente hasta que sepamos qué se te da mejor: ser un deambulante, un ladrillero, un embolsador, un excavador… Seguro que en algo te colocamos. Vamos.

Alby caminó hacia la Puerta Sur, situada entre lo que había llamado los Muertos y la Casa de Sangre. Thomas le siguió y arrugó la nariz al venirle el olor a estiércol de los corrales de los animales.

«¿Un cementerio? —pensó—. ¿Por qué necesitan un cementerio en un sitio que está lleno de adolescentes?».

Aquello le molestó incluso más que no conocer algunas de las palabras que Alby continuaba diciendo, como deambulante y embolsador y que no sonaban nada bien. De nuevo estuvo a punto de interrumpir a Alby, pero mantuvo la boca cerrada.

Frustrado, centró su atención en los corrales de la Casa de la Sangre. Varias vacas mordisqueaban y masticaban el heno verdoso que había en un comedero. Los cerdos holgazaneaban en un barrizal y de vez en cuando movían el rabo, la única señal de que estaban vivos. En otro corral había ovejas; también había un gallinero y jaulas con pavos. Los trabajadores iban de aquí para allá y parecía que llevaran toda su vida en una granja.

«¿Por qué me acuerdo de estos animales?», se preguntó Thomas. No veía nada nuevo ni interesante en ellos. Sabía cómo se llamaban, lo que solían comer y qué aspecto tenían. ¿Por qué ese tipo de cosas aún estaban alojadas en su memoria, pero no dónde había visto antes esos animales o con quién? Su pérdida de memoria le desconcertaba debido a su complejidad.

Alby señaló el gran establo que había en el rincón, cuya pintura roja descolorida se había quedado de un tono mate oxidado.

—Allí es donde trabajan los cortadores. Eso sí que es desagradable. Asqueroso. Si te gusta la sangre, puedes convertirte en cortador.

Thomas negó con la cabeza. Lo de ser cortador tenía muy mala pinta. Mientras seguían caminando, centró su atención en el otro lado del Claro, en la parte que Alby había llamado los Muertos. Los árboles eran más espesos y densos conforme se adentraban en aquella esquina, estaban más vivos y llenos de hojas. Unas sombras oscuras cubrían las profundidades de la zona boscosa, a pesar de la hora que era. Thomas alzó la vista, entrecerrando los ojos para ver el sol, que por fin era visible, aunque tenía un aspecto extraño; era más anaranjado de lo normal. Y pensó que aquel era otro ejemplo de lo extraña que era la memoria selectiva que tenía.

Volvió la mirada hacia los Muertos, con un disco brillante todavía en la retina. Parpadeó para que desapareciera y, de repente, volvió a ver las luces rojas que titilaban y se deslizaban en la oscuridad del bosque.

«¿Qué son esas cosas?», se preguntó, irritado porque Alby no le había contestado antes. Tanto secreto le molestaba.

Alby se detuvo y Thomas se sorprendió al ver que habían llegado a la Puerta Sur. Los dos muros que flanqueaban la salida se elevaban por encima de sus cabezas. Los gruesos bloques de piedra gris estaban agrietados y cubiertos de hiedra, tan antiguos como ninguna otra cosa que Thomas pudiera imaginar. Estiró el cuello para ver la parte superior de los muros, pero su mente empezó a dar vueltas con la extraña sensación de que estaba mirando hacia abajo, no hacia arriba. Retrocedió un paso tambaleándose, sobrecogido una vez más por la estructura de su nuevo hogar, y luego volvió a centrar su atención en Alby, que estaba de espaldas a la salida.

—Ahí fuera está el Laberinto.

Alby señaló con el pulgar por encima de su hombro y, después, se calló. Thomas clavó los ojos en aquella dirección, a través del espacio entre los muros que servía como salida del Claro. Los pasillos de allí fuera parecían similares a los que había visto por la ventana de la Puerta Este a primera hora de esa misma mañana. Aquella idea le produjo un escalofrío y se preguntó si el lacerador podría atacarlos. En cualquier momento. Retrocedió un paso antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo.

«Cálmate», se reprendió, avergonzado.

Alby continuó:

—Llevo dos años aquí. Pocos han durado tanto tiempo. Casi todos han muerto —Thomas notó que los ojos se le abrían de par en par y el corazón le latía más rápido—. Hace dos años que intentamos resolver esta cosa, pero no ha habido suerte. Los fucos muros de allí fuera se mueven por la noche, igual que las puertas. Hacer un mapa no es nada fácil, nada fácil —señaló con la cabeza hacia el edificio de cemento en el que habían desaparecido los corredores la noche anterior.

