La siguiente hora fue un cúmulo de visiones y sonidos para Thomas.
El chofer conducía a una velocidad temeraria por pueblos y ciudades, y la fuerte lluvia ocultaba la mayor parte del paisaje. Las luces y los edificios estaban distorsionados y acuosos, como algo sacado de una alucinación provocada por las drogas. Hubo un momento en que la gente de fuera echó a correr tras el autobús. Llevaban la ropa raída y el pelo enmarañado, y sus aterradores rostros estaban cubiertos de las mismas llagas raras que Thomas había visto en aquella mujer. Aporreaban los laterales del vehículo como si quisieran subirse, como si quisieran escapar de la espantosa vida que podían estar viviendo.
El autobús no disminuyó la velocidad. Teresa siguió callada al lado de Thomas. Por fin, él se armó del suficiente valor para hablar con la mujer que estaba sentada al otro lado del pasillo.
—¿Qué ocurre? —preguntó, sin estar seguro de cómo plantearlo.
La mujer le miró. Unos mechones de pelo negro mojado le rodeaban la cara. Tenía los ojos llenos de pena.
—Es una historia muy larga.
La voz de la mujer era mucho más amable de lo que Thomas se había esperado y tuvo la esperanza de que de verdad fuera una amiga, de que todos los rescatadores fueran amigos, a pesar de que habían atropellado a sangre fría a una mujer.
—Por favor —dijo Teresa—. Por favor, cuéntenos algo.
La mujer miró a Thomas y, luego, a Teresa, y soltó un suspiro.
—Tardaréis un poco en recuperar vuestros recuerdos, si es que los recuperáis. Nosotros no somos científicos, no tenemos ni idea de lo que os han hecho o de cómo os lo han hecho.
A Thomas se le cayó el alma a los pies al pensar que tal vez había perdido la memoria para siempre, pero insistió:
—¿Quiénes son? —inquirió.
—Empezó con las erupciones solares —respondió la mujer, con la mirada cada vez más distante.
—¿Qué…? —empezó a preguntar Teresa, pero Thomas la hizo callar.
Déjala hablar —le dijo en su cabeza—. Parece que nos lo va contar.
Vale.
La mujer casi parecía estar en un trance mientras hablaba, y no apartaba los ojos de un punto indefinido en la distancia.
—Las erupciones solares no pudieron predecirse. Suelen ser normales, pero estas fueron inauditas, enormes, muy fuertes. Y, cuando se dieron cuenta, tan sólo pasaron unos minutos antes de que su calor azotara la Tierra. Primero se quemaron nuestros satélites y miles de personas murieron al instante, millones en días, e innumerables kilómetros se convirtieron en tierra baldía. Luego llegó la enfermedad —se detuvo para coger aliento—. Conforme el ecosistema se venía abajo, se hizo imposible controlar la enfermedad, incluso mantenerla en Sudamérica. Las selvas desaparecieron, pero los insectos, no. La gente ahora lo llama el Destello. Es una cosa horrible. Sólo los más ricos pueden recibir tratamiento, pero no se puede curar a nadie. A menos que los rumores de los Andes sean verdad.
Thomas por poco rompió su propio consejo, pues las preguntas le inundaban la mente. El horror crecía en su corazón. Se sentó y escuchó mientras la mujer continuaba:
—En cuanto a vosotros, todos vosotros, no sois más que unos cuantos de los millones de huérfanos. Hicieron pruebas a miles y os escogieron para lo más importante. La última prueba. Todo lo que habéis vivido fue calculado y planificado con detenimiento. Catalizadores para estudiar vuestras reacciones, vuestras ondas cerebrales, vuestros pensamientos. Todo en un intento de encontrar a aquellos capaces de ayudarnos a dar con el remedio para combatir el Destello —hizo otra pausa y se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja—. La mayoría de las consecuencias físicas está causada por otras cosas. Primero empezaron las ideas delirantes y, luego, los instintos animales empezaron a imponerse sobre los humanos. Al final, el Destello les consumió y destruyó su humanidad. Está todo en el cerebro. El Destello vive en sus cerebros. Es algo espantoso. Es mejor morir que contagiarse —la mujer dejó de mirar la nada y se centró en Thomas; después miró a Teresa y, luego, a Thomas otra vez—. No dejaremos que les hagan esto a los niños. Hemos jurado arriesgar nuestras vidas para luchar contra CRUEL. No podemos perder nuestra humanidad, no importa el resultado final —juntó las manos en su regazo y las miró—. Ya sabréis más en su momento. Vivimos lejos, al norte. Miles de kilómetros nos separan de los Andes. Lo llaman la Quemadura; está entre aquí y allí. Está centrada alrededor de lo que antes llamaban el ecuador. Ahora no hay nada más que calor y polvo, y está llena de salvajes consumidos por el Destello a los que no se puede ayudar. Intentamos cruzar esa zona para encontrar una cura. Pero, hasta entonces, lucharemos contra CRUEL y detendremos los experimentos y las pruebas —miró con recelo a Thomas y, después, a Teresa—. Tenemos la esperanza de que os unáis a nosotros.