Otra punzada de dolor atravesó la mente de Thomas; había demasiadas cosas que calcular a la vez. ¿Llevaban allí dos años? ¿Las paredes del Laberinto se movían? ¿Cuántos habían muerto? Caminó hacia delante, con la intención de ver el Laberinto con sus propios ojos, como si las respuestas estuvieran escritas en los muros de ahí fuera.

Alby extendió el brazo, empujó a Thomas en el pecho y le hizo tropezar hacia atrás.

—No vas a salir ahí, pingajo.

Thomas tuvo que tragarse su orgullo.

—¿Por qué no?

—¿Crees que he mandado a Newt antes de que los otros se despertaran nada más que por pura diversión? Pirado, esa es la Regla Número Uno, la única que no debes infringir nunca. Nadie, y digo nadie, puede salir al Laberinto, excepto los corredores. Como rompas esa norma, si no te matan los laceradores, te mataremos nosotros mismos, ¿te enteras?

Thomas asintió, refunfuñando para sus adentros, seguro de que Alby estaba exagerando. Esperaba que así fuera. De todos modos, si le quedaba alguna duda sobre lo que le había dicho a Chuck la noche anterior, ahora lo tenía clarísimo. Quería ser un corredor. Sería un corredor. En lo más profundo de su ser sabía que tenía que ir ahí fuera, al Laberinto. A pesar de todo lo que le habían contado y lo que había visto de primera mano, le llamaba tanto como el hambre o la sed.

Un movimiento arriba, en el muro a la izquierda de la Puerta Sur, atrajo su atención. Reaccionó enseguida, asustado, y miró justo a tiempo de ver un destello plateado. Un trozo de hiedra se agitó cuando la cosa desapareció por allí.

Thomas señaló el muro.

—¿Qué era eso? —preguntó antes de que le mandaran callar de nuevo.

Alby no se molestó en mirar.

—No hagas preguntas hasta el final, pingajo. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? —hizo una pausa y dejó escapar un suspiro—. Son cuchillas escarabajo; así nos vigilan los creadores. Será mejor que…

Fue interrumpido por una alarma retumbante que sonaba en todas las direcciones. Thomas se tapó los oídos con las manos, mirando a su alrededor mientras la sirena atronaba y su corazón estaba a punto de salírsele del pecho. Pero, al volver a mirar a Alby, se detuvo.

Alby no estaba actuando como si estuviera asustado. Parecía… confundido. Sorprendido. La alarma resonó en el aire.

—¿Qué pasa? —preguntó Thomas.

El alivio le inundó el pecho, pues al parecer su guía turístico no pensaba que se acabara el mundo; pero, aun así, Thomas estaba empezando a hartarse de ser asaltado por oleadas de pánico.

—Qué raro —fue todo lo que dijo Alby mientras examinaba el Claro con los ojos entrecerrados.

Thomas advirtió que había gente echando un vistazo en la Casa de la Sangre, por lo visto igual de confundida. Uno de ellos, un muchacho flaco y bajito empapado de barro, le gritó algo a Alby.

—¿Qué pasa? —preguntó el chico, mirando a Thomas por alguna razón.

—No lo sé —murmuró Alby con voz distante.

Pero Thomas no pudo soportarlo más:

—¡Alby! ¿Qué está ocurriendo?

—¡La Caja, cara fuco, la Caja! —exclamó Alby antes de salir a paso rápido hacia el centro del Claro, y a Thomas le dio la impresión de que estaba aterrado.

—¿Qué? —preguntó al tiempo que corría para alcanzarlo, pero en realidad lo que quería gritar era: «¡Háblame!».

Alby no contestó ni aminoró la marcha y, a medida que se acercaban a la Caja, Thomas vio a un montón de chicos correr por el patio. Se encontró con Newt y le llamó, mientras trataba de contener el miedo en aumento y se decía a sí mismo que todo iba a salir bien, que debía de haber una explicación razonable.

—Newt, ¿qué pasa? —gritó.

Newt le miró, le saludó con la cabeza y se acercó a él, extrañamente calmado en medio de aquel caos. Le dio un manotazo a Thomas en la espalda.

—Significa que va a llegar un puñetero novato en la Caja —hizo una pausa como si esperara que Thomas estuviera impresionado—. Ahora mismo.

—¿Y?

Cuando Thomas miró a Newt con más detenimiento, se dio cuenta de que lo que había confundido con calma era, en realidad, desconcierto. Quizás, incluso, entusiasmo.

—¿Y? —repitió Newt, abriendo un poco la boca—. Verducho, nunca hemos tenido a dos novatos en el mismo mes, y menos aún en dos días seguidos.

Y, al decir eso, salió corriendo hacia la Hacienda.