Entonces apartó la vista y miró por la ventana.
Thomas miró a Teresa y arqueó las cejas a modo de pregunta. La chica se limitó a negar con la cabeza; luego, la apoyó en su hombro y cerró los ojos.
Estoy demasiado cansada para pensar —dijo—. Mantengámonos a salvo por ahora.
A lo mejor ya estamos a salvo —contestó—. A lo mejor.
Oyó los suaves sonidos que ella emitía al dormir, pero supo que él no podría conciliar el sueño. Sentía tal torrente de emociones contradictorias que no podía identificarlas. Aun así, era mejor que el vacío monótono que había experimentado antes. Sólo pudo quedarse allí sentado, mirando fijamente por la ventana la lluvia y la negrura, pensando en palabras como «Destello», «enfermedad», «experimento», «Quemadura» y «CRUEL». Tan sólo podía quedarse allí sentado y esperar que las cosas fueran mejores ahora que en el Laberinto.
Pero, mientras se movía y se balanceaba con los movimientos del autobús, mientras sentía que la cabeza de Teresa le golpeaba el hombro de tanto en tanto cuando había grandes baches, la oía moverse y volverse a dormir otra vez, y oía los murmullos de las otras conversaciones de los clarianos, había una cosa que le volvía a la mente:
Chuck.
• • •
Dos horas más tarde, el autobús se detuvo.
Había parado en un aparcamiento cubierto de barro que rodeaba un edificio sin nada de particular, con varias filas de ventanas. La mujer y los otros rescatadores cruzaron con los diecinueve chicos y la chica la puerta principal y subieron unas escaleras hacia un dormitorio enorme, con una serie de literas alineadas en una de las paredes. Al otro lado había algunas mesas y cómodas. Unas cortinas tapaban las ventanas que había por toda la habitación.
Thomas lo asimiló todo con un asombro ligero y distante. Ahora le costaba mucho que algo le sorprendiera o le superara.
Aquel sitio se encontraba lleno de colores. Las paredes estaban pintadas de amarillo fuerte, las mantas eran rojas y las cortinas, verdes. Después del gris soso del Claro, parecía que les hubieran llevado a vivir a un arco iris. Al verlo todo, al ver las camas y las cómodas nuevas, la sensación de que todo era normal le resultó casi sobrecogedora. Era demasiado bueno para ser verdad. Minho lo expresó mejor al entrar en aquel nuevo mundo para ellos:
—Me han fucado y he ido al cielo.
A Thomas le costaba estar contento, como si estuviera traicionando a Chuck al hacerlo. Pero allí había algo. Algo.
El líder que conducía el autobús dejó a los clarianos en manos de un pequeño grupo de empleados: nueve o diez hombres y mujeres vestidos con pantalones negros ceñidos y camiseta blanca, con el pelo inmaculado y la cara y las manos limpias. Estaban sonriendo.
Los colores. Las camas. El personal. Thomas sintió una felicidad imposible que trataba de abrirse camino en su interior. Aunque un abismo enorme se ocultaba en medio, una oscura depresión que no podía abandonarle: el recuerdo de Chuck y su brutal asesinato. Su sacrificio. Pero, a pesar de aquello, a pesar de todo, a pesar de lo que le había contado la mujer del autobús sobre el mundo al que habían vuelto, Thomas se sintió a salvo por primera vez desde que había salido de la Caja.
Les asignaron una cama, les repartieron ropa y cosas para el aseo y les sirvieron la cena. Pizza. Una auténtica pizza real y grasienta.
Thomas devoró hasta el último bocado, el hambre acabó con todo lo demás y un ambiente de satisfacción y alivio se palpó a su alrededor. Muchos de los clarianos habían permanecido callados todo el rato, tal vez preocupados por que al hablar se desvaneciera todo. Pero ahora había gente sonriendo. Thomas se había acostumbrado tanto a la desesperación que casi le desconcertaba ver rostros felices. Sobre todo, cuando le costaba tanto a él sentirse así.
Después de comer, nadie discutió cuando les dijeron que había llegado la hora de irse a dormir.
Y menos aún Thomas, que se sentía como si pudiera dormir un mes entero